CAPÍTULO VIGÉSIMO,

que es bastante largo y trata del juego de los dados y lo que este conlleva

Como mi preceptor era ya más viejo que joven, no podía dormir toda la noche, lo que le permitió descubrir mi verdadera naturaleza y reconocer, pasadas las primeras semanas, que no era yo tan loco como quería aparentar, algo que sin duda había notado antes, pues siendo hombre experto en fisonomía, ya lo había deducido de mis facciones. En una ocasión desperté a medianoche, recapitulé detenidamente mi vida y mis curiosas aventuras y agradecí a Dios todopoderoso las bondades con que me había favorecido y los peligros de que me había librado. Luego me tendí de nuevo con un suspiro y seguí durmiendo.

El preceptor lo oyó todo pero hizo como si durmiera profundamente, y lo mismo sucedió otras noches hasta que se hubo convencido de que tenía yo más conocimiento que algunos ancianos que se jactan de haber acumulado mucho. Pese a todo, no me dijo nada en la tienda, pues las paredes eran demasiado delgadas y por determinados motivos no quería que nadie conociera aquel secreto. Una vez salí a pasear fuera del campamento, lo que él permitió gustosamente, ya que le daba ocasión para ir a buscarme y hablar conmigo a solas. Me encontró en un lugar solitario donde yo daba rienda suelta a mis pensamientos y me dijo:

—¡Querido y buen amigo! Porque anhelo lo mejor para ti, me alegro de poder hablar aquí a solas contigo. Sé que no eres ningún loco como tú quieres hacernos suponer y también sé que no te propones seguir en esta miserable y deshonrosa situación. Si verdaderamente quieres encontrar una mejor senda, deposita en mí tu confianza y cuéntame tus cosas; te ayudaré en todo lo posible, con obras y consejos, a librarte del disfraz de bufón.

Me arrojé en sus brazos, como si fuera un profeta capaz de sacarme de mi vida de loco, y después de sentarnos en el suelo le relaté mi vida entera. Contempló mis manos y le asombró lo que en ellas leía tanto de mi pasado como de mi futuro. No me aconsejó que me despojara todavía de mi traje de bufón, pues gracias a su habilidad en la quiromancia veía que mi destino me reservaba un encarcelamiento con peligro de vida. Le agradecí sus buenos deseos y su consejo y pedí a Dios se dignara premiarle por su bondadoso corazón. Y como me encontraba solo y desamparado por todo, le pedí a él mismo que siguiera siéndome un fiel padre y amigo.

Nos levantamos luego y nos dirigimos al campo de juego, donde se apostaba a los dados y se blasfemaba por doquiera. El lugar era casi tan grande como la plaza mayor de Colonia, todo cubierto de tapetes verdes y mesas alrededor de las cuales estaban colocados numerosos jugadores; cada grupo disponía de tres de aquellos taimados cubos, a los dados me refiero, a los que confiaban su suerte pues estos a su vez les confiaban ganancias. Cada mesa tenía su maestre (a punto he estado de decir mal astro, si bien podría haberme extraviado diciendo pillastre), cuya obligación era hacer de juez y prestar los tapetes y dados. Entendían tan bien su oficio que, generalmente y tras descontar su parte de las ganancias de los otros, eran los que más dinero embolsaban. Desde luego no permanecía por mucho tiempo en sus bolsillos, porque o bien lo perdían también en el juego o bien se lo quedaba el cantinero o el curandero, que frecuentemente tenía que coserles las cabezas rotas.

