de cómo el diablo le roba el tocino al cura y el cazador se caza a sí mismo
Quiero narrar ahora algunas pequeñas anécdotas que me sucedieron mientras viví con mis dragones y que, aun cuando carecen de importancia, se escuchan con agrado. En aquellos tiempos no solo emprendí grandes hechos, sino que no desdeñaba los pequeños si creía con ellos poder conquistar mayor renombre entre las gentes. En una ocasión, mi capitán salió con cincuenta de los suyos hacia Recklinghausen, con la misión de preparar una emboscada a un transporte enemigo. Pensando en que tendríamos que permanecer varias jornadas ocultos en el bosque, cada uno se llevó provisiones para unos ocho días. Pero como la rica caravana que acechábamos no se presentara en el tiempo previsto, se nos agotó el pan. No podíamos robar pues, de lo contrario, nos descubriríamos y echaríamos a rodar nuestros propios planes. Así pues, el hambre nos asediaba. En aquellos lugares no tenía tampoco amigos que en secreto pudieran proporcionarnos alimentos, y tuvimos que idear otros medios para conseguir alguna cosa en que hincar el diente si no queríamos volver a nuestros lares con las manos vacías. Mi camarada, un estudiante de latín que hacía poco se había fugado de las clases para hacerse soldado, suspiraba inútilmente por la sopa de centeno que, para su bien, le ponían sus padres en la mesa y que él, para su mal, tantas veces había desdeñado. Pensando en la buena comida, recordaba sus buenos tiempos de estudiante.
—¡Ah, hermano! —me dijo—. ¿No es una vergüenza que no haya estudiado yo lo suficiente para alimentarme ahora con mi ciencia? ¡Hermano, yo sé que, si pudiera acudir al cura de aquel pueblo, organizaría con él un inmejorable convivium!
Pensé en estas palabras y en nuestra situación. Los que entre nosotros conocían los caminos y senderos de aquellos lugares no podían salir del escondite si no querían ser reconocidos; los demás ignoraban adónde dirigirse a fin de dar con un lugar en el que robar o adquirir buenamente lo que tanta falta nos estaba haciendo. Así pues, me dirigí al estudiante, hicimos un plan y se lo propuse a nuestro capitán. Aunque resultaba peligroso, su confianza en mí era tan grande y nuestra situación tan angustiosa que lo aprobó enseguida.
Cambié mis ropas por las de otro y dando un gran rodeo me dirigí junto con el estudiante hacia el lugar aquel, que de otro modo estaría a una media hora de distancia. En la casa contigua a la iglesia reconocimos la del cura, por su construcción urbana y porque se apoyaba en un alzado muro que circundaba toda la finca. Ya le había dado yo a mi compañero instrucciones acerca de lo que debía hacer y decir, pues llevaba puesto todavía su antiguo traje de seminarista. Yo me fingí aprendiz de pintor, en la seguridad de no tener que usar de este arte en aquel lugar, ya que los campesinos solo muy raramente se preocupan de pintar sus viviendas. El sacerdote fue amable y cortés con nosotros. Mi socio le hizo una profunda reverencia latina y mintió con un asombroso descaro al contarle cómo los soldados le habían saqueado durante el viaje, robándole todas sus provisiones. El cura le ofreció entonces manteca y pan con un buen trago de cerveza. Yo hice como si hubiera acabado de encontrarme con él y expresé mi deseo de dirigirme a la posada para comer algo con la promesa de que luego ya le llamaría para proseguir juntos el camino. Me fui, pues, a la posada, más con intención de espiar lo que nos podríamos llevar aquella noche que de acallar mi hambre. Tuve la suerte de encontrarme a la entrada con un campesino que estaba cerrando su horno lleno de orondos panes que debían permanecer veinticuatro horas allí para cocerse. Yo pensé: «Cierra bien, que ya encontraremos el camino para llegar a tan ricas provisiones». Con el posadero no paré mucho tiempo, puesto que ya sabía dónde podríamos