en el que Simplicius se procura un buen botín y se establece como ermitaño ladronzuelo
Al parecer, mi suerte, en vez de mejorar, iba de mal en peor, tanto que pensé había nacido con mal pie: apenas tres horas después de mi huida de los croatas, me pescaron unos ladrones. Creyeron sin duda haber cogido una buena presa conmigo, ya que en la oscuridad no pudieron ver mi traje. Dos de ellos me condujeron bosque adentro a un lugar escondido. Cuando me tuvieron allí, uno de los sujetos me pidió sin ambages mi dinero. Dejó su mosquete en el suelo y empezó a registrarme.
—¿Quién eres? —preguntó—. ¿Tienes dinero?
Pero cuando palpó mi velludo traje y las largas orejas de asno de mi capucha (sin duda alguna las tomó por cuernos) y al mismo tiempo vio esa especie de fulgor que se forma cuando se acaricia la piel de un animal en la oscuridad, se asustó tanto que retrocedió unos pasos. Noté su espanto inmediatamente y antes de que se repusiera froté mis ropas con ambas manos, dando por resultado la apariencia de azufre en llamas. Con voz horrísona le contesté:
—¡Soy el diablo y voy a estrangularos a ti y a tus compañeros!
Esto los atemorizó de tal manera que desaparecieron a toda prisa por entre los zarzales, como perseguidos por el fuego infernal. Ni la misma oscuridad nocturna fue obstáculo a su rápida huida y aun cuando chocaran con piedras, arbustos o troncos y se atropellaran entre sí, volvían una y otra vez a levantarse y reemprender la fuga, en la que no cejaron hasta que ya no pude oírlos. Yo, en cambio, reía y reía, y mis risotadas resonaban por el sombrío bosque; en aquella soledad debía de ser, sin lugar a dudas, algo terrorífico de oír.
Cuando volví a ponerme en marcha encontré el mosquetón y me lo llevé porque, mientras estuve con los croatas, había aprendido a manejar armas de fuego. Yendo por el bosque topé con un saco cosido como mi traje de pieles de becerro; me lo apropié asimismo y descubrí colgando de él una cartuchera con pólvora, plomo y todo lo necesario para fabricar balas. Cargué con todo ello a la espalda y, con el mosquete sobre el hombro a guisa de soldado, fui a esconderme en un cercano matorral, donde me dispuse a dormir un rato.
Al amanecer, apareció toda la banda para buscar el mosquete y el saco. Agucé el oído como un zorro y me callé como un ratón. Como no encontraran nada, se burlaron de los dos que habían huido de mí.
—¡Vaya un par de cobardes! —les dijeron—. ¡Mira que asustarse por un solo enemigo y dejaros robar el mosquete! ¡Vergüenza habría de daros!
Pero uno juró que el diablo en persona había sido el autor de la jugarreta. Juró que le había tocado los cuernos y la piel correosa. El otro, despechado, exclamó:
—¡Qué se me da a mí que haya sido el diablo o su abuela! ¡Si, por lo menos, tuviera yo mi morral!
Uno de ellos, que yo tomé por el más distinguido, contestó:
—Pero ¿para qué crees tú que quiere el demonio el mosquete o el morral? Apostaría el cuello a que el sujeto que habéis dejado huir tan vergonzosamente se ha llevado ambas cosas.
Otro lo contradijo: podía muy bien ser que desde entonces hubieran estado en aquel lugar algunos campesinos que, encontrando las dos cosas, se las llevaran. A este, finalmente, le dieron todos la razón. Toda la banda creía a pie juntillas que había tenido entre las manos al diablo en persona, sobre todo porque el individuo que había querido conocerme demasiado de cerca lo afirmaba con horribles juramentos. Las descripciones de la piel dura y chispeante y los cuernos, signos indudables de las características demoníacas, acabaron por convencer a todos. Creo yo que si, inesperadamente, me hubiera presentado ante ellos, la desbandada habría sido general.
Al cabo, después de buscar largo rato y de no encontrar absolutamente nada, se largaron. Yo abrí el morral para desayunar y ya de buenas a primeras encontré un saquito en el que había unos trescientos ducados y algo más. Ni que decir tiene que aquello me alegró, pero de lo que sin embargo puede estar seguro el lector es que el morral me alegró mucho más por las provisiones de que estaba repleto. Como tales cargamentos de oro no son habituales entre soldados, llegué a la conclusión de que aquel tipo los había tomado secretamente y los había guardado de inmediato en la bolsa para no compartirlos con los demás.
Me desayuné alegremente y luego, no muy lejos de aquel mismo lugar, encontré una fuentecilla donde apagué mi sed y conté mis hermosos ducados. Si tuviera que decir en qué tierra o lugar me encontraba, no podría hacerlo aunque en ello me fuera la vida. Permanecí oculto en el bosque hasta que se me agotaron las provisiones de las que me serví muy comedidamente, pero cuando a pesar de todo se vació el morral, el hambre me empujó hacia las casas de los campesinos. Penetraba durante la noche en bodegas y cocinas y robaba todos los comestibles que encontraba y podía llevarme bosque adentro, a lo más recóndito y selvático. Así volví a empezar mi vida de ermitaño, con la diferencia de que ahora robaba mucho, rezaba poco y no tenía asiento fijo, sino que iba de un lugar a otro. En este aspecto, la llegada del verano no pudo ser más oportuna para mí. Por lo demás, con ayuda de mi mosquete, podía encender lumbre siempre que quisiera.