de cómo se aparearon un ganso y una gansa
En el corral sostuve una serie de conversaciones conmigo mismo acerca del baile y de las libaciones, que traje luego en la primera parte de mi Negro y blanco, por lo que es innecesario reproducirlas aquí. No quiero ocultar que aún tenía mis dudas acerca de si los danzantes querían verdaderamente hundir el suelo con su furia o bien si había sido engañado de nuevo. Ahora voy a contar cómo pude salir de mi encierro. Tres horas bien contadas tuve que estar sentado sobre mi propio delito hasta que hubo terminado el preludio de Venus; el noble baile, quería decir. Finalmente se acercó alguien silenciosamente y empezó a maniobrar con el picaporte. Yo estaba alerta como un perro ante un nido de ratas, pero el tal sujeto no solo abrió la puerta sino que se coló adentro cuando yo tan a gusto habría salido, arrastrando consigo a una damita a quien tenía cogida de la mano, como los del baile a sus parejas. No podía yo ni imaginarme lo que iba a suceder allí. Ya empezaba a estar habituado a las curiosas aventuras de aquel día y esperaba resignadamente recibir con paciencia, y con el pico cerrado, todo cuanto pudiera sucederme. Me apretujé, pues, contra la puerta, asustado y temblando, en espera de que llegase mi último momento. Seguidamente se inició entre los dos un cuchicheo, del que solo entendí que una de las partes se quejaba del mal olor reinante en el lugar mientras la otra trataba de consolarla de ello.
—Es cierto, hermosa dama —decía él—; siento de todo corazón que la suerte no nos haya favorecido con un lugar más apropiado para saborear los frutos del amor, pero os aseguro que el encanto de vuestra presencia hace que este rincón inmundo sea para mí el más precioso de los paraísos.
Después oí chasquidos de besos y ruidos de extrañas posturas, cuyo significado ignoraba, por lo que permanecí callado e inmóvil como un asustado ratoncillo. Pero como más tarde percibiera un ruido nunca oído y todo el gallinero, destartalado cobertizo, instalado en el hueco de la escalera, amenazara con venirse abajo, mientras la damita suspiraba como si el negocio le acarreara cruentos dolores, pensé de repente: «¡Estos son dos de los rabiosos personajes que antes querían hundir el piso!». Ahora habían venido a anidar allí para conducirse de la misma manera y acarrearme a mí la muerte. No bien tuve semejante convencimiento tomé por asalto la salida y escapé de la muerte que me amenazaba con un grito horroroso. Tuve la suficiente serenidad de juicio para cerrar detrás de mí la puerta, huyendo luego por el abierto portalón del patio.
Esta fue la primera boda a que asistí en mi vida, no estando ni siquiera invitado a ella. No llevé ningún precioso regalo, por lo que seguramente el esposo me presentó más tarde la cuenta. Providencial lector, no escribo esta historia para que rías mucho con ella, sino para que siendo como es totalmente verídica, te ilustre sobre qué clase de nobles frutos son de esperar del baile. Ten por seguro que en todos los bailes se hacen ligerezas y realizan malas compras de las que luego tienen que avergonzarse estirpes enteras.