A la búsqueda de arte robado nazi se la ha llamado la mayor caza del tesoro de la historia. El trofeo supremo entre los tesoros secuestrados era La Adoración del Cordero Místico. Y el destino del retablo durante la Segunda Guerra Mundial, lo mismo que el de la mayoría de las obras maestras europeas, se decidió gracias al heroísmo de un agente doble austríaco, de un grupo de mineros y de un oportuno dolor de muelas.
En mayo de 1940, el ejército alemán invadió Holanda y Bélgica. Dado que muchos de los tesoros artísticos belgas ya habían sido objeto de saqueo durante la Primera Guerra Mundial, y a la vista del rápido avance de las tropas, el gobierno del país buscó un refugio seguro al que enviar sus piezas artísticas más preciadas. El retablo de Gante era el tesoro nacional belga; mientras se viera libre de daños y no cayera en manos extranjeras, Bélgica mantendría el control.
En un primer momento, el gobierno pensó en el Vaticano como lugar de refugio. Un camión iba ya rumbo a Italia, cargado con diez grandes cajones, cuando el país transalpino se unión al Eje y declaró la guerra. Entonces Francia se ofreció a custodiar El Cordero, y el vehículo dio media vuelta y se dirigió al Château de Pau, en la falda de los Pirineos, lugar de nacimiento de Enrique IV. Había algo poético en el hecho de que la ciudad natal del monarca francés cuyas conversiones del protestantismo al catolicismo habían causado tanta muerte y destrucción, protegiera un tesoro católico que había estado a punto de arder a manos de los alborotadores protestantes durante la revuelta de 1566. El Castillo de Pau ya albergaba muchas de las obras de arte de los museos nacionales franceses, incluido el Louvre. La Adoración del Cordero Místico se sumaba, así, a su tesoro oculto. Su custodio sobrevenido, y guardián de todas las obras de arte francesas durante la guerra, fue Jacques Jaujard, director de los Museos Nacionales Franceses y del mismo Louvre.
Nacido en Ansières, Francia, Jaujard era un hombre valeroso en un puesto desesperado —a cargo de la seguridad de las colecciones artísticas nacionales francesas durante la ocupación nazi, entre 1940 y 1944—. Con cada derrota del ejército francés ante el avance nazi, Jaujard ordenaba que los tesoros artísticos, convenientemente embalados, fueran trasladados todavía más al sur, lejos de la primera línea de combate, a ubicaciones que parecían inevitablemente seguras de toda posibilidad de desperfecto. Estaba convencido de que los nazis serían detenidos antes de que llegaran a Lyon, o a Pau. Pero la marea seguía avanzando con alarmante seguridad. Tras París, Jaujard se trasladó a Chambord, el castillo del valle del Loira, al sur de la capital, donde se encontraba la famosa escalinata de doble hélice en la que dos escaleras de caracol se retuercen la una contra la otra sin llegar a tocarse, siguiendo un diseño de Leonardo da Vinci. Desde allí, había empezado a dirigir el envío de obras de arte a lugares situados más al sur, sobre todo a una serie de museos y castillos de la Provenza y los Pirineos, cuando los alemanes lo sorprendieron. Le informaron de que él era el primer alto funcionario francés al que habían encontrado aún de servicio, y no huyendo ni escondiéndose. Fue entonces cuando Jaujard supo que Hitler había ordenado que todas las obras de arte y documentos históricos franceses fueran requisados para que sirvieran de moneda de cambio en las negociaciones de paz con Francia (se convertirían en propiedad alemana a cambio de un alto el fuego). Era poco lo que Jaujard podía hacer, más que ordenar el traslado al sur de obras de arte, y rezar. Pero, a pesar de que en su calidad de funcionario, era incapaz de garantizar que las obras francesas permanecerían en suelo francés, contaba con una estrategia. Preparó una red secreta de informantes que llevarían un registro de qué obras de arte eran confiscadas, y adónde se dirigían. En realidad dicha red constaba, principalmente, de una discreta bibliotecaria llamada Rose Valland, oficinista del Museo Jeu de Paume de París, que se convirtió en el depósito de las obras de arte robadas por los nazis en Francia.
En el mes de junio los alemanes habían conquistado Holanda y Bélgica. A los belgas les preocupaba sobre todo que Hitler quisiera apoderarse de El Cordero para vengarse de la restitución a que el Tratado de Versalles había obligado a Alemania. El hecho de que ésta hubiera sido obligada a devolver los paneles laterales al término de la Primera Guerra Mundial había indignado al pueblo llano del país. Ahora, la confiscación de El retablo de Gante por parte de Hitler borraría, simbólicamente, lo que ellos percibían como injusticias contra Alemania acordadas en el Tratado de Versalles.
En mayo de 1940, muy poco después de que once de los doce paneles originales fueran enviados a Pau para salvaguardarlos, un oficial nazi llegó a Gante. Se trataba del Oberleutnant Heinrich Köhn, del Departamento de Protección del Arte nazi. Se le había encomendado específicamente investigar el robo de los Jueces Justos, cometido en 1934 y aún sin resolver, así como la captura de aquel último panel desaparecido.
Köhn, nazi fanático y de aspecto físico parecido al de Hitler, incluido el característico bigote corto, había recibido el encargo directamente de Joseph Goebbels. Éste, ministro nazi de propaganda poseedor de un doctorado en teatro romántico, ascendió al poder junto con Hitler, y se hizo un nombre por sí mismo encabezando la quema de libros «degenerados», según el criterio del nacionalsocialismo. Cerebro de los ataques a los judíos alemanes, incluida la famosa Noche de los Cristales Rotos (Kristallnacht), de 1938, estableció también una técnica propagandística que se conoce como «la gran mentira», basada en el principio según el cual una falsedad, si resulta lo bastante osada, se proclama con la convicción e insistencia suficientes, será aceptada como verdad por las masas. Heinrich Köhn era el sabueso de Goebbels, e iba en busca de un regalo único para el Führer. Goebbels había programado la misión con la idea de poder obsequiar el panel a Hitler en 1943, para conmemorar el décimo aniversario de su llegada al poder.
El pueblo de Gante tenía motivos para el nerviosismo, a pesar de que once de los doce paneles estuvieran depositados en el extranjero. ¿Por qué iban a enviar a un detective nazi para investigar el paradero de la pieza desaparecida, si no pretendían apoderarse también de las otras once?
Köhn era un investigador meticuloso, pero no hablaba ni entendía la lengua flamenca. Solicitó y obtuvo la ayuda de Max Winders, simpatizante nazi, arquitecto de Amberes y asesor del Consejo Artístico del Ministerio de Educación Belga, que lo acompañó hasta Gante. Llegaron en septiembre de 1940. La primera persona con la que hablaron fue el canónigo de la catedral del San Bavón. Gabriel van den Gheyn había mantenido a buen recaudo La Adoración del Cordero Místico durante la Primera Guerra Mundial, y haría todo lo que pudiera durante la Segunda. Juntos revisaron todas las páginas de los archivos en relación con la historia del retablo y de la catedral de San Bavón, y registraron el Ministerio de Justicia, la catedral y los archivos municipales de Gante. Pero en todos los centros de documentación se encontraron con el mismo obstáculo inesperado: la mayoría de las páginas sobre el robo de los Jueces Justos había desaparecido.
Tras el robo de 1934 se habló de encubrimiento y conspiración, y llegó a decirse que Van den Gheyn, en otro tiempo héroe, había sido cómplice. Aunque las pistas sugerían que el panel había sido ocultado en algún lugar prominente, tal vez incluso en la fachada de la catedral, el caso se cerró, y los documentos regresaron a sus respectivos archivos. Ahora, cuando Köhn reabría la investigación, se descubrió que partes de todos los archivos más relevantes habían desaparecido. Alguien los había sustraído entre la fecha del robo y la Segunda Guerra Mundial. Si la teoría del grupo inversor era cierta, entonces era lógico que los archivos hubieran sido alterados.
Köhn entrevistó a todos los que de un modo u otro habían participado en la investigación sobre el robo, del que se habían cumplido seis años. Y constató que, o bien se habían secado todas las líneas, o bien existía un pacto colectivo para guardar silencio. Que Van den Gheyn acompañara a Köhn en sus pesquisas sonaba a algunos a complicidad; otros, en cambio, creían que la mejor manera de apartar al detective nazi de la verdad era permanecer a su lado en todos los pasos del camino. Si bien la búsqueda del panel de los Jueces Justos por parte de Köhn no daba frutos, sí indicaba al pueblo de Gante que la intención de los nazis de apoderarse del tesoro era seria.
A pesar de que no se supiera más allá de los círculos nazis, existían razones de peso para temer que los alemanes se apoderaran de gran parte de los tesoros artísticos europeos. Hitler contaba con un plan para reunir las obras de arte más importantes del mundo y crear con ellas un kulturhaupstadt, un supermuseo del tamaño de una ciudad, que se construiría en Linz, Austria, su ciudad natal. A ese fin, Hitler dio instrucciones a sus oficiales para que capturaran y le enviaran las piezas que encontraran durante sus conquistas.
Se han ofrecido diversas explicaciones para dar razón del entusiasmo y la pasión que Hitler mostraba por el proyecto. El Führer había sido un estudiante de arte frustrado. Por considerarse que su obra era de escasa calidad, no fue aceptado ni como alumno de pintura ni de arquitectura en Viena. Ahora disponía de una oportunidad de demostrar a los señores que dominaban el mundo del arte que no sólo se habían equivocado al rechazarlo, sino que él podía privarlos de sus mejores tesoros. El complejo de inferioridad de Hitler, sobre el que tanto se ha escrito, podría haber contribuido también a su elección de Linz —una ciudad de clase obrera sin mucho que ofrecer culturalmente— como nueva capital mundial del arte. Al engrandecer de ese modo la ciudad de su infancia, engrandecía también sus modestos orígenes. El Linz de Hitler sería conocido a partir de entonces y para siempre como la capital de la cultura mundial, su kulturhaupstadt. La antipatía que sentía por Viena, ciudad que en un tiempo idealizó, hasta que fue rechazado como estudiante y se vio obligado a instalarse en una vivienda social para personas de escasos recursos, también pudo contribuir a su elección de Linz. Así, desnudaría a la vieja capital cultural austro-húngara y elevaría por encima de ella a su vecina pobre.
