CAPÍTULO SÉPTIMO,

donde Simplicius es acogido amablemente en un humilde refugio

Ignoro de qué manera volví a recobrarlos y me encontré fuera del tronco, con la cabeza apoyada en el regazo del anciano y desabrochados los botones de mi blusón. Al volver completamente en mí y verme tan cerca del viejo anacoreta, grité desesperadamente como si el buen hombre fuera a arrancarme el corazón del pecho. Viéndome en tal estado, me dijo:

—Sosiégate, pequeño, no te haré nada, no tengas miedo…

Pero cuanto más me consolaba y acariciaba el ermitaño, más gritaba yo:

—¡Quieres comerme! ¡Eres un lobo y vas a devorarme!

—¡De ningún modo, hijito! —contestaba él—. Cállate ya, no te comeré.

Y así continuó buen rato el diálogo, que yo animaba con un griterío ensordecedor. Finalmente me tranquilicé lo bastante para acompañarle a su cabaña. Aunque aquí fuese la pobreza ama de llaves, el hambre cocinero y las privaciones mayordomo, pude saciar el estómago con simples verduras y calmar la sed con un trago de agua pura. Este refrigerio y la consoladora simpatía del viejo devolvieron la serenidad a mi alma, y mi cuerpo no pudo ocultar por más tiempo el cansancio que de él se había apoderado. Cuando el ermitaño se dio cuenta de cómo me encontraba, me colocó en su lecho y abandonó la choza. En mitad de la noche me desperté al oír entonar al ermitaño la siguiente canción:

Ven, ruiseñor, consuelo de la noche,

deja que oigamos tu armoniosa voz.

Ven y alabemos al Creador; los otros

pájaros duermen, mas les faltan fuerzas

para poder cantar en su loor.

Haz que tu voz resuene fuertemente

y alabe en las alturas al Señor.

Si se ha apagado el sol y todo es sombra,

cantemos Su bondad, ya que la noche

no impide que cantemos en su honor.

Deja, pues, que resuenen tus gorjeos

en las alturas alabando a Dios.

El eco toma parte en nuestro júbilo

y aleja de nosotros el cansancio,

y a burlarnos del sueño enséñanos.

Deja, pues que resuenen tus gorjeos

en las alturas alabando a Dios.

Brillan en su alabanza las estrellas,

y para honrarle, el búho, que no canta,

su devoción aúlla por el Señor.

Deja, pues, que resuenen tus gorjeos

en las alturas alabando a Dios.

Canta y no nos durmamos. Ensalcemos

a Dios hasta el alba alegre todos

estos bosques en sombras de terror.

Deja, pues; que resuenen tus gorjeos

en las alturas alabando a Dios.

Con esta canción me pareció como si, en efecto, el ruiseñor, el búho y el eco hubieran cantado también. Fue una lástima que yo no supiera la melodía, de lo contrario la habría tocado con la gaita; a aquella hora del alba habría salido de la choza para acompañarle con toda mi alma. Pero volvió a vencerme el cansancio y me dormí como un lirón. Me desperté ya en pleno día. El ermitaño estaba ante mi lecho y me decía:

—Levántate, pequeño, quiero darte de comer y luego enseñarte el camino a través del bosque, para que puedas volver antes que sea de noche al próximo pueblo y a tus gentes.

Yo le pregunté:

—¿Qué son estas cosas, gentes y pueblo?

—¿Cómo? ¿No has estado nunca en ningún pueblo? ¿No conoces lo que son gentes o personas?

—Nunca estuve en ninguna parte más que aquí; pero dime qué son gentes, personas y pueblo.

—¡Válgame Dios! —exclamó con asombro el anciano—. ¿Eres necio o estás cuerdo?

—No, soy el niño de mi meuder y mi knan.

El ermitaño se asombró de nuevo, suspiró y, persignándose, me dijo:

—Mi querido niño, es la voluntad de Dios que yo te eduque.

Y a continuación entablamos el diálogo presentado en el capítulo siguiente.