En todas estas gentes se podía observar más de una rareza. Todos esperaban ganar, lo cual era totalmente imposible, aunque apostaran de un bolsillo ajeno. Unos renegaban y maldecían por haber perdido, otros eran engañados y otros embaucados; los ganadores reían y los perdedores apretaban los dientes enfurecidos; unos vendían sus ropas y cuanto de valor poseían, otros cuidaban de ganarles el dinero obtenido; unos pedían dados como Dios manda, otros los querían amañados e introducían luego a escondidas los auténticos durante el juego, pero cuando los demás lo descubrían el dado verdadero era descartado, destrozado o despedazado con los dientes, y al maestre desenmascarado le rasgaban el tapete. Entre los falsos dados había unos llamados holandeses que tenían que tirarse deslizándose, ya que los planos en que estaban marcados los cincos y los seises eran descaradamente prominentes como los lomos de los asnos en los que monta la soldadesca; otros estaban fabricados de cuerno de ciervo, arriba ligeros y abajo pesados; otros, rellenos de mercurio, plomo, pelos enmarañados, esponjas, paja o carbón; había cantos angulosos y pulidos, largos como clavos o anchos como tortugas. Todas estas clases de dados estaban construidos solo para engañar al prójimo y sabían cumplir su cometido: lo mismo daba que se los dejara resbalar con cuidado como que se los volteara enérgicamente, por no hablar ya de los que tenían dos seises o dos cincos, o bien dos unos o dos doses. Con estos bellacos sin patas pillaban y se robaban mutuamente el dinero, que, a su vez, procedía ya del robo con grave peligro para el cuerpo y la vida o que había sido conquistado con gran pena y trabajo.

Mientras estaba contemplando en su locura a aquella multitud de jugadores, me preguntó mi preceptor qué me parecía aquella diversión y yo le contesté:

—Me disgusta que se blasfeme tanto. Por lo demás, no me atrevo a opinar sobre la virtud o el pecado de este juego, puesto que me es absolutamente desconocido y no comprendo nada de todo ello.

—Sabe pues —replicó él— que este es el lugar peor y más nefando de todo el campamento: aquí se viene en busca del dinero del prójimo y se pierde el propio. En el momento que alguien pisa este lugar con el propósito de correr el albur, falta ya contra el décimo mandamiento: no codiciar los bienes ajenos. Si juegas y ganas por medio del fraude o con dados falsos, pecas contra el séptimo y el octavo. Incluso puedes convertirte en asesino de aquel al que has ganado todo su dinero, pues su pérdida puede ser tan grande que le sumes en la pobreza, la necesidad, la desesperación y, por último, en el vicio y en la perdición. Nada puede ayudarte la excusa de que tú también expones lo tuyo y de que has ganado honradamente, porque tú, granuja, únicamente has pisado el campo de juego para hacerte rico con la desgracia de otro. Si pierdes, poco podrás hacer luego arrepintiéndote: al contrario, tienes que responder ante Dios, como el hombre rico, de haber malgastado tan inútilmente lo que Él te ha dado para el sostenimiento tuyo y de los tuyos. El que entra en el campo de juego se expone a un peligro en el que no solamente puede perder su dinero y su vida sino, lo que es más horroroso, su bienaventuranza. Te hago esta advertencia, querido Simplicius, puesto que dices que el juego te es desconocido. ¡Ojalá te apartes de él toda tu vida!

—¡Queridísimo señor! —le contesté—. Si el juego es algo tan terrible y peligroso, ¿por qué lo autorizan los jefes?

