Capítulo 9
La exhumación del tesoro enterrado

El sol salió sobre Gaiswinkler y los combatientes de la Resistencia la mañana siguiente, el 5 de mayo, pero seguía sin haber ni rastro del escuadrón de las SS de Eigruber. ¿Era posible que estuvieran esperando la llegada de refuerzos? Aquella inactividad inesperada preocupaba a Gaiswinkler más que un ataque frontal. Apostados frente a la entrada secundaria de la mina, en posición defensiva, seguían esperando. Estaban dispuestos a protegerla con su vida hasta que llegara el ejército estadounidense.

El estruendo de la explosión en el pozo principal de la mina había alertado a una patrulla del Sexto Ejército alemán, algunos de cuyos miembros se encontraban acampados en las inmediaciones. La patrulla inspeccionó la mina furtivamente e informó al jefe del ejército que quedaba en activo, el general Fabianku, de que había visto a combatientes de la Resistencia atrincherados, pero no a guardias de las SS. Fabianku envió de inmediato a una fuerza de ataque móvil para recuperar la mina.

El 6 de mayo, frente a la mina, se produjo una pelea de todos contra todos. Hacía exactamente 513 años que El retablo de Gante había sido presentado al público por vez primera. En plena lucha, Gaiswinkler envió a dos soldados en avanzadilla para que intentaran encontrar al ejército americano y le advirtieran de lo que sucedía, por si su defensa de la mina fracasaba.

El Tercer Ejército no tuvo conocimiento de las acciones de Gaiswinkler hasta que la avanzadilla estableció contacto con él. Los soldados alcanzaron a los americanos más allá del Paso de Pötschen, a varios centenares de kilómetros de distancia. Robert Posey y Lincoln Kirstein venían detrás de la línea de combate. Éste describió así el avance sobre Austria: «Austria respiraba un aire distinto. En Alemania, las únicas banderas que se veían eran las fundas de las almohadas. En Austria, en cambio, apenas cruzamos el Danubio constatamos que en todas las casas ondeaban las banderolas rojas y blancas del movimiento de resistencia. Los alemanes, al menos superficialmente, no parecían haber causado un gran efecto en el país».

Kirstein y Posey tuvieron que esperar en la ciudad de Altaussee, a pocos kilómetros de la mina, mientras el ejército aseguraba la zona. Para su desesperación, se encontraban muy cerca de las obras de arte, pero no podían saber si habían resultado destruidas. Las noticias de los soldados de la avanzadilla tardaron un día más en llegar a los hombres de Monumentos, día que se les hizo eterno.

En la primavera de 1945, la liberación de los campos de concentración reveló los horrores de las atrocidades nazis. Tras la entrada de las tropas estadounidenses en Buchenwald, Alemania, el 11 de abril de 1945, muchos soldados visitaron el campo. Había cadáveres esqueléticos esparcidos por el campo, sin enterrar, cubiertos de moscas. Posey era de los que habían visitado el campo, y había regresado de él con la fotografía ya mencionada del oficial nazi sonriendo con orgullo mientras sostenía una soga con nudo corredizo. Kirstein no fue al campo, pues le pareció que la visión lo perturbaría en exceso. Tenía motivos para mantenerse alejado: cuando el general George Patton, un tipo duro como una piedra, recorrió Buchenwald en compañía de Eisenhower y otros generales, vomitó al presenciar sus horrores y, posteriormente, pasó varias noches sin dormir.

A pesar de su odio al nazismo, Kirstein seguía siendo un enamorado de la cultura germánica y de su legado artístico, que no tenía nada que ver con el régimen actual y diabólico del país, que ya se desmoronaba. Según escribió:

La horrenda desolación de las ciudades alemanas debería provocarnos, supongo, un sentimiento de orgullo profundo. Si alguna vez se ha infligido una venganza bíblica, he aquí que ha sido ésta. Guiño de ojos y sonrisas ante hipnóticas catástrofes. Pero quienes construyeron el Kurfürstliches Palais, las grandes mansiones de Zwinger, de Schinkel, y los mercados de las grandes ciudades alemanas no fueron los verdugos de Buchenwald o Dachau. Ninguna época de la historia ha producido ruinas tan hermosas. Sin duda son casi filigranas, delicadas si se comparan con las de la Antigüedad, pero lo que les falta de romanticismo y dimensión lo compensan con la extensión que cubren […]

En una enumeración aproximada: probablemente las colecciones estatales de objetos muebles no hayan sufrido daños irreparables. Pero el hecho de que los nazis pretendieran ganar la guerra en todo momento, sin contar ni con las represalias ni con la derrota, es el responsable de la destrucción del rostro monumental de la Alemania urbana. Menos grandilocuente que Italia, menos noble que Francia, yo, personalmente, la compararía a la pérdida de las iglesias de Wren de la City de Londres, y eso es borrar de la faz de la tierra demasiada elegancia.

La destrucción de Alemania no llegó sólo de manos de los Aliados. El Decreto Nerón de Hitler había debilitado los medios de subsistencia de su propio pueblo. En los ríos se hundían barcos para que sus aguas resultaran intransitables. Se destruían puentes y túneles, se minaban carreteras, se dinamitaban fábricas. La destrucción proliferaba por todo el territorio alemán. A la vista de todo lo que se había perdido, resultaba más importante aún salvar lo que quedara.

La Resistencia de Gaiswinkler seguía combatiendo. Finalmente, no hicieron falta refuerzos. Fabianku no había contado con la fuerza y la determinación de los defensores de la Resistencia, que mantuvieron sus posiciones. La unidad de ataque alemana tuvo que retroceder.

Al día siguiente, 7 de mayo, los alemanes aceptaron una rendición incondicional en Reims. La guerra había terminado. Los Aliados habían ganado.

El 8 de mayo, las primeras tropas estadounidenses alcanzaron la cima de la montaña y descendieron hasta la mina. La 80.ª División de Infantería de Estados Unidos, bajo mando del comandante Ralph Pearson, asumió su protección. Gaiswinkler y la Resistencia habían protegido su valioso contenido, y Eigruber no había consumado su promesa de destruir para siempre aquellos tesoros.

A pesar de los esfuerzos de Posey y Kirstein por informar a las unidades aliadas más avanzadas, que sin duda habían de llegar a la mina antes que ellos, el comandante Pearson no supo de la existencia de los tesoros que albergaba Altaussee hasta que recibió un mensaje. Sigue constituyendo un misterio quién se lo envió. Según el informe de Michel, fue él mismo el que lo notificó al comandante Pearson. Aquél también se atribuyó la responsabilidad de haber ordenado la retirada de las bombas de las cajas de mármol. Sus afirmaciones fueron avaladas por algunos, pero es posible que los coaccionara para obtener su apoyo. Al término de la guerra, colaborar con los Aliados, e inventar incluso historias de resistencia a los propios colegas nazis, constituía una buena estrategia para evitar la cárcel o la ejecución. Así pues, todas las declaraciones realizadas por nazis resultan sospechosas.

