Prólogo
Los lobos y el cordero

Lo encontraron en una casa de campo de muros encalados, en la espesura de un bosque alemán. Hermann Bunjes era un experto en arte que había sido oficial de las SS hasta que desertó del ejército nazi. Pálido y famélico, se ocultaba de tres antagonistas: los Aliados, el ejército nazi y el pueblo alemán, que temía y odiaba a aquel escuadrón de defensa hasta tal punto que la mayor preocupación del hombre era resultar víctima de su vigilancia justiciera.

El capitán Posey y el soldado Kirstein inspeccionaron el pequeño refugio en el que Bunjes vivía con su joven esposa y su hijo recién nacido. Aunque la primera línea del frente atronaba a escasos kilómetros de allí, la tranquilidad de la cabaña —llena de flores y libros de historia del arte— contrastaba notoriamente con los caóticos meses finales de la Segunda Guerra Mundial. Había ilustraciones colgadas en las paredes, fotografías en blanco y negro de obras y edificios del gótico francés: Notre Dame de París, Cluny, la Sainte Chapelle, Chartres.

Posey y Kirstein, oficiales estadounidenses de la División de Monumentos y Bellas Artes —grupo de historiadores, arquitectos y arqueólogos encargados de proteger el patrimonio artístico de las áreas en conflicto—, eran detectives de patrimonio de zonas de guerra. Los habían destinado al Tercer Ejército Aliado del general George Patton, y se dedicaban a obtener pistas sobre el paradero de obras de arte robadas. Desde el inicio de la guerra les habían llegado rumores sobre el saqueo a gran escala de piezas pertenecientes a los territorios ocupados por los nazis. No había duda de que las tropas alemanas se habían llevado miles de obras, pero se desconocía si existía un plan general y un destino para todo ese botín.

Les habían proporcionado una lista de las principales piezas desaparecidas desde el inicio de la contienda. En ella se incluían obras maestras de museos como el Louvre de París y la Galería Uffizi de Florencia: davides de Francia, botticellis de Italia y vermeers de los Países Bajos. Se trataba de símbolos de Estado, de imperio, de patrimonio. Su valor era incalculable; su destrucción, de producirse, resultaría fatídica. Y el primer lugar de aquella lista lo ocupaba El retablo de Gante, de Jan van Eyck.

Conocido también como «La Adoración del Cordero Místico» por el motivo de su panel central, El retablo de Gante era, tal vez, la pintura más importante de la historia del arte. Sin duda, se trataba de la que había sido robada en un mayor número de ocasiones y, por tanto, podía considerarse la más codiciada. A Posey y a Kirstein les estaba resultando particularmente esquiva: llevaban buscándola desde que, hacía más de un año, en París, habían tenido noticias de su robo. Su investigación les había revelado los numerosos delitos que tenían que ver con la obra maestra de Van Eyck, sometida a toda transgresión concebible capaz de dañar una pieza artística. A lo largo de sus cinco siglos de existencia, había sido víctima de trece actos criminales, sumando tentativas y hechos consumados, y rara vez había permanecido en su lugar de origen más de unos pocos años seguidos.

La historia de sus desapariciones resultaba más asombrosa si cabe, dado que aquel retablo renacentista estaba formado por doce paneles de roble policromado de un peso total cercano a las dos toneladas. Enorme políptico del tamaño de un muro de granero (35 × 22 metros), lo había pintado el joven maestro flamenco Jan van Eyck entre 1426 y 1432 para una iglesia de la ciudad de Gante. Fue el primer cuadro al óleo de grandes dimensiones creado en la historia, y animó a un gran número de artistas a adoptar el óleo como medio artístico de preferencia. También se consideraba el punto de inflexión entre el arte de la Edad Media y el Renacimiento, así como el origen del realismo pictórico.

El retablo de Gante fue el codiciado trofeo tanto de Hitler como del Reichsmarschall Hermann Göring. Ambos pretendían adelantarse al otro y apoderarse de él para incorporarlo a sus colecciones privadas. Dejando de lado su fama y su belleza, ellos veían en la obra un símbolo de la supremacía aria, e idolatraban al artista que lo había creado por considerarlo una fi gura ejemplar de la historia teutónica. Estaban al corriente, sin duda, de su pasado reciente. Algunos paneles que, no sin controversia, eran propiedad del rey de Prusia y que se habían expuesto en Berlín antes de la Primera Guerra Mundial, habían regresado a Gante en cumplimiento de los términos del Tratado de Versalles, fuente de agravio para el pueblo alemán. Si Hitler lograba hacerse de nuevo con el retablo, compensaría lo que se percibía como un daño causado contra Alemania.

