CAPÍTULO DECIMONOVENO,

en el que Simplicius recobra la figura de bufón

Retomo mi historia y aseguro al lector que hasta que amaneció permanecí tendido boca abajo, sin valor para erguirme. Aún me hallaba en la duda de si lo ya contado había sido un sueño o pura realidad, y mi miedo era mayúsculo, pero tuve coraje bastante para quedarme allí dormido. Pensaba que no podía dormir en ningún sitio más peligroso que en el bosque y, sin embargo, en él había dormido casi siempre desde que había dejado a mi knan y, por tanto, ya estaba acostumbrado. A eso de las nueve de la mañana pasaron por allí unos forrajeadores que me despertaron, y entonces me di cuenta de que yacía en pleno campo. Me llevaron consigo, primero a varios molinos de viento y, cuando hubieron molido lo que llevaban, me llevaron al campamento de Magdeburgo, donde fui entregado a un coronel de infantería que me preguntó de dónde venía y a qué señor había pertenecido. Se lo conté todo con pelos y señales y, como desconocía que había estado con croatas, describí el traje de aquellos e imité su lenguaje, expliqué cómo había huido de ellos pero callé la boca en lo referente a mis ducados; en cuanto a mi viaje aéreo y al baile de las brujas, lo tomaron por fantasía o locura, seguramente porque en el resto de mi narración los cientos se habían ya convertido en miles. Entretanto se había reunido una gran multitud en torno a mí. Un loco atrae siempre a mil locos más. Entre el gentío se encontraba un sujeto que había sido prisionero en Hanau el año anterior y había prestado allí servicio, si bien más tarde se había pasado de nuevo a los imperiales. Me conocía y, en cuanto me vio, exclamó:

—¡Hola! ¡Este es el becerro del comandante de Hanau!

El coronel lo interrogó respecto a mi humilde persona, pero aquel bellaco solo sabía que yo tocaba el laúd a la perfección, que los croatas del regimiento del coronel Corpes me habían aprisionado frente a la fortaleza de Hanau y finalmente que el comandante me perdió con gran disgusto, por ser yo un bufón muy divertido. La esposa del coronel mandó buscar a otra mujer que también tocaba el laúd y siempre lo llevaba consigo, se lo pidió prestado y me lo presentó con la orden de hacerle oír alguna pieza. Yo opiné que debían darme antes algo de comer: mi estómago vacío y el orondo vientre del laúd no podían llevarse bien de ninguna manera. La señora accedió y, después de hartarme a placer y de beber un buen trago de cerveza de Zerb, toqué y canté todo lo que sabía. Además charlé de todo lo que se me vino a las mientes, y así conseguí que aquella gente creyera finalmente lo que demostraban mis ropas. El coronel me preguntó entonces adónde quería yo dirigirme, le contesté que tanto me daba y así acordamos que yo me quedaría y me convertiría en su escudero. También quiso saber qué había ocurrido con mis orejas de asno.

—¡Ah, mira! —respondí—. Si supieras dónde están, podrías muy bien ponértelas y no te sentarían nada mal.

Pero callé lo que en realidad sucedía con ellas, pues escondían toda mi riqueza.

En poco tiempo me hice amigo de todos los altos oficiales, tanto los del ejército del Electorado de Sajonia como los del Imperial, pero sobre todo de las doncellas, que adornaron mi capa, mis mangas y los muñones de mis orejas con cintas de seda de todos los colores. El dinero que me daban los oficiales lo gastaba con liberalidad, convirtiendo hasta el último heller en cerveza de Hamburgo y de Zerb, dos clases que me sentaban a las mil maravillas; además, siempre podía gorronear allá adonde fuera.

Cuando el coronel me hubo proporcionado un laúd propio, comprendí que pensaba tenerme para siempre a su lado, y desde entonces ya no me estuvo permitido corretear por los dos campamentos. Me asignó un preceptor cuya obligación era vigilarme y a quien yo debía obedecer en todo. Era un hombre enteramente a mi gusto: ecuánime, sensato, instruido, muy leído y enterado de todas las ciencias y artes, hombre de mucha conversación pero nunca superflua; y era además, lo que es de alabar, muy temeroso de Dios. Yo tenía que dormir por la noche en su tienda y durante el día no me estaba permitido alejarme de su lado; había sido muy rico y consejero y ayudante de un prestigioso príncipe, pero luego los suecos lo dejaron totalmente arruinado, su esposa murió y su hijo, que a causa de la pobreza no había podido seguir estudiando, tuvo que servir en el ejército del príncipe elector de Sajonia como escribiente mayor; él mismo era jefe de cuadras de mi coronel. Esperaba a que cambiara la peligrosa situación militar de la región del Elba, donde tenía sus posesiones, y quizá a que al recuperarlas volviera a lucir para él el sol de su anterior felicidad.