CAPÍTULO SEXTO,

es breve, pero tan piadoso que dejará sin sentido a Simplicius

Apenas me había acomodado allí para dormir cuando oí una voz que decía:

—¡Oh, cuán grande es tu amor por nosotros, hombres mezquinos y desagradecidos! ¡Sois mi único consuelo, mi esperanza, mi tesoro, mi Dios! —y añadió otras muchas cosas similares que no pude retener ni comprender.

Estas palabras habrían llenado de gozo y esperanza a cualquier cristiano que se hallase en mi lugar. Pero ¡oh, simpleza e ignorancia!, para mí eran, en cambio, una jerga endiablada; no las entendí y me horrorizaron. Solo al advertir que el hombre también mencionaba la intención de acallar el hambre y la sed del prójimo, mi estómago, completamente exhausto, me indujo a que me presentara como huésped. Haciendo de tripas corazón, salí de mi agujero y me acerqué al lugar de donde procedía la voz. De pronto vi ante mí a un hombre de elevadísima estatura y de larga y grisácea cabellera que le caía desgreñadamente por los hombros. Tenía una barba descuidada (cuya forma se parecía casi a la de un queso suizo) y un rostro pálido y escuálido que, sin embargo, delataba un carácter bondadoso. Su largo hábito estaba guarnecido de remiendos de mil colores diferentes y, colgando del cuello y alrededor del cuerpo, llevaba una cadena de hierro, digna de un san Guillermo. Me produjo un efecto tan horripilante y repulsivo que me puse a temblar como un perro mojado. Lo que más me impresionó fue un enorme crucifijo de unos seis pies de largo que con las manos apretaba contra su pecho. Creía hallarme ante uno de esos lobos auténticos contra los que mi knan me había prevenido no hacía mucho tiempo. En medio del pánico saqué rápidamente mi gaita, soplé en ella con fuerza y la hice sonar violentamente para ahuyentar a la horrible bestia. El ermitaño no se asustó menos que yo al oír aquella repentina e inesperada música que venía a romper la quietud de su selva, creyéndola sin duda obra de un espíritu interesado en estorbar e interrumpir su devoción, como le ocurrió al gran Antonio. Mas se serenó pronto y comenzó a burlarse del pobre diablo tentador que, entretanto, había vuelto a ocultarse (ocultarme) en la oquedad del árbol. Su enojo creció hasta tal punto que se dispuso a abalanzarse contra el supuesto espíritu tentador para dejarlo corrido y malparado.

—¿Y tú quién te crees para desviar a un santo varón del camino que conduce hacia Dios…?

Más no oí, ya que su proximidad me llenó de un espanto y terror tales que, enajenados mis sentidos, caí desvanecido.