CAPÍTULO VIGESIMOSEGUNDO,

del pícaro y fullero arte de echarle a otro el muerto

Sucede a menudo en las guerras que viejos soldados cargados de gran experiencia se hacen prebostes, y en nuestro regimiento había uno de estos. Era un granuja refinado y hasta podría decirse que más ducho de lo que sería menester. Era además un verdadero nigromante, espiritista y hechicero, y no solamente resultaba tan invulnerable a las balas como el acero sino que podía hacer invulnerables a los demás y al mismo tiempo crear de la nada escuadrones enteros de caballería en pleno campo. Exteriormente tenía el mismo aspecto que los poetas o pintores le dan a Saturno, solo que no llevaba zancos ni guadaña. Los pobres soldados prisioneros que caían en sus manos podían considerarse muy desgraciados a causa de las prácticas satánicas que en ellos ensayaba, pero también había quien traficaba de buen grado con el tal sujeto; Olivier, nuestro escribiente, era uno de ellos. Cuanto mayor era la envidia que sentía por el joven Herzbruder, tanto más crecía su amistad con el brujo. Me fue, pues, fácil calcular que la unión de Saturno y Mercurio nada bueno podía significar para el probo Herzbruder.

Precisamente en aquel tiempo la esposa del coronel fue favorecida con un hijo precioso. El festín que siguió al bautizo alcanzó un esplendor principesco y el joven Herzbruder fue invitado a asistir como escribiente. Por cortesía aceptó la invitación, y Olivier aprovechó la propicia ocasión para jugarle una mala pasada, una bellaquería que tenía tramada desde hacía mucho tiempo.

Sucedió al terminar la ceremonia. Se echó en falta una bandeja de oro de nuestro coronel, quien no se resignó a perderla sin indagar antes su paradero, pues la bandeja estaba aún sobre la mesa después de irse todos los invitados. Cierto que un paje aseguró que la había visto en manos de Olivier, pero este lo negó. Entonces fue llamado el brujo para aclarar la cuestión. Se le ordenó que lo reorganizara todo de tal modo que nadie más que el coronel llegara a conocer al ladrón, pues no quería avergonzar a sus oficiales, caso que alguno de ellos se hubiera dejado arrastrar por la tentación.

Como todos y cada uno de nosotros se sabía inocente, acudimos muy divertidos a la gran tienda del coronel, interesados en el experimento que deseaba efectuar el mago. Nos mirábamos los unos a los otros y nos preguntábamos cómo se las arreglaría para hacer aparecer la bandeja. Apenas el brujo murmuró unas palabras, empezaron a saltarle a cada uno de nosotros tres o cuatro perrillos de los lugares más insospechados: de los bolsillos, mangas, zapatos o calzas. Los perrillos, todos muy hermosos y cada uno pintado a su manera, empezaron a jugar y rebullir por la gran sala, montando un alegre espectáculo. A mí los pantalones de piel de becerro se me llenaron de perros y tuve que sacármelos, y como la ropa interior se me había podrido en el bosque tuve que permanecer desnudo, dejando ver mis pobres vergüenzas. Finalmente, al joven Herzbruder le saltó un perro del jubón; era el más divertido de todos y llevaba una cadena de oro atada al cuello. Este perrillo se tragó a todos los demás, que eran ya tantos que no se podía dar un paso en la tienda. Cuando hubo terminado con todos ellos, su collar aumentó de tamaño hasta convertirse en la bandeja del coronel.

Naturalmente, no solo el coronel sino todos los presentes tuvieron que suponer que únicamente el joven Herzbruder la podía haber robado. Y así el coronel le imprecó enfurecido:

—¡Mirad a este huésped desagradecido! ¿Había yo merecido semejante robo? ¡Nunca lo habría sospechado de ti! ¡Te había tratado siempre con tanta bondad…! Incluso quería nombrarte mañana mi secretario, pero únicamente has merecido ser ahorcado ahora mismo. Y esto sucedería, sin duda alguna, si no tuviera conmiseración de tu honrado y anciano padre. ¡Sal inmediatamente del campamento y no vuelvas a aparecer ante mi vista en toda tu vida!

Herzbruder quiso justificar su inocencia pero no fue escuchado, ya que su culpa parecía tan clara como la luz del sol. Mientras se ausentaba, el anciano Herzbruder cayó desvanecido y hubo que aplicarse para que volviera en sí. El propio coronel lo consoló diciendo que un devoto padre no debía sentirse culpable de las faltas de un hijo desaprensivo. Así fue como Olivier obtuvo con ayuda del diablo lo que jamás hubiera obtenido por medios honrados.