encontrar el pan. Únicamente compré unos cuantos panecillos, de blanca harina, para mi capitán. Cuando volví a la rectoría para apremiar a mi compañero de marcha, este ya se había atiborrado: Había dicho al cura que yo era pintor y que quería caminar hasta Holanda para mejorar mi arte. El cura me dio la bienvenida y me pidió que fuera con él a la iglesia, donde quería mostrarme unas imágenes que era preciso restaurar, y para no estropear nuestro juego tuve que seguirlo. Nos condujo a través de la cocina y mientras abría la fuerte cerradura de la puerta de encina que daba al atrio de la iglesia, vi, o mirum; que del negro cielo de la chimenea colgaban unos negros laúdes, flautas y violines, traducidos en perniles, salchichones ahumados y tocino. Me pareció que me sonreían y los deseé junto a mis camaradas en el bosque, pero con pena mía permanecieron colgados en su sitio. Busqué un medio de unirlos al pan de aquel horno, mas no era nada fácil encontrarlo; como ya he indicado, la parroquia estaba rodeada de un alto muro y todas las ventanas estaban protegidas con rejas de hierro. Además, se paseaban por el patio dos enormes perros, los cuales seguramente no dormirían por la noche.
Cuando llegamos a la iglesia y hablamos de toda suerte de asuntos referentes a la pintura, quiso darme el cura unas horas para repararlos, y como yo buscara excusas tomando como pretexto mi viaje, el sacristán me dijo:
—¡Ah, bellaco! Antes te tengo por desertor que por un artista.
Yo ya no estaba acostumbrado a que me dirigieran palabras semejantes y no sé cómo tuve paciencia para oírlas en aquel lugar. Pero sacudí únicamente la cabeza y le contesté:
—¡Tú, desvergonzado, dame enseguida pincel y colores y en un abrir y cerrar de ojos pintaré un idiota como tú!
El cura lo tomó a broma y nos dijo a los dos que no era decoroso cantarse las verdades en aquel sacrosanto lugar, dio a entender que nos creía a ambos y luego nos ofreció a mí y a mi socio un último trago antes de proseguir el camino. Yo dejé, sin embargo, mi corazón con los ahumados salchichones.
Antes de la caída de la noche llegamos a donde estaban los nuestros. Allí tomé de nuevo mis ropas y mis armas, di la novedad al capitán y elegí seis buenos mocetones capaces de llevarse el pan a casa. A medianoche llegamos al pueblo y tranquilamente levantamos los panes de su sitio. Como llevábamos con nosotros a uno que sabía domeñar a los perros, al pasar junto a la casa del cura no pude resistir los impulsos de mi corazón que aún suspiraba por aquel tesoro de sabrosas tajadas. Me detuve y miré si no había manera de penetrar en la cocina, pero no vi más entrada que la chimenea, por lo cual tuvo en esta ocasión que hacerme las veces de puerta. Llevamos las armas y el pan al osario del camposanto, fuimos al granero a buscar una escalera y una cuerda y, como yo sabía subir y bajar por las chimeneas como un deshollinador (lo había aprendido de chico en los árboles huecos), subí con mi compañero Springinsfeld al tejado, que estaba doblemente cubierto de tejas, lo que lo haría más cómodo para nuestro propósito. Anudé mis largos cabellos por encima de la cabeza formando un moño y me hice descolgar atado a un cabo de la cuerda hasta mis queridos salchichones. Allí no me entretuve mucho tiempo, sino que até pernil tras pernil, y salchichón tras salchichón a la cuerda, mientras el del tejado lo iba pescando todo muy ordenadamente y los demás lo transportaban al osario. Pero ¡voto a mi suerte! Cuando, hecha la limpieza general, me dispuse a subir, se rompió la cuerda con mi peso y el pobre Simplicius dio con los huesos en el suelo aparatosamente: el pobre cazador cogido en una trampa ratonil. Mis camaradas del tejado me echaron la cuerda de nuevo para sacarme de allí en volandas, pero la maldita volvió a romperse antes de que me alzaran siquiera del suelo.