La versión de Michel sobre Altaussee fue la primera en ser oída por un estadounidense, pues fue él quien recibió al comandante Pearson a su llegada a la mina. Llegó incluso a acompañarlo en una visita guiada, y le señaló la entrada derrumbada. En ese momento no había motivo para dudar de su relato, pues las versiones contradictorias no se habían producido aún. Además, Michel era el único presente que hablaba inglés.

Gaiswinkler no se encontraba en la mina cuando llegaron los americanos. Según lo que él mismo relató (que no cuenta con confirmación de otras fuentes), él y su equipo encabezaron un contraataque furtivo esa misma noche. Avanzaron agazapados por el bosque de abetos cubierto de nieve y cayeron sobre el cuartel del general Fabianku. La operación pilló por sorpresa a éste y a su guardaespaldas y, milagrosamente, los decididos combatientes de la Resistencia de Gaiswinkler lograron apresar al propio Fabianku.

Mientras esperaban, en ascuas, conocer cuál había sido el destino de las obras alojadas en la mina, Posey y Kirtstein se sentaron junto al ventanal de una taberna a beber algo. Se encontraban a escasos kilómetros de la mina de sal. Desde allí contemplaron un espectáculo asombroso: una unidad armada de las SS apareció para entregarse. Kirstein describió así la escena: «Desde la ventana de la taberna de Altaussee observábamos estupefactos el espectáculo de la rendición de una unidad de las SS. Aquellos asesinos profesionales, impecablemente uniformados, se ofrecían voluntarios para luchar contra los rusos, de quienes estaban convencidos que los americanos los protegerían. Querían conservar sus armas hasta el día en que accedieran a la seguridad que les otorgaría el estatus de prisioneros de guerra, pues creían posible que sus propios hombres dispararan contra ellos».

Mientras Kirstein y Posey seguían observando, desde la planta superior de la taberna se oyeron unos vítores. Subieron para ver qué sucedía, y encontraron a un grupo de oficiales formando un corrillo alrededor de una radio, celebrando, gritando de alegría. La radio estaba dando la noticia: unos montañeros austríacos habían guiado a soldados de Estados Unidos a realizar una redada nocturna. Cuando el sol apenas despuntaba en el horizonte y nacía el 12 de mayo, alcanzaron su presa. Acababan de detener a Karl Kaltenbrunner. Éste había arrojado a un lago su uniforme y sus documentos de identidad y pretendía hacerse pasar por médico. Sólo cuando su amante lo vio avanzando entre un grupo de prisioneros alemanes y lo llamó por su nombre, fue reconocido y capturado. Kaltenbrunner fue el líder de las SS de mayor rango en enfrentarse a juicio en Núremberg, y fue ejecutado el 16 de octubre de 1946.

Después, Posey y Kirstein tuvieron conocimiento de que la mina había sido protegida por los Aliados y la Resistencia. Se dirigieron a ella a toda prisa, y llegaron horas después de que Gaiswinkler hubiera partido para perseguir y capturar al general Fabianku. No llegaron a conocer a su equivalente austríaco.

Hasta que no estuvieron en la entrada de la mina, Posey y Kirstein no descubrieron que se habían hecho estallar seis cargas de dinamita junto a la entrada que daba acceso a las salas de depósito situadas en el corazón del pozo. De ese modo, un muro de tierra y piedras impedía llegar hasta las obras de arte. En un primer momento temieron haber llegado demasiado tarde: ¿también habrían estallado explosivos en el interior de la mina?

¿Se extendía la destrucción más allá del pozo de entrada? El contenido del museo de obras robadas por Hitler aguardaba al otro lado de aquel muro de escombros, si es que ese otro lado existía. ¿Y si todo había quedado destruido? ¿Y si el techo había cedido y los pasadizos estaban enterrados?

Finalmente encontraron a un intérprete que les explicó la situación. El pozo había sido dinamitado como medida preventiva, precisamente para impedir la destrucción del contenido de la mina. Pero haría falta tiempo para retirar los escombros que obstruían el túnel, y los mineros austríacos no estaban seguros de si eran muchos o pocos. En un primer momento calcularon que tardarían entre siete y quince días en despejar la entrada. Posey y Kirstein, por su parte, esperaban que la operación pudiera culminar en dos o tres jornadas. Los mineros se pusieron manos a la obra, y al día siguiente los escombros quedaron retirados. Posey y Kirstein serían los primeros en acceder al interior.

Guiados por uno de los mineros, los dos hombres avanzaban por el pozo oscuro, apenas iluminado por la luz tenue de las lámparas de acetileno que rebotaba contra las paredes rojizas, brillantes, salpicadas de cristales de sal.

A menos de un kilómetro de la boca del pozo, Posey y Kirstein llegaron frente a una puerta de hierro. Al otro lado les esperaba una cantidad asombrosa de joyas artísticas robadas en cumplimiento del programa de saqueo nazi.

A medida que exploraban cueva tras cueva, las dimensiones del expolio iban saliendo a la luz. A algo más de un kilómetro de la entrada, una de las cuevas, conocida como Kammergraf, albergaba múltiples galerías llenas de piezas, de tres niveles cada una. Otra, llamada Springerwerke, y de menos de veinte metros de fondo, contenía dos mil pinturas almacenadas en dobles estantes que recorrían las tres paredes, así como en una columna central. La luz de las lámparas parecía ser engullida por la oscuridad reinante en el interior de las cuevas. Los haces de luz devolvían a la vida marcos dorados, brazos de mármol, la trama de unos lienzos, rostros pintados en la penumbra.

Entonces llegaron a la capilla de Santa Bárbara, donde Michel había ocultado algunas de las obras más preciadas.

Allí, sin envolver, sobre cuatro cajas de cartón vacías, separadas apenas un palmo del suelo de arcilla de la mina, reposaban los ocho paneles de La Adoración del Cordero Místico de Van Eyck. Alguien, justo antes de que la entrada de la mina quedara sellada, había contemplado con admiración y amor ese gran tesoro. ¡Qué cerca había estado de quedar por siempre jamás enterrado vivo! ¡Qué cerca de la destrucción completa!

Allí había pruebas de despedidas tristes y sentidas. También en la capilla, sobre un colchón viejo de rayas marrones y blancas, encontraron la escultura en mármol de Miguel Ángel de la Virgen con el Niño Jesús, que había sido robada de la iglesia de Nuestra Señora de Brujas, ciudad natal de Van Eyck. La pieza había permanecido en su lugar a lo largo de toda la guerra, hasta que el 8 de septiembre de 1944 los alemanes se la llevaron alegando que deseaban impedir que cayera en manos de los bárbaros americanos. La sacaron a escondidas de Brujas en un camión de la Cruz Roja requisado sólo ocho días antes de que los soldados británicos liberaran la ciudad. Y ahora estaba ahí, tendida sobre un colchón, en el suelo de una capilla subterránea. ¿Había echado Michel un vistazo a sus queridas obras de arte antes de huir?