La ciudad de Linz en su conjunto iba a ser convertida en un inmenso museo que albergaría piezas artísticas de todo el mundo. Todos los historiadores del arte acudirían a estudiarlo. Incluso las obras que Hitler consideraba «degeneradas», sobre todo las pertenecientes a los movimientos impresionista, postimpresionista y abstracto, de finales del siglo XIX y principios del XX, serían ubicadas en un museo especial para que las futuras generaciones las contemplaran como prueba de lo grotesco de lo que el nazismo había salvado a la humanidad. La ciudad, naturalmente, habría de ser transformada por completo, los viejos edificios derribados para dejar espacio a las flamantes instalaciones del nuevo museo. Se contaba un chiste según el cual mientras que Múnich era la ciudad del «movimiento nazi» (Nazi Bewegung), Linz se convertiría en la ciudad del «terremoto nazi» (Nazi Bodenbewegung).
No sorprende que los planes de Hitler en materia de arte fueran consecuencia de su programa social. Era un apasionado del arte de los pintores del norte de Europa, o de la temática del norte de Europa. Buscaba obras de artistas teutones y escandinavos, o de temática teutónica y escandinava —un arte que, para él, demostraba la grandeza aria—, de autores como Brueghel, Cranach, Durero, Friedrich, Vermeer, Holbein, Rembrandt, Bouts, Grünewald y Jan van Eyck.
Hitler ya contaba con experiencia como censor. En los inicios de su mandato como Führer había ordenado el cierre del ala moderna del que había sido museo del príncipe de la Corona, la Galería Nacional de Berlín, la misma en la que se habían exhibido los seis paneles de El retablo de Gante hasta la firma del Tratado de Versalles. Se refería a ella, por las obras de Kandinsky, Schiele, Malevich y Nolde que contenía, como a la «Cámara de los Horrores». Fue el Ministerio de Educación el que la cerró oficialmente el 30 de octubre de 1936, apenas unos meses después de la partida de los visitantes extranjeros que habían acudido a Berlín con motivo de la celebración de los Juegos Olímpicos. El momento de la clausura indica que los nazis eran conscientes de que sus opiniones sobre el arte no serían bien recibidas en gran parte del mundo.
Aquello fue una señal de los tiempos que corrían. Dos meses antes, el director del Museo Folkwang, de Essen, se había deshecho de un cuadro de Kandinsky, vendiéndoselo a un marchante por 9000 marcos, en el transcurso de un acto público de lo que se denominó «purificación». Según reiteraba, esa clase de arte degenerado infectaba a todo el que lo contemplaba, por lo que debía ser perseguido y apartado no sólo de los museos, sino también de las colecciones privadas. Para establecer un punto de contraste edificante, la Casa del Arte Alemán (Haus der Deutschen Kunst), se inauguró en marzo de 1937. Se trataba de una exposición anual de obras de arte aprobadas por el Reich que marcaba un ejemplo de elevación moral de lo que debía ser el arte del Imperio. Se alojó en el primer edificio erigido como monumento de la propaganda alemana, que se construyó entre 1934 y 1937, en una relectura del estilo neoclásico que acabaría encarnando la arquitectura fascista.
Aunque los nazis expresaban públicamente su desprecio por lo que denominaban «arte degenerado», eran sin duda conscientes de su valor monetario. Unos iconoclastas auténticos habrían deseado ver esas obras destruidas, pero los nazis no vacilaron en aprovecharse de aquello que denunciaban, y vendían el arte confiscado a marchantes y coleccionistas que sí lo apreciaban y que seguirían considerándolo objeto de veneración y belleza.
El 30 de junio de 1937 Hitler autorizó a Adolf Ziegler, pintor y presidente del Departamento del Reich para las Artes Plásticas, a requisar, con motivo de una exposición, ejemplos de arte alemán degenerado que se hallaran en posesión de las instancias imperiales, provinciales o municipales de Alemania. Ziegler era uno de los asesores artísticos del Führer, y amigo personal desde hacía mucho tiempo (Hitler le había encargado que pintara un retrato de homenaje a su sobrina, que se había suicidado recientemente). Éste coleccionaba algunas de las pinturas de Ziegler, que exhibía en su residencia de Múnich. Lo irónico del caso es que Ziegler había iniciado su carrera como pintor de tendencias modernas, tendencias que posteriormente contribuiría a condenar.
Cuando llevaba apenas veinte días en su nuevo cargo, Ziegler inauguró la que tituló como Exposición del Arte Depravado, que primero pudo verse en Múnich, y posteriormente en Berlín, Leipzig y Düsseldorf. La muestra era el resultado de la confiscación rápida y sistemática de lo mejor del arte moderno existente en las colecciones alemanas. Los mejor representados (o tal vez habría que decir los peor representados) eran los autores abstractos y minimalistas, así como los de origen no teutónico. El que tenía un mayor número de obras expuestas era Emil Nolde, que contaba con veinte. Entre las piezas de otros artistas famosos puestos en la picota se encontraban nueve cuadros de Kokoschka, seis de Otto Dix, y pinturas de Chagall, Kandinsky y Mondrian.
La exposición se había estructurado y realizado intencionadamente para que las obras expuestas no lucieran. Las 730 piezas se presentaban muy juntas, apretujadas en galerías estrechas y escasamente iluminadas. La luz que podría haber penetrado a través de las ventanas se cubría con pantallas que, a su vez, se agujeraban para que a través de ellas se colaran rayos cegadores de sol. Las esculturas se dispusieron frente a las obras pictóricas. Junto a ciertos lienzos se instalaron placas con comentarios denigratorios. En una pared donde se exhibían las obras de artistas alemanes contemporáneos podía leerse la siguiente inscripción: «Hasta hoy, éstos eran los instructores de la juventud alemana». La muestra, itinerante, realizó escalas en las ciudades artísticamente más ricas del país, como si se tratara de acusadores que arrastraran a brujas de un lado a otro para que el pueblo pudiera verlas antes de enviarlas a la hoguera.
Tras la exposición, Hitler organizó un saqueo masivo a su propio pueblo, disfrazado bajo la apariencia de una «purificación». Por toda Alemania, todas las obras de arte que el comité de Ziegler consideraba depravadas, sin más criterio que ése, eran confiscadas sin que mediara compensación económica y sin diferenciar si ésta se hallaba en un museo, una galería de arte, un domicilio particular o una iglesia.
Al parecer, esos saqueos ocurrieron antes de que ni el propio Hitler desarrollara una idea clara de qué arte le gustaba y admiraba. Artistas que no tardarían en convertirse en favoritos suyos y de otros líderes nazis, como Rembrandt y Grünewald, cuyas obras representaban algunas de las cimas más altas del arte teutónico, fueron incluidas en aquella primera caza de brujas artística. En total, 12 000 dibujos y 5000 pinturas y esculturas se requisaron de 101 colecciones públicas, y eso sin contar las incalculables confiscaciones a particulares. Entre ellos se encontraban trabajos de Cézanne, Van Gogh, Munch, Signac, Gaugin, Braque y Picasso. Tal vez el más conocido de todos ellos era el Retrato del doctor Gachet, de Vincent van Gogh.
Hitler inspeccionó las obras requisadas en un almacén de Berlín. En un catálogo de seis volúmenes se enumera su contenido:
La suma total era de 12 890 artículos que los nazis arrebataron a sus compatriotas alemanes. Tras su inspección, Hitler declaró que bajo ningún concepto serían devueltos a sus propietarios, ni se pagaría indemnización alguna por ellos. Previendo una actuación similar, se elaboró una lista con el contenido de las colecciones tanto públicas como privadas en Viena, la ciudad que Hitler esperaba con impaciencia poder desbancar como centro cultural.
¿Y qué era lo que había que hacer con todo ese arte degenerado? La Berlin Amt Bildende Kunst (Oficina para las Artes Pictóricas) era una subdivisión del Amt für Weltanschauliche Schulung und Erziehung (Oficina para la Educación Política Mundial y el Adoctrinamiento). Ello implicaba que cualquier operación nazi relacionada con el arte pictórico, incluida la confiscación, era ejecutada por —y debía responder a— la oficina de propaganda y adoctrinamiento, lo que ayuda a comprender cómo la censura nacionalsocialista al «arte degenerado» se transformó en saqueo artístico.
Siguiendo las instrucciones de Joseph Goebbels y el Comité de Propaganda del Reich, en mayo de 1938 se formó un grupo encargado de determinar la mejor manera de deshacerse de las obras de arte confiscadas. Ese mes resultó importante para la formación de los planes de Hitler en relación con cómo abordar el arte en el Tercer Reich. En abril de ese mismo año, ya había empezado a pergeñar la idea de convertir Linz en centro cultural del Imperio. Y posteriormente, en mayo, visitó a Mussolini en Roma y quedó empequeñecido ante la majestad y la historia palpable de la ciudad, que, según él, hacía que Berlín pareciera un castillo de arena. Desde ese momento aspiró a crear una réplica del Imperio romano, no sólo geográficamente, sino también a través de unos monumentos que proclamaran la vocación de permanencia de su gobierno. El arte y la arquitectura eran los legados de las grandes civilizaciones. La Antigua Roma había saqueado los territorios que había conquistado. Los obeliscos de la Piazza del Popolo y la de San Pedro del Vaticano habían sido tomados como trofeos de guerra tras la caída de Egipto. Hitler seguiría los pasos de Roma, y llegaría a diseñar su propio mausoleo, que sería la pieza central del diseño urbano de Linz, y que se inspiraría en el mausoleo dedicado a Adriano que existía en el Castel Sant’Angelo.
