de cómo Simplícius pone pies en polvorosa y siente miedo de los árboles podridos
Entonces me di cuenta de mi angustiosa situación y empecé a pensar en la fuga. Pero ¿adónde ir? Yo era tan necio que no podía ni tomar una decisión. A pesar de todo, no bien atardeció conseguí huir al bosque. Y, ahora, ¿cómo continuar? Los caminos y la espesura me eran tan desconocidos como la ruta que conduce a la China por Nueva Zembla, atravesando el mar de hielo. Aunque la noche me protegía con su oscuro manto, pensaba que no me sentía aún lo bastante seguro. Me escondí, pues, en un tupido matorral, desde donde oía los gemidos angustiosos de los campesinos martirizados mezclados con el canto del ruiseñor, impasible ante tanto infortunio. Él me tranquilizó y, tendiéndome ya sin temor, me quedé dormido.
Cuando el lucero matutino apareció al este, vi en llamas la casa de mi knan, sin que nadie acudiera a apagar el fuego. Con la esperanza de encontrar a alguno de los míos, salí de mi escondite; al momento fui visto por cinco jinetes y oí que uno de ellos me llamaba:
—Ven acá, pillastre, ¡o voto al diablo que dispararé sobre ti hasta que te salga humo por el cuello!
Me quedé inmóvil y con la boca abierta, no sabía lo que en realidad quería de mí. Los miraba como el gato al portal nuevo del granero, sin que ellos, en cambio, pudieran acercarse a mí a causa de una ciénaga que se interponía entre nosotros, lo cual debía de importunarlos no poco. Uno disparó el mosquetón y me llevé tal susto por el repentino relámpago y el inesperado y nunca oído estruendo del disparo que me tiré al suelo y allí permanecí aterrorizado, sin mover ni un pelo. Los jinetes siguieron su camino creyéndome sin duda muerto, pero no me atreví a levantarme en todo el día. Al anochecer me erguí temerosamente y vagué sin rumbo por el bosque hasta que vi brillar a lo lejos un árbol podrido. Sentí de nuevo tal pánico que, dando media vuelta, eché a correr desenfrenadamente y distinguí otro árbol, del cual huí como del primero. Así, corriendo de un árbol a otro, pasé la noche. Afortunadamente, el nuevo día ahuyentó de los árboles su fantasmal horror y me liberó de mortales temores.
Con todo, no me vi enteramente exento de ellos. Mi corazón rebosaba miedo y sobresalto; mis miembros, cansancio; mi estómago, hambre; mi boca, sed; mi cerebro, locas fantasías, y mis ojos, sueño. Apurado, continué mi camino sin saber adónde dirigirme y cuanto más corría, más me alejaba de la gente y me adentraba en el bosque tenebroso. Y así, por vez primera, experimenté en mi propio cuerpo los resultados de mi ignorancia y tontería. En mi lugar, un animal irracional habría sabido mejor cómo buscarse el sustento y sobrevivir. Fui, sin embargo, lo suficientemente listo para esconderme, al caer la noche, en la oquedad de un árbol, a fin de descansar de las muchas fatigas del día.