—No quiero afirmar que porque también ellos juegan; sucede que los soldados se niegan a dejar el juego y, una vez que el diablo lo tiene entre sus garras, se encapricha el infeliz de tal manera (gane o pierda) que le es tan indispensable como el sueño, como se puede constatar viendo a algunos que pasan la noche dándole al cubilete y apostando incluso su comida hasta que lo pierden todo. El juego ha sido ya repetidas veces prohibido con castigos corporales y amenazas de prisión. Por mandato de los generales fue perseguido por alguaciles militares, prebostes, verdugos e incluso matachines, mas no sirvió de nada. Los jugadores se reunían detrás de los setos, se ganaban allí el dinero recíprocamente, discutían y generalmente se retorcían el cuello unos a otros. Hubo asesinatos y muertes porque más de uno se jugaba incluso el fusil y el caballo. Y hubo que autorizar de nuevo el juego en público. Se organizó esta plaza especialmente para ello; de esta forma, la guardia puede estar siempre al tanto y presentarse antes de que la sangre llegue al río; sin embargo, no puede impedir que alguno que otro se quede en el sitio para siempre. Y como el juego es una invención del propio diablo y no son pocos los éxitos que le proporciona, ha desplegado a varios demonios del juego por el mundo entero cuya única misión consiste en incitar a los hombres a apostar. Siempre tienen a su disposición a mozos imprudentes que se les entregan a condición de poder ganar de continuo. Y, sin embargo, es difícil encontrar entre cada diez mil jugadores uno rico, sino que al contrario son por lo general pobres y necesitados, ya que como sus ganancias son fáciles las pierden también fácilmente, en el juego o míseramente gastadas en parecida forma. De ahí el dicho tan cierto como triste de que el diablo no abandona a ningún jugador sin antes haberle chupado hasta la última gota de sangre. Y si se diera el caso de un jugador tan bienhumorado y generoso que ni la desgracia ni la derrota lo pueden sumir en la melancolía, el disgusto u otros vicios, el enemigo más astuto y malvado se las ingeniará para que cambie su suerte y gane, para sí arrastrarlo a su pérfida red, promoviendo la disipación del desgraciado y su perdición en la soberbia, la gula, la bebida, la fornicación y la pederastia.

Me persigné, horrorizado de que en un campamento cristiano se permitieran tales cosas inventadas por el mismo diablo y se autorizaran semejantes juegos de los que, al parecer, se derivaban tantos daños transitorios y eternos. Con todo, mi preceptor añadió que lo que me había contado no era apenas nada, pues quien quisiera describir la totalidad de los males que del juego se desprenden habría de reconocer que se halla ante un cometido imposible; no en vano se dice que el dado, cuando sale de la mano, es ya del diablo. Así acabé yo imaginando que en cada dado (al ser lanzado a la mesa o al tapete) iba un demontre que lo dirigía en función de sus propósitos. A ello cabe sumar que el diablo no participa de balde en el juego sino por los buenos beneficios que sin duda sabe obtener.

—Ten en cuenta además que cerca de los lugares donde se juega tienen por costumbre aposentarse usureros y judíos que compran a los infelices los anillos, vestidos o joyas que han ganado o que deben trocar en dinero para seguir jugando, y que los demonios asimismo no cejan en su empeño de despertar en quienes apuestan otra suerte de pensamientos pecaminosos: los ganadores construyen así castillos en el aire, y a los perdedores se les nubla tanto el entendimiento que se dejan influir más fácilmente si cabe por sus traicioneros consejos, llenándoseles el magín de ideas y quimeras que no conducen sino a la ruina final. Ten por seguro, Simplicius, que meteré todo esto en un libro no bien vuelva la paz y yo con los míos; en él daré relación del noble tiempo que se derrocha en el juego, de las terribles imprecaciones con que los jugadores ofenden a Dios todopoderoso y las invectivas con que se insultan entre ellos, y de muchos otros ejemplos e historias que acontecen durante el sacrílego comercio, sin olvidar tampoco los duelos y crímenes que por su causa se cometen. Lo pintaré todo con unos colores tan vivos y daré a entender al lector con tanta verdad la avaricia, la ira, las envidias, la ambición, la falsedad, la búsqueda del propio beneficio, los hurtos y, en resumidas cuentas, todas las locuras que se cometen en los juegos de dados y cartas, que con leer el libro una sola vez sentirá tal repugnancia por el juego como si hubiera bebido leche agria (la cual se da a beber a sus espaldas a los afectados de la enfermedad del juego con tal de que sanen). Así demostraré a la cristiandad que a Dios nuestro Señor le lastima más una compañía de jugadores que todo un ejército a su servicio.

Alabé su propósito y le deseé que llegara pronto el día en que a ello pudiera dedicarse.