CAPÍTULO TERCERO,

que trata de las penas de una gaita fiel

Y empezó mi carrera en los pastos al son de mi gaita. Tocábala yo de tal manera que con ella habría podido despachar todos los sapos de la huerta; con ella me sentía a salvo del lobo, al que no podía apartar de mi pensamiento. Y como había oído decir a mi meuder (así llamamos a las madres en Spessart y en Vogelsberg) que las gallinas morían por oírme cantar, mi voz se unió a las notas de la gaita para robustecer mi remedio contra el lobo y canté una canción aprendida de mi propia madre:

¡Oh, desdeñado y pobre campesino,

eres tú lo mejor que hay en la tierra!

No deja nunca el hombre de elogiarte

en cuanto fija su atención en ti.

Cuál sería el estado de este mundo

si Adán no hubiese trabajado el campo…

Del rastrillo y la azada se alimenta

aquel de quien los hijos nacen príncipes.

Todo está en este mundo sometido

a tu poder, y pasa por tu mano

todo cuanto en la tierra se produce

para alimento de este territorio.

Hasta el emperador que Dios nos diera

por salvaguardia de tu mano vive,

y vive así también hasta el soldado

que con no pocos daños te atormenta.

Produces los manjares de la carne

y con tu propia mano la vid plantas;

tu arado es a la tierra tan urgente

que él solo el pan a todos nos entrega.

Nos sería salvaje y pedregosa

la tierra si sobre ella no asentaras

tu hogar, y el mundo se entristecería

si no viviera en él el campesino.

Por ello debes ser siempre loado;

con tu trabajo tú nos alimentas.

Y la naturaleza te ama incluso,

y Dios ha bendecido tus costumbres.

Ningún maldito proceder anida

en pechos campesinos; en los ricos

los conflictos asientan sus reales,

y en el pecho del noble está la muerte.

Estás libre de orgullo, don muy raro

en los tiempos que corren, pero aun cuando

el pecado no puede dominarte,

con una nueva cruz Dios te regala.

Y hasta el mal proceder de los soldados

redunda en beneficio de tu alma.

Y para que el orgullo no te venza,

tu propiedad, tus bienes son los suyos.

Solo hasta aquí pude llegar con mi canto, porque de pronto me vi rodeado junto con mi rebaño por una cuadrilla de coraceros que seguramente se habían perdido en el bosque y habían sido guiados a buen camino por mi música y mis pastoriles chillidos.

«¡Hola —me dije—, estos son los lobos, los pillos de cuatro patas contra quienes me previno mi knan!».

Al principio solo vi rocines y personas (como sucediera a los americanos con la caballería española) como si fueran una única criatura, e intuí que en efecto eran lobos, por lo que quise ahuyentar a toda prisa a esos horribles centauros. Apenas había empuñado mi gaita para este objeto cuando me cogió uno de ellos por el hombro y subiome a su silla con tal ímpetu y fuerza que, por el otro lado, di con mis huesos en el suelo. Caí sobre mi gaita, que comenzó a desgañitarse como si quisiera mover en su auxilio al mundo entero. No le sirvió de nada, pues en cuanto hubo dilapidado su último aliento tuve que volver a la silla, disgustado por la acusación que me hacían los jinetes, según los cuales había herido a la gaita al caer sobre ella y a eso se debía su prolongada y lastimera queja. El caballo retomó el trote como el Primum mobile hasta llegar a la cabaña de mi knan. Maravillosas quimeras me invadieron el magín: creí convertirme en un jinete armado puesto que también yo cabalgaba sobre un animal para mí tan extraño, pero como la transformación no tuvo lugar, me perdí en otros juicios: supuse que estos coraceros solo querían ayudarme a guiar el ganado, pues ni un solo cordero devoraron y todo su afán era encarrilarlos en dirección a la casa de mi knan. Lo que me maravilló fue que mis padres no acudieran a recibirnos para darnos la bienvenida. Inútil esperanza, ya que él y mi madre, junto con Ursele, única y querida hija de mi padre, no consideraron prudente aguardar a semejantes huéspedes y salieron huyendo por la puerta trasera.