CAPÍTULO UNDÉCIMO,

que trata de las comidas, enseres y otros utensilios que deben tenerse en esta vida pasajera

Permanecí en el bosque unos dos años, hasta que murió el ermitaño, y aún medio año más tras su fallecimiento, por lo que me parece adecuado contarle al curioso lector, que suele interesarse hasta por el mínimo detalle, cómo discurría nuestra vida y cuáles fueron nuestras actividades. Como alimento utilizábamos toda clase de plantas del huerto, tales como nabos, repollos, judías, guisantes y garbanzos. Sin embargo, no despreciábamos los almendrucos, manzanas, peras ni cerezas silvestres, el hambre nos obligó incluso a no desairar las bellotas. El pan, mejor dicho, las tortas nos las preparábamos con harina de maíz y las cocíamos en la ceniza caliente. Durante el invierno cazábamos pájaros con lazo, y en la primavera y verano Dios nos obsequiaba con las crías de los nidos. Frecuentemente teníamos que apañarnos con ranas y caracoles. Un arroyuelo que fluía cercano nos proporcionaba peces y cangrejos en abundancia. Una vez cazamos un pequeño jabalí que criamos y engordamos con bellotas y bayas, para comérnoslo luego; mi ermitaño no consideraba pecado alimentarse y disfrutar de algo que Dios ha creado para el hombre. Apenas si necesitábamos sal y menos aún especias. Quien no tiene bodega no debe despertar su sed. La poca sal que necesitábamos la obteníamos en casa de un párroco que vivía a unas tres millas de nosotros. De él hablaré con más detenimiento en otra ocasión.

Todos nuestros útiles de trabajo eran una pala, un pico, un hacha, un azadón y una olla de hierro, todo prestado por el párroco. Además, teníamos cada uno un gastado cuchillo, tan mellado y romo que apenas cortaba. Eso era todo. No teníamos necesidad de escudillas, platos, cucharas, tenedores, cazuelas, sartenes, asador, salero ni ningún otro cacharro para comer y cocinar, pues el puchero nos servía de bandeja y nuestras manos de tenedores y cucharas. Apagábamos nuestra sed en la fuente, con un caño o bien metiendo sencillamente los morros en el agua, como los guerreros de Gedeón. En cuanto a ropas y vestidos, no teníamos telas de lana, seda, algodón o lino, ni con qué cubrir mesa y lecho, con la excepción de lo que llevábamos puesto, lo cual nos parecía suficiente para defendernos de la lluvia y el hielo. Vivíamos sin ningún plan diario, pero la víspera de cada domingo o día de guardar, partíamos a medianoche hacia la iglesia del párroco antes mencionado. Procurábamos llegar inadvertidos, y esperábamos a que comenzara el oficio acurrucados detrás del órgano desvencijado. Desde allí dominábamos el altar y el púlpito. La primera vez que vi subir al sacerdote al púlpito, pregunté al ermitaño qué se proponía hacer dentro de aquel enorme cubo. Terminada la misa volvíamos a nuestra solitaria morada con el mismo sigilo con que habíamos ido a la iglesia; llegábamos siempre rendidos y le hincábamos el diente de buena gana a cualquier cosa que hubiera. El resto del día lo pasaba el ermitaño rezando e instruyéndome en piadosas cuestiones.

Los días laborables los dedicábamos a aquellos trabajos que, según la época y las circunstancias, eran más perentorios: arábamos la huerta, íbamos por el bosque en busca de mantillo que utilizábamos como abono, trenzábamos cestas o redes de pescar, hacíamos leña… en fin, nunca teníamos tiempo de holgar. Entretanto, el ermitaño no se cansaba jamás de instruirme en todo lo bueno, y así aprendí en tan dura vida a soportar estoicamente el hambre y la sed, el calor y el frío, los más duros trabajos y sobre todo, a conocer a Dios y a servirle y honrarle. Rezar y trabajar eran para el fiel ermitaño quehaceres más que suficientes para un hombre cristiano. Cuando más tarde abandoné el bosque, conocía los más complicados problemas espirituales y sabía escribir y hablar correctamente, pero en cuanto a las cosas del mundo estaba hecho un zoquete tal que hasta un perro podría haberme tomado el pelo.