Los cincuenta y tres objetos de mayor valor de la mina, los que habrían sido las obras más destacadas de cualquier museo del mundo, llevaban pegada una etiqueta en la que se leía: «A. H. Linz»; se trataba de las piezas reservadas para el gran museo de Adolf Hitler.

Los soldados y los mineros, bajo las órdenes de Posey y Kirstein, pasaron cuatro días catalogando el botín recuperado. En total, el tesoro de Altaussee se componía de los siguientes objetos:

Entre ellos se encontraban obras de los mejores pintores de la historia: Van Eyck, Miguel Ángel, Vermeer, Rembrandt, Hals, Reynolds, Rubens, Tiziano, Tintoretto, Brueghel, etcétera. Había centenares de obras de autores alemanes del siglo XIX, de las que tanto gustaban a Hitler, así como escultura funeraria egipcia, bustos griegos y romanos y esculturas de mármol y bronce, piezas de porcelana, muebles de madera tallada, tapices decorativos… el contenido de los mejores museos, galerías de arte y colecciones privadas de la Europa ocupada por los nazis.

Sigue sin existir acuerdo entre los historiadores sobre si La Gioconda de Leonardo da Vinci (posiblemente la única obra más famosa que El retablo de Gante, aunque en modo alguno más influyente que éste) llegó a ser robada por los nazis y escondida en Altaussee. En ninguno de los documentos de guerra que han sobrevivido consta que así fuera. La posibilidad de que el lienzo hubiera recalado en la mina de sal surgió sólo cuando los especialistas examinaron el informe del SOE, redactado tras la guerra, sobre las actividades de Albrecht Gaiswinkler. En dicho informe se asegura que éste y su equipo «salvaron objetos de valor incalculable, como la Mona Lisa». Un segundo documento procedente de un museo austríaco cercano a Altaussee, fechado el 12 de diciembre de 1945, manifiesta que «La Gioconda de París» se encontraba entre los «80 vagones llenos de obras de arte y objetos culturales procedentes de toda Europa» que fueron llevados a la mina.

El Museo del Louvre, por su parte, ha mantenido un sorprendente silencio sobre el paradero de sus tesoros durante la guerra. Tras años negándose a responder a las insistentes preguntas de los estudiosos, finalmente el Louvre admitió que La Gioconda, en efecto, había sido trasladada a la mina de Altaussee. Pero, entonces, ¿por qué no quedaba constancia de ello en ningún documento, ni en pertenecientes al punto de recogida de Múnich, ni en ningún papel de los Aliados, ni de los nazis?

En la actualidad el Louvre afirma que lo que se encontró en Altaussee fue una copia del siglo XVI de la Mona Lisa, que figuraba en una lista de varios miles de obras de arte reunidas en los Musées Nationaux Récupération (MNR), obras cuyos dueños no habían podido localizarse. Esa copia de La Gioconda se identificaba, en la lista, con las letras y los dígitos MNR 265. Una vez transcurridos cinco años, la copia fue entregada al Louvre para que el museo la custodiara. Desde 1950 hasta la actualidad, la copia ha estado colgada junto al despacho del director del museo.

Una historia intrigante de lo que pudo ocurrir con La Gioconda durante la Segunda Guerra Mundial aparece si se unen los hechos conocidos. No hay duda de que la Mona Lisa debió de ser un objetivo importante para la ERR, Göring y Hitler. Los nazis habrían buscado sin descanso la pintura, y habrían exigido que les fuera entregada tras su entrada en París, y la habrían requisado si no se la hubieran entregado. Una copia casi idéntica, contemporánea de la obra original, fue metida en el cajón de madera etiquetado especialmente con el título «Mona Lisa», y enviada para su almacenamiento junto con el resto de las colecciones de los museos nacionales, mientras que el original era astutamente escondido. La ERR se dedicó entonces a buscar la que, para ellos, era la Mona Lisa original y, al dar con ella, la envió a la mina de Altaussee para almacenarla. Durante todo ese tiempo, el lienzo original permaneció oculto, y no apareció oficialmente hasta el 16 de junio de 1945, el mismo día en que el primero de los tesoros de la mina de sal fue sacado a la superficie. Ello explica que La Gioconda regresara de Altaussee con el número de restitución MNR 265, que hoy cuelga en la zona de oficinas del Louvre. También sirve para comprender por qué la obra no figuraba en ninguno de los documentos relacionados con Altaussee —algunos agentes reconocieron que el cuadro de la mina era una copia—, mientras que otros —entre ellos, claro está, la ERR— creyeron que se trataba del original.

Karl Sieber, el conservador alemán que se había ocupado de las obras requisadas y escondidas en Altaussee, fue el encargado de informar a Posey y Kirstein sobre las peripecias por las que había pasado El retablo de Gante. Después de que Buchner hubiera trasladado los paneles desde Pau hasta París, éstos fueron conducidos a Neuschwanstein, el castillo de cuento de hadas situado en Baviera que serviría de modelo al de Disneylandia. En principio se consideró que Neuschwanstein se convertiría en el depósito central de todas las obras de arte robadas por los nazis. El primer cargamento llegó por tren en abril de 1941. Altaussee sólo se convirtió en alternativa al castillo bávaro cuando éste, que además era un monasterio, así como otros cinco castillos más, se hubieron llenado de obras robadas. Entonces la mina, acondicionada ya como depósito camuflado, empezó a acoger piezas a partir de febrero de 1944, cuando los ataques aliados amenazaban ya los centros de almacenaje situados en los castillos.

En Neuschwanstein, un restaurador de Múnich había tratado El Cordero de unas ampollas que habían aflorado durante sus años de exilio y traslados, y añadió pintura a las áreas donde ésta había saltado del panel como consecuencia de los cambios de humedad. Cuando El retablo de Gante fue encontrado en la mina, todavía mostraba vendajes de papel de cera en ciertas secciones. El panel de san Juan Bautista que había sido robado de la catedral de San Bavón y recuperado en 1934 seguía en el taller de Sieber a la espera de recibir tratamiento.

Fue entonces cuando Posey y Kirstein recibieron la mala noticia. El hombre que les había ayudado a salvar todo aquello, Hermann Bunjes, había matado a su mujer y a su hijo y se había quitado la vida. Su sentimiento de culpa, su desesperanza ante su futuro y el temor a las represalias de sus compatriotas le habían pesado demasiado, y aquel peso le había resultado insoportable. El único consuelo de este final trágico es que la historia podrá recordar con agradecimiento el papel que desempeñó en la salvación de esos tesoros, aunque al reconocimiento debe sumarse la contrición, pues también tuvo responsabilidad en su robo.