«¡Vas a ser lindamente cazado, cazador, como Acteon!», pensé para mí. Y es que el cura se había despertado con el ruido, ordenando a su ama que encendiera una luz. La buena mujer llegó a la cocina y con el vestido sobre los hombros se pegó tanto a mí que casi me rozó con él. Cogió un tizón, lo acercó al candil y se puso a soplar. Yo soplé mucho más fuertemente que ella, con lo que la buena mujer se asustó de tal modo que dejó caer el candil y el tizón y salió corriendo a buscar la protección de su señor. Así, al menos, me quedaba un respiro para idear una salida, pero no se me ocurrió ninguna. Mis camaradas me dieron a entender por la chimenea que querían asaltar la casa y sacarme de allí por la fuerza. Yo no lo permití, ordenándoles que permanecieran vigilantes y dejaran únicamente a Springinsfeld en el tejado junto a la chimenea. Por lo demás, debían esperar hasta ver si podía salir por mí mismo del trance sin armar mucha bulla. Solo en el caso de que esto no me fuera posible podrían hacer lo que mejor les pareciera. Entretanto, ya el sacerdote en persona había encendido un candil. La cocinera le contó que había en la cocina un horrible fantasma de dos cabezas, seguramente había tomado mi moño por una segunda. Yo, que lo oía todo, me embadurné las manos con hollín y carbón y me las pasé por el rostro, dándole así un aspecto tan repulsivo que a buen seguro nada tenía de angélico como en otro tiempo habían afirmado las enclaustradas doncellas del Paraíso. Empecé a meter jaleo en la cocina, tirando todos los trastos por los suelos y armando un escándalo de mil demonios. En mis manos cayó una caldera que me colgué del cuello y con la diestra enarbolé el atizador del fuego para defenderme con él en caso de apuro. Sin embargo, el cura no se amedrentó. Entró en la cocina como en procesión, seguido del ama. Esta llevaba un cirio en cada mano y una caldera con agua bendita colgada del brazo. El cura, provisto de estola y mantelete, sostenía un libro con la diestra. Con él empezó a exorcizarme, preguntando quién era y lo que allí quería.
Como él mismo me había tomado por el diablo en persona, pensé que sería fácil tratar de salvarme mintiendo como el propio Belcebú. Y, así, le contesté:
—Soy el diablo y voy a retorceros el cuello a ti y a tu ama.
Él prosiguió sus exorcismos diciendo que ni él ni su ama tenían nada que temer de mí, y siguió conjurándome con sus latines para que me sumiera en el profundo lugar de donde provenía. Yo, con voz tremebunda, le contesté que esto me era imposible aunque mucho lo estaba deseando. Mientras tanto, Springinsfeld, que era un buen pájaro, desde el tejado puso en práctica sus numerosos artificios. Cuando oyó que me fingía diablo y que el sacerdote me tomaba por tal, empezó a chillar como un búho, a ladrar como un perro, a relinchar como un caballo y a rebuznar como un jumento; imitaba por la chimenea tan pronto una riña de gatos en torno a una gata, como a una gallina que acaba de poner. Y es que no había un animal cuya voz no supiese imitar; cuando quería, aullaba con la misma naturalidad que toda una manada de lobos. Esto atemorizó al sacerdote y a su cocinera en grado sumo, y a mí empezó a remorderme la conciencia por dejarme exorcizar como demonio en aquel respetable lugar, pues sin duda por él me tomaban, tal vez por haber oído o leído que el diablo se presenta a menudo vestido de verde.
En medio del temor que a ambas partes nos asaltaba, advertí para suerte mía que la puerta no estaba cerrada con llave sino que únicamente tenía corrido el cerrojo. La abrí rápidamente y me colé en el patio, donde encontré a mis compañeros con los gatillos de sus mosquetes levantados. Dejamos al cura que continuara en sus conjuros hasta que se cansara y, cuando Springinsfeld hubo bajado trayendo mi sombrero y tuvimos todo nuestro botín enfardado, volvimos junto a los nuestros. En el pueblo ya nada más nos quedaba que hacer, una vez devueltas al granero la escalera y la cuerda.
