en el que dos presagios se cumplen a una
Ninguno de los hombres del coronel resultaba tan indicado como yo para cuidar del viejo Herzbruder, y como el enfermo estaba más que satisfecho de mis buenos servicios, la esposa del coronel, que se mostró singularmente bondadosa con él, no tuvo inconveniente en seguir encargándome este cometido. Estando en tan buenas manos y con la alegría que invadía todo su ser por las buenas nuevas que recibía de su hijo, mejoró con tanta rapidez que antes del 26 de julio se hallaba ya casi totalmente repuesto. Sin embargo, quiso permanecer en cama haciéndose el enfermo hasta que pasara el día fatídico, que tan visiblemente temía. Entretanto lo visitaban de continuo oficiales de los dos ejércitos que querían conocer su destino. Como era un gran matemático, sabía calcular exactamente el horóscopo de cada uno; describía además sus caracteres con acierto leyendo minuciosamente las líneas de la mano, pues era un gran quiromante y fisonomista. Sus predicciones pocas veces fallaban. Incluso conocía la fecha en que habría de darse más tarde la batalla de Wittstock: para ese día predijo una muerte violenta a muchos de los que a él acudieron: Al pérfido Olivier, que torpemente se acercó a él, le predijo con gran seguridad que moriría por las armas y que yo vengaría su muerte, tras la que, ocurriera como y cuando fuera, el asesino moriría infaliblemente a mis manos. Desde entonces, Olivier me apreció sobremanera. A mí me indicó todo mi futuro tan detalladamente como si ya mi vida terminara y él hubiera presenciado su desarrollo. No presté atención a lo que me dijo, pero más tarde, cuando todo hubo sucedido tal y como él lo predijera, recordé muchas de las cosas que él me había vaticinado. Sobre todo me advirtió contra el agua, porque temía que en ella encontrara la ruina.
Cuando finalmente llegó el 26 de julio, nos pidió a mí y al centinela (que el coronel había puesto aquel día a mi disposición) que no dejara que nadie en absoluto penetrara en la tienda. Yacía, pues, solo en su lecho rezando sin descanso. A eso del mediodía llegó un teniente del campamento de caballería preguntando por el jefe de cuadras del coronel. Repetidamente le fue denegada por nosotros la entrada, pero insistió otras tantas veces y ordenó al centinela que lo condujera ante el jefe de cuadras, con el que tenía que hablar forzosamente antes de la noche. Como de nada le sirvieran sus órdenes empezó a renegar y maldecir, poniendo el grito en el cielo. Había cabalgado demasiadas veces hasta el campamento para ver al viejo y nunca había podido encontrarlo en su tienda. Y ahora que, finalmente, lo encontraba, ¿iba a irse sin tener el honor de cambiar con él unas palabras? Descabalgó y se abrió violentamente paso, apartando él mismo la puerta de la tienda. Yo quise oponerme y le mordí la mano, pero solo conseguí recibir una soberana bofetada. Cuando al entrar vio a mi viejo en el lecho, exclamó:
—¡El señor se dignará disculpar mi grosería, al querer hablarle a toda costa!
—Y bien —le contestó el jefe de cuadras—, ¿qué desea el señor oficial?
—Únicamente quería rogar al señor que se dignara calcular mi horóscopo —repuso el teniente.
—Espero que el señor oficial se digne perdonarme que por esta vez no pueda, a causa de mi enfermedad, satisfacer su ruego. Este trabajo precisa muchos cálculos y mi pobre cabeza no está en condiciones de hacerlos. Si quiere tener la bondad de volver a verme mañana, espero que podré servirle satisfactoriamente.
—¡Señor! —le suplicó entonces el teniente—. Leedme al menos alguna línea de mis manos.
—Señor oficial —contestó el viejo Herzbruder—, esta ciencia es precaria y engañosa. Por ello le pido que hoy se digne excusarme. Le prometo en cambio hacer mañana todo lo que el señor desea.
El teniente no quiso dejarse despedir, sino que se acercó al lecho de mi padre y le presentó la mano diciéndole:
—Señor, solo le pido un par de palabras referentes al fin de mi vida. Le prometo que si es malo, lo tomaré como una advertencia del cielo que tendré en cuenta para precaverme. En nombre de Dios le suplico que no me oculte la verdad.
El honrado viejo pronunció entonces sin titubear estas palabras:
—Pues bien, tenga el señor cuidado en que no lo ahorquen en el transcurso de esta misma hora.
—¿Qué dices, viejo bellaco? —le gritó el teniente, que estaba más borracho que una cuba—. ¿Cómo te atreves a hablarle a un caballero de tal modo?
Y, desenvainando la espada, la hundió mortalmente en el pecho del anciano Herzbruder, que yacía indefenso en el lecho. El centinela y yo empezamos a pedir socorro con tan grandes voces que todo el mundo se lanzó a las armas. Pero el teniente, sin perder un segundo, montó de un salto en su cabalgadura y habría escapado sin duda si el propio príncipe elector de Sajonia, que pasaba por aquel lugar en el preciso instante con muchos jinetes, no hubiera ordenado que lo detuvieran. Cuando el príncipe oyó el relato del crimen se dirigió a Hatzfeld, nuestro general, y dijo simplemente:
—Grave falta de disciplina es esta en un campamento imperial, pues si cundiera ni un enfermo en su cama podría estar tranquilo.
Esta era una sentencia inapelable y bastó para causar la muerte del teniente: nuestro general mandó que lo colgaran de su impecable cuello.