Posey y Kirstein fueron relevados por los hombres de Monumentos del 12.º Ejército, George Stout y el teniente Thomas Carr Howe Jr., y siguieron hacia el norte con el Tercer Ejército, mientras sus relevos preparaban el tesoro de Altaussee para su traslado, y lo enviaban al punto de recogida de la Múnich liberada.

El Punto Central de Recogida de Múnich quedó establecido en julio de 1945 en el que había sido cuartel general de Hitler, y debía convertirse en el destino principal de todos los objetos del patrimonio cultural que hubieran sido desplazados por la ERR. Una vez allí, un equipo de expertos dirigidos por el brillante historiador del arte estadounidense Craig Hugh-Smyth se encargaba de determinar qué pertenecía a quién, y de organizar el regreso de cada pieza de arte robado al país al que legítimamente correspondía. Cada país, a su vez, debía encargarse de hacerla llegar a los ciudadanos particulares.

A fin de retirar las obras de arte de la mina, Stout y Howe equiparon el pozo con raíles. Unas vagonetas especialmente diseñadas, planas y de un metro y medio de longitud, se cubrían de planchas de madera. La fuerza la proporcionaban unas pequeñas locomotoras a gasolina. La Virgen y el Niño Jesús, de Miguel Ángel, fue la primera pieza en abandonar aquel depósito subterráneo, y lo hizo el 16 de junio, protegida por un envoltorio acolchado. La segunda fue El retablo de Gante. Para ello hubo de diseñarse un vagón especial, más bajo, para que la parte superior de los paneles no rozara los techos excavados en la roca.

Incluso una vez fuera de la mina, el camino que separaba Altaussee de Múnich distaba mucho de resultar seguro. El convoy de camiones era defendido por una escolta fuertemente armada. Howe escribió: «entre Altaussee y Salzburgo la carretera pasaba por un paisaje muy aislado. Las condiciones todavía no eran seguras. Había grupos formados por soldados que pululaban por las montañas y acechaban». Bajo la supervisión de Howe y Stout, el contenido de la mina en su totalidad llegó íntegro al centro de recogida de Múnich.

Si la mayoría de los objetos dirigidos al punto de recogida debían ser recuperados por representantes de cada país afectado, las piezas más importantes serían trasladadas a sus lugares de origen. El general Eisenhower solicitó personalmente la restitución inmediata de aquellas obras maestras escogidas, con cargo a las arcas estadounidenses, como muestra de la política americana. El retablo de Gante de Van Eyck fue la primera de esas obras maestras en ser devuelta. Un avión fletado especialmente lo trasladaría desde Múnich hasta Bruselas. Los paneles se ataron a unas planchas metálicas especialmente medidas, y se instalaron en la bodega del avión. Para asegurar que la obra llegara sana y salva se permitió que un pasajero la acompañara en la travesía: el capitán Robert K. Posey.

En el aeropuerto de Bruselas le aguardaba un desfile y una gran bienvenida. Tras quinientos años de secuestros, traslados ilegales, desmembramientos, expolio, actos de vandalismo consumados o en grado de tentativa, rescates, robos en diversas modalidades, y momentos en que estuvo al borde de la destrucción, El retablo de Gante podría descansar al fin, camino de casa.

¿O no? En la odisea del regreso todavía aguardaba una nueva peripecia.

¿De dónde colgar la medalla al heroísmo? Con tantos relatos contradictorios —Gaiswinkler, Grafl, Michel, Pöchmüller, entre otros—, conviene separar los motivos ulteriores y buscar la verdad entre las distintas versiones planteadas. Que las aventuras de Gaiswinkler resulten increíbles no implica que haya que descartarlas. Su historia es tan cinematográfica que, de hecho, inspiró un largometraje en 1968 titulado El desafío de las águilas y protagonizado por Clint Eastwood y Richard Burton. La historia real está llena de historias que parecen imposibles más allá del ámbito de la ficción, más aún durante la Segunda Guerra Mundial, en que las personas más anodinas se convirtieron en héroes. ¿Es el relato de Gaiswinkler menos plausible que los trece delitos que han marcado la existencia de La Adoración del Cordero Místico, que el robo por entregas a cargo del napoleónico ciudadano Wicar, que el acto heroico del canónigo Van den Gheyn al ocultar el retablo, que la extraña sustracción y la petición de rescate del panel de los Jueces Justos, con su aire de conspiración?

Son numerosos los documentos de fuentes primarias que avalan la veracidad del relato de Gaiswinkler, pero se trata, sobre todo, de fuentes alemanas y austríacas. En ellas se da el incentivo de colocar a un agente doble austríaco como salvador de los tesoros de Altaussee. Pero que exista ese interés no invalida la posible verdad de la cuestión. Sin embargo, han aparecido testimonios contradictorios en otras fuentes primarias, entre ellas la de Pöchmüller, que excluye el papel de Gaiswinkler en la salvación de la mina y atribuye la heroicidad a unos mineros anónimos, al propio Pöchmüller, al líder de otro grupo de la Resistencia austríaca llamado Sepp Plieseis, a Josef Grafl o a Alois Raudaschl, jefe de los mineros de Altaussee en la Resistencia. Lo cierto es que al final de la guerra, durante los últimos días, sólo quedaron cinco personas lo bastante cerca de la mina como para poder relatar lo sucedido: Hermann Michel, Emmerich Pöchmüller, Sepp Plieseis, Josef Grafl y Albrecht Gaiswinkler. Todos tenían motivos para autoproclamarse héroes por un día. Otras fuentes conceden más importancia a los hombres de Monumentos de los Aliados —fueron ellos quienes salvaron los tesoros con la ayuda de los mineros y la Resistencia, y no unos austríacos—. Pero esas fuentes son, cómo no, británicas y estadounidenses y, por tanto, tienen como finalidad defender los esfuerzos de los Aliados. Es posible que no lleguemos a conocer nunca la verdad exacta que, muy probablemente, contenga elementos de todas las versiones de la historia que han sobrevivido.

Los que minimizan el papel de Gaiswinkler destacan que, si bien fue usado brevemente por los Aliados en tanto que gobernador de distrito de Aussee, y tras la guerra inició una exitosa carrera política como miembro de la Asamblea Nacional austríaca (carrera que se nutrió, en gran medida, de su heroísmo en la mina de Altaussee, que se daba por supuesto), en 1950 los electores lo apartaron de la Asamblea. Mientras ocupó su cargo, promovió con éxito una campaña para que la región de Ausseerland (de la que formaba parte Altaussee) se integrara en la provincia de Estiria. Es posible que su salida del poder se debiera a que, como afirman sus detractores, se descubriera que las historias que contaba eran falsas, pero también pudo estar relacionada con otras causas políticas más sutiles.

