de cómo sonríe a Simplicius la mudable fortuna
Al párroco le fue permitido visitar al gobernador, y media hora después me llamaron y me condujeron a la habitación de los criados, donde me esperaban dos sastres, un zapatero y dos mercaderes con trajes, sombreros y medias. Me quitaron el sayo remendado y la camisa hecha jirones, me desataron la cadena y, luego, los sastres me tomaron las medidas. Pero cuando precisamente apareció el barbero cirujano dispuesto a demostrar su arte con su fuerte lejía y olorosos jabones, llegó una contraorden y tuve que volver a vestirme con mis viejos harapos. Me asusté tremendamente, pero luego resultó que no significaba nada malo. Apareció un pintor con sus bártulos, esto es, con minio y cinabrio para los párpados; laca, índigo y veladura para mis labios rojos como el coral; oropimente, amarillo de cromo y amarillo de plomo para mis blancos dientes, que no podía evitar mostrar por el hambre que arrastraba; hollín, carboncillo y umbra para mis rubios cabellos; blanco de plomo para mis horripilantes ojos; y, además de un buen puñado de pinceles, todo tipo de colores para pintar el sayo, teñido por los elementos. Empezó el pintor mirándome fijamente, esbozando los contornos en la tela, poniendo luego el fondo y examinando su trabajo, con la cabeza inclinada hacia mi figura; ora cambiaba los ojos, ora los cabellos o los agujeros de la nariz y otras cosas más, hasta que, por fin, tuvo completo un cuadro tan real de Simplicius que yo mismo me asusté de mi propia figura. A continuación pudo el barbero arrojarse sobre mí. Más de hora y media luchó con mi cabeza y mis cabellos hasta que los tuvo arreglados según el último grito de la moda, pues si algo me sobraba era melena. Luego me colocó en una pequeña bañera y limpió mi esmirriado y enflaquecido cuerpo de toda la porquería de tres o cuatro años. Apenas listo, me trajeron una camisa blanca, zapatos y medias e incluso un cuello y un sombrero con una linda pluma. Los pantalones que me dieron estaban bellamente adornados y bordados con festones; solo faltaba ya el jubón, al que los sastres estaban dando las últimas puntadas. Mientras tanto el cocinero colocó delante de mí una espesa sopa, y la camarera, una fresca bebida. Y allí, el joven Simplicius, sentado como un apuesto marqués, se dejaba servir. Me lo zampé todo de buena gana, sin intuir qué querían de mí, pues por aquel entonces nada sabía yo del último festín o gracia que se concede a los condenados a muerte, y por ello degusté ese magnífico recibimiento tan cómoda y dulcemente que no podría expresarlo ni elogiarlo con palabras. No creo que nunca en mi vida me sintiera mejor dentro de mi piel que ese día. Cuando el jubón estuvo listo, me lo puse; pero con él hacía una figura tan ridícula como un espantapájaros de etiqueta. Los sastres, con cauta previsión, lo habían calculado para un caso de crecimiento, en lo cual tengo que darles la razón. Mi traje del bosque con la cadena y todo lo demás fueron instalados en el salón de arte, junto a objetos extravagantes, antigüedades y el cuadro de tamaño natural que acababan de hacerme.
Después de la cena, al señor que yo era le fue destinada una cama. Nunca había yacido yo en una parecida, ni cuando vivía en casa de mi knan ni con el ermitaño. Pero no pude dormir porque mis tripas se pasaron la noche entera murmurando, asombradas sin duda de los nuevos manjares que les habían servido. Pero yo permanecí en cama hasta que salió el sol, pensando en la manera tan notable en que me había ayudado Dios a salir de todos mis apuros llevándome hasta ese lugar.