Hitler, además —según se decía—, albergaba el convencimiento de que la pintura contenía un mapa en clave para encontrar varios tesoros católicos perdidos, los llamados Arma Christi o Instrumentos de la Pasión de Jesús, entre ellos la Corona de Espinas y la Lanza del Destino. Hitler creía que su posesión le otorgaría poderes sobrenaturales. El Führer y otros oficiales nazis estaban fascinados por el ocultismo y formaron un grupo de investigación, la Ahnenerbe, para estudiar y descubrir fenómenos sobrenaturales y objetos mágicos. Hitler financió expediciones al Tíbet para capturar un yeti (el también llamado «abominable hombre de las nieves») con intención de darle un uso militar; a Islandia en busca de Thule, tierra mítica de gigantes y duendes con poderes telepáticos que, según su creencia, era el lugar de origen de los arios; y en busca de distintas reliquias religiosas cuyas propiedades mágicas garantizarían el triunfo nazi, entre ellos el Santo Grial y el Arca de la Alianza. A medida que la victoria alemana iba haciéndose menos probable, Hitler redobló sus esfuerzos para dar con medios sobrenaturales que le permitieran revertir la tendencia.

No obstante, Göring se adelantó a los agentes del Führer y se apoderó de El retablo de Gante. Contraviniendo las órdenes directas de éste, uno de los secuaces de Göring había robado la obra maestra de Van Eyck de un castillo situado en el sur de Francia, a los pies de los Pirineos, y la había trasladado a París. Después, había desaparecido. El paradero de El retablo de Gante era desconocido tanto para los Aliados como para la mayoría de los oficiales nazis. Posey y Kirstein sólo habían logrado recabar fragmentos contradictorios de información sobre el lugar en el que se encontraba. Hasta ese momento.

Especialista en escultura francesa del siglo XIII, formado en Harvard, Hermann Bunjes había ejercido de asesor artístico para Alfred Rosenberg, jefe de la ERR (la Einsatzstab Rosenberg, división nazi dedicada al saqueo de obras de arte), cuya existencia, en aquel momento, todavía era desconocida para el ejército aliado. También había sido consultor personal de Göring en materia de arte. Éste, aprovechando el caos de la guerra, había robado miles de obras para incorporarlas a su colección privada. Bunjes, asqueado, había renegado de la causa nazi. La gota que colmó el vaso fue una cena en el elitista Aeroclub de Berlín, durante la que se percató de que las bandejas de plata en las que se servían los platos habían sido robadas al barón judío Edmond de Rothschild.

Bunjes llevaba registros de las obras robadas por los nazis, así como de los lugares en los que las ocultaban. Mientras bebían coñac en su casa de campo, fue revelando todo lo que sabía sobre el programa de saqueo nazi, y también sobre el plan maestro de Adolf Hitler para apoderarse de los tesoros artísticos del mundo. Por primera vez, aquellos dos hombres de la División de Monumentos comprendieron a qué se enfrentaban, y fueron conscientes del destino que habían corrido decenas de miles de las obras de arte más importantes y hermosas del mundo.

Bunjes empezó a contar a Posey y a Kirstein que Hitler planeaba construir un museo de grandes dimensiones en su ciudad natal, Linz, en Austria, para albergar todas las obras maestras del mundo. Además de lugar para admirar y estudiar arte, el museo funcionaría como galería de naciones derrotadas a las que despojarían de sus tesoros a medida que fueran cayendo ante las acciones relámpago de las tropas alemanas. En vez de exhibir las testas decapitadas y clavadas en lanzas de los gobernantes derrocados, Hitler llenaría su gran museo de las obras maestras que Europa había sido incapaz de defender.

Bunjes parecía creer que los Aliados ya tenían conocimiento del sueño de Hitler de crear ese gran museo. Suponía que Posey y Kirstein sabían de las listas de obras de arte tras las que iban el Führer, Göring y la ERR. Ellos, por su parte, intentaban disimular su sorpresa a medida que su interlocutor seguía aportando más revelaciones.