Los documentos primarios en los que se cuenta de principio a fin la historia de Gaiswinkler son sus propias memorias, aparecidas en 1947 con el título Salto a la libertad (Sprung in die Freiheit), así como una obra de curioso título, El libro rojo-blancorojo —que hace referencia a las franjas de la bandera austríaca—, que se acompañaba de un subtítulo poco habitual: ¡Justicia para Austria! Éste fue publicado por el Estado austríaco en 1947, y su autoría es anónima. Se tradujo al inglés, con la idea, tal vez, de mejorar la opinión negativa que se tenía de los austríacos en el mundo anglófono inmediatamente después de la guerra. No cabe duda de que se trataba de un acto de propaganda, lo mismo que las memorias de Gaiswinkler, en las que, a la lista de sus obras heroicas añadía su plan para asesinar a Joseph Goebbels. Pero que las dos obras presenten un sesgo propagandístico no implica que las historias que contienen sean falsas.

Finalmente no hizo falta que nadie asesinara a Goebbels, pues él mismo se ocupó de quitarse la vida poco después de que Gaiswinkler se lanzara en paracaídas sobre Austria. El ministro nazi de Propaganda permaneció en Berlín hasta finales de abril de 1945, mientras el mundo que conocía se desintegraba a su alrededor. El 23 de abril Goebbels pronunció un discurso en la capital del Reich en el que incluyó el siguiente párrafo:

Apelo a vosotros para que luchéis por vuestra ciudad. Combatid con todo lo que tengáis, hacedlo por vuestras esposas y vuestros hijos, por vuestras madres y vuestros padres. Vuestros brazos defienden todo lo que alguna vez hemos amado, y a todas las generaciones que nos sucederán. ¡Sentíos orgullosos y valientes! ¡Sed imaginativos y astutos! Vuestro Gauleiter (Hitler) está entre vosotros. Él y sus colegas permanecerán a vuestro lado. Su esposa y sus hijos también están aquí. Él, que una vez conquistó la ciudad con doscientos hombres, recurrirá ahora a todos los medios para aglutinar la defensa de la capital. La batalla de Berlín debe convertirse en seña para que toda la nación se levante y plante batalla.

Pero la batalla de Berlín no llegó a ninguna parte. El 30 de abril, con las tropas soviéticas a poco más de un kilómetro del búnker en el que Hitler se había atrincherado, Goebbels fue uno de los cuatro testigos que presenciaron cómo su Führer dictaba sus últimas voluntades y su testamento. Horas más tarde, se suicidó.

El 1 de mayo —día que tal vez había sido el elegido para el asesinato de Goebbels—, éste parecía decidido a seguir el ejemplo del Führer. Uno de los últimos hombres en hablar con él, el vicealmirante Hans-Erich Voss, recordaba que había dicho: «Es una lástima que un hombre como él ya no esté entre nosotros. Pero no hay nada que hacer. Para nosotros, ahora, todo está perdido, y la única salida que nos queda es la que ha tomado Hitler. Yo seguiré su ejemplo». Goebbels y su esposa ordenaron que sedaran a sus seis hijos y les administraron cianuro; acto seguido, se quitaron la vida.

La trama para asesinar a Goebbels es el aspecto menos plausible del relato de Gaiswinkler, pero cuenta con el aval de otro agente doble y compañero suyo, Josef Grafl. La única parte de la historia que habría resultado físicamente imposible es la que afirma que Gaiswinkler y su equipo supervisaron la colocación y la detonación, en una sola noche, de las cargas disuasorias que sellaron la mina. Dicho procedimiento, para el que había que usar seis toneladas de explosivos, 502 temporizadores y 386 detonadores en 137 túneles era, cuando menos, complejo, y no habría podido culminarse en una sola noche. Es posible que Gaiswinkler se refiriera sólo a las seis cargas que sellaron la entrada principal al pozo de la mina, aunque no lo especificó. Los demás hechos notables —que robara un transmisor de radio para emitir mensajes falsos sobre la inminente llegada del ejército yugoslavo, que Eigruber diera personalmente la orden de que un destacamento de las SS destruyera los tesoros de la mina— son plausibles.

El testimonio del otro agente doble entrenado por los británicos, Josef Grafl, difiere en varios puntos del de Gaiswinkler. Grafl subraya el hecho de que la misión principal de los paracaidistas era el asesinato de Joseph Goebbels, y que dicha misión sólo se abandonó cuando se supo que éste no había llegado a alcanzar la zona. Gaiswinkler había afirmado que tuvieron que renunciar al atentado contra Goebbels cuando el transmisor resultó irreparablemente dañado tras el salto en paracaídas sobre la ladera de la montaña, pero Grafl aseguraba que la radio no resultó dañada, sino que los paracaidistas decidieron que no podrían avanzar por la nieve si cargaban con ella, y la abandonaron. Muchos años después de la guerra, Grafl planteó que Gaiswinkler se había mostrado bastante inactivo y había desempeñado un papel menor en la salvación de los tesoros de la mina, al tiempo que reclamaba una porción mayor de gloria para sí mismo, afirmando que había sido él quien había conducido a los soldados aliados tras su llegada al lugar de los hechos, y que los había ayudado a capturar a Kaltenbrunner. Las alegaciones de Grafl han llevado a algunos a rechazar la versión de Gaiswinkler. Para otros, los desacuerdos de los dos agentes de operaciones especiales se deben a una enemistad mutua que les lleva a intentar pasar por héroes al tiempo que restan credibilidad a la palabras del otro. Desconocemos cuál es la verdad.

La otra versión de primera mano sobre el papel de la Resistencia austríaca en Altaussee proviene de otro líder de dicho movimiento. Sepp Plieseis era montañero y cazador, y había nacido en 1913 en la localidad alpina de Bad Ischl. Comunista, había luchado primero con las Brigadas Internacionales en España. Posteriormente se unió a los franceses, pero fue capturado por la Gestapo y enviado a Dachau y, después, a un campo de concentración de Hallein, desde donde, increíblemente, logró escapar en agosto de 1943 en una fuga multitudinaria en la que 1500 hombres alcanzaron la libertad. Se dedicó en cuerpo y alma a combatir el nazismo y, tras regresar a Austria, dirigió un grupo de la Resistencia local cuyo nombre era el mismo que el apodo que se había puesto a sí mismo: «Willy». Aquella banda de refugiados harapientos, desertores y otros especímenes perseguidos por los nazis empezaron siendo apenas treinta. Ese grupo de la Resistencia se puso en contacto con el equipo de ochenta mineros que trabajaban en Altaussee y que formarían su propio subgrupo de resistentes, dirigidos por Mark Danner Pressl y el minero llamado Alois Raudaschl que, gracias a su amistad con él, tenía acceso a Ernst Kaltenbrunner en su cercano refugio alpino. A partir de mayo de 1945, una vez los Aliados hubieron tomado la zona que incluía Bad Ischl y Altaussee, Plieseis fue nombrado asesor local de seguridad de los Aliados. Después de la guerra Plieseis se convirtió en oficial de la localidad de Bad Ischl, así como en miembro de la rama local del Partido Comunista. En 1946 publicó unas memorias de título explícitamente comunista: Del Ebro a Dachstein: La vida de lucha de un obrero austríaco.

