CAPÍTULO VIGESIMOSEXTO,

donde se detiene a Simplicius por traidor y brujo

Cuando hubo amanecido y una vez que los dos ejércitos se pusieron en marcha, el capitán me entregó a sus jinetes. Estos no eran más que una horda de desvergonzados, por lo que tuve que resistir una persecución loca y terrible. Me condujeron hasta unos arbustos para satisfacer allí sus instintos bestiales: tal es la costumbre entre aquellos endiablados felones cuando logran apoderarse de una mujer. Les siguieron numerosos mozos, deseosos de observar la miserable diversión, entre ellos mi Hans. Este no me quitaba la vista de encima y cuando se dio cuenta de lo que se trataba, quiso salvarme por la fuerza aunque en ello le fuese la vida. Algunos se pusieron de su parte al oír que yo era su prometida. Tal noticia llegó en hora mala para aquellos bellacos que creían tener sobre mí más derechos y se negaban a dejarme escapar de sus manos oponiéndose con fuerza a la fuerza. Los dos bandos empezaron a repartirse golpes, y la lucha y el griterío fueron en aumento hasta que el conjunto pareció un torneo en el que cada uno hace lo que puede en honor de su bella dama. El horroroso escándalo atrajo al hechicero, que apareció en el mismo instante en que, a causa de los tirones, me habían arrancado las ropas del cuerpo y se descubrió que no era yo ninguna mujer. Su presencia hizo que callaran todos, porque era más temido que el propio diablo, y los que se habían enzarzado en la lucha se separaron inmediatamente. Se informó aquel brevemente de lo sucedido y me hizo prisionero cuando justo de él esperaba yo mi salvación; pero el hecho de que en el ejército se encontrara un hombre vestido de mujer resultaba anormal y sumamente sospechoso. Así pues, él y su criado me condujeron a la auditoría general. Cuando pasamos frente al regimiento de mi coronel, que con los restantes estaba ya formado para emprender la marcha, fui reconocido y me llamaron. Mi coronel ordenó que me dieran algo de ropa y luego fui entregado prisionero a nuestro antiguo preboste, el cual me encadenó de pies y manos. Mal lo pasé entre cadenas y grilletes, y peor lo habría pasado todavía si el secretario Olivier no hubiera pagado por mí, pues no podía yo descubrir la posesión de mis ducados si no quería perderlos todos y exponerme a un serio peligro. Olivier me reveló la causa de que se me tuviese sometido a tan estrecha vigilancia: el corregidor del regimiento había recibido la orden apremiante de que me interrogara lo más pronto posible a fin de que mi declaración estuviera cuanto antes en manos del auditor general. Se me tomaba no solamente por espía o emisario enemigo, sino por hechicero, porque poco después de haberme escapado yo habían sido quemadas unas brujas, las cuales habían declarado haberme visto en una de sus reuniones, cuyo motivo había sido el intento de secar el Elba para que pudiera ser rápidamente tomada Magdeburgo. Los puntos a los que debía contestar eran los siguientes:

Primero: ¿Había estudiado o, por lo menos, sabía leer y escribir?

Segundo: ¿Por qué me había acercado al campamento de Magdeburgo disfrazado de bufón cuando al servicio del capitán me había mostrado tan cuerdo como ahora?

Tercero: ¿Por qué me había disfrazado de mujer?

Cuarto: ¿Había asistido, junto con otros hechiceros, a la asamblea de las brujas?

Quinto: ¿Cuál era mi patria y quiénes habían sido mis padres?

Sexto: ¿Dónde había vivido antes de llegar al campamento de Magdeburgo?

Séptimo: ¿Dónde y por qué había aprendido a realizar trabajos femeninos tales como cocinar, lavar, hacer el pan, etcétera?

Quise responder a estas preguntas contando mi vida entera para poner en claro los detalles de mis curiosas aventuras, pero el corregidor del regimiento no sentía la menor curiosidad por ellas, sino que estaba cansado y amargado de tantas marchas y solo deseaba respuestas cortas y precisas a lo que me había preguntado. Aunque mi narración carecía entonces de lo más esencial, le contesté de la siguiente manera:

A la primera pregunta: No había estudiado, pero sabía leer y escribir correctamente.

A la segunda: Porque como no tenía ningún otro traje me veía obligado a ir vestido de bufón.

A la tercera: Porque quería verme libre ya de aquellos ropajes y no pude obtener ningún traje de hombre.

A la cuarta: Sí, en efecto, había asistido al aquelarre, pero contra mi voluntad, y no sabía las artes mágicas.

A la quinta: Mi patria era Spessart, y mis padres, campesinos.

A la sexta: Con el gobernador de Hanau y con un coronel croata llamado Corpes.

A la séptima: Con los croatas, contra mi voluntad, había aprendido a lavar, cocinar y hacer el pan, y en Hanau a tocar el laúd, porque me agradaba este instrumento.

Cuando esta declaración estuvo escrita, el corregidor me preguntó:

—¿Cómo puedes negar que has estudiado si, cuando se te tenía todavía por loco, contestaste, durante la misa, a las palabras del cura «Domine, non sumus dignus» que «para responder a ello, debería uno antes estar seguro», y lo hiciste también en latín?

—Señor —le contesté—, esto me lo enseñaron en otros tiempos otras gentes, diciéndome que era la respuesta adecuada a una oración.

—Sí, sí —dijo el corregidor del regimiento—, ya estoy viendo que eres uno de esos a los que únicamente el tormento es capaz de soltarles la lengua.

Yo pensé: «¡Que Dios me ayude, si tal cosa le pasa por las mientes a este imbécil!».

A la mañana siguiente llegó un comunicado del auditor general al preboste, ordenándole que tuviera gran cuidado de mí, ya que él mismo quería interrogarme cuando los dos ejércitos acamparan de nuevo, de manera que si Dios no hubiera dispuesto otra cosa, mal lo habría pasado sujeto al potro de los tormentos. Durante mi cautividad pensé mucho en mi cura de Hanau y en el difunto Herzbruder; los dos me habían anunciado lo que realmente me esperaba si abandonaba mi traje de bufón.