Finalmente, Bunjes les desveló los lugares en que los nazis ocultaban las obras de arte robadas. Sobre un mapa de Europa fue señalando multitud de depósitos secretos nazis ubicados en castillos, monasterios y minas repartidas por todo el territorio ocupado por los alemanes. El mayor alijo de todos —les confió— se encontraba en una mina de sal abandonada situada en los Alpes austríacos, un lugar llamado Altaussee. La explotación se había convertido en un almacén subterráneo dotado de la tecnología más avanzada para la conservación de todo aquel arte robado y destinado al gran museo de Linz. La colección superaba ya las 12 000 piezas, entre las que se encontraban obras maestras de Miguel Ángel, Rafael, Vermeer, Rembrandt, Tiziano, Brueghel, Veronés, Durero y Leonardo da Vinci. Al parecer, uno de los cuadros de éste allí ocultos era ni más ni menos que la Mona Lisa. Aún hoy se desconoce si los nazis la robaron y la depositaron en la mina, o si tal vez se trataba de una copia exacta. Con todo, la pieza que los nazis valoraban por encima de todas las demás era El retablo de Gante, de Jan van Eyck.

Bunjes conocía al gauleiter local de las SS, August Eigruber, que era el responsable del distrito de Oberdonau, y bajo cuya jurisdicción también quedaban Linz y Altaussee. Eigruber era un nazi extraordinariamente despiadado y fanático. Herrero antes de la guerra, había sido uno de los fundadores de las Juventudes Hitlerianas de la Alta Austria, y a los veintinueve años había llegado a ser jefe de las mismas. Al poco de estallar la contienda, Eigruber había servido con desbocado entusiasmo, asumiendo el papel de verdugo en el campo de concentración de Mauthausen-Gusen, que él había contribuido a establecer. Su lealtad a Hitler era absoluta —lucía un bigotillo idéntico— y desconfiaba de los mandos intermedios y los emisarios, a quienes veía débiles, vacilantes y piadosos en exceso. Consideraba su nombramiento como jefe del distrito de Oberdonau —que incluía la propia ciudad natal de Hitler— como un premio a su compromiso firme e incondicional al Führer.

Hitler había declarado que las obras de arte controladas por los nazis no debían regresar a manos aliadas bajo ningún concepto. Eigruber había recibido una orden directa de su secretario, Martin Bormann, según la cual tenía que impedir que el tesoro del depósito de Altaussee fuera capturado por los Aliados, pudiendo, si lo consideraba necesario, sellar la entrada a la mina, pero no dañar las obras de arte. Sin embargo, Eigruber, secreta y deliberadamente, malinterpretó aquella orden. Estaba decidido a impedir, fuera como fuese, que los Aliados recuperaran las piezas. A Bunjes le preocupaba que hiciera estallar las obras maestras en el interior de la mina, a pesar de las órdenes, si la derrota nazi le parecía inminente. Varios mensajes transmitidos por miembros de la resistencia austríaca de Altaussee confirmaban sus temores.

Posey y Kirstein sabían que el Tercer Ejército Aliado del general Patton avanzaba hacia Altaussee, pero tal vez llegara demasiado tarde. Ellos no sabían que ya se había puesto en marcha una operación paralela y secreta. Un valeroso agente doble austríaco se disponía a encabezar un equipo de falsos operarios con la misión de impedir la destrucción de la mina. El temor era que si los Aliados no la alcanzaban a tiempo, todas y cada una de las obras maestras almacenadas en ella resultaran destruidas.

Desde tiempos bíblicos, la capacidad de las naciones para proteger su patrimonio artístico se ha visto como indicador de su fuerza o su fracaso. Grandes obras de arte se han convertido en estandartes de los bandos contendientes, y han sido capturadas y recuperadas por individuos y ejércitos. Durante la Segunda Guerra Mundial, una cantidad de ellas desconocida hasta la fecha desapareció de hogares, castillos, iglesias y museos de Europa. La misión de los integrantes de aquella División de Monumentos consistió en encontrarlas y, sobre todo, en recuperar un políptico de doce paneles pintado al óleo.

Desde que, en 1432, su autor dio la obra por terminada, El retablo de Gante ha sido considerado botín de guerra en tres ocasiones, además de objeto de incendios, desmembramientos, falsificaciones, contrabando, venta ilegal, censura, ocultación, ataques de iconoclastas, intercambio diplomático; se ha pagado rescate por él; los nazis y Napoleón se lo han apropiado; ha sido recuperado por agentes dobles austríacos, y robado una y otra vez. Para algunos de sus admiradores, los tesoros que ocultaba el retablo eran tangibles. Para otros, éstos eran de una naturaleza más etérea, y revelaban verdades ocultas sobre filosofía, teología, la condición humana y la naturaleza de Dios. Se consideraba tan poderoso desde el punto de vista simbólico, que debía ser destruido, pero también se le adjudicaba tal poder en sí mismo que se creía que poseerlo y descifrar su significado podía cambiar el curso de guerras mundiales.

Ésta es la historia del objeto más deseado y maltratado de todos los tiempos.