CAPÍTULO VIGESIMOTERCERO,

donde Símplicius se convierte en paje y se revela cómo el ermitaño perdió a su mujer

El párroco retrasó nuestra visita al gobernador hasta las diez para que le invitara como huésped a su mesa. Hanau estaba entonces bloqueada y reinaba tal necesidad en la ciudad y entre los refugiados en la fortaleza que ni la gente más acomodada se avergonzaba de recoger del suelo las mondas de los nabos.

Realizó tan estupendamente las gestiones mi amigo que pudo incluso sentarse a la mesa junto al gobernador. Mientras tanto, yo me ocupaba de servir con un plato en la mano siguiendo las órdenes del mayordomo, pero me comporté tan estúpidamente como un asno jugando al ajedrez. El cura disculpaba continuamente mi torpeza aludiendo a mi educación en el bosque y mi falta de contacto con la gente. Mi fidelidad para con el ermitaño, dijo, y la dureza de mi vida eran de admirar, y por esa causa era yo digno de ser preferido a cualquier muchacho de la nobleza. Narró luego la estimación que sentía por mí el ermitaño, sobre todo por el parecido que veía en mí con su esposa desaparecida, también por la resolución y la voluntad inalterable que yo había mostrado de nunca separarme de él, así como muchas otras virtudes dignas de elogio. Poco antes de su muerte, en suma, le había confesado al cura, a cuyo cuidado me recomendó, que me quería de todo corazón como a su propio hijo.

Estas palabras sonaron gratamente a mis oídos, tanto que me juzgué ampliamente indemnizado por cuanto había tenido que sufrir mientras viví en el bosque con el ermitaño. Preguntó el gobernador si su cuñado, Dios lo tuviera en su seno, sabía que él mandaba en Hanau en aquellos tiempos.

—Sin duda —replicó el párroco—; yo mismo se lo dije. Pero escuchó la noticia, aunque con rostro satisfecho y una sonrisa apagada, con tal serenidad como si nunca hubiera conocido a su cuñado Ramsay. Es de admirar la férrea voluntad de este hombre, que consiguió por encima de su corazón renunciar no solo a la vida mundana sino a su mejor amigo, al que sabía, además, muy próximo.

Al gobernador, quien no tenía ciertamente un carácter afeminado, sino que era un rudo y valiente soldado, se le llenaron los ojos de lágrimas mientras decía lo siguiente:

—Si hubiera sabido que vivía y el lugar donde se encontraba, habría ido a buscarle contra su voluntad y le habría traído aquí para devolverle cuantos favores me hizo antaño. Mas como esto no me es ya posible ahora, ni me fue concedido entonces, quiero en cambio preocuparme de Simplicius para mostrarme agradecido aun después de su muerte. ¡Oh —añadió—, este valiente caballero tuvo razón suficiente para llorar a su esposa embarazada! Fue hecha prisionera en la huida, por las tropas del emperador, precisamente en Spessart. Cuando me enteré de esto, pues hasta entonces solo sabía que mi cuñado había muerto en Hóchst, mandé inmediatamente un parlamentario al enemigo para informarme sobre el estado de mi hermana y averiguar la posibilidad de un rescate. Recibí la notificación de que aquella patrulla de jinetes se había desperdigado tras ser atacada por varios campesinos y que en el fragor de la lucha mi hermana se volvió a perder, así que hoy en día no sé qué ha sido de ella.

Fueron todo el objeto de conversación durante la comida estos y parecidos asuntos acerca de mi ermitaño y de su amada, un matrimonio cuya pérdida era aún digna de más conmiseración por cuanto solo llevaban esposados un año. Yo me convertí en paje del gobernador, un cargo con el que pude alcanzar cierto prestigio, pues los campesinos que querían ser recibidos en audiencia me daban el título de «joven señor», por raro que parezca ver a un joven que haya sido señor con anterioridad, cuando lo habitual es ver señores que un día fueron jóvenes.