CAPÍTULO DÉCIMO,

de cómo Simplicius aprende a escribir. Y leer en la agreste foresta

Cuando por vez primera vi al ermitaño leer en la Biblia no pude comprender con quién sostenía una conversación tan misteriosa y seria; observé los movimientos de sus labios y oí sus murmullos, pero no vi allí a nadie que hablara con él. No tenía yo ni la menor idea de lo que era leer y escribir, pero en sus ojos noté que tenía que tratarse de algo referente al libro. No lo perdí de vista hasta que lo dejó de la mano; entonces lo abrí y me hallé ante el primer capítulo del libro de Job, ilustrado con un grabado y bellamente iluminado. Le hice a la figura curiosas y absurdas preguntas, y como no obtuviese respuesta alguna, me impacienté y exclamé en el preciso instante en que el ermitaño se acercaba en silencio a mi espalda:

—¡Eh, pequeños estúpidos! ¿Es que no tenéis lengua? ¿No hablabais vosotros no hace mucho con mi padre? —dije, pues así llamaba yo al ermitaño—. Ya sé que al pobre knan le traéis los corderos y también que habéis incendiado su casa. ¡Esperad! ¡Esperad un poco! ¡Este fuego puedo apagarlo yo para que no cause más daños!

Y me levanté en busca de agua.

—¿Adónde vas, Simplicius? —me preguntó de pronto el ermitaño.

—¡Oh, padre! —le dije—. Aquí están unos guerreros que quieren llevarse los corderos. Se los han quitado al pobre hombre con quien tú hablabas antes. Ahora está ardiendo su casa y si no la apago se quemará todo —exclamé mostrándole con el dedo lo que veía.

—¡No te muevas! —contestó el ermitaño—. No hay peligro.

—Pero ¿estás ciego? —le dije, muy cortésmente—. Impídeles que se lleven los corderos mientras yo corro en busca de agua…

Y dijo el ermitaño:

—Estas figuras no viven; solo han sido hechas para mostrarnos cosas que sucedieron hace tiempo.

—Pero tú has hablado con ellas. ¿Por qué no han de vivir?

El ermitaño viose obligado a reír ante esta inocencia infantil y dijo:

—Querido niño, estos grabados no pueden hablar. Su significado puedo verlo en estas líneas negras. A eso se le llama leer. Cuando leo crees que hablo con los dibujos, pero no es así.

—Siendo un hombre como tú —le contesté—, también tendría que comprender yo entonces lo que tú ves en esas líneas negras. Dime, padre, cómo he de hacerlo.

—Pues empecemos, hijo mío —replicó—. Te enseñaré a hablar con estos grabados como yo lo hago, pero se necesita tiempo, paciencia y aplicación.

Después me escribió en una corteza de abedul todo el alfabeto. Cuando me supe todas las letras, aprendí a deletrear y finalmente, a leer. Pronto supe escribir mejor que el ermitaño, porque imitaba la letra de imprenta.