CAPÍTULO VIGESIMOSEXTO,

una nueva y curiosa manera de desearse suerte y saludarse

En mis apuros y dudas acudí al párroco, le conté lo que entretanto había visto y oído y le pregunté si estos eran verdaderos cristianos, pues todos se burlaban de Cristo, para que me ayudara a salir de ese sueño y poder considerar de otro modo a mi prójimo.

—Claro que lo son —me contestó—, y te prevengo no oses llamarles de otra forma.

—Dios mío —dije yo—, ¿y cómo puede ser? Si cuando señalo a alguien las faltas que comete contra Dios, se ríe de mí.

—No tiene esto por qué preocuparte. Si volvieran al mundo los primeros y piadosos cristianos, los que vivían en tiempos de Cristo, o incluso los mismísimos apóstoles, harían justo las mismas preguntas que tú y también los tomarían por locos. Todo lo que has visto y oído es moneda común, y apenas un juego de niños en comparación con lo que se hace en este mundo, en público y en privado, y con violencia, contra Dios y las personas. No te mortifiques porque vayas a encontrar muy pocos cristianos como el bienaventurado señor Samuel.

Mientras continuábamos nuestra conversación, pasaron unos prisioneros por la plaza del pueblo y pudimos escuchar la siguiente salutación, llevada en términos por demás amistosos, por dos viejos amigos que se habían encontrado de nuevo:

—¡Así te destroce el pedrisco! ¿Aún vives, hermano? ¿Cómo diablos hemos venido a parar aquí? ¡Yo había creído, así me parta un rayo, que te habían colgado hacía mucho tiempo!

A lo que el otro contestó:

—¡Voto a sanes, hermanito! ¿Eres tú o no eres tú? ¿Te ha traído el diablo? ¡No habría creído volver a verte en todos los días de mi vida; siempre pensé que ya ardiendo estarías!

Y cuando se separaron, el uno le gritó al otro en vez del «con Dios» acostumbrado:

—¡Hasta mañana, amigo! Seguro que volveremos a encontrarnos y nos emborracharemos bravamente.

—¿No es esa una hermosa, bendita despedida? —le dije yo al párroco—. ¿No son esos dignos deseos cristianos? ¿Qué es lo que se dirán cuando se peleen, señor cura? ¿Si estos son los corderos de Cristo y vos sois su pastor deberíais conducirlos a mejores pastos?

—Sí, querido niño —contestó—, pero con los soldados no se puede. Si dijera algo sería como predicar para las palomas, y no me ganaría nada más que el odio de esos peligrosos mozos.

Permanecí asombrado un largo rato, charlé aún unos minutos con él y luego volví a presentarme ante el gobernador, pues solo recibía de vez en cuando permiso para abandonar mi puesto y visitar al párroco y la ciudad. No sin razón intuía mi amo la necedad y la simpleza que yo atesoraba, de modo que propiciaba mis salidas a pasear, ver, oír, aprender de los demás o, como suele decirse, pulirme.