Toda la compañía disfrutó del sabroso producto de aquel robo, a pesar de lo cual nadie se indigestó; se diría que nos acompañaba la fortuna. Mi accidentada expedición proporcionó además a todos abundantes motivos de jolgorio y de risa. Solo al estudiante no acababa de parecerle bien que hubiera ido a robar precisamente al cura que tan bondadosamente lo había hartado. Llegó incluso a jurar y perjurar que, de tener medios suficientes, lo indemnizaría de lo robado. Mas por ello no dejó de devorar como si ya lo hubiera hecho. Permanecimos aún dos días en el mismo lugar, al acecho de la reata que aguardábamos hacía tanto tiempo. No perdimos un solo hombre en el asalto e hicimos, en cambio, treinta prisioneros y un precioso botín. Jamás habíamos tenido tanto que repartir. Yo recibí el doble que los otros, porque había hecho lo mejor; me tocaron tres hermosos caballos de Frisonia cargados con todo lo que nuestra prisa nos permitió tomar. De haber tenido tiempo para poner todo el botín a buen recaudo, cada uno de nosotros se habría hecho rico, pero tuvimos que dejar más de lo que nos llevamos. Para mayor seguridad nos dirigimos primeramente a Rheine, donde también había gente nuestra, y comimos y nos repartimos el botín. Entonces pensé en el buen cura al que habíamos despojado de su rica matanza. Por lo que sigue, podrá ver el lector qué clase de ambicioso y osado sujeto era yo, que no contento con haber robado y atemorizado de tan artero modo a aquel piadoso sacerdote, quise aún encima vanagloriarme de ello. Tomé un zafiro engarzado en un anillo de oro que había obtenido en una correría anterior y lo envié con la siguiente carta para el cura:
¡Reverendísimo, etcétera! Si estos días atrás hubiéramos tenido en el bosque algo de que vivir, no mereceríamos perdón por haberle robado a vuestra reverencia el curado tocino, turbando al mismo tiempo vuestra tranquilidad. Pongo a Dios por testigo de que si os hice sufrir aquel espanto fue contra mi deseo y voluntad, por lo que espero merecer vuestro perdón. En cuanto a lo robado, grato me es pagároslo. En vez de dinero os envío este anillo con el ruego de que os dignéis aceptarlo. Al mismo tiempo podéis estar seguro de que tenéis un incondicional amigo y fiel criado en aquel a quien no creísteis artista y a quien llaman:
EL CAZADOR
Al campesino al que habíamos limpiado el pan del horno, le envió el regimiento, del botín común, dieciséis táleros. Y es que les había enseñado a congraciarse con los campesinos; estos pueden frecuentemente salvar a una ronda de un mal paso o, por el contrario, traicionarla, venderla y diezmarla. De Rheine nos fuimos a Münster, de allí a Hamm y luego a Soest, nuestro cuartel, donde pasados unos días recibí la respuesta del cura, que decía así:
¡Noble cazador, etcétera! Si aquel a quien vos robasteis el tocino hubiera sabido que os le apareceríais en figura de diablo, no habría seguramente deseado con tanta frecuencia ver al famoso Cazador. Pero así como el pan y la carne prestados están pagados generosamente, el temor sufrido es tanto más fácil de olvidar cuanto que proviene de un personaje como vos. Por esta se os perdona, con el ruego de que en la próxima no temáis descubriros ante uno que no teme enfrentarse con el propio diablo. Vale.
Así me conducía yo en todas partes, logrando con ello gran fama. Cuanto más daba y más gastaba, mayor era mi botín, por lo que estaba más que seguro de haber hecho un negocio excelente con aquel anillo, que valía, lo menos, cien táleros imperiales. Pero aquí termina este libro segundo.