Sepp Pleiseis sólo menciona a Gaiswinkler en una ocasión en su libro, y lo describe como el jefe del «mejor grupo» de combatientes de la Resistencia. A pesar de ello, más tarde cambió sus declaraciones y manifestó: «Nosotros, los luchadores por la libertad en esa época, no tuvimos ninguna relación con los paracaidistas [Gaiswinkler y su equipo], y ellos no tuvieron conocimiento de que en los pozos de la mina se escondían obras de arte. Ellos se habían lanzado en paracaídas apenas unos días antes, y buscaban refugio».

Lo más probable es que se trate de variaciones sobre el mismo hecho. Los acontecimientos principales tuvieron lugar, pero se trató en gran medida de un empeño colectivo, del esfuerzo combinado de muchos pequeños héroes, más que de la labor de un genio individual. Algunos de los que sobrevivieron hasta el final de la guerra reclamaron su parte de gloria, una parte tal vez desproporcionada si se cotejara con la realidad. Con todo, es posible que jamás conozcamos toda la verdad sobre la salvación de la mina.

El mayor reconocimiento de méritos debería ser para los mineros, los grandes olvidados. Casi con total seguridad fue uno de ellos, Alois Raudaschl, o Gaiswinkler con la ayuda de éste, el que se puso en contacto con Kaltenbrunner para impedir la destrucción de la mina. También es probable que los ochenta mineros de la Resistencia fueran quienes instalaran, despacio pero con tesón, las cargas disuasorias, ya fuera por iniciativa propia, ya siguiendo las órdenes de algún jefe de grupo. Pöchmüller, por su parte, aseguraba haber sido quien ordenó la retirada de las bombas ocultas en aquellas cajas que, supuestamente, contenían piezas de mármol. También en este caso es posible que así fuera, pero lo cierto es que los mineros fueron los únicos que asumieron el gran riesgo de colocar las cargas disuasorias y de retirar las bombas de las cajas. En un informe de 1948 enviado al gobierno austríaco y firmado colectiva y anónimamente por los «Luchadores por la Libertad de Altaussee» los mineros manifestaban haber obrado por iniciativa propia al descubrir casualmente las bombas en el interior de las cajas de mármol, y habérselas llevado al bosque para que no causaran daños. Sin embargo, en ese mismo informe aseguran que las cargas disuasorias también las instalaron ellos, cuando la lógica dicta que para una empresa de esa naturaleza harían falta unos conocimientos de ingeniería y demoliciones que tal vez ellos solos no poseyeran.

Así pues, seguimos sin saber a quién debemos agradecer la conservación de El retablo de Gante, entre otras más de 7000 obras maestras que a punto estuvieron de perderse para siempre. En otoño de 1945 el propio Lincoln Kirstein escribió en la revista Town and Country que «tantos testigos contaban tantas versiones que, cuanta más información acumulábamos, menos verdad parecía contener». Existe la tendencia a elevar a las personas a los pedestales, pues la historia y la memoria resultan más fáciles de explicar recurriendo a héroes individuales. Con frecuencia, la medalla de héroe se cuelga al hombre que da la orden, y no a los trabajadores anónimos que la ejecutan, asumiendo un gran riesgo personal. En el fondo, se trató sin duda de un esfuerzo colectivo en el que surgieron héroes osados y destacados, tanto entre los Aliados como entre los austríacos. Ha de reconocerse un mérito específico a aquellos que no pudieron o no quisieron alardear de su papel en la salvación de los tesoros almacenados en la mina: los mineros locales que trabajaron con la Resistencia, ya fuera por iniciativa propia o siguiendo órdenes de Pöchmüller, Michel o el hombre que relató la historia más espectacular, el impetuoso Albrecht Gaiswinkler.

Fueran quienes fueran los muchos hombres valerosos que contribuyeron a la conservación de los tesoros artísticos europeos, debería bastar con que les demos las gracias, hayan sido éstos austríacos o Aliados, e independientemente del puesto que ocuparan.

El 21 de agosto de 1945 Robert Posey era el único pasajero en el vuelo de aquel avión de carga que se dirigía a Bruselas. A su lado, en la fría bodega, iban las cajas de madera que contenían El retablo de Gante. Por orden de Eisenhower, debía custodiarlas hasta su país de origen. Con todo, el viaje no iba a estar exento de sobresaltos.

Durante la travesía se desató una fuerte tormenta. El avión y la valiosa carga que transportaba se vieron sacudidos por constantes turbulencias, intensos vientos y ráfagas de lluvia. El piloto informó a Posey que el aterrizaje en Bruselas no era seguro; la ciudad estaba cubierta de nubes. Tras una hora más sobrevolándola, la tormenta amainó en las alturas, pero seguía descargando sobre la capital belga. El piloto localizó un aeródromo pequeño a una hora de Bruselas. El aterrizaje fue complicado, pues el viento no dejaba de embestir el aparato. Finalmente, a las dos de la mañana tomaron tierra. En las instalaciones no había nadie que les diera la bienvenida, y mucho menos que les ayudara con su preciada carga.

Bajo la cortina de lluvia Posey corrió desde la pista hasta la oficina del aeródromo. Llamó a la operadora y le pidió que realizara una llamada de emergencia a la embajada de Estados Unidos en Bruselas. Pero no obtuvo respuesta. Desesperado, Posey convenció a la telefonista para que marcara los números de las diversas residencias de la capital en las que había destinados soldados norteamericanos. Finalmente, logró contactar con un oficial. Posey lo recordaba así:

Le pedí que reuniera a todo el personal que pudiera y que se dirigieran al aeropuerto. Tenía el tesoro en mis manos y pensaba custodiarlo como era debido. Él consiguió un par de camiones, acudió a unos cuantos bares y enroló a unos cuantos soldados rasos. Yo también le había pedido que encontrara a alguien que supiera algo sobre traslado de obras de arte, y él se presentó con un sargento de cocinas con algo de experiencia. Acercaron los camiones hasta la bodega del avión. Todavía era de noche, y llovía, y tronaba.

El convoy improvisado trasladó La Adoración del Cordero Místico hasta el Palacio Real de Bruselas, tras un espeluznante desplazamiento de cuarenta y cinco minutos bajo el torrencial aguacero. Eran las tres y media de la mañana. Tras unos momentos de confusión, el personal encargado del turno de noche les permitió entrar en palacio al constatar que aquel grupo de soldados calados hasta los huesos traía la obra de Van Eyck que esperaban desde hacía horas. Y, finalmente, depositaron los paneles sobre la larga mesa de madera del comedor del palacio.

