CAPÍTULO VIGESIMOQUINTO,

en el que Simplicius pasa de mozo a doncella y recibe diversas propuestas amatorias

De este acontecimiento se deduce que no deben rechazarse de plano todas las predicciones, como hacen muchos memos que no quieren creer en nada. De él puede concluirse también que el hombre raramente conseguirá eludir su meta aun cuando le hayan anticipado con más o menos tiempo su destino. Encuentro que la conveniencia de que el hombre se haga predecir su destino y calcular su horóscopo es problemática; yo solamente puedo afirmar que el viejo Herzbruder me predijo muchísimas cosas, las cuales a menudo he deseado y aún deseo que hubiera callado. Las desgracias que me presagió nunca pude evitarlas, y las que aún me esperan encanecen inútilmente mis cabellos. Me prevenga o no de ellas, me alcanzan como las anteriores. En lo que se refiere a los golpes de fortuna, a las alegrías que me anunció, afirmo que resultaron engañosas las más de las veces o que, por lo menos, no fructificaron como las desgracias. ¿De qué me sirvió que el viejo Herzbruder jurara y perjurara que yo había nacido de padres nobles si yo no conocí otros que mi knan y mi meuder, los rudos campesinos de Spessart? ¿De qué le sirvió a Wallenstein, el duque de Friedland, la profecía de que sería coronado con acompañamiento de violines? ¿No es de sobras sabido cómo fue acompañado por ellos a su eterna morada? Que los demás se rompan la cabeza sobre este problema, porque yo vuelvo a mi historia.

La suerte de los dos Herzbruder me hizo aborrecer el campamento de Magdeburgo. Me cansé de mi oficio de bufón y decidí librarme a todo precio de mis vestiduras, aunque tuviera que arriesgar en la empresa mi cuerpo y mi vida, y así puse manos a la obra, de un modo, cierto es, muy torpe, y es que la única oportunidad que se me ofreció no era tampoco demasiado propicia.

Olivier, el secretario, que tras la muerte del viejo Herzbruder se convirtió en mi preceptor, me permitía salir frecuentemente a forrajear con los criados. Una vez penetramos en un poblachón en el que se alojaron muchos de nuestros jinetes. Cuando todos se pusieron a buscar por las casas algo que llevarse, yo también me dediqué al pillaje en busca de ropas viejas de campesino que cambiar por mi disfraz de bufón. Como no encontré lo que quería, tuve que contentarme con un vestido de mujer. Me lo puse, tiré el mío e imaginé haberme salvado de todas mis penalidades. Así vestido salí a la calle y me dirigí a las mujeres de unos oficiales procurando andar con pasos cortos, como hizo Aquiles cuando su madre le encomendó a Licomedes. Apenas había avanzado unos metros, cuando me descubrieron unos forrajeadores que me enseñaron lo que era correr. «¡Alto, alto!», gritaban, pero yo corrí aún más deprisa, como si el fuego del infierno me ardiera en el trasero, y llegué antes que ellos junto a las mujeres de los oficiales. Caí ante ellas de hinojos y les supliqué por el honor y la virtud de todas las doncellas que protegieran mi virginidad de aquellos lujuriosos. No solamente fue satisfecho mi ruego sino que incluso fui admitido por la capitana como camarera. Permanecí con ella hasta que fue tomada Magdeburgo y los parapetos de Werber, Havelberg y Perleberg.

Pese a su mucha juventud, esta capitana no era ninguna niña tonta: enloqueció de tal manera por mi rostro imberbe y mi figura juvenil que finalmente, tras largos y estériles esfuerzos e indirectas, me hizo entender en un lenguaje demasiado claro dónde le apretaba el zapato. Pero en aquel entonces era yo todavía muy escrupuloso e hice como si no notara nada, portándome exactamente como una honesta camarera. El capitán y su criado padecían de la misma enfermedad, por lo que aquel ordenó a su esposa que me vistiera mejor, para que no tuviera que avergonzarme de mi basto delantal de campesina. Ella hizo mucho más de lo que se le había ordenado y me convirtió en una preciosa muñeca francesa, lo que atizó el fuego de los tres. Pronto alcanzaron un grado de locura tal que el señor y el criado ansiaban frenéticos lo que yo no podía darles y lo que, con suma delicadeza, le negaba a la hermosa dama. Finalmente, el capitán decidiose a tomar por la fuerza lo que de otro modo le sería imposible de obtener, pero la esposa advirtió sus propósitos y como, a pesar de todo, tenía la esperanza de poder conquistarme, le estropeaba los planes, enredándolo en sus trapisondas de tal forma que el pobre creía enloquecer. Una vez, mientras los señores dormían, se levantó el criado, plantose ante el carro que había de servirme de lecho y se dolió de su amor no correspondido, vertiendo amargas lágrimas y suplicando mi gracia y caridad. Me mostré más duro que una piedra y le di a entender que estaba decidida a mantener en toda su pureza mi virginidad hasta el día de mi matrimonio. Me ofreció por lo menos mil veces hacerme su esposa y, cuando le aseguré que me era totalmente imposible acceder a casarme con él, se sumió en una honda desesperación; desenvainó su espada y apoyó la punta sobre el pecho y el puño contra el carro, como si quisiera atravesarse. Pero el diablo debió de aconsejarme y lo consolé para que esperara hasta el día siguiente, en que le diría mi última palabra. Se conformó y se fue a dormir; yo, en cambio, pasé toda la noche en vela pensando en mi terrible situación. Consideré que, a la larga, mi causa no podía tener ningún buen fin, porque la esposa del capitán se mostraba cada día más ardiente en sus incitaciones, el capitán más atrevido en sus exigencias y el criado más desesperado en su amor no correspondido. Ya no sabía cómo escapar de aquel laberinto.