Durante una visita a Florencia, ese mayo, el Führer se enamoró del Ponte Vecchio. Y después, para enojo de Mussolini, que no era en absoluto amante del arte, dedicó tres horas a recorrer la Galería Uffizi, maravillándose ante aquella casa de los tesoros maravillosos y tal vez elaborando una lista mental de lo que se llevaría de allí cuando llegara el momento.
De regreso en Berlín, el Comité de Propaganda del Reich se reunió por primera vez. Estaba formado, entre otros, por Ziegler y algunos marchantes de arte con contactos en el extranjero. A los miembros del grupo de trabajo se los autorizó a que escogieran las obras almacenadas que quisieran y las vendieran en otros países para obtener divisas, con la condición de que quedara claro que las obras no tuvieran ningún valor para Alemania.
El principal marchante dedicado a la venta de obras de arte requisadas por los nazis fue la Galerie Fischer de Lucerna, Suiza, que aún hoy sigue siendo una casa de subastas en funcionamiento. La galería organizó una subasta internacional, asegurando que los beneficios servirían para adquirir nuevas obras de arte para los museos de los que provenía el contenido de las piezas subastadas. En realidad, aquellos beneficios se usaron para fabricar armamento nazi.
Las obras que no se habían vendido cuando llegó el 20 de marzo de 1939, fecha en la que, repentinamente, se ordenó que el almacén se convirtiera en depósito de cereales, fueron quemadas en el patio de un parque de bomberos próximo. A la pira fueron a parar 1004 pinturas al óleo y esculturas, y 3825 obras sobre papel. Pero antes de que se realizaran las ventas y las quemas, algunas de las mejores obras confiscadas fueron «retiradas» por algunos líderes nazis y pasaron a engrosar sus colecciones privadas.
Hitler no era el único dirigente nazi que coleccionaba con pasión obras de arte obtenidas de saqueos de guerra. El coleccionista privado más sobresaliente fue Hermann Göring, mariscal de la Luftwaffe del Reich. Durante la Segunda Guerra Mundial, Göring reunió una inmensa colección de una calidad extraordinaria en Carinhall, su finca situada a las afueras de Berlín. Aquel sofisticado pabellón de caza había sido construido en recuerdo de su primera esposa, una sueca llamada Karin, que había fallecido en 1931. Allí viviría tras sus segundas nupcias con Emma Sonneman, cuyo nombre puso a su segunda residencia, Emmyhall. Pero fue a la primera a la que, póstumamente, empezó a idolatrar, y creó una completa colección de obras de arte concebida como santuario votivo para ella. Carecía por completo de escrúpulos sobre el medio de adquirir las piezas. Cuando empezó la guerra, Göring pronunció una frase infame: «Antes lo llamaban saqueo. Pero hoy las cosas han llegado a ser más humanas. Con todo, yo pienso saquear, y hacerlo a conciencia».
Los gustos de Göring eran reflejo de los de Hitler. Al término de la guerra poseía sesenta cuadros robados del maestro alemán del siglo XVI Lucas Cranach el Viejo, cuya vida y obras se consideraban ejemplo del mejor arte teutónico. Su preferencia por el arte y los artistas germánicos era tal que en una ocasión entregó ciento cincuenta pinturas auténticas de autores impresionistas y postimpresionistas franceses a cambio de un solo Vermeer, el Cristo con la mujer adúltera, que resultó ser una copia de apenas dos años de antigüedad creada por Han van Meegeren, maestro de las falsificaciones.
Sobre el papel, la política nazi durante la Segunda Guerra Mundial acataba las directrices sobre protección de obras artísticas establecidas en la Gran Guerra: dado que el gran arte era eterno, debía elevarse por encima de las contiendas bélicas y ser preservado como gran logro de la civilización humana. Pero, una vez más, aunque aquellas palabras sonaban muy bien, en el fragor de la batalla las cosas se veían de otro modo.
El 26 de junio de 1939, Hitler promulgó la directriz oficial por la que pretendía obtener obras para su proyecto de museo de Linz. Pero, a la vez, le preocupaba la opinión internacional respecto de sus actuaciones, por lo que se mostró vacilante a la hora de iniciar los saqueos de inmediato, al menos los que tenían por objeto las obras más famosas. Y se tomó la molestia —sobre todo a través de Goebbels y el Ministerio de Propaganda— de aportar excusas legales para justificar el saqueo y la destrucción que planeaba, por más endebles que fueran. Éstas iban desde la captura legalizada de bienes que pertenecieran a los «enemigos del Reich» (judíos, católicos, masones, o cualquiera que tuviera algo que mereciera la pena robar), hasta la adquisición de obras de arte para negociar con ellas las condiciones de un futuro armisticio, recurso de inspiración napoleónica.
En 1940, algunas divisiones especiales de historiadores del arte y arqueólogos recibieron el encargo de realizar inventarios de las posesiones artísticas de todos los países europeos, teóricamente para protegerlos del robo y los posibles daños. La dirección de los mismos corrió a cargo del doctor Otto Kümmel, director de los Museos estatales de Berlín, y la suma de ellos acabó por conocerse como el Informe Kümmel. Pero el Estado, controlado por el Partido Nazi, tenía otros motivos. De hecho, el Informe Kümmel detallaba una lista de obras de arte que los nazis consideraban posesiones legítimas del Tercer Reich. El Estado planeaba en secreto usar esos inventarios a modo de listas de deseos, y se embarcaría en un programa de apropiaciones del que, en un primer momento, las divisiones especiales del ejército no tenían conocimiento. Éste obedecía las órdenes relativas a la confiscación de propiedades, pero en su mayor parte no participaba él mismo de aquellos saqueos. Una destacada excepción la constituía Göring, que robaba para ampliar sus colecciones privadas.
El Informe Kümmel incluía todas las obras completadas o encargadas en Alemania o por un alemán en cualquier momento de la historia, cualquier obra de «estilo alemán» (una descripción lo bastante amplia como para que cupiera en ella la pintura renacentista y romántica septentrional, así como cualquier otra cosa que fuera del gusto del Führer), y cualquier obra que, a partir de 1500, hubiera existido en Alemania y hubiera sido trasladada a otro país. El retablo de Gante encajaba en todas aquellas categorías, y la pérdida de los laterales en virtud del Tratado de Versalles era una herida abierta y sangrante para Hitler.
Un adelanto de los grandes planes de Hitler se conoció en junio de 1940, cuando Francia cayó en poder de los nazis. Éste, meticulosamente, orquestó su venganza, y ordenó a sus tropas que buscaran y encontraran el mismo vagón de tren en el que se había firmado el Tratado de Versalles en 1918. Mandó que derribaran el edificio que lo alojaba; el vagón fue enviado entonces a la misma porción de terreno de Compiègne, cerca de Versalles, donde había tenido lugar la firma del tratado. Hitler se sentó en la misma silla usada por el mariscal Foch, jefe de las tropas francesas durante la Primera Guerra Mundial, durante la firma del acuerdo. Sólo entonces, en el mismo vagón pero con el Führer ocupando el asiento del vencedor, los franceses fueron obligados a firmar un armisticio. Tras la ceremonia, el vagón fue enviado a Berlín, donde permaneció expuesto al público, para demostrar que el poderoso Hitler había corregido los ultrajes del Tratado de Versalles.
El ministro de Asuntos Exteriores del Reich declaró, el 21 de julio de 1940, que «salvaguardarían» las obras de arte de Francia que se encontraran en colecciones privadas y públicas. El ejército alemán, aparentemente, creía que la declaración de su gobierno en relación con la protección del arte era sincera, mientras que el propio Reich no tenía la menor intención de cumplir con su palabra. La verdad empezó a ponerse de manifiesto el 17 de septiembre de 1940, fecha en que Hitler anunció la formación de la Sonderstab Bildende Kunst (Personal de Operaciones Especiales para las Artes), cuya misión principal consistía en confiscar obras de las colecciones judías en Francia, y que estrenaron con la rica familia Rothschild. Dicha unidad fue la precursora de la Einsatzstab Reichsleiter Rosenberg (Personal Operativo Rosenberg, o ERR), dirigida por Alfred Rosenberg.
La ERR inició su andadura el 5 de junio de 1940, cuando el Reichsführer Alfred Rosenberg propuso que todas las bibliotecas y archivos existentes en los países ocupados fueran registrados en busca de documentos que pudieran ser de valor para Alemania. Hitler dio su aprobación. La confiscación de esos documentos condujo a la de obras de arte en la medida en que las atribuciones de la ERR se ampliaron.
Alfred Rosenberg había nacido en Tallin, donde se alineó con los Blancos durante la Revolución rusa. Cuando los bolcheviques tomaron el poder, huyó a Múnich, donde llegó en 1918. Se afilió al nuevo Partido Nacional Socialista Alemán de los Trabajadores, que no tardaría en convertirse en el Partido Nazi. Editó el periódico del partido, trabó amistad con Hitler, e incluso aseguraba haber sido el coautor de Mein Kampf. En 1929 fundó la Liga Militante para la Cultura Alemana, y perdió contra Joachim von Ribbentrop la carrera cuya meta era la cartera del Ministerio de Asuntos Exteriores. Tras la invasión de la Unión Soviética durante la guerra, Rosenberg sería nombrado jefe del Ministerio de los Territorios Orientales Ocupados, y la dirección de la ERR recayó en otros.
En un primer momento Rosenberg contrató a historiadores del arte para que confeccionaran listas de monumentos importantes. A esos mismos profesionales se les encargaba, ahora, supervisar la confiscación de obras de arte y documentos, en ocasiones de manera abierta y desvergonzada, y otras veces con la excusa apenas fingida de la protección de las piezas de los desastres de la guerra.
