donde se da cuenta de una muerte dichosa y un entierro bien modesto
Dos años llevaba yo en el bosque, amoldado casi a aquella dura vida, cuando una mañana cogió el ermitaño su azada y, dándome una pala, me condujo asido de la mano a la huerta donde acostumbrábamos elevar diariamente nuestras preces a Dios.
—Simplicius, queridísimo niño —me dijo—, gracias a Dios ha llegado mi hora. Voy a alejarme de este mundo. Tengo que abandonarte, mas espero que no permanecerás mucho tiempo en estas soledades. Por ello quiero darte algunos consejos que puedan afianzarte en tu nuevo camino de virtud y te sirvan de guía infalible hacia la dicha eterna, de modo que, en compañía de todos los santos, puedas contemplar el rostro del Señor en la otra vida.
Al oír estas palabras rompí a llorar con desconsuelo, tanta agua vertieron mis ojos como la que el enemigo introdujo arteramente en la ciudad de Villingen. El solo pensamiento de que mi anciano padre pudiera separarse algún día de mí se me hacía insoportable.
—Queridísimo padre —le dije—. ¿Quieres verdaderamente abandonarme en esta selva? ¿Tengo yo que…?
Los sollozos me impidieron continuar, y lleno de amor hacia mi leal padre, caí de rodillas a sus pies. Me levantó consolándome lo mejor posible y con ligero aire de reproche me dijo:
—¿Pretendes rebelarte contra este mandato del Todopoderoso, hijo mío? ¿Acaso no sabes —prosiguió— que ni cielo ni infierno pueden impedirlo? ¿Qué vas a exigir de mi cuerpo agotado, ansioso de reposo? ¿Por tu causa he de seguir viviendo en este valle de lágrimas? ¡Oh, no! Déjame emprender el gran viaje, porque tus sollozos y llanto, que dispones contra mi voluntad, no podrán aferrarme a esta miseria ni impedirán que se me lleve la voluntad expresa de Dios. Escucha mis últimas palabras en vez de forzar inútiles lamentos: conócete cada día mejor y nunca, ni cuando seas tan viejo como Matusalén, olvides ejercitar tu corazón de este modo, pues el peor mal de la humanidad es que los hombres olvidan con demasiada frecuencia lo que han sido lo que pueden y lo que deben ser.
Me advirtió, además, que me alejara de malas compañías, puesto que su perjuicio era inefable; lo expresó con un ejemplo:
—Si tiras una gota de malvasía en una tina llena de vinagre, se convertirá al instante en lo segundo. Pero si tiras una gota de vinagre en una tina de malvasía, el sabor del vino quedará también tapado por el del vinagre. Querido hijo —continuó—, persevera en la virtud sobre todas las cosas, pues quien así procede hasta el último día será dichoso. Y si alguna vez llegas a desviarte del camino recto, vuelve a él por el sendero de una penitencia sincera.
No me dijo nada más aquel varón piadoso y santo. Sabía que unas pocas palabras se fijarían mejor en mi mente que un largo sermón. De tres cosas me había hablado: conocerse a sí mismo, evitar las malas compañías y perseverar en la virtud, enseñanzas que sin duda tenía por buenas y necesarias porque él mismo las había aplicado y nunca le habían fallado, pues tras haberse conocido a sí mismo y haber evitado no solo las malas compañías sino el mundo entero, y tras haber perseverado en su propósito hasta el fin, halló sin duda la felicidad: El modo en que esto se logra, no obstante, se verá más adelante.
Después de darme estos consejos empezó a cavar su propia fosa. Y mientras yo le ayudaba lo mejor que podía y según él me ordenaba, aun sin imaginarme yo cuál era el objeto de tal ejercicio, me dijo:
—Mi querido y, verdaderamente, único hijo, pues en honor de nuestro Salvador no he educado más criatura que tú, cuando mi alma haya partido a donde su destino la lleve, cumple entonces tu postrera obligación con mi pobre cuerpo, sepultándolo bajo esta tierra que hemos removido.
Después me tomó en sus brazos y me besó y abrazó con un vigor tal como yo no habría podido imaginar en aquel viejo y agotado cuerpo.
—Querido niño, te dejo bajo la protección de Dios y muero contento, porque confío en que Él te conservará sin pecado.
Mi única contestación fue prorrumpir en un desesperado llanto y asirme a su cadena, como si así pudiera retenerle.
Pero él me habló de esta manera:
—Ahora, déjame, pequeño mío, tengo que ver si la fosa es lo suficientemente larga para mí.
Diciendo esto se quitó la cadena y el sayo y se tendió en la zanja como queriendo conciliar el sueño.
—¡Gracias, Dios —exclamó—, acoge en tu seno el alma que me diste! ¡Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu!
Y cerró dulcemente labios y ojos mientras yo quedaba pasmado, sin entender que su querida alma había ya abandonado el cuerpo, ya que en otras ocasiones lo había visto sufrir semejantes embelesos. Allí permanecí horas y horas sumido en oración, sin perder en absoluto la esperanza de que se reanimara. Pero como mi querido ermitaño no volviera a levantarse, me incliné sobre su cuerpo, que acaricié y sacudí en vano. La terrible e inexorable muerte desposeyó así al pobre Simplicius de su buena compañía. Me anegué en llanto y humedecí o, mejor dicho, embalsamé su cuerpo inanimado con mis lágrimas; desesperado, me arranqué los cabellos, después empecé a cubrir la tumba según me había ordenado. Apenas estuvo su rostro cubierto de tierra, bajé y lo descubrí otra vez para besarlo y acariciarlo. Y así se pasó el día, antes de que las funeralia exequias y el luctus gladiatorios quedaran consumados no de otro modo, pues carecía de ataúd, sarcófago, mortaja y séquito, y ni siquiera había disponible un clérigo que dijera los responsos al difunto.