Frecuentemente la señora me hacía cazar en pleno día las pulgas de su cuerpo, y ello únicamente para incitarme a ver sus blancos pechos como el alabastro y a manosear su fina piel. Como yo era también de carne y huesos, me iba siendo cada día más difícil resistir aquella tentación. Si me dejaba la mujer en paz, me martirizaba el señor, y cuando por la noche me libraba de él, entonces me afligía el criado. Y así me resultaba más amargo soportar el traje de mujer que el de bufón. Demasiado tarde recordé las predicciones y advertencias de mi querido Herzbruder sobre aprisionamientos y peligros de vida o de muerte, y no creí sino que me encontraba metido de lleno en ellos. Las ropas femeninas me tenían prisionero, porque con ellas no podía escapar y el capitán me habría sacudido de lo lindo si un día me hubiese pescado cazando las pulgas de su esposa. ¿Qué debía hacer? Finalmente decidí descubrirle al criado mi situación en cuanto se hiciera de día. Pensé que sus deseos amorosos se apaciguarían y que, si le daba unos ducados, me ayudaría a conseguir algún traje de hombre con el que librarme de todas mis tribulaciones. Esto no habría estado mal pensado si el destino, que me tenía reservada otra suerte, no lo hubiera querido de otro modo.

Mi Hans hizo de medianoche día para acudir en busca de su sí, y se puso a sacudir mi carro cuando yo había conciliado ya el sueño.

—¡Sabina, Sabina! —gritó—. ¡Tesoro mío! ¡Levantaos y mantened vuestra palabra!

Pero tanto gritó que, en vez de despertarme a mí, despertó al capitán que tenía su tienda plantada junto al carro. Sin duda, a este los dedos se le hicieron huéspedes, porque ya los celos lo tenían cogido entre sus garras, pero no salió a estorbar nuestras maquinaciones sino que quiso ver a qué extremo llegábamos. Finalmente me despertó el criado con sus extemporáneos gritos y quiso obligarme o a salir del carro o a dejarlo entrar en él. Yo le interrumpí y le pregunté si me tomaba por una ramera. Mi promesa del día anterior se refería al matrimonio, de otra manera no podría entrar en posesión de mi persona. Me contestó que, de todas maneras, tenía que levantarme para que pudiera preparar a tiempo la comida a los criados porque ya empezaba a clarear. Él cuidaría de buscarme la leña y el agua y de encenderme el fuego.

—En ese caso —repliqué— aún puedo dormir un rato. Vete, pronto te seguiré.

Como el muy insensato no se quería ir, me levanté, más para dar comienzo a mi tarea que para ceder a sus súplicas, que parecían tan desesperadas como las del día anterior. Debo decir a propósito que yo era una criada muy útil, porque con los croatas había aprendido a cocinar, a hacer el pan y a lavar. Lo que no sabía hacer era, precisamente, faenas de doncella, tales como peinar y hacer las trenzas, pero la capitana me lo perdonaba de buen grado, pues demasiado sabía que no las cultivé nunca.

Al bajar yo del carro con los brazos al aire, mi pobre Hans sintiose alcanzado por las flechas del amor: mis blancos brazos le encendieron en un deseo tan súbito que no pudo contenerse y me besó. Y como yo no me defendiera demasiado, el capitán que estaba presenciando la escena no pudo contenerse más y saltó de su tienda con la espada desenvainada para dar cuenta de mi pobre galán, pero este escapó y se olvidó de regresar. Luego el capitán volviose hacia mí para increparme:

—¡Y en cuanto a ti, mala puta, yo te enseñaré…!

La irritación le cortó el habla y empezó a golpearme como si hubiera perdido la razón. Yo empecé a chillar, lo que le obligó a contenerse para que no se diera la voz de alarma: el ejército Imperial y el de Sajonia acampaban uno al lado del otro, porque los suecos se acercaban al mando del general Báner.