La acumulación de obras de arte por parte de Hitler y Göring para su disfrute personal era de tal magnitud que incomodaba al propio Alfred Rosenberg. Cuando sus superiores deseaban hacerse con algunas de las piezas confiscadas, éstas desaparecían a todos los efectos. Rosenberg empezó a insistir a su personal que solicitaran recibos a los agentes de Hitler y Göring por cualquier obra confiscada que ellos, a su vez, requisaran de la Einsatzstab Rosenberg.
Sólo en Francia, entre 1940 y 1944, veintinueve cargamentos de obras de arte se trasladaron hasta Alemania en 137 camiones que contenían 4174 arcones llenos de piezas. Y en un informe fechado el 3 de octubre de 1942, Alfred Rosenberg informaba a Hitler que, hasta la fecha, había supervisado la confiscación y el envío a Alemania de 40 000 toneladas de muebles de gran valor.
Es posible que el alcance total del saqueo nazi de obras de arte no se conozca nunca, pero de sus espectaculares dimensiones dejan constancia los inventarios de la Einsatzstab Rosenberg. En una fecha tan temprana como era el 20 de marzo de 1941, Rosenberg redactó un informe entusiasta e informal para el Führer describiendo el éxito de su saqueo en París, sobre todo las pertenencias de lo más granado de los marchantes de arte judíos.
Informo de la llegada del envío principal de posesiones judías sin propietario a la remota localidad de Neuschwanstein a bordo de un tren especial el sábado 15 de este mes [marzo de 1941]. El convoy, organizado por el Reichsmarschall Hermann Göring, estaba formado por 25 vagones exprés de equipajes llenos de pinturas, muebles, gobelinos [tapices], piezas de artesanía y ornamentos de la mejor factura. El envío constaba sobre todo de las secciones más importantes de las colecciones de los Rothschild, Seligmann, Bernheim-Jeune, Halphen, Kann, Weil-Picard, Wildenstein, David-Weill y Levy-Benzion.
Mi Equipo de Operaciones Especiales inició la actuación confiscatoria en París durante el mes de octubre de 1940 sobre la base de tu orden, mi Führer. Con la ayuda del Servicio de Seguridad y de la Policía Secreta de Campo todo el almacenamiento y los escondites de las posesiones de arte pertenecientes a los judíos fugitivos emigrantes pudieron ser localizados. Esas posesiones se concentraron después en ubicaciones proporcionadas por el Louvre de París [el Museo del Jeu de Paume]. Los historiadores del arte de mi equipo catalogaron científicamente la totalidad del material artístico y fotografiaron todas las obras de valor. Así, una vez concluida la labor, en breve estaré en disposición de enviarte un catálogo definitivo de todas las obras confiscadas con las fechas precisas de sus orígenes, así como con su correspondiente evaluación y descripción completas. Hasta la fecha, el inventario cuenta ya con más de 4000 obras de arte individuales del más alto valor artístico [sólo de París].
Dos años después, en abril de 1943, el inventario había crecido hasta incorporar 9455 obras de arte. El 16 de abril de ese mismo año Rosenberg envió a Hitler otra reveladora carta, que acompañaba de varios álbumes de fotografías de las obras robadas destinadas al Führermuseum de Linz.
Mein Führer: en mi deseo de proporcionarte, mein Führer, algo de dicha por tu cumpleaños, me tomo la libertad de obsequiarte con un cartapacio que contiene fotografías de algunas de las pinturas más valiosas que mi Einsatzstab, en cumplimiento de tus órdenes, ha salvado de colecciones de arte judías sin dueño en los territorios ocupados occidentales. […] Te ruego, mi Führer, que me concedas la ocasión, durante mi próxima audiencia, de informarte verbalmente sobre el alcance y la dimensión de este acto de apropiación artística […] A medida que se vayan completando, iré enviándote más catálogos. Me tomaré la libertad, durante la audiencia solicitada, de entregarte, mi Führer, otros veinte álbumes de imágenes, con la esperanza de que esa breve dedicación a obras de arte hermosas que tan próximas están a tu corazón haga llegar un rayo de belleza y dicha a tu vida venerada.
Ése sería el primero de los muchos álbumes creados por la ERR. El informe oficial, conocido como Informe Rosenberg, aparecido el 14 de julio de 1944, se componía de 39 volúmenes mecanografiados que contenían 2500 fotografías y que documentaban un total de 21 903 obras de arte producto de saqueo. Entre ellas se encontraban:
El inventario no incluía las obras confiscadas por Hitler y Göring, que se habían llevado de la ERR.
Con cierta frecuencia, éstos buscaban hacerse con las mismas obras de arte. Aunque la ERR se había establecido siguiendo una directriz de Hitler, se trataba de una unidad dirigida extraoficialmente por Göring, que la usaba como herramienta personal. Oficialmente, Göring debía consultar al Führer, pero lo cierto es que demostró tener la mano muy larga, sobre todo en París, de donde se llevó lo mejor de las colecciones de arte objeto de saqueo antes de enviar el resto a Berlín. Las piezas confiscadas se mostraban primero a Göring, que decidía qué se quedaba él y qué enviaba a Hitler o se destinaba a su almacenamiento.
Según una orden emitida por Göring el 5 de noviembre de 1940, a la ERR se le concedía permiso para apoderarse de todas las obras de arte «sin dueño» —es decir, las que pertenecían a familias judías (dado que los judíos no eran considerados ciudadanos, sus posesiones se cedían al Estado)—. Göring examinaría personalmente las obras confiscadas. Con anterioridad a esa fecha, esas responsabilidades recaían en el comandante en jefe de Alemania en Francia, así como en la embajada alemana en París. Mediante esa nueva orden, Göring arrebataba una parcela de poder a las fuerzas armadas y se situaba como filtro entre el arte robado y Hitler. Tal vez en respuesta directa, trece días después Hitler emitió un dictado según el cual todas las obras confiscadas debían enviarse directamente a Alemania y quedar a su disposición. Ese tira y afloja entre Hitler y Göring sobre los mejores tesoros de los saqueos se prolongaría durante toda la guerra.
El informe de los Aliados sobre la ERR, redactado inmediatamente después de la guerra, el 15 de agosto de 1945, en uno de los mayores depósitos de arte robado, el castillo bávaro de Neuschwanstein, exponía que las importantes operaciones de la unidad eran controladas por Göring. Su control sobre los frutos de las misiones de la ERR entraba formalmente en contradicción con la orden emitida por Hitler el 18 de noviembre de 1940, y durante los dos años siguientes la unidad se convirtió en herramienta de aquél. Rosenberg, al tiempo que se sentía obligado a acatar las órdenes de Hitler, no era una figura política lo bastante fuerte como para oponerse a Göring. Éste, además, contaba con su control de la Luftwaffe, que podía suministrar a la ERR gran parte de los medios de seguridad y transporte que, a través de los canales burocráticos oficiales, resultaban más difíciles de obtener.
La movilidad y la astucia de Göring le proporcionaban ventaja sobre Hitler, que observaba, callaba y emitía comunicados mediante mensajeros desde Berlín. De hecho, Göring visitó, en París, el centro donde se almacenaban las colecciones de arte confiscadas, el Museo del Jeu de Paume, en veinte ocasiones entre 1940 y 1942, y en ninguna de ellas informó con más de cuarenta y ocho horas de antelación. Aquellas visitas no tenían, militarmente, el menor valor estratégico, y se producían única y exclusivamente para que él pudiera seleccionar piezas para su colección personal.
Hitler no mostraba sus cartas ni se ponía tan en evidencia respecto a su museo de Linz, ni a la apropiación de obras de arte de toda la Europa conquistada. En 1940, el alcance de los planes de Hitler en relación con dicha confiscación resultaba desconocido para muchos en el estamento militar. Incluso los altos mandos del ejército, como el conde Franz von Wolff-Metternich, delegado para la protección del arte del jefe de la administración militar en la Francia ocupada, no sabían del plan, ni de la falsa fachada que representaba la División para la Protección del Arte. Lo que sigue es el fragmento de una descripción escrita de Wolff-Metternich.
A principios de agosto de 1940 recibí información confidencial según la cual un secretario de legación, el Freiherr von Kuensberg, había llegado a París con el encargo de tomar posesión de documentos del Ministerio de Exteriores francés en la zona de guerra. Dijo que también le había sido encomendada la misión de confiscar unas obras de arte, en particular las que estuvieran en posesión de judíos y otros elementos hostiles a Alemania. Desde que había asumido mis deberes, era la primera vez que oía hablar de cualquier intento de apropiación indebida de obras de arte, ya fuera a través de órdenes oficiales reales o supuestas. También era la primera vez que llegaba a mis oídos algo que tuviera que ver con la confiscación de posesiones artísticas de judíos. […] Desde el principio me convencí de que las actividades de Kuensberg eran ilegales, y de que él era una especie de gorrón moderno, máxime porque, como se me aseguró, se disponía a llevar a cabo sus actividades sin el conocimiento de las autoridades para la protección de las obras de arte. Su llegada coincidió con una maniobra del embajador, que sin duda tenía por objetivo retirar las obras de arte movibles de Francia del cuidado de «Protección Artística» para que pasaran a poder de la embajada. En mi opinión no cabía duda de que si el cuidado de las obras de arte movibles dejaba de estar en manos de «Protección Artística» y, por tanto, del comandante en jefe del ejército, se abriría la puerta de par en par a depredaciones de toda clase, y la protección de las obras quedaría reducida a una farsa.
El conde Wolff-Metternich no estaba al corriente de la existencia de la Einsatzstab Rosenberg ni de su misión de robar obras de arte y trasladarlas a Berlín.
Él pertenecía al pequeño grupo de alemanes que saldrían del turbio remolino en que se convirtió el saqueo de obras de arte convertidos en héroes. Profesor de la Universidad de Bonn, apasionado de la arquitectura renacentista de Renania (al noroeste de Alemania), Wolff-Metternich era un historiador de la arquitectura reconocido y respetado internacionalmente, un aristócrata cuyas raíces familiares se hundían en la Prusia del emperador Federico Guillermo. Llegó a ser director del Kunstschutz, el programa de conservación cultural alemán que se había establecido durante la Primera Guerra Mundial como unidad militar de protección de obras de arte. El Kunstschutz volvió a establecerse en 1940 como rama del gobierno de ocupación en Bélgica y Francia. Colocar a la cabeza a Wolff-Metternich aportaba una pátina de legitimidad y buenas intenciones a la ocupación alemana.
