que trata de héroes conocidos y artistas célebres
A continuación llego el almuerzo, en el que me hice oír denodadamente, pues me había propuesto poner en la picota todas las estupideces humanas y flagelar a todos los orgullosos. Nadie estaba seguro en la mesa de que no la emprendiera yo con él para poner al descubierto todos sus pecados y sus vicios, y si alguno pretendía impedírmelo los demás se reían de él o mi señor cuidaba de advertirle que, generalmente, las personas sensatas no suelen escandalizarse por lo que pueda decir un pobre majadero. A mi peor enemigo, el alférez loco, le dejé pronto convertido en un asno. El secretario fue el primero que, por indicación de mi señor, quiso retrucar mis locuras con su sabiduría. Yo le llamé fabricante de títulos y me reí de él a causa de todos los suyos. Le pregunté qué título había recibido el primer hombre.
—Hablas como un insensato becerro —contestó—. Debes saber que tras nuestros primeros padres vivieron muchos hombres ilustres y virtuosos. Su sabiduría, su heroísmo o sus descubrimientos científicos los ennoblecieron de tal modo que fueron elevados sobre todo lo humano por encima de las mismas estrellas, a la categoría de dioses. Si tú fueras hombre, o, por lo menos, hubieras leído como tal libros de historia, comprenderías las diferencias que separan a unos hombres de otros y tú mismo serías el primero en concederle a cada uno su título. Mas siendo como eres un becerro no podrás comprender la honorabilidad de nuestros títulos; hablas de este asunto como un verdadero becerro y enturbias las legítimas alegrías de la noble estirpe de los humanos.
Yo contesté:
—Fui como tú un hombre y como tú leí mucho. Puedo por lo tanto juzgar que o no sabes lo suficiente de este asunto o, demasiado influenciado por tus conveniencias, hablas hipócritamente. Cierto que ennoblecen las gestas heroicas y las artes excelsas a aquel que las realiza o las descubre, pero ¿qué tiene que ver esto con su descendencia? ¿Qué motivos existen para admitir que durante siglos se perpetúan los títulos de estos héroes o artistas? Si verdaderamente las cualidades de los padres se heredaran, entonces podríamos suponer que tu padre era un bacalao y tu madre una merluza.
—Vaya —replicó el secretario—, si quieres que continuemos por este camino, ultrajándonos el uno al otro, podría echarte en cara tus ascendientes, tu mismo padre, ¿qué fue sino un rudo campesino de Spessart? Y a pesar de que, de todas maneras, tu patria ya produce, de por sí los mayores asnos, tú has salido aún peor, un becerro insensato.
—Cierto, pero ahora te tengo acorralado. Esto es precisamente lo que sostengo: las virtudes de los padres no se heredan siempre y por ello los hijos no son dignos de los títulos de nobleza de los padres. Desde luego para mí no es una vergüenza el verme convertido en becerro. Por el contrario, tengo con ello el honor de sufrir el mismo destino que Nabucodonosor. ¿Quién sabe? Quizá sea voluntad de Dios el devolverme de nuevo mi figura de hombre como a aquel gran rey y hacerme superior a mi padre. Yo alabo a los que se ennoblecen por sus propias virtudes.
