CAPÍTULO DECIMOTERCERO,

donde Simplicius se deja mecer como un junco

Pasaron muchos días después de la muerte de mi ermitaño antes de que me decidiera a visitar al párroco de quien siempre habíamos obtenido la sal; le anuncié la muerte de mi señor, y le pedí consejo respecto de mi vida y conducta futuras. No escuché su consejo de abandonar la peligrosa vida solitaria en el bosque, sino que volví a nuestra ermita, donde pasé, como hasta entonces, el resto del verano, como corresponde a un devoto monje. Pero el tiempo suavizaba el dolor en que la pérdida del ermitaño me había sumido, y los crudos fríos invernales apagaron el fuego de mi anterior resolución. Cada día me preocupaban menos las oraciones, mientras me atraían con creciente interés los pensamientos terrenales y el deseo de conocer mundo. Finalmente me puse de nuevo en camino, dispuesto a oír los consejos del clérigo y esta vez, decidido a seguirlos. Al aproximarme al poblado, lo vi envuelto en llamas; una compañía de coraceros lo había saqueado e incendiado. Gran parte de los campesinos habían sido asesinados; muchos otros, hechos prisioneros, y los menos habían logrado huir indemnes. Entre los prisioneros estaba mi sacerdote. ¡Oh, Dios! ¡Cuántas penalidades y tribulaciones hay en la vida! Apenas llega el fin de un revés, recibimos el siguiente. No me asombra que el pagano filósofo Timón de Atenas erigiera tantos cadalsos para que se ahorcaran las gentes y pudieran poner fin a sus miserables vidas con un breve tormento. Los jinetes, dispuestos para la partida, se llevaban al párroco como a un pecador con una cuerda atada al cuello. Unos gritaban:

—¡Fusilad a este sinvergüenza!

Otros le exigían dinero. Él clamaba al cielo, pidiendo indulgencia y compasión. En vano. Un jinete lo arrolló al galope y lo golpeó con la espada tan bárbaramente en la cabeza que cayó al instante y estuvo Dios por reclamar su alma. A los demás cautivos no les fue mejor.

Cuando ya parecía que los jinetes hubieran perdido el juicio en sus procederes tiránicos y crueles, de pronto surgió de entre los árboles del bosque una horda de campesinos armados que, furiosos como abejas irritadas, se precipitaron contra los aprehensores en medio de un griterío horripilante, disparando con estruendo sus armas. A mí se me pusieron los pelos de punta, pues no había presenciado nunca una verbena semejante. A los campesinos de Spessart y Vogelsberg les hace tan poca gracia como a los de Hessen, Sauerland o la Selva Negra la idea de que los sepulten en su propio estiércol. Los jinetes huyeron como liebres, abandonando no solamente el ganado conquistado sino también sacos y fardos, arrojando a los cuatro vientos el rico botín para no verse ellos a su vez convertidos en presa. Pese a ello, algunos hombres cayeron en manos de los campesinos.

Estas escenas casi me quitaron todo el deseo de abandonar mis soledades para recorrer mundo; si tiene realmente este aspecto, pensé yo, entonces es mucho más cómoda mi selva. Pero antes quise averiguar lo que el sacerdote pensaba acerca de ello. Le encontré abatido y sin fuerzas a causa de los golpes y heridas recibidos. Tampoco él podía aconsejarme ni ayudarme; dijo que, habiéndose incendiado su casa y la iglesia, lo cual yo había visto con mis propios ojos, se hallaba convertido en un pordiosero que nada podía hacer por mí. Lo mejor que en mi mano estaba era volver al bosque, pues de ese modo no tendría que compadecerme de su nuevo estado. Descorazonado, me batí en retirada; regresé a la cabaña decidiendo para mi capote no volver a abandonar la selva y dedicar por completo mi vida a la piedad divina. Decidí también renunciar a la sal que hasta entonces me proporcionara el sacerdote; no sería imposible vivir sin ella y así no dependería de ningún hombre.