CAPÍTULO VIGESIMOPRIMERO,

que algo más breve y divertido que el anterior

Mi preceptor me apreciaba más de día en día, pero manteníamos nuestra intimidad en el mayor secreto. Aún me fingía loco, pero nunca daba espectáculos obscenos, ni me ridiculizaba indignamente, de modo que mis bromas eran bastante simples pero más llenas de sentido que absurdas. Mi coronel, que sentía gran predilección por la caza, me llevó consigo cierto día a una cacería de perdices con redes, un método que me fue grato. Pero como el perro era tan impetuoso que atacaba antes de que nosotros tuviéramos tiempo de preparar las redes, cazábamos muy poco; entonces le di al coronel el consejo de juntar el perro con la hembra de un halcón o un águila, como se hace con las yeguas y los asnos para que den mulas: los perros que nacieran del cruce tendrían alas y con ellos sería posible cazar las perdices al vuelo.

En otra ocasión, para tomar la sitiada fortaleza de Magdeburgo, que lo llevaba de cabeza desde hacía mucho tiempo, le aconsejé que mandara fabricar una cuerda del grosor de un tonel, que la hiciera colocar como un dogal en torno a la ciudad, y que tiraran de ella todos los hombres y reses de los dos campamentos. Se podría arrasar la ciudad en un solo día.

Quimeras semejantes fabricaba yo a diario en grandes cantidades; era mi oficio y nunca estaba mi fábrica parada. Para ello me daba material abundante un bellaco cruel y vicioso, escribiente de mi señor, material que yo utilizaba por el procedimiento que siguen los bufones. No solo creía yo todo lo que aquel truhán me contaba sino que lo repetía en mis conversaciones con otros. Cuando una vez le pregunté qué clase de sujeto era el capellán del regimiento, pues se distinguía por sus ropas de todos los demás, me contestó:

—Es el señor dicis et non facis, es decir, un sujeto que da esposas a los demás y nunca se desposa. Es el enemigo mortal de los ladrones, porque estos no dicen lo que hacen y él en cambio pregona sobre lo que no acomete. No le pueden tener mucho afecto los ladrones pues generalmente son los mejores parroquianos quienes terminan en la horca.

Pero cuando, poco después, nombré así al buen padre, todos se rieron de él. Yo, en cambio, fui tomado por un bellaco sinvergüenza y azotado por mi falta. Me convenció además el escribiente de que, en una ocasión, todas las casas públicas de Praga habían sido asaltadas e incendiadas y que con el humo y el polvo de este incendio se había extendido la semilla del mal, sembrando por el mundo entero el vicio y la prostitución. Luego me aseguró que no iban al cielo los héroes y hombres de corazón sino solamente los estúpidos, los memos cobardes, los atontados y demás tipos semejantes, que se contentaban únicamente con su paga; tampoco los brillantes caballeros ni las galantes damas sino los monjes aburridos, los curas melancólicos, las hermanitas de la caridad, las putas o mendicantes y todas las nulidades de la sociedad, incapaces de servir para nada, como los niños que hacen sus necesidades en el primer rincón que encuentran. Sobre el arte de la guerra me mintió, diciendo que algunas veces se disparaba con balas de oro, y que cuanto mayor era su precio más daños causaban. Incluso eran llevados prisioneros ejércitos enteros, con su artillería, sus municiones y bagajes atados con cadenas de oro. Luego me dijo respecto a las mujeres que más de la mitad de ellas llevaba pantalones, aunque no se les notara, y que sin artes de magia y sin ser diosas como Diana se burlaban de sus maridos colocándoles en la frente cuernos mayores que los de Acteón. Todo esto se lo creía yo, tan estúpido era.

En cambio mi preceptor, cuando estábamos los dos a solas, me entretenía con conversaciones totalmente distintas. Me presentó a su hijo, quien como ya he dicho más arriba era escribiente mayor en el ejército del príncipe elector de Sajonia y poseía cualidades muy distintas de las del escribiente de mi coronel. Este último no dejaba de apreciarlo, e incluso pretendía que el capitán se lo cediera para hacerle secretario de su regimiento, un puesto para el que afilaba también sus uñas el propio escribiente.

Con el hijo de mi preceptor, que, como él, se llamaba Ulrich Herzbruder, llegué a tal grado de íntima amistad que nos juramos eterna hermandad, en la suerte y en el infortunio, en las alegrías y las penas y que no nos separaríamos jamás. Y como esta promesa la hicimos con el asentimiento de su padre, la mantuvimos en lo sucesivo con tanta más fidelidad. Nuestro mayor deseo consistía, de momento, en que yo pudiera liberarme, con todos los honores, de mis vestiduras de bufón, pero a esto el viejo Herzbruder, al que yo honraba como a un padre, no quiso acceder, al afirmar explícitamente que si mi posición cambiaba en poco tiempo presagiaba para sí mismo y para su hijo un grave peligro; creía tener motivo más que suficiente para obrar con toda prudencia y cuidado, evitando a todo trance inmiscuirse en los asuntos de una persona cuyo futuro próximo preveía tan lleno de peligros: temía verse incluido en mi desgracia si yo descubría mi verdadero ser, ya que él, conociendo de antiguo mi secreto, no lo había puesto en conocimiento de nuestro coronel.

Poco tiempo después me di cuenta de que el escribiente de mi coronel envidiaba y odiaba de todo corazón a mi nuevo hermano; recelaba que este pudiera adelantársele y obtener la plaza de secretario del regimiento a la que también él aspiraba. Observé claramente cómo se volvía cada vez más gruñón, cómo la envidia le corroía y suspiraba amargado cada vez que veía al joven o al viejo Herzbruder. De su actitud deduje que con toda seguridad utilizaba toda su inteligencia para poner trabas a mi hermano en su camino, zancadillearlo y obligarlo a caer. Le comuniqué enseguida a este lo que yo me maliciaba, para que pudiera precaverse del Judas. Por desgracia no lo tomó en serio: era muy superior al escribiente tanto con la pluma como con la espada y, además, disfrutaba del favor y la gracia de nuestro coronel.