—Bien, supongamos, aunque no lo admito —dijo el secretario—, que los hijos no siempre deberían heredar los títulos de los padres, pero tienes que convenir en que todos los que se distinguen por sus nobles hechos son dignos de toda consideración y alabanza. Si así es, se concluye que los hijos deben ser honrados a causa de sus padres ya que las manzanas nunca caen muy lejos del tronco. ¿Osaría alguien no elogiar a los descendientes de Alejandro Magno, si los hubiera, por el corajoso arresto con que aquel guerreaba? De joven demostró con lágrimas su afán de lucha, pues todavía no podía utilizar las armas y ya temía que su padre todo lo conquistara y no le dejara a quien vencer. ¿Acaso no subyugó al mundo entero antes de cumplir los treinta y deseaba dominar aun otro mundo? ¿Acaso no sudó sangre por la ira que le surgió en una batalla contra los indios porque los suyos lo abandonaron? ¿Acaso se ha negado que las llamas parecían envolverlo hasta el punto de ahuyentar a los despavoridos bárbaros? Nadie lo consideraría igual a otros hombres de haber verdad en lo escrito por Quinto Curcio, quien afirmó que su aliento olía a bálsamo, su sudor a almizcle y su cadáver a las más refinadas especias. También podría traer aquí a Julio César y Pompeyo: el primero, además de sus victorias en las guerras civiles, luchó cincuenta veces en batallas abiertas y dio muerte a un millón ciento cincuenta y dos mil hombres; el otro, además de capturar novecientas cuarenta naves a los piratas, tomó y subyugó ochocientas setenta y seis ciudades, desde los alpes hasta la Hispania Ulterior. Nada referiré ya de la fama de Marco Sergio, pero sí algo de la de Lucio Sicinio Dentato, cabeza de los gremios de Roma en la época en que Espurio Tarpeyo y Aulo Aternio fueron cónsules: participó en ciento diez batallas, venció en ocho duelos a quienes osaron desafiarle, podía mostrar cuarenta y cinco heridas en todo su cuerpo, recibidas todas de frente y jamás por la espalda, y entró triunfalmente en la ciudad con nueve generales de campo, en celebración de victorias que sin su hombría no se habrían logrado. La gloria bélica de Manlio Capitolino no sería menor si al final de su vida no la hubiera menoscabado, pues también podía enseñar treinta y tres heridas, y una vez salvó el Capitolio y todos sus tesoros de un ataque de los franceses. ¿Y qué decir del fornido Hércules, Teseo y otros, de quienes es imposible detallar los inmortales elogios recibidos?
»Pero ahora me gustaría orillar la guerra y las armas y hacer mención de las artes, las cuales parecen menores pero no por ello dejan a sus maestros sin celebridad. ¿Acaso no fue grande la destreza de Zeuxis, quien con su privilegiada cabeza y manos certeras lograba engañar incluso a las aves del cielo? ¿O la de Apeles, que pintó a una Venus tan natural, bella y excelsa, de líneas tan sutiles y delicadas, que los jóvenes se prendaban de ella? Plutarco refiere que Arquímedes arrastró hasta el mercado de Siracusa un barco cargado de mercancías, tirando de él con una sola cuerda y una sola mano como quien conduce a un animal de carga, algo que no habrían conseguido veinte bueyes ni doscientos becerros como tú. ¿No merecen estos grandes hombres un título especial que ennoblezca su arte? ¿Quién no enaltecería por encima del resto a aquel que construyó para el rey persa Sapor un artefacto de cristal en cuyo centro podía este sentarse y observar, a sus pies, el ascenso y el descenso de los astros? Arquímedes ideó un espejo con el que se podían incendiar los barcos enemigos situados en plena mar. También Ptolomeo concibió un prodigioso espejo que proyectaba tantas imágenes como horas tiene el día. ¿Acaso no es digno de elogio el inventor del alfabeto? ¿Acaso no merece ser tenido por superior a cualquier disciplina el noble arte de la imprenta, tan útil en el mundo entero? Si a Ceres la consideraron diosa por inventar los cultivos y los molinos, ¿por qué ha de ser injusto encumbrar a otros por sus méritos mediante el uso de títulos nobiliarios? En fin, rudo becerro, tampoco es muy relevante que puedas concebir o no tales logros con tu bovino e irracional cerebro. Te pasa como al perro que yacía sobre el heno y no dejaba comerlo al buey: al ser incapaz de alcanzar honor alguno te niegas a concederlo a quienes sí lo merecen.
Cuando me vi apremiado por aquella ola de erudición, contesté:
—Estas hermosas heroicidades serían muy de alabar si no hubieran sido cometidas en perjuicio y ruina de otros hombres. ¿Qué valor puede tener la alabanza de quien ha vertido tanta sangre? ¡Bonita nobleza es esa que tiene sus orígenes en la ruina de miles de hombres! En lo que se refiere a las artes y a los descubrimientos, no son otra cosa que pura vanidad y locura, e igualmente vacíos de todo sentido, frívolos e inútiles son los títulos que se consiguen mediante ellos, pues sirven para satisfacer la avaricia, la voluptuosidad o la destrucción de los humanos, como ocurre, por ejemplo, con aquellos horrorosos instrumentos de muerte que vi montados sobre carros. También podríamos pasar sin la escritura y la ciencia de imprimir, según las palabras de aquel santo varón que consideraba a la naturaleza libro suficiente para leer en él todas las maravillas creadas por el Señor y reconocer la divina omnipotencia.