de lo que sucedió al preboste en la batalla de Wittstock
Aquella misma noche, apenas hubimos acampado, fui conducido ante el auditor general, que tenía preparados mi declaración y su recado de escribir y empezó a interrogarme detenidamente. Yo le conté toda mi historia tal y como realmente había sucedido, pero no me creyó y, como preguntas y respuestas tan extrañamente se acoplaban, el auditor general no logró asegurarse de si tenía ante sí a un verdadero bufón o a un sinvergüenza rematado. Me ordenó que tomara una pluma y escribiera, para tener idea de lo que yo sabía y si mi letra era conocida o si se podía deducir cualquier cosa de ella. Tomé la pluma tan elegantemente como el que está acostumbrado a manejarla noche y día y le pregunté qué debía escribir. El auditor, seguramente preocupado de que el interrogatorio pudiera prolongarse hasta pasada medianoche, replicó:
—Pues escribe: la puta de tu madre.
Yo escribí estas palabras, y cuando las hubo leído empeoró repentinamente mi causa; el auditor general expresó su creencia de que yo era sin duda un canalla. Preguntó entonces si me había registrado o me habían encontrado algún papel. El preboste contestó:
—No. ¿Qué podía registrársele si el oficial de guardia nos lo trajo aquí casi desnudo?
Pero ¡oh, desgracia!, esto no me sirvió de nada, porque el preboste tuvo que registrarme delante de todos. Y mientras lo hacía con gran celo, encontró naturalmente las orejas de asno llenas de ducados atadas a mis brazos. El auditor comentó entonces:
—¿Acaso necesitamos más pruebas? Este traidor quería sin duda jugarnos una mala pasada, de lo contrario, ¿para qué tenía que meterse, siendo cuerdo, en un traje de loco? ¿O siendo hombre, en un vestido de mujer? ¿Para qué objeto puede estar en posesión de tal cantidad de dinero, sino para hacer algo grande? ¿No dice él mismo que aprendió a tocar el laúd con el gobernador de Hanau, el soldado más taimado del mundo? ¿Qué creéis, señores? ¿Qué de cosas no habrá aprendido este bellaco entre esa astuta gente? Es necesario que mañana, sin falta, sea conducido al potro y luego a la hoguera como se merece: tiene trato con brujas y hechiceros y no es digno de mejor suerte.
Mi humor puede figurárselo cualquiera. Cierto que me sabía inocente y tenía ilimitada confianza en Dios, pero reconocía el peligro y me apenaba la pérdida de mis preciosos ducados, que se había embolsado el señor auditor general.
Pero antes de que empezara el cruel proceso contra mí, los suecos acudieron bajo el mando de Báner a tirar de los pelos a los nuestros. Al principio pareció que la victoria era indecisa, pero la superioridad de su artillería pesada dejó vencedores a los suecos. Nuestro preboste, que tan hábil se mostraba en la fabricación de perros, se mantuvo con su gente y los prisioneros a retaguardia, pero estábamos tan cerca de nuestra brigada que por sus ropas podíamos reconocer a cada uno de los combatientes. Y cuando un escuadrón sueco entró en combate con los nuestros, estuvimos en el mismo peligro de muerte que los combatientes; en un momento se llenó el aire en torno a nosotros de silbantes balas, como si la salva nos hubiera sido dedicada. Los más cobardes se escondieron, como si quisieran ocultarse dentro de sí mismos, pero los que conservaban la sangre fría y ya habían asistido a otros festejos semejantes dejaron serenamente que las balas les frotaran los oídos sin carraspear siquiera. Sin embargo, en el combate todos buscaban sin excepción librarse de la muerte derribando a sus enemigos más próximos. Los horribles disparos, los chasquidos de las armaduras, el crujido de las picas y los gritos de los heridos y atacantes componían, junto con el sonar de las trompetas, tambores y órdenes de mando, una terrible música. No se veía más que espeso humo y polvo, que parecía querer cubrir el repugnante cuadro de muertos y heridos. De allí partían los lastimeros ayes de los moribundos y los gritos de guerra de los aún poseídos de valor y de ansias de batalla. Los caballos parecían animarse sin cesar en defensa de sus señores, cumpliendo ardorosamente su cometido. Muchos de ellos caían muertos bajo sus señores, con los cuerpos llenos de heridas que inocentemente recibían como premio a sus fieles servicios. Otros caían sobre sus jinetes, teniendo así el honor de ser llevados a la muerte por aquellos a quienes se habían visto obligados a llevar en vida. En cambio, otros se libraban de su carga humana, dejaban a los hombres solos con su ira y su locura y buscaban su libertad en la lejanía. La tierra, cuya costumbre es cubrir a los muertos, allí estaba cubierta por ellos. Por un lado y por otro yacían cabezas que habían perdido a sus dueños y cuerpos que habían perdido sus cabezas. A algunos les colgaban repugnante y lastimeramente los intestinos fuera de su cavidad propia, a otros les habían partido el cráneo y aplastado los sesos. Se veían cuerpos sin alma, desangrados y, por el contrario, otros infundidos de vida, llenos de sangre ajena. Veíanse brazos arrancados de raíz por las balas, cuyos dedos aún seguían crispados, como ansiosos de volver a la lucha, pero también sujetos que no habían vertido ni una gota de sangre. Se veían soldados mutilados pidiendo la aceleración de su muerte, otros suplicando perdón y respeto para sus vidas. En suma, era aquel un cuadro único de dolor. Los vencedores suecos desalojaron a los nuestros del lugar en que tan desgraciadamente habían luchado y los dispersaron totalmente en rápida persecución. También nuestro preboste quiso darse a la fuga con sus prisioneros, aunque nosotros, habiendo permanecido al margen de la lucha, no teníamos por qué esperar actos de hostilidad. Pero cuando precisamente pretendía obligarnos con amenazas de muerte a seguirlo, se plantó de pronto ante él el joven Herzbruder con otros cinco jinetes y lo saludó con una pistola.
—¡Aquí me tienes, viejo perro! —le dijo—. ¿Te sobra tiempo para hacer perrillos? Quiero pagarte tu trabajo.
Pero el disparo rebotó en el cuerpo del hechicero, como si hubiera dado en un yunque de acero.
—¿Conque eres invulnerable? —le gritó—. ¡Pero yo no he vuelto inútilmente! ¡Tienes que morir, aunque tuvieras tantas almas vendidas al diablo como vidas un gato!
Y seguidamente ordenó a uno de los mosqueteros de la guardia del propio preboste que lo matara con su hacha de guerra. De esta manera recibió su premio el brujo. Yo fui reconocido por mi Herzbruder, el cual me libró de mis cadenas y cerrojos, me puso sobre un caballo y ordenó a un criado que me llevara a lugar seguro.