CAPÍTULO VIGÉSIMO,

de cómo Simplicius se libró de la cárcel y la tortura

Cuando fui llevado a presencia del gobernador este me preguntó de dónde venía. Le contesté que lo ignoraba.

—¿Adónde ibas? —preguntó de nuevo.

Le contesté por segunda vez que no lo sabía.

—¿Qué demonios es lo que sabes? ¿Qué oficio tienes?

Le contesté, como siempre, que no lo sabía. Él inquirió:

—¿Dónde vives?

Y cuando de nuevo respondí que no lo sabía se contrajo su rostro, pero no sé si de ira o de asombro. En todo caso me tomó por espía, que es lo habitual en estos casos. Airado como estaba por la pérdida de Gelnhausen y de todo un regimiento de dragones, ordenó que me registraran. Cuando le informaron de que ya lo habían hecho, pero que no se me había encontrado encima más que el libro de rezos, hizo que se lo entregaran y leyó en él unas pocas líneas. Luego me preguntó quién me había dado aquel libro y yo le contesté que yo mismo lo había hecho y escrito.

—Pero ¿por qué en corteza de abedul? —siguió preguntando.

—Porque la corteza de otros árboles no sirve —le contesté.

—¡Palurdo! —replicó—. ¡Pregunto por qué no escribiste sobre papel!

—¡Oh, es que en el bosque no había!

—¿En qué bosque?

—No lo sé —opuse como siempre.

El gobernador opinó, hablando con sus oficiales, que o bien yo era un loco o un redomado sinvergüenza. Pero un idiota no habría podido escribir con tal perfección, y mientras hojeaba el libro para mostrarles mi excelente letra, la carta del ermitaño que se hallaba entre las páginas del mismo cayó a los pies del gobernador. Dejó que la recogieran. Palidecí de miedo a perder este mi tesoro excelso, lo que aumentó la ira del gobernador, quien, después de leer la misiva, gritó:

—¡Esta letra la conozco yo! Pertenece, según creo, a uno de los más altos oficiales que me son conocidos, pero ¿a cuál?

El contenido de la carta le pareció igualmente sospechoso, como si estuviera escrito en cifra. Me preguntó cómo me llamaba.

—Simplicius —le contesté.

—¡Sí, eso parece! —repuso malhumorado—. ¡Afuera con este arrapiezo! Que le pongan esposas y grilletes, y ya veremos si se le puede sacar algo más a este villano.

Los dos soldados que me condujeron a mi nueva residencia, que era la cárcel, se esmeraron en dejarme bien instalado en ella. Quedé atado de pies y manos con más cadenas y grilletes de hierro, por si no bastasen los que ya llevaba. Pero esto no fue más que el principio, pues pronto vinieron a buscarme los criados del verdugo con sus horripilantes instrumentos de martirio, cuya visión llenó mi corazón de zozobra.

«¡Dios mío! —me decía a mí mismo—. ¡Lo que te sucede te está bien empleado! ¡Apenas habías entrado al servicio de Dios, cuando ya le volviste la espalda! ¡Oh, infeliz Simplicius!, ¿adónde te llevará tu ingratitud? ¿No podrías haber seguido comiendo bellotas y habas como antes y sirviendo al Creador? ¿No viste con tus propios ojos cómo tu fiel maestro abandonó los placeres del mundo y se retiró a su soledad para alcanzar la eterna bienaventuranza? Pobre Simplicius, abandonaste todo aquello y ahora recibes esto en recompensa por tus vanos pensamientos y tu sobrada impiedad. No tienes derecho a lamentarte ni inocencia que te sirva de consuelo, pues tú mismo te has buscado este martirio y la consecuente muerte».

Mientras me hallaba en estas reflexiones me conducían a la torre de los ladrones, pero cuanto mayor es la necesidad tanto más cerca está Dios de nosotros. Ya me hallaba ante la puerta de la cárcel, rodeado por los alguaciles y por mucha gente del pueblo, cuando en aquel preciso instante se le ocurrió asomarse a una ventana para averiguar lo que ocurría fuera a mi amigo el párroco de aquel pueblo del bosque, quien al verme exclamó con grandes voces:

—¡Simplicius! ¿Eres tú?

Yo le reconocí, levanté ambas manos y chillé:

—¡Oh, padre! ¡Padre! ¡Padre!

Me preguntó qué había hecho. Le contesté que no lo sabía, que seguramente me conducían allí por haber huido del bosque. Pero por mis acompañantes supo que estaba acusado de traición. Cuando oyó esto rogó que aplazaran el darme tormento hasta que el gobernador lo pensara de nuevo; esto impediría que el gobernador nos castigara por error a ambos, porque él me conocía mejor que nadie.