donde Simplicius es acogido amablemente en un humilde refugio
Ignoro de qué manera volví a recobrarlos y me encontré fuera del tronco, con la cabeza apoyada en el regazo del anciano y desabrochados los botones de mi blusón. Al volver completamente en mí y verme tan cerca del viejo anacoreta, grité desesperadamente como si el buen hombre fuera a arrancarme el corazón del pecho. Viéndome en tal estado, me dijo:
—Sosiégate, pequeño, no te haré nada, no tengas miedo…
Pero cuanto más me consolaba y acariciaba el ermitaño, más gritaba yo:
—¡Quieres comerme! ¡Eres un lobo y vas a devorarme!
—¡De ningún modo, hijito! —contestaba él—. Cállate ya, no te comeré.
Y así continuó buen rato el diálogo, que yo animaba con un griterío ensordecedor. Finalmente me tranquilicé lo bastante para acompañarle a su cabaña. Aunque aquí fuese la pobreza ama de llaves, el hambre cocinero y las privaciones mayordomo, pude saciar el estómago con simples verduras y calmar la sed con un trago de agua pura. Este refrigerio y la consoladora simpatía del viejo devolvieron la serenidad a mi alma, y mi cuerpo no pudo ocultar por más tiempo el cansancio que de él se había apoderado. Cuando el ermitaño se dio cuenta de cómo me encontraba, me colocó en su lecho y abandonó la choza. En mitad de la noche me desperté al oír entonar al ermitaño la siguiente canción:
Ven, ruiseñor, consuelo de la noche,
deja que oigamos tu armoniosa voz.
Ven y alabemos al Creador; los otros
pájaros duermen, mas les faltan fuerzas
para poder cantar en su loor.
Haz que tu voz resuene fuertemente
y alabe en las alturas al Señor.
Si se ha apagado el sol y todo es sombra,
cantemos Su bondad, ya que la noche
no impide que cantemos en su honor.
Deja, pues, que resuenen tus gorjeos
en las alturas alabando a Dios.
El eco toma parte en nuestro júbilo
y aleja de nosotros el cansancio,
y a burlarnos del sueño enséñanos.
Deja, pues que resuenen tus gorjeos
en las alturas alabando a Dios.
Brillan en su alabanza las estrellas,
y para honrarle, el búho, que no canta,
su devoción aúlla por el Señor.
Deja, pues, que resuenen tus gorjeos
en las alturas alabando a Dios.
Canta y no nos durmamos. Ensalcemos
a Dios hasta el alba alegre todos
estos bosques en sombras de terror.
Deja, pues; que resuenen tus gorjeos
en las alturas alabando a Dios.
Con esta canción me pareció como si, en efecto, el ruiseñor, el búho y el eco hubieran cantado también. Fue una lástima que yo no supiera la melodía, de lo contrario la habría tocado con la gaita; a aquella hora del alba habría salido de la choza para acompañarle con toda mi alma. Pero volvió a vencerme el cansancio y me dormí como un lirón. Me desperté ya en pleno día. El ermitaño estaba ante mi lecho y me decía:
—Levántate, pequeño, quiero darte de comer y luego enseñarte el camino a través del bosque, para que puedas volver antes que sea de noche al próximo pueblo y a tus gentes.
Yo le pregunté:
—¿Qué son estas cosas, gentes y pueblo?
—¿Cómo? ¿No has estado nunca en ningún pueblo? ¿No conoces lo que son gentes o personas?
—Nunca estuve en ninguna parte más que aquí; pero dime qué son gentes, personas y pueblo.
—¡Válgame Dios! —exclamó con asombro el anciano—. ¿Eres necio o estás cuerdo?
—No, soy el niño de mi meuder y mi knan.
El ermitaño se asombró de nuevo, suspiró y, persignándose, me dijo:
—Mi querido niño, es la voluntad de Dios que yo te eduque.
Y a continuación entablamos el diálogo presentado en el capítulo siguiente.