Nada habría deseado más Posey que una cama mullida y seca, pero no pensaba abandonar el retablo hasta que le entregaran un recibo por escrito. Demasiadas veces, la obra se había esfumado en manos ajenas. Posey escribió: «Necesitaba un recibo para que si alguien me preguntaba qué había ocurrido con los paneles, yo lo tuviera por escrito». Éste le fue entregado por un oficial belga de servicio. Le ofrecieron un aposento normalmente reservado a miembros de la realeza en visita oficial. Se desplomó sobre la cama. Y al día siguiente abandonó Bruselas para unirse al Tercer Ejército, estacionado en París.

Terminada la guerra, Robert Posey retomó la vida con su esposa, Alice, y su hijo, Woogie. En tanto que arquitecto del taller de Skidmore, Owings y Merrill, trabajó en la construcción de edificios tan destacados como la Torre Sears de Chicago y la Lever House de Nueva York. Lincoln Kirstein, por su parte, regresó a los ambientes artísticos neoyorquinos de los que siempre había sido un miembro destacado, y se enamoró del ballet. Fue cofundador y director del New York City Ballet junto con George Balanchine, con el que también fundó la School of American Ballet. Además, llegó a dirigir la Metropolitan Opera House de Nueva York, y fue autor de más de quinientas publicaciones, entre libros, artículos y monografías. En la actualidad está considerado como una de las figuras más importantes de las artes del siglo XX en Estados Unidos.

Días después de su espectacular traslado a Bruselas, el embajador de Estados Unidos hizo entrega oficial del retablo rescatado al príncipe regente de Bélgica en nombre del general Eisenhower. La alegría se apoderó de todo el país. Aquella pintura simbolizaba mucho más que una obra de arte maravillosa: representaba la derrota del plan de Hitler de robar el arte de todo el mundo, significaba la derrota del propio Hitler.

Los belgas recordaban la última vez que La Adoración del Cordero Místico había regresado a casa desde otro exilio, tras el Tratado de Versalles, en 1919. Entonces, como ahora, se pronunciaron discursos y se celebraron desfiles. Bélgica daba la bienvenida a su mayor tesoro, como si de un príncipe hecho cautivo y liberado se tratara. El retablo de Gante, de Van Eyck, quedó expuesto durante un mes en el Museo Real de Bruselas, tal como ya había sucedido en 1919. En noviembre de 1945 regresó a la catedral de San Bavón de Gante.

A partir de finales de marzo de 1945, los distintos ejércitos aliados empezaron a descubrir depósitos de obras de arte. El mayor de todos fue el de Altaussee. Pero sólo en Alemania, los soldados aliados encontraron unos 1500 alijos de arte robado. Es probable que muchos otros sigan todavía enterrados y ocultos por el país, y por toda Europa. Algunos ejemplos de depósitos escondidos de piezas artísticas robadas, encontrados al término de la guerra, ofrecen una idea del alcance del expolio nazi.

En una cárcel de la localidad italiana de San Leonardo, situada al norte del país, los hombres de Monumentos descubrieron gran parte del contenido de la Galería Uffizi, que los soldados nazis habían almacenado a toda prisa durante su retirada de Florencia.

El castillo de Neuschwanstein seguía lleno de tesoros al terminar la contienda. El más relevante de todos ellos no era una obra de arte, sino la documentación completa de la ERR. Encontrar los archivos de ese importante departamento prácticamente intactos constituyó un hallazgo excepcional.

Con ayuda de Hermann Bunjes durante las últimas semanas de su vida, y con el apoyo de los servicios secretos de la OSS, otras minas de sal fueron identificadas y su contenido puesto a salvo por los ejércitos aliados. El 28 de abril de 1945, en un depósito y fábrica de munición llamada Bernterode, instalada en la región alemana de Turingia, aparecieron 40 000 toneladas de municiones. En el interior de la mina, los oficiales estadounidenses encargados de la investigación se fijaron en lo que parecía una pared de ladrillos pintada de manera que se asemejara a la piedra del pozo. Aquella pared resultó ser de un metro y medio de grosor. El mortero que unía los ladrillos todavía no se había solidificado del todo. Valiéndose de picos y mazas, los oficiales descubrieron varias cámaras que contenían gran cantidad de objetos de parafernalia nazi, entre ellos una gran estancia decorada con estandartes nazis, llena de uniformes, así como de centenares de obras de arte robadas: tapices, libros, pinturas y piezas de artes decorativas, casi todas sacadas del cercano Museo Hohenzollern. En otras de las cámaras se encontraron con un espectáculo macabro: tres ataúdes monumentales que contenían los esqueletos del rey prusiano del siglo XVII Federico el Grande, del mariscal de campo Von Hindenburg, y de su esposa. Al parecer, los nazis también se habían apoderado de reliquias humanas de señores de la guerra difuntos.

En Siegen, cerca de la ciudad de Aquisgrán, una mina contenía pinturas de Van Gogh, Gaugin, Van Dyck, Renoir, Cranach, Rembrandt y Rubens (oriundo de la localidad), así como diversos tesoros de la catedral de Aquisgrán, entre ellos el busto-relicario de plata y oro de Carlomagno, que contenía fragmentos de su cráneo.

A unos trescientos kilómetros al sur de Berlín, la mina de Kaiseroda podría haber pasado desapercibida a los vencedores, pero el destino quiso que en abril de 1945 unos miembros de la policía militar dieran el alto a dos mujeres que conducían ilegalmente, en un momento en que los movimientos de civiles estaban restringidos. Las subieron a su jeep y, cuando pasaban junto a la mina, las mujeres comentaron que en ella se ocultaban grandes cantidades de oro. La policía militar avisó por radio, y varios soldados fueron enviados a investigar. Tras descender setecientos metros montados en un ascensor oxidado, se enfrentaron a la visión más impactante de sus vidas.

Quinientas cajas de madera contenían un total de mil millones de marcos del Reich. Y eso era sólo el principio. Tras dinamitar una puerta de acero cerrada a cal y canto, encontraron 8527 lingotes de oro, miles de monedas, también de oro, billetes y más cajas llenas de oro y plata en barras. Allí, además, se ocultaban también obras de arte, entre ellas la Virgen con coro de ángeles, de Botticelli. Posteriormente descubrirían que aquélla era la mayor parte de la reserva del Reichsbank, banco oficial del Tercer Reich. Los oficiales, entonces, hicieron un hallazgo horripilante: innumerables contenedores llenos de piedras preciosas y dientes de oro, arrancados a las víctimas de los campos de concentración.

