CAPÍTULO VIGESIMOQUINTO,

de cómo al curioso Simplicius le parece el mundo curioso y viceversa

Igual que se adoraban estas y muchísimas otras clases de ídolos, despreciábase la verdadera majestad divina, pues del mismo modo en que no vi a nadie seguir Sus palabras y mandamientos, sí vi a muchos que en todo se conducían de manera contraria hasta superar a los publicanos (quienes en tiempos de Cristo eran pecadores consumados). Cristo dice: «Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿No hacen también lo mismo los publicanos? Y si abrazáis a vuestros hermanos solamente, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen también así los gentiles?». Pero yo no me topé con una sola persona que siguiera estas enseñanzas, más bien al contrario. Con razón dice el refrán que cuantos más cuñados, más palos dados; y era imposible encontrar más envidia, odio, celos, peleas y riñas que allí entre hermanos, hermanas y amigos de nacimiento, sobre todo si les tocaba repartirse una herencia. También los gremios se odian por doquiera, y vi tanto disparate con mis propios ojos que debo reconocer que aquellos pecadores consumados, aquellos publicanos y gentiles, odiados por todos a causa del mal y la impiedad que demostraban, superaban de largo a los cristianos de hoy en el ejercicio del amor fraternal, pues el mismísimo Jesucristo dio testimonio de que entre ellos sí se amaban. Por eso me preguntaba yo que, si no recibimos recompensa alguna por no querer a nuestros enemigos, cuán mayor debería ser el castigo si encima odiamos a los amigos. Donde deberían hallarse los más sentidos amor y fidelidad, encontraba yo los más profundos odio y desconfianza. Algunos señores despreciaban a sus leales servidores y súbditos, pero por otra parte también había criados que se comportaban como canallas con sus piadosos señores. Me percataba de la perpetua discordia que se dedicaban los cónyuges, cómo algunos tiranos que trataban a sus honradas esposas peor que a un perro, y cómo algunas malas pécoras trataban a sus devotos maridos como locos o asnos. Había amos y maestros que, con mucho cinismo, engañaban a sus esforzados criados cuando llegaba el momento de pagarles el salario, del que restaban la comida y la bebida. Y al revés, también observé cómo muchos criados desleales arruinaban a sus piadosos señores mediante el robo o la desidia. Los comerciantes y artesanos rivalizaban en la usura y, con todo tipo de tretas y ardides, les extraían hasta la última gota de sudor a los campesinos. Con todo, buena parte de los labriegos eran también tan impíos que no les preocupaba, si con malas artes no alcanzaban lo deseado, acusar con aparente gesto ingenuo a otras personas o incluso a sus propios señores. Una vez vi a un soldado darle un sonoro bofetón a otro y me imaginé que el segundo ofrecería la otra mejilla (pues yo aún no había visto ninguna pelea). Pero me equivoqué, ya que el ultrajado desenvainó e hirió al ofensor en la cabeza. Yo me puse a gritar como un loco:

—Pero ¿qué haces, amigo?

—Buen bellaco sería —dijo—. Mal rayo me parta si no me vengo, demonios. Menudo mastuerzo estaría yo hecho si me dejara agraviar así como así.

El ruido entre ambos duelistas aumentó, porque acudieron espectadores inclinados tanto por el uno como por el otro que llegaron también a las manos. Juraban tan fácilmente por Dios y por sus almas que yo no podía creer que las considerasen su más preciado bien. Pero aquello fue simplemente un juego de niños, ya que después llegué a oír juramentos mucho mayores como: «Que me parta un rayo o un trueno, y que el diablo, y no uno sino cientos, se me lleven por los aires». Acto seguido tocó el turno a los santos sacramentos, y no por siete veces sino también por cientos de miles, se podían contar por toneladas, llenar con ellos fosos y galeras, hasta que se me pusieron todos los cabellos de punta. Volví a pensar en las enseñanzas de Cristo: «No juréis en ninguna manera: ni por el cielo, porque es el trono de Dios; ni por la tierra, porque es el estrado de sus pies; ni por Jerusalén, porque es la ciudad del gran Rey. Ni por tu cabeza jurarás, porque no puedes hacer un cabello blanco o negro. Responded simplemente “sí, sí” o “no, no”, porque lo que es más de esto, de mal procede». Medité sobre esto y sobre todo lo que vi y oí y llegué a la conclusión de que aquellos baladrones no eran cristianos, así que me busqué otras compañías.

Lo que sin embargo me parecía más espantoso eran los fatuos que se jactaban de su maldad, sus pecados, sus vergüenzas y sus vicios, pues a menudo, incluso a diario, soltaban:

—¡Voto a tal, cómo nos emborrachamos ayer! En un solo día me emborraché tres veces y otras tantas vomité. ¡Voto al diablo, cómo desollamos a los campesinos, los muy canallas! ¡Por la sangre de Cristo, buen botín hicimos! ¡Rayos y truenos, qué juerga con las mujeres y las mozas! —Y aún seguían—: Le metí tal paliza que no se levantarán días. Le pegué un tiro que lo dejó tieso. Le engañé de tal manera que se lo podría haber llevado el diablo. Le di tan fuerte con una piedra que no me extrañaría haberle partido el cuello.

Estas y otras expresiones bien poco cristianas eran el pan de cada día, además de oír y ver pecar en nombre de Dios, algo verdaderamente digno de conmiseración. El hábito estaba más arraigado en los guerreros, sobre todo cuando decían: «Salgamos, en nombre de Dios, de patrulla, a saquear, robar, matar a golpes, disparar, atacar, tomar prisioneros, incendiar», y cualesquiera que fuesen sus horribles actos y aficiones. También los usureros negociaban en nombre de Dios para disimular todos los tejemanejes que dictaba su infernal avaricia. Una vez vi cómo terminaron en la horca dos infelices que habían querido robar por la noche; mientras preparaban la escalera, se conoce que uno quiso, en el nombre del Señor, subir primero, a lo que respondió el prevenido señor de la casa haciéndolo caer en nombre del diablo; se rompió una pierna y lo apresaron, y al cabo de unos días lo colgaron junto a su cómplice. Cuando veía u oía estas cosas y, como en mí era ya costumbre, mencionaba las sagradas escrituras o les advertía con el corazón en la mano, me tomaban por un necio o un iluso, y tanto se rieron de mí que tomé el propósito firme de callar, lo que, por amor cristiano al prójimo, me abstuve de hacer. Me habría gustado que toda aquella gente se hubiera educado con el ermitaño, pues pensaba que así verían la esencia del mundo con los ojos de Simplicius. Pero no era yo muy avispado para darme cuenta de que si todos fueran Simplicius tampoco se incurriría tanto en el pecado. La verdad, no obstante, es que el hombre de mundo que está acostumbrado a ver y participar en tantos vicios e insensateces apenas se suele percatar del funesto camino en que se ha metido con sus compañeros.