Según Jacques Jaujard, Wolff-Metternich se enfrentó al embajador nazi en París, Otto Abetz, en 1941, después de que éste ordenara la confiscación de obras de las colecciones de quince importantes marchantes de arte de la ciudad, con la intención aparente de «salvaguardarlas». Wolff-Metternich era un firme defensor de lo estipulado en la Convención de La Haya sobre protección de las propiedades culturales durante las guerras. Y escribiría: «La protección de material cultural es obligación ineludible que vincula por igual a todas las naciones europeas en guerra. No imagino mejor manera de servir a mi propio país que responsabilizarme de la correcta observación de este principio». Si es cierto que otros realizaban declaraciones similares, Wolff-Metternich fue de los pocos cuyas acciones estuvieron a la altura de sus palabras. Se puso en contacto con el embajador, saltándose la jerarquía, y logró que el ejército alemán impidiera que la embajada se apoderara de otras obras de arte de ciudadanos franceses. Se trató de un triunfo breve, pero que demostraba que Wolff-Metternich era un hombre de honor que obstaculizaba los deseos de Hitler, aunque es cierto que su actuación tuvo lugar antes de que Hitler hubiera divulgado del todo el alcance de éstos. En los primeros años de la guerra, el Führer no declaró abiertamente cuáles eran sus planes, y sí se dedicó, en cambio, a enfrentar a sus divisiones especiales contra el ejército para poder robar lo que quería robar bajo el manto protector de las políticas honorables impuestas por el ejército, que en realidad no eran más que una capa superficial de barniz. Las acciones de Wolff-Metternich causaron una honda impresión en el impotente Jaujard, que posteriormente contaría a James Rorimer, teniente de Monumentos, que aquél «había puesto en peligro su cargo, y tal vez también su vida».
El conde Wolff-Metternich, finalmente, recibió una orden del Führer a finales de 1940 en la que declaraba que la Einsatzstab gozaba de libertad para actuar bajo mando directo del propio Hitler, y que se encontraba fuera de la jurisdicción del gobierno militar. Totalmente consternado ante la situación, Wolff-Metternich realizó un último esfuerzo, concediendo quizá un beneficio de la duda excesivo a los oficiales nazis. Se reunió con Göring en París en febrero de 1941. Sobre el encuentro escribió:
Aunque ya a finales de 1940 parecía claro que el botín sería trasladado a Alemania y que Hitler y Göring pretendían compartirlo entre ellos mismos y algunas de las colecciones públicas del país, decidí reunirme con Göring durante su visita a París en febrero de 1941 para inspeccionar el producto del saqueo. Yo albergaba una débil esperanza de que fuera posible decir algo sobre los objetos y los principios de la Protección del Arte, y tal vez añadir una o dos palabras sobre los escrúpulos que podía suscitar el tratamiento de las posesiones artísticas de los judíos. El riesgo era considerable, como descubrí al ser interrumpido bruscamente e invitado a marcharme.
Oficialmente, el control de Göring sobre la ERR terminó con la directriz de Hitler, expresada en una carta enviada por Rosenberg fechada el 18 de junio de 1942. Éste exponía a Göring que a la ERR ya no le resultaría posible poner a su disposición las obras de arte confiscado para sus colecciones personales. ¿Se habría percatado Hitler de lo que sucedía? A pesar de su carta, el coronel y barón Kurt von Behr, director de la ERR en Francia, siguió suministrando a Göring obras robadas, aunque éste dejó de realizar viajes a París para seleccionarlas personalmente.
Von Behr, de hecho, no era coronel —carecía de cargo oficial más allá de ser, por más incongruente que pueda parecer, jefe de la delegación local de la Cruz Roja del París ocupado—. Insistía en que lo llamaran coronel, aunque ni siquiera poseía el uniforme adecuado. Añadía una esvástica al de la Cruz Roja, para parecerse, en el atuendo, a un oficial de las SS. Con su ojo de cristal, sus prominentes pómulos y la manía de hacer chasquear los pulgares metiéndolos en los puños, Von Behr fue ascendido finalmente al puesto de jefe de la Dienststelle Westen (División Occidental) de la ERR, a cargo de la operación de saqueo nazi en Francia, con sede en el Museo del Jeu de Paume de París. El edificio, lugar de almacenamiento de las obras de arte requisadas por los nazis, también era el lugar en el que éstos se las robaban unos a otros, acaparando todos los tesoros que podían antes de que otros cargos superiores se personaran con las mismas intenciones. Hasta que, el 21 de abril de 1943, Von Behr fue apartado de su cargo la ERR no dejó de suministrar material a Göring.
Mientras manejó los hilos de la ERR, éste seleccionó aproximadamente setecientas piezas para su colección personal, muchas más de las que podían presumir en los mejores museos del mundo.
Las numerosas historias relacionadas con los robos de obras de arte durante la Segunda Guerra Mundial —historias de heroísmo individual y colectivo— han llenado páginas enteras de libros. Baste decir que Gante tenía motivos para temer que más de un nazi ávido de saqueo la despojara de su patrimonio cultural.
Jacques Jaujard buscaba desesperadamente impedir que los nazis se apoderaran de los tesoros trasladados al Château de Pau. En junio de 1942, obtuvo de los alemanes, por escrito, la garantía de que las piezas almacenadas en el castillo no serían tocadas. Dicha garantía, confirmada por el Ministerio de Bellas Artes de Vichy, hacía mención explícita de La Adoración del Cordero Místico. Una de sus cláusulas aseguraba que no podía ser retirado del castillo sin que mediaran tres firmas: la de Jaujard, la del alcalde de Gante y la del conde Wolff-Metternich. El primero, deliberadamente, había hecho todo lo que había podido para preservar los tesoros bajo su custodia. Pero, como sucedió con tantas otras promesas nazis, aquélla también resultó papel mojado.
El 3 de agosto de 1942, sólo dos meses después, un Jaujard consternado supo que El retablo de Gante había sido confiscado por el doctor Ernst Buchner, director de los museos estatales de Baviera, y trasladado a París. Buchner, junto con otros oficiales, había llegado a Pau en camión. Exigió que le entregaran El Cordero. El conservador que estaba de servicio le dio largas, e insistió en recibir un telegrama de confirmación. Envió un mensaje a Jaujard, pero éste no llegó a la centralita de Vichy. Poco después de la llegada de Buchner, recibieron un telegrama oficial, en papel amarillo, del Ministerio de Vichy, firmado por Pierre Laval, jefe del gobierno de Vichy, controlado por los nazis, en el sur de Francia, solicitando que los diecisiete arcones que contenían El retablo de Gante fueran entregados a Buchner. El conservador no tenía elección.
Poco después de ese incidente, unos oficiales belgas preguntaron a Jaujard, en el Louvre, si podían visitar Pau para inspeccionar El Cordero. Al tener conocimiento de lo ocurrido, se mostraron indignados. Jaujard transmitió una queja oficial al gobierno de Vichy, pero no pudo hacer nada más. El conde Wolff-Metternich en persona expresó su indignación y fue despedido de su puesto por ello. En ese momento, nadie sabía quién había dado la orden de la retirada del políptico.
Resultó que el doctor Martin Konrad, profesor de Berlín que había publicado tres obras sobre Van Eyck, había escrito una carta en septiembre de 1941 a Heinrich Himmler, jefe de las SS y la Gestapo, sugiriendo que La Adoración del Cordero Místico fuera trasladada a Berlín para su «salvaguarda» y «análisis». Con la aprobación de éste, Konrad se desplazó hasta Pau, y posteriormente hasta París, donde por dos veces se encontró con la negativa de Wolff-Metternich. El interés de Himmler por el retablo era más místico que artístico o histórico. El jefe de las SS creía no sólo que El retablo de Gante era un ejemplo sobresaliente del arte germánico y nórdico y, por tanto, ario, sino también que tal vez contuviera elementos ocultos, que lo fascinaban y merecían un estudio más detallado.
Las noticias del saqueo artístico que perpetraban los nazis llegaban a los Aliados en forma de rumores y de retazos esporádicos de pruebas. No sería hasta la ofensiva aliada, que creó una zanja en Europa, cuando el verdadero alcance del saqueo empezó a reconocerse. Anticipándose a la invasión aliada, y basándose en evidencias que había ido recabando, el general Eisenhower emitió una declaración al ejército aliado durante el verano de 1944 en relación con la protección de los tesoros artísticos: «En breve nos veremos combatiendo por todo el continente europeo en batallas libradas para preservar nuestra civilización. Inevitablemente, en la senda de nuestro avance se encontrarán monumentos históricos y centros culturales que simbolizan para el mundo todo lo que luchamos por conservar. Es responsabilidad de todo mando proteger y respetar esos símbolos siempre que sea posible». La declaración de Eisenhower constituía toda una primicia histórica. En ningún otro momento un ejército había entrado en guerra con la intención expresamente formulada de evitar daños a obras de arte, culturales y monumentos, y de perseguir su preservación.
Desde el inicio de la guerra, los británicos vieron la necesidad de crear una división de oficiales con formación en la protección de las obras de arte y los monumentos en zonas de conflicto, que se dedicara a garantizarla. En enero de 1943, durante una pausa en los combates cercanos a Trípoli, en el norte de África, Mortimer Wheeler, director del Museo de Londres y arqueólogo de prestigio, empezó a desarrollar una preocupación creciente por el destino de las ruinas de tres ciudades antiguas de las proximidades, situadas a lo largo de la costa libia: Sabratha, Leptis Magna y Oea (la ciudad antigua alrededor de la cual se extendía Trípoli). Ante la inminente derrota del Eje en el norte de África, y entre el caos propio de la guerra, a Wheeler le preocupaba que los monumentos antiguos se convirtieran en «carne fácil para cualquier perro que pasara por allí». El arqueólogo destacaba, alarmado, que los Aliados carecían de un sistema en vigor, fuera de la clase que fuese, para salvaguardar los archivos, las obras de arte, los museos o los monumentos que se encontraran en el camino.
