CAPÍTULO NOVENO,

donde Simplicius pasa de animal a cristiano

Después que hube calmado mi apetito, el anciano me apremió para la marcha. Yo busqué las más dulces palabras del rudo vocabulario campesino de que disponía para que el ermitaño me permitiera quedarme a su lado. Por fin se decidió a tolerar mi molesta presencia, pero no lo hizo para servirse de mí como de un criado sino para enseñarme y convertirme en un buen cristiano. Su preocupación mayor era si yo podría soportar a la larga una vida tan dura tras haber disfrutado de una tan tierna infancia.

Las tres primeras semanas valieron por un año de prueba, ya que en ellas tuve que acreditar mis méritos. Era precisamente la época en que santa Gertrudis trabaja los campos con los labriegos, y como yo me comportara ingeniosamente no solo en la huerta sino también durante las clases, en las que me mostraba sumamente aplicado, pronto encontró el pobre ermitaño un placer en enseñarme. La causa no era simplemente que yo ejecutara bien las labores a que me había acostumbrado la vida anterior sino también a que la limpia pizarra de mi corazón era blanda como la cera, y así aumentaron sus deseos de darme a conocer la caída de Lucifer; habló luego del Paraíso, donde nos reuniremos con nuestros padres, y también de la ley de Moisés, de los diez mandamientos y de su interpretación (de los que dijo que eran la guía para conocer la voluntad de Dios y que, siguiéndolos, se podía llevar una vida grata al Santo Dios), de cómo distinguir el vicio de la virtud y cómo hacer el bien y apartarse del mal. A continuación explicó el Evangelio, el nacimiento de Cristo, la pasión, la muerte y la resurrección. Por último, describió qué cosa era el Juicio Final y me puso ante los ojos el cielo y el infierno, todo ello con detalles pertinentes pero sin detenerse en rodeos superficiales, justo como él creía que podría yo comprender. Cuando acababa con una materia empezaba con otra, y sabía contestar tan pacientemente cuando yo preguntaba que no podría haberme inculcado su saber de mejor modo: Su vida y sus razonamientos eran una continua plática de la que mi entendimiento, al parecer no tan simple ni estólido, lograba siempre apresar algún fruto, gracia de Dios mediante. Así, en esas tres semanas no solo aprendí lo que debe saber un cristiano sino que aquellas enseñanzas hallaron en mi corazón un eco tal que no me era dado conciliar el sueño por las noches.

Desde entonces he vuelto a menudo a aquellos días y llegado a la conclusión de que Aristóteles lleva razón, en el libro tercero de De Anima, cuando compara el alma humana con una tabla sin escribir sobre la que se puede anotar toda suerte de cosas, lo cual sucede con el beneplácito del más alto Creador con el propósito de que las impresiones del trabajo y el ejercicio vayan llenando dicha tabla hasta llegar a la perfección. Por ello Averroes, cuando comenta el libro segundo de De Anima (donde el filósofo afirma que el intellectus es potentia pero que nada se convierte en actum sino mediante la scientia, esto es, que el entendimiento humano y sus capacidades solo se desarrollan a través del ejercicio constante), afirma con claridad que esta scientia o ejercicio es la perfección del alma, que por sí sola no es gran cosa. Cicerón lo confirma en el segundo libro de las Tusculanae Quaestionae al comparar el alma humana sin instrucción, ciencia ni experiencia a un campo de naturaleza fértil pero que no dará fruto si nadie lo cultiva o siembra.

Con mi propio ejemplo puedo demostrar todo lo anterior, pues si entendí tan rápido lo que el devoto ermitaño me enseñaba es porque encontró la lisa pizarra de mi alma tan vacía y desprovista de conceptos anteriores que nada impedía que inscribiera nuevas ideas. Pero, como a pesar de mis adelantos, no perdí mi simplicidad y ni el ermitaño ni yo conocíamos mi verdadero nombre, continuó llamándome Simplicius.

Con él aprendí también a rezar, y como vio que yo me mantenía en mi resolución de quedarme con él a toda costa, con tierra, troncos y follaje construimos un segundo cobertizo para mí, que semejaba un cobijo de los mosqueteros en campaña o, mejor, un alpendre como los que levantan los campesinos por doquiera para guardar los nabos. El techo era tan bajo que apenas podía sentarme sin dar con la cabeza en él, y el lecho de follaje y heno llenaba todo el espacio disponible; más que vivienda o cueva, pues, podía llamárselo lecho cubierto o cabaña.