CAPÍTULO SEXTO,

en el que Simplicius llega al cielo y es convertido en becerro

Cuando recobré los sentidos, ya no estaba en el endiablado sótano. Me encontraba en una hermosa sala en medio de las tres viejas más repugnantes que jamás hayan existido sobre la faz de la tierra. Cuando abrí los ojos, las tomé al principio por tres verdaderos espíritus del reino de las tinieblas, pero si hubiera leído a los antiguos poetas paganos las habría tomado seguramente por Euménidas o, al menos, por semejantes de Tisífone venidas del mundo subterráneo para quitarme la razón como a Atamantes, pues sabía que era ahí donde debía ser convertido en loco. Una de ellas, la más repugnante, tenía un par de ojos como candiles; debajo, una larguísima nariz, delgada, como de un azor, que le colgaba hasta los labios. En su morro solo vi dos dientes, pero estos eran largos y gruesos como dedos y más amarillos que el oro. Poseía suficiente osamenta como para hacer un buen par de mandíbulas, solo que muy mal repartida. Su rostro parecía de cordobán, y sus blancos cabellos caían desgreñados en torno a la cabeza, porque seguramente había sido sacada en aquel momento de la cama. Sus largos pechos no sé a qué compararlos, quizá a unas ubres de vaca de las que hubieran ordeñado dos tercios y con un pezón parduzco largo como medio dedo. En verdad era una visión asquerosa, quizá útil y recomendable como medicina para cabrones lujuriosos y sus indomables apetitos. Las otras dos no eran más hermosas, solo que tenían las narices chatas como los monos y sus ropas estaban más cuidadas. Cuando me hube recobrado un poco reconocí en ellas a nuestra friegaplatos y a las esposas de los dos furrieles. Hice como si me hubieran roto todos los huesos del cuerpo, y, sinceramente, mis ánimos no estaban como para ponerme a saltar y bailar. Las tres maternales ancianas me dejaron en cueros y me quitaron, como a un pequeño crío, toda aquella porquería. Las mujerucas demostraron durante su trabajo una paciencia y compasión tan grandes para conmigo que casi les habría revelado mi secreto, pero pensé: «¡Simplicius, no confíes en ninguna mujer, y menos en una vieja! Bien pensado es mejor que esperes al futuro para gozar del triunfo de poder engañar a estas taimadas viejas brujas, con las que se podría burlar al propio Belcebú». Cuando terminaron conmigo me colocaron en un blando lecho en el que me dormí al instante. Ellas se marcharon llevándose sus cubos y los demás trastos de limpieza junto con mis ropas y toda la porquería. Después, dormí según mi humilde parecer algo así como unas veinticuatro horas seguidas. Al despertar vi junto a mi cama dos hermosos chiquillos alados vestidos con níveas camisas y cintas de seda, adornados señorialmente con perlas, alhajas, cadenas de oro y muchas otras joyas. Uno llevaba una bandeja de oro llena de barquillos, pasteles, mazapán y otros dulces; el otro sostenía una jarra dorada en las manos. Estos angelitos, que por tales se tenían, quisieron embaucarme diciendo que me hallaba en el cielo, que había soportado felizmente el purgatorio después de escapar del diablo y la madre que lo hizo. Por lo tanto podía pedir lo que se me ocurriera, todo lo que mi corazón anhelara estaba en cantidades suficientes a mi disposición, y aunque no lo estuviera ellos poseían medios de alcanzármelo. Me atormentaba la sed y, viendo ante mí la jarra, pedí que me dejaran beber; inmediatamente me la ofrecieron, pero no era vino sino un brebaje soporífero. Bebí de la jarra un solo trago y me dormí por segunda vez.

Cuando desperté a la mañana siguiente, ya no estaba en mi cama de la sala de los ángeles sino en mi vieja celda del corral de los gansos. Reinaba una profunda oscuridad en torno a mí, como en la bodega de los diablos, y yo llevaba puesto un traje de piel de becerro con la parte de pelo hacia dentro, los pantalones estaban cortados según la moda polaca o suaba, y el jubón de forma aún más estúpida. Al cuello llevaba cosida una capucha de monje que me cubría la cabeza y estaba adornada en su parte superior con un par de bonitas orejas de choto. Tuve que reírme del triste destino que me habían escogido, pues tanto por el nido como por las plumas pude comprobar qué clase de pájaro me vería obligado a ser. Tenía motivo para dar gracias a Dios, por haber conservado mi entendimiento, pero estaba aún más necesitado de pedirle que siguiera protegiéndome y guiándome en lo sucesivo. Decidí hacerme el loco lo mejor que pudiera y esperar con paciencia mi futuro destino.