Wheeler reclutó a un amigo y oficial como él, que además era un famoso historiador del arte y arqueólogo por derecho propio —John Ward-Perkins—, y juntos se acercaron en jeep hasta las ruinas de Oea y Leptis Magna, lugar de nacimiento del emperador Septimio Severo cuyas excavaciones las había iniciado recientemente un equipo de arqueólogos italianos en cumplimiento de órdenes de Mussolini. Ello significaba que las maravillas de la antigua arquitectura, e incluso las estatuas, habían sido desenterradas, pero no se había garantizado su seguridad ni se habían trasladado a museos. Cuando llegaron, Wheeler y Ward-Perkins descubrieron con espanto que un equipo de la Royal Air Force estaba instalando una estación de radar entre las ruinas, que según sus miembros les proporcionarían cobertura contra los bombardeos enemigos.
Los dos arqueólogos fingieron contar con una autoridad de la que carecían. Como posteriormente referiría Ward-Perkins, «mediante engaños, logramos imponer algunas medidas que se revelaron bastante eficaces». Improvisaron unos carteles en los que se leía «No traspasar», que instalaron sobre los monumentos más destacados y junto a las estatuas, y empezaron a pronunciar conferencias informales ante las tropas sobre el entorno en el que se encontraban, y a insuflarles una sensación de respeto y apreciación por las ruinas y las obras de arte que los rodeaban. Aquellas medidas se convertirían en el procedimiento tipificado por la División de Monumentos, Bellas Artes y Archivos, inspiradas en parte en sus acciones.
En junio de 1943, Wheeler decidió usar su impresionante lista de contactos para elaborar algo más oficial a partir de sus políticas improvisadas. Se sentía espoleado por su conocimiento de los planes aliados de invadir la isla de Sicilia, que Wheeler describió como «máximo secreto del que resultó que yo formaba parte […] El arqueólogo que había en mí estaba lleno de inquietud». Uno de los lugares más ricos del mundo en ruinas y excavaciones arqueológicas, así como en obras de arte, los tesoros sicilianos se hallaban en grave peligro si no se actuaba de algún modo antes de la invasión. Wheeler sugirió que un grupo reducido y bien organizado, encabezado por algún arqueólogo cualificado, se estableciera en Sicilia para promover la protección de sus monumentos. Este mensaje acabó llegando al secretario de Estado para la Guerra, sir P. J. Grigg, y al mismísimo primer ministro Winston Churchill, que se mostraron de acuerdo con la idea y de inmediato buscaron a un arqueólogo que encabezara la operación.
En octubre de 1943, los británicos establecieron una división de la Oficina de Guerra, la Delegación de Asesoría Arqueológica, que se ocuparía de la recuperación y la protección de los objetos artísticos en los territorios recién liberados. En un primer momento se trató de la operación de un solo hombre, el prestigioso arqueólogo sir Leonard Woolley, que apenas contaba con la ayuda de su esposa. A Woolley le gustaba así, y rechazó la oferta de disponer de más personal. Prefería pensar que sus sencillos juicios eran muy superiores a los que pudiera pronunciar un comité, y quería poder presumir de los triunfos que había logrado él solo. A decir verdad, se trataba de un arqueólogo y un político brillante. Hijo de clérigo, Woolley era conservador del Museo Ashmolean de Oxford, conocido sobre todo por dirigir las excavaciones arqueológicas en Ur, antigua ciudad de lo que hoy es Irak, aunque también había trabajado junto a T. E. Lawrence en Siria en 1913. La novelista Agatha Christie, que apenas iniciaba su carrera literaria, era gran admiradora de Woolley, de quien destacaba sobre todo su capacidad para hipnotizar al público que le oía hablar sobre las maravillas de la arqueología (Christie pasó largas temporadas con Woolley, y se casó con su asistente en las excavaciones de Ur, en 1930). La autora escribió: «Leonard Woolley veía con los ojos de la imaginación […] Estuviéramos donde estuviésemos, lograba hacer que cualquier cosa cobrara vida […] Era su reconstrucción del pasado, y creía en ella, y cualquiera que lo escuchara lo creía también».
Cuando empezó la guerra, Woolley se puso en contacto con instituciones artísticas y arqueológicas para elaborar listas de las obras de arte y los monumentos que se encontraban en la trayectoria de los combates. Muy a su pesar, empezó a reclutar personal cuando comprendió que haría falta una fuerza de campo que acompañara a las fuerzas aliadas. Woolley creía que su papel, y por tanto el papel de todo el que trabajara en el ámbito de la protección de obras de arte y monumentos, debía consistir en destacar los lugares que el ejército debía evitar y planear la restitución de obras y piezas artísticas tras la guerra, y no en enviar a oficiales de campo. Y escribió: «No me parece que la idea de que debemos permitir que los expertos más eminentes, poseedores de altas distinciones artísticas o arqueológicas, se paseen por los campos de batalla para ese fin pueda ser aceptada en absoluto como adecuada». Existía un elemento de clasismo en su afirmación —las vidas de las personas con una mejor educación no podían ponerse en peligro en zonas de combate—, así como cierto deseo de ser el único actor en el minúsculo y recién estrenado «teatro» de la protección artística y arqueológica durante la guerra. Haría falta un empujón decidido de los estadounidenses para desestimar la política de no intervención directa de Woolley y alentar el trabajo de campo aliado para la protección de las obras de arte y los monumentos.
En el curso de las operaciones de Woolley, los servicios de inteligencia establecieron que el arte, incluidas las obras de los ciudadanos alemanes, estaba siendo confiscado en todos los territorios bajo ocupación nazi, y que las piezas robadas, mediante trueque o venta en el extranjero, proporcionaban algunos de los mayores ingresos económicos al Reich.
El 10 de abril de 1944 se creó una comisión hermana, conocida como Comisión Vaucher o, por usar su nombre completo, la Comisión para la Protección y la Restitución del Material Cultural. La dirigía el profesor Paul Vaucher, agregado cultural de la embajada francesa en Londres. Su trabajo consistía en localizar documentación sobre obras que hubieran sido requisadas por los nazis.
En mayo de ese mismo año, fue organizada una división mayor por orden directa de Winston Churchill. Con la supervisión de lord Hugh Pattison Macmillan, se creó el Comité Británico para la Preservación y la Restitución de Obras de Arte, Archivos y Otros Materiales en Manos Enemigas. Aquella nomenclatura algo aparatosa se abandonó a favor de otra más simple y abreviada: el Comité Macmillan. A partir de ese momento, éste se haría cargo en la posguerra de la restitución planificada de las obras de arte expoliadas, en la que Woolley ejercería de líder civil. Su lema era: «Protegemos las artes con el mínimo coste posible», un estandarte raro bajo el que luchar, pero políticamente necesario, al menos inicialmente, para obtener apoyos en una misión considerada de una importancia secundaria por aquellos que, sencillamente, querían ganar la guerra.
Entretanto, Estados Unidos empezaba a formar sus propias divisiones para la protección del arte. En marzo de 1941, el país había establecido el Comité para la Conservación de los Recursos Culturales, pensado para proteger y conservar las obras de las colecciones estadounidenses de una amenaza de invasión japonesa que, tras el ataque a Pearl Harbor, se percibía como inminente.
Al principio de la contienda, ciertas organizaciones artísticas, entre ellas el American Harvard Defense Group y el American Council of Learned Societies, cooperaron con museos e historiadores del arte para identificar monumentos y obras artísticas europeas que requerirían protección. Dichos grupos empezaron a presionar para que se creara una organización dedicada a la preservación de las propiedades culturales en tiempos de guerra. En gran medida, el promotor de todo ello fue Paul Sachs, director asociado del Harvard Fogg Museum, y por Francis Henry Taylor, director del Metropolitan Museum of Art, que convocó una reunión de urgencia de directores de museos el 20 de diciembre de 1941 en su institución para determinar las políticas a seguir en tiempos de guerra y de emergencia. Una consecuencia del encuentro fue el traslado de ciertas piezas desde los museos a los almacenes. Mientras ello sucedía, muchas galerías permanecían abiertas a pesar de la guerra, lo que permitía a los ciudadanos cierto respiro frente a las noticias inquietantes que inundaban los periódicos. La declaración de Paul Sachs tras la resolución de los directores de museos constituye un testimonio poético de lo que la guerra puede aportar a una nación en guerra:
Si, en tiempos de paz, nuestros museos y galerías de arte son importantes para la comunidad, en tiempos de guerra su valor se duplica. Pues entonces, cuando lo menor y lo trivial desaparecen y nos enfrentamos cara a cara con valores decisivos y duraderos, debemos convocar en nuestra defensa todos nuestros recursos intelectuales y espirituales. Debemos custodiar celosamente todo lo que hemos heredado de un largo pasado, todo lo que somos capaces de crear en un presente difícil y todo lo que estamos decididos a preservar en un futuro predecible.
El arte es la expresión imperecedera y dinámica de esas metas. Es, y siempre lo ha sido, la prueba visible de la actividad de las mentes libres Así pues, se resuelve:
Con aquellos sentimientos encendidos en mente, y pensando en los aspectos prácticos de la protección de las obras de arte durante la guerra, tanto en Estados Unidos —si la guerra traspasaba el umbral del territorio norteamericano—, como en Europa, Taylor, Sachs y otros transmitieron su preocupación al presidente Roosevelt.