Con todo, la mina que alcanzó mayor notoriedad fue la de Merkers, y fueron Posey y Kirstein quienes supervisaron el inventario de la misma el 8 de abril de 1945 —fecha en la que Gaiswinkler y su equipo se lanzaban en paracaídas sobre aquella Montaña del Infierno cubierta de nieve—. El pozo de la mina se hundía setecientos metros bajo tierra y contenía una puerta de cámara acorazada bancaria, que los nazis habían instalado y que, para poder abrirse, tuvo que ser dinamitada —misión peligrosa cuando la explosión se produce a casi un kilómetro de la superficie—. La Sala 8, por sí sola, tenía 50 metros de longitud por 25 metros de anchura, y una altura de al menos siete metros. Contenía miles de lo que parecían bolsas marrones de papel, pulcramente alineadas. De hecho, lo que contenían era oro: aproximadamente 8198 lingotes, además de 1300 bolsas con monedas de oro mezcladas, 711 bolsas con piezas de oro de veinte dólares americanos, planchas de imprenta usadas por el Reich para acuñar moneda y 276 000 millones de marcos, prácticamente la totalidad de la reserva del tesoro nacional alemán. También contenía obras de arte y antigüedades, entre ellas los grabados del Apocalipsis de Durero, pinturas de Caspar David Friedrich, mosaicos bizantinos, alfombras islámicas y entre uno y dos millones de libros. La mayor parte del contenido del Museo Kaiser Friedrich, guardado en 45 cajas, se hallaba asimismo depositado en Merkens. El museo no había sido objeto de saqueo, pero se decidió trasladar sus obras desde Berlín por motivos de seguridad. En el inventario final de la MFAA se eumeraban 393 pinturas fuera de cajas, 1214 cajas de obras de arte, 140 piezas textiles y 2091 cajas con grabados.

Allí había tanto oro que los soldados se metían lingotes en el bolsillo como recuerdo, y para procurarse una jubilación anticipada. Posey escribió a su esposa el 20 de abril: «En la mina de oro me han llenado el casco con monedas de oro de veinte dólares americanos, y me han dicho que podía quedármelas. Pesaba tanto que no podía levantarlo del suelo —contenía 35 000 dólares—, de modo que las hemos metido de nuevo en los sacos y lo hemos dejado ahí. Al parecer, no siento el menor afán por el dinero, pues no he experimentado ninguna emoción al ver tanto acumulado. Tu poema significa más para mí». Kirstein se mostró, también, poco interesado en llevarse nada de souvenir. Lo único que conservó, como recuerdo de sus aventuras, fue un cuchillo nazi de paracaidista.

Con su combinación de arte robado y oro enterrado, Merkers fue el primer depósito de obras de arte expoliadas en atraer la atención internacional de los medios de comunicación, aunque el oro acaparó un mayor interés popular que las piezas artísticas. Resulta interesante señalar que el gobierno de Estados Unidos consideró Merkers como operación financiera y, por tanto, no reservada a la MFAA. Eisenhower, Patton y varios otros generales realizaron una visita oficial a la mina, dando mayor resonancia aún al descubrimiento. George Patton, mientras descendían hacia las profundidades montados en el ascensor, soltó una broma: «Si la cuerda de este “tendedero” se rompe, en el Ejército de Estados Unidos los ascensos van a estar a la orden del día». Eisenhower no lo encontró gracioso.

¿Qué fue del botín de arte expoliado en poder de Hermann Göring? La División Aerotransportada 101.ª de los Aliados, conocida como los «Screaming Eagles» [Águilas Chillonas], encontró más de mil pinturas y esculturas que habían integrado la colección de Göring. Habían sido evacuadas de Carinhall el 20 de abril de 1945 y trasladadas a diversas otras residencias, en un intento constante de mantenerlas fuera del alcance del ejército ruso que, en el expolio de obras de arte, rivalizaba con los alemanes. Göring abandonó su residencia ocho días después y ordenó que la dinamitaran tras su partida. Escapó llevando consigo apenas unas pocas pinturas, entre ellas seis obras de Hans Memling, algo más joven que Van Eyck y residente, como él, en Brujas; una de Van der Weyden; y el Cristo con la mujer adúltera, obra que Göring consideraba de Vermeer, cuando en realidad había sido pintada por el falsificador holandés Han van Meegeren hacía sólo unos años. Göring fue detenido el 5 de mayo de 1945. Fue juzgado en Núremberg, pero se suicidó antes de que lo ejecutaran.

La justicia también alcanzó al Gauleiter August Eigruber. Fue arrestado por el Tercer Ejército pocos días después de que éste llegara a la mina. Actuó como testigo en los juicios de Núremberg, y fue juzgado en la causa por los campos de concentración de Mauthausen-Gusen. Fue condenado a morir ahorcado en marzo de 1946 por el Tribunal Militar Internacional de Dachau, y ejecutado el 28 de mayo de 1947.

Durante los juicios de Núremberg, el consejo que acusaba a los criminales de guerra nazis presentó diapositivas de una selección del material confiscado que había sido rescatado de la mina de Altaussee. Al término del pase, y cuando se leían ya los datos estadísticos referidos a los objetos robados, el consejo declaró: «Nunca, en la historia del mundo, se ha reunido una colección tan vasta con tan pocos escrúpulos».

Ya de regreso en París, con el Tercer Ejército, el capitán Robert K. Posey fue convocado a un encuentro con su comandante. Le habían concedido el mayor honor del gobierno belga, la Orden de Leopoldo, un equivalente al nombramiento de caballero. A su comandante correspondía imponer la orden al capitán Posey, héroe de guerra y uno de los salvadores de los grandes tesoros robados por los nazis. El comandante ejecutó el ritual de la Orden de Leopoldo a la manera tradicional: besándolo en las dos mejillas.

El arte es un imán simbólico para el nacionalismo, más aún que cualquier bandera. Las naciones son los pastores. Su éxito o su fracaso a la hora de defender a sus corderos, no sólo de los lobos que actúan de noche, sino de otros pastores con intenciones de robar, es un signo de la fortaleza del país. Esas obras de arte están impregnadas de más valor que cualquier otro objeto inanimado. Su preservación se ha considerado desde antiguo más importante, en tiempos de guerra, que la de gran cantidad de vidas humanas. Si esas obras abandonan la nación que las ha visto nacer, dicha nación pierde un pedazo de su civilización. Si esas obras se destruyen, el mundo civilizado pasa a serlo menos.

A través de seis siglos e innumerables delitos, la obra maestra de Jan van Eyck, una de las pinturas más importantes del mundo, se ha salvado. Finalmente, la obra de arte más codiciada de la historia ha sobrevivido a quienes se apoderaron de ella, y sigue siendo lo que una gran obra de arte debe ser: un tesoro admirado por la humanidad, que seguirá existiendo cuando tanto sus destructores como sus protectores desaparezcan, y que proclamará eternamente el mayor de los dones de la creación humana.

Ya a salvo en Bélgica al término de la Segunda Guerra Mundial, El retablo de Gante, tras una vida azarosa, había llegado al final de su largo viaje.

¿O no?