que trata de algunas memorias prodigiosas y otros olvidos
Cuando desperté por la mañana ya se habían marchado mis dos embecerrados socios de sueño. Me levanté y me escabullí de la casa para visitar a mi cura mientras el ayudante del gobernador iba a buscar las llaves de la ciudad. Le conté todo lo que me había sucedido en el infierno y el cielo, pero cuando el cura se dio cuenta de que yo hacía un caso de conciencia del engañar a tanta gente y sobre todo a mi señor fingiendo estar loco, me dijo:
—No debes preocuparte por tal cosa. El loco mundo quiere ser engañado. Ya que has podido conservar la razón, úsala en tu provecho. Imagínate ser un nuevo Fénix, nacido por el fuego a una nueva vida, de la ignorancia a la sabiduría. Mas no vayas a figurarte de ninguna manera que ya has traspuesto la montaña: recuerda que con grave peligro de perder la razón te has visto dentro de ese traje de loco, y quizá salgas de él con peligro de perder la vida. Todo es posible en estos tiempos asombrosos en que caer en el infierno es fácil pero escapar de él es lo difícil. Aún no eres tan hombre como imaginas para poder huir de los peligros que te esperan. Más necesarias te serán ahora la prudencia y la reflexión que antes, cuando aún no sabías lo que era el entendimiento: sigue siendo humilde y espera con paciencia el próximo giro de tu suerte.
Su sermón fue de propio intento amonestador, porque, según creo, leyó en mis ojos el orgullo que mi sabiduría en la ciencia del engaño me proporcionaba. Por mi parte, deduje por su rostro que estaba indignado y harto ya de mí. ¿Qué ganaba él conmigo? Cambié, pues, de tono y le di las gracias por los mágicos remedios que me había proporcionado, merced a los cuales había conservado la razón. Le hice incluso mil promesas imposibles por devolverle el favor. Esto cosquilleó su orgullo y le devolvió de nuevo el buen humor. Alabó con muchas y grandes palabras la bondad de su excelente medicina y me explicó que Simónides Melicus había ideado un arte que no sin gran esfuerzo logró perfeccionar Metrodorus Sceptius y que permitía recordar, con el uso de una única palabra, todo lo que uno hubiera oído o leído, aunque, eso sí, sería tarea imposible sin la ayuda de los fuertes remedios que él me había proporcionado. Por mi parte, sabía yo por los libros de mi ermitaño algunas cosas mejor que él, pero me las callé astutamente, pues desde que me vi obligado a enloquecer me había vuelto mucho más listo y prudente.
El cura me contó otros casos parecidos, de cómo Ciro podía llamar por su nombre a cada uno de los treinta mil soldados que comandaba, de cómo Lucio Escipión hacía lo mismo con todos los ciudadanos de Roma o de cómo Cineas, el emisario de Pirro, era capaz, al día de haber llegado a Roma, de listar los nombres de todos los consejeros y nobles de la misma.
—Mitrídates, el rey del Ponto y Bitinia —añadió—, gobernaba a pueblos que hablaban veintidós lenguas, que él a su vez dominaba en todas sus particularidades, como dice Sabelio en el capítulo noveno del libro décimo de su obra. El sabio griego Cármidas, de Alejandría, podía decir de memoria lo que había en todos los libros de la Biblioteca habiéndolos leído una sola vez. Lucio Séneca podía repetir dos mil nombres en el mismo orden en que los hubiera oído y, como detalla Ravisio, doscientos versos recitados por doscientos alumnos, en el orden inverso al que habían sido recitados. Esdras, así lo escribe Eusebio en su Lib. temp. fulg., libro octavo capítulo séptimo, sabía de memoria los cinco libros de Moisés y los podía dictar literalmente a los escribientes. Temístocles necesitó solo un año para aprender persa. Craso podía hablar los cinco dialectos distintos del griego de Asia e impartir justicia en ellos a sus súbditos. Julio César podía leer, dictar y dar audiencia todo a una. No quiero ya hablar de los romanos como Elio Adriano, Porcio Ladrón u otros, sino solamente apuntar que san Jerónimo conocía el hebreo, el caldeo, el griego, el persa, el meda, el arameo y el latín. San Antonio el Eremita sabía de memoria la Biblia de haberla oído leer. Y Juan Colerus dice también, en el libro dieciocho capítulo veintisiete de su obra, que Marco Antonio Mureto tuvo ocasión de conocer a un corso que, después de oír seis mil nombres de persona, podía dar relación de ellos sin variar el orden.
»Todo esto te explico —prosiguió— pues quiero que sepas que no es imposible para el hombre reforzar y conservar su memoria por medio de la medicina, del mismo modo que se la puede debilitar e incluso extraviar de varias formas: tal escribe Plinio, libro séptimo capítulo veinticuatro, que no hay en los hombres nada más simple que la memoria, que puede desaparecer o perder gran parte de su vigor a causa de la enfermedad, los sobresaltos, el miedo, las preocupaciones y la congoja. Dicen que un sabio ateniense olvidó todo lo estudiado, incluso el alfabeto, después de caerle una piedra encima. Otro olvidó el nombre de su criado por una enfermedad, y Mesala Corvino, que disfrutaba de una memoria prodigiosa, incluso olvidó el propio. Schramhans escribe, en el Fasciculus Historiarum, folio sesenta (y con un estilo tan pedante que parece obra de Plinio), sobre un capellán que, tras beber sangre de sus propias venas, mantuvo intacta la memoria pero ya no supo más leer ni escribir, y que al cabo de un año, a la misma hora y en el mismo lugar, volvió, a probar de su misma sangre y recuperó las facultades perdidas. En cualquier caso es más creíble lo que escribe Juan Weyer en el De Praestigiis Daemonum, libro tercero capítulo decimoctavo, al referir que quien come cerebro de oso obtiene tan poderosas fantasía e imaginación que se diría que se ha convertido en oso, y lo demuestra con el ejemplo de un noble español que, tras catar ese manjar, se perdió por los bosques creyendo ser tal animal. Querido Simplicius, si tu amo hubiera conocido esas artes, podría haberte convertido en oso, como ocurrió a Calisto, y no en toro, como Júpiter.
El cura me contó aún más casos parecidos, me volvió a dar de sus remedios y me aleccionó en lo referente a mi futura conducta. Volví a casa, con más de cien críos corriendo tras de mí y rugiendo como verdaderos becerros, y mi señor, que se había levantado en aquel momento, acudió a la ventana y, en viendo tanto loco junto, estalló a reír estrepitosamente.