Éste había manifestado de forma clara su propia actitud comprensiva hacia el arte tres años antes durante la ceremonia de inauguración de la recientemente fundada Galería Nacional de Arte de Washington D.C. Sus palabras hablan del poder de inspirar que el arte transmite, de la libertad de pensamiento básica que representa, y de la necesidad de protegerlo:
Más allá de lo que estas pinturas hayan sido para los hombres que las contemplaron una generación atrás, hoy no son sólo obras de arte. Hoy son los símbolos del espíritu humano, y del mundo que el espíritu humano ha creado Aceptar esa obra hoy es afirmar el propósito del pueblo de América de que la libertad del espíritu humano y la mente humana que ha producido las mejores obras artísticas del mundo, así como toda su ciencia, no será totalmente destruida.
El público que recibió ese discurso todavía tendría muy presente la censura despiadada de Hitler y la «limpieza del arte degenerado» de años recientes. Mientras que para los nazis el arte era una herramienta propagandística que debía ser controlada, censurada, robada y vendida, para el mundo democrático era una expresión de libertad humana y el mayor logro de toda civilización.
En la primavera de 1943, Francis Henry Taylor y sus socios establecieron el primer programa mundial de estudio sobre la protección de monumentos. Organizado en Charlottesville, Virginia, el programa —primero a cargo de Theodore Sizer, director de la Yale University Art Gallery— formaría a oficiales en la protección de obras de arte y monumentos en zonas en conflicto. Aquel curso fue todo un éxito, a pesar de que se inició antes de que el gobierno de Estados Unidos hubiera decidido cuál era el mejor modo de aplicar las técnicas que allí se enseñaban. Según escribió Sizer: «[El gobierno no] sabe aún cómo abordar el problema, pero es la clase de temática por la que deberíamos preocuparnos, si es que el Tío Sam pretende sacar el mejor partido de nuestros servicios Van a necesitarnos a todos. Como imaginaréis, cualquier “amante del arte” a medio formar intentará apuntarse. Esperemos que sea para bien».
También en la primavera de 1943, el American Council of Learned Societies, dirigido por Francis Taylor y William Dinsmoor, presidente del Instituto Arqueológico de Estados Unidos, puso en marcha un ambicioso proyecto para catalogar zonas arqueológicas importantes en posibles zonas de guerra europeas y para sobreimpresionarlos en los mapas militares proporcionados por las fuerzas armadas. Había equipos trabajando en la Frick Art Reference Library, de Nueva York, así como en Harvard, para crear los mapas antes de que se iniciara la invasión aliada a la Europa continental. Esas dos iniciativas, el programa académico y la creación de mapas, pretendían tanto atraer la atención sobre los problemas inherentes a la protección del patrimonio cultural en zonas de guerra como aportar a los oficiales que fueran a tener la misión de protegerlo una base considerable desde la que actuar.
Que un comité impresionante, formado por la élite de la comunidad artística estadounidense, con vínculos con el gobierno del país, encabezara la iniciativa, acabó resultando fundamental para su éxito.
Finalmente, Roosevelt dio luz verde a la creación de la Comisión Americana para la Protección y la Defensa de Monumentos Artísticos e Históricos en Zonas de Guerra, formalizada el 23 de junio de 1943. El comité estaba presidido por el miembro del Tribunal Supremo de Justicia Owen J. Roberts y, por ello, pasó a conocerse como la Comisión Roberts. A lo largo de ese verano la comisión elaboró 168 mapas que cubrían Italia en su totalidad, incluidas sus islas, e incluso la costa dálmata. En total, llegaría a producir 700 mapas de toda Europa, entre ellos algunos muy detallados de las principales ciudades, además de otros sobre un número significativo de ciudades asiáticas.
La Comisión Roberts recibió posteriormente el encargo de proteger las propiedades culturales en zonas de conflicto, siempre que su preservación no implicara una operación militar activa y necesaria. Su primer encargo consistió en crear listas exhaustivas de los tesoros culturales europeos en zonas que ya estaban en guerra o que podían estarlo en el futuro, con la esperanza de que se conservaran siempre que fuera posible. El proyecto de cartografía, iniciado por Francis Taylor y William Dinsmoor, fue asumido posteriormente por la Comisión Roberts.
La Comisión Roberts estableció entonces una sucursal de Monumentos, Bellas Artes y Archivos para las secciones de Asuntos Civiles y Gobierno Militar del ejército aliado, a fin de actuar como sus agentes de campo. Conocidos como la MFAA, u «hombres de Monumentos», la división estaba formada aproximadamente por 350 oficiales, principalmente arquitectos, historiadores del arte, historiadores, pintores y conservadores en la vida civil. Varios de aquellos hombres de Monumentos fueron asignados a los distintos ejércitos aliados; poseían conocimientos excepcionales sobre arte y arqueología, y hablaban con fluidez las lenguas de los territorios en los que debían operar; para tranquilizar a los mandos que dudaban de la conveniencia de apartar a parte de sus fuerzas de ataque para destinarlas a otras misiones, aquellos oficiales habían de superar la edad máxima requerida para entrar en combate, por lo que la mayoría rondaban los cuarenta años.
El establecimiento de las MFAA supuso una victoria importante en lo que acabó convirtiéndose en una lucha de egos entre sir Leonard Woolley —el inglés partidario de trabajar en solitario sin directrices externas— y el abultado comité de historiadores del arte y directores de museos estadounidenses encabezados por Francis Henry Taylor. Woolley ejercía su influencia en la Oficina de Guerra de Inglaterra para que ésta no enviara a oficiales de campo a los destinos, y en un primer momento se salió con la suya —el Comité Macmillan sólo se ocupó de la restitución de las obras de arte desplazadas tras el fin de la guerra—. Con todo, las cosas no salieron exactamente como Woolley esperaba, pues se vio obligado a actuar como representante británico de la Comisión Roberts, que eligió la MFAA para llevar a cabo el trabajo de campo.
A los hombres de Monumentos les ordenaron seguir inmediatamente detrás de la línea del frente, a medida que el ejército aliado liberaba las distintas zonas de Europa, y hacer lo posible por proteger todo el patrimonio cultural puesto en peligro por la contienda. Ello incluía la conservación de los elementos arquitectónicos dañados por los combates, la conservación de archivos y la protección de bibliotecas, iglesias y museos, así como su contenido artístico. A pesar de que entonces no lo sabían, a los hombres de Monumentos también les encomendarían la misión detectivesca de ir en busca de miles de obras maestras robadas por toda aquella Europa desgarrada por las balas.
La figura operativa central de aquella división de Monumentos era un ingenioso conservador del Museo Fogg llamado George Stout. Él sería el líder de facto de una MFAA en gran medida desatendido. Stout era un pionero entre los conservadores de arte. Había trabajado con Paul Sachs anticipando la necesidad de contar con conservadores de campo que acompañaran al ejército aliado y mitigaran unos daños que, en tiempos de guerra, resultaban inevitables. En verano de 1942, Stout publicó un breve tratado que llevaba por título Protección de Monumentos: Propuesta a considerar durante la Guerra y Rehabilitación, en el que expresaba lo que para él constituían las mayores preocupaciones en relación con obras de arte y monumentos durante el conflicto bélico.
Mientras los soldados de las Naciones Unidas luchan para abrirse paso hacia tierras antes conquistadas y controladas por el enemigo, los gobiernos de las Naciones Unidas se enfrentarán a problemas de diversa índole […] En las zonas arrasadas por los bombardeos y la artillería se alzan monumentos muy queridos por los pueblos de esos paisajes y localidades: iglesias, templos, estatuas, cuadros, obras de muchas clases. Es posible que algunos queden destruidos; otros dañados. Todos se enfrentan a desperfectos posteriores, a saqueos y destrucción.
Salvaguardarlos no afectará al curso de las batallas, pero sí las relaciones de los ejércitos invasores con esos pueblos y [sus] gobiernos […] Salvaguardarlos servirá para demostrar respeto por las creencias y las costumbres de todos los hombres, y dará testimonio de que esos elementos pertenecen no sólo a un pueblo determinado, sino que son también patrimonio de la humanidad. Salvaguardarlos forma parte de la responsabilidad que han adquirido los gobiernos de las Naciones Unidas. Esos monumentos no son meramente cosas bellas, no son meramente valiosos signos del poder creativo del hombre. Son expresiones de fe, y hablan de la lucha del hombre por relacionarse con su pasado y con su Dios.
Convencidos de que la salvaguarda de monumentos constituye un elemento de la conducta correcta en tiempos de guerra, y de la esperanza de paz […] deseamos exponer estos hechos ante el gobierno de los Estados Unidos de América, e instarlo a que busque medidas para abordarlos.
Cuando llegó la hora de nombrar a los agentes que formarían parte del MFFA, no hubo duda de que Stout era la persona adecuada para encargarse de ello.
El establecimiento de las MFAA, así como la afirmación de Eisenhower sobre la necesidad de preservar el patrimonio cultural supusieron dos hechos históricos sin precedentes, algo que Leonard Woolley reconocía de este modo:
Antes de esta guerra, a ningún ejército se le había ocurrido proteger los monumentos del país en el que —y con el que— estaba en guerra, y no existían precedentes que imitar […] Todo esto se ha visto modificado por una orden general emitida por el comandante en jefe supremo [general Eisenhower] inmediatamente antes de partir de Argel, orden acompañada de una carta personal dirigida a todos los mandos […] El buen nombre del ejército dependía en gran medida del respeto que éste demostrara hacia el patrimonio artístico del mundo moderno.
Eisenhower, de hecho, había añadido una salvedad a su declaración original: «Si debemos elegir entre destruir un edificio famoso y sacrificar a nuestros hombres, entonces nuestros hombres cuentan infinitamente más, y es el edificio el que debe perderse». A pesar de sus simpatías por el mundo del arte, el general era un hombre pragmático, aunque pocos mostrarían su desacuerdo con esa afirmación, y menos desde el punto de vista del soldado. Un alto mando no podía decir a sus soldados que estaba dispuesto a sacrificar la vida de algunos de ellos para preservar lo que para muchos no eran más que unas manchas de pigmento de cuatrocientos años de antigüedad esparcidas sobre un lienzo.
Existía, además, otro motivo para explicitar dicha salvedad. En el monasterio italiano de Monte Cassino, los Aliados pasaron semanas intentando expulsar a los alemanes atrincherados que, según creían, se ocultaban en aquel antiguo centro religioso encaramado en lo alto de un peñasco. Las ofensivas terrestres no lograban el menor avance, pues francotiradores alemanes repelían los asaltos aliados. Finalmente se tomó la difícil decisión de iniciar un ataque aéreo. Bombarderos aliados soltaron 1400 toneladas de bombas que destruyeron en gran parte un edificio monástico fundado en el año 529 por san Benito, echaron abajo unos muros cubiertos de frescos y destrozaron las obras maestras que albergaba. Peor aún fue descubrir que los alemanes no se encontraban en el monasterio mismo. Por si eso fuera poco, paracaidistas nazis lograron alcanzar posiciones defensivas en las ruinas creadas por el ataque aéreo aliado, y la batalla de Monte Cassino se prolongó entre el 15 de enero y el 18 de mayo de 1944. El monasterio y sus tesoros se habían destruido en vano.
La directiva general emitida por Eisenhower el 26 de mayo de 1944 a todas las Fuerzas Expedicionarias Aliadas proseguía:
En algunas circunstancias el éxito de las operaciones militares podría verse prejuzgado por nuestra reticencia a destruir esas piezas veneradas. Entonces, como en Cassino, donde el enemigo se aprovechó de nuestras ataduras emocionales para fortalecer su defensa, las vidas de nuestros hombres son lo más importante. Así, allí donde lo dicta la necesidad militar, los mandos pueden ordenar la acción requerida a pesar de que ésta implique la destrucción de algún lugar honorable.
Pero existen numerosas circunstancias en que el daño y la destrucción no son necesarias y no pueden justificarse. En dichos casos, mediante el ejercicio de la contención y la disciplina, los mandos preservarán centros y objetos de importancia histórica y cultural. Las Juntas del Estado Mayor en sus más altos escalafones asesorarán a los mandos destinados a los lugares donde se encuentran esos monumentos históricos, tanto durante el avance de las líneas de combate como en las áreas ocupadas. Esta información, así como las instrucciones necesarias, serán transmitidas a través de los canales de mando a todos los demás escalafones.
Era inevitable que una guerra mundial diera lugar a tragedias como las de Monte Cassino. Pero el reconocimiento consciente de Eisenhower de que, en la medida de lo posible, e incluso cuando pareciera imposible, las obras de arte y los monumentos debían preservarse, estableció un importante precedente. Para los Aliados, aquélla no era una guerra de aniquilación ni pillaje de un imperio. Se trataba de una intervención contra las acciones de un enemigo vil. Ese ejército enemigo y sus líderes quedarían incapacitados pero su pueblo, su país y su civilización no serían ni arrasados ni erradicados.
A pesar de las palabras de apoyo de Eisenhower, desde el principio la MFAA fue obviado y con frecuencia rechazado por los mandos de los ejércitos aliados. Se trataba de un empeño bienintencionado pero que no contaba con apoyos ni con una concepción exhaustiva, lo que creaba impotencia entre sus oficiales. La MFAA solía seguir las políticas que Wheeler y Ward-Perkins habían improvisado en Leptis Magna en 1943. Cuando algún hombre de Monumentos llegaba a un lugar nuevo, lo primero que debía hacer era inspeccionar los monumentos y obras de arte previamente inventariados para evaluar los daños. En segundo lugar debía organizar las reparaciones in situ en la medida de las posibilidades existentes, recurriendo a menudo al reclutamiento de lugareños que ayudaran cuando no se podía disponer de personal militar. Finalmente, su misión era crear las medidas de seguridad necesarias para los lugares y los objetos siempre que fuera posible. Pero lo cierto era que, con gran frecuencia, los hombres de Monumentos no contaban con equipos que les ayudaran, y era habitual que tuvieran que suplicar que les trasladaran a los sitios, mientras que otros de los asignados a la MFAA se veían obligados a permanecer durante meses en los campos base, sin que nadie se acordara de ellos, hasta que finalmente eran desplegados.
A un nivel práctico, la principal arma de su arsenal era un cartel en el que podía leerse «Prohibida la entrada a todo personal militar; monumento histórico: Acceder o llevarse cualquier material o artículo del recinto está estrictamente prohibido por orden del oficial al mando». Con ello se pretendía mantener alejados a los propios soldados de los lugares sensibles por temor a los «cazadores de souvenirs» y al vandalismo posbélico. Cuando se les terminaban aquellos carteles, los hombres de Monumentos podían improvisar, e instalaban otros con advertencias: «¡Peligro: Minas!», un método tal vez más eficaz de evitar que la gente accediera a las zonas protegidas. La fuerza de la MFAA se basaba en las operaciones secretas que llevaban a cabo persona a persona. Los hombres de Monumentos se entrevistaban con los lugareños (en las lenguas de éstos), mientras tenían lugar los combates, en un intento de averiguar la ubicación de tesoros desaparecidos.
Sólo después de que, finalmente, los Aliados entraran en París, las MFAA encontraron gran cantidad de documentos relacionados con las actividades personales de Göring y el botín de la ERR guardado en el Museo del Jeu de Paume. La mayor parte de aquella valiosa información provenía de una sola fuente: una astuta funcionaria llamada Rose Valland que, sin que los nazis tuvieran conocimiento de ello, sabía alemán y había ejercido de espía para la Resistencia francesa durante la ocupación de París, informando directamente a Jacques Jaujard. Gracias a su pasión por el arte, a su ingenio y a su valor, cuando los Aliados entraron en París, ella disponía ya de un volumen considerable de información, incluidas copias de recibos, fotografías e inventarios, que facilitó al hombre de Monumentos asignado en París, el subteniente James J. Rorimer. A partir de ahí empezó a comprenderse el verdadero alcance del expolio nazi, aunque el plan general —vaciar toda Europa para montar el museo de Linz— no quedaría expuesto en su totalidad hasta transcurridos otros seis meses.
En noviembre de 1944, la MFAA recibió la ayuda de la recién establecida Oficina de Servicios Estratégicos (Office of Strategic Services, OSS), dirigida por el general Donovan, también conocido como Wild Bill, es decir, Bill el Salvaje. La OSS era un servicio de inteligencia, predecesor directo de la CIA. Junto con su equivalente británico, la OSS lanzó diversos programas que tenían por objeto lograr la desestabilización económica nazi mediante la interrupción del suministro de arte robado. Crearon una subdivisión llamada Unidad de Investigación contra el Expolio Artístico (Art Looting Investigation Unit, ALIU). Dicho grupo puso en marcha, en agosto de 1944, el Programa Safehaven (Puerto Seguro), operación aliada que pretendía buscar y capturar bienes nazis ocultos en países neutrales, sobre todo en Suiza, donde se sabía que los nazis habían vendido obras de arte robadas para obtener fondos.
Los servicios de espionaje recibían información no sólo sobre los robos de obras de arte, sino también sobre su destrucción arbitraria. El arte como medio para obtener financiación era una de sus preocupaciones, pero lentamente aparecían pruebas que corroboraban los rumores según los cuales los nazis se dedicaban a la destrucción de obras y monumentos. Un almacén donde se custodiaban colecciones provenientes de los museos nacionales franceses, situado en el castillo de Valençay, fue incendiado por la Segunda División Panzer «Das Reich» de las SS, en el verano de 1944. El Château Rastignac, en la Dordoña, había sido pasto de las llamas, en un fuego provocado por las tropas de las SS, el 30 de marzo de 1942, supuestamente tras fracasar en la búsqueda de 31 obras maestras de los impresionistas, ocultas en un arcón con doble fondo que se guardaba en el desván. No se sabe si los lienzos fueron retirados del castillo antes de la quema, pero ninguna de las obras que contenía ha aparecido con posterioridad. Cada vez eran más los relatos como aquél, y con ellos crecían los temores aliados ante la supervivencia de los tesoros artísticos de Europa.
El 2 de noviembre de 1944 sir Leonard Woolley escribió a lord Macmillan en relación con un descubrimiento que confirmaba sus temores:
Nuestro informante refiere que se encontraba en Múnich en octubre de 1943, donde tuvo conocimiento, a través de un funcionario del Estado bávaro que había recibido una notificación oficial, de que Hitler había emitido una orden secreta a todas las autoridades responsables por la que instaba a que, en última instancia, todas las obras de arte y edificios históricos de Alemania, ya fueran alemanes o de origen extranjero, ya hubieran sido adquiridos legal o ilegalmente, debían ser destruidos antes de permitir que cayeran en manos de los enemigos de Alemania […] Una obediencia literal a las órdenes de Hitler supondrá no sólo la destrucción de los tesoros artísticos de la propia Alemania, sino una gran parte del patrimonio de muchos de nuestros aliados. A la vista de esta amenaza, parece esencial que el gobierno de Su Majestad reciba ahora la recomendación de tomar ciertas medidas preventivas.
Esta carta condujo a la organización de una «contra-misión» secreta en la que se vieron implicados algunos agentes dobles austríacos. Su extraordinaria aventura, conocida como Operación Ebensburg, resulta parte esencial de la historia sobre el rescate de El retablo de Gante por parte de los hombres de Monumentos de los Aliados. Es de destacar que los relatos mutuamente contradictorios de la carrera para salvar los tesoros artísticos europeos es consecuencia del caos de la guerra. En el resto del presente capítulo se exploran las distintas versiones de la historia y se debaten las razones por las que éstas difieren, a fin de identificar la más probable entre las numerosas «verdades» que se han preservado en los documentos de fuentes primarias.
El futuro jefe de la Operación Ebensburg sería un piloto austríaco de la Luftwaffe llamado Albrecht Gaiswinkler. Nacido en 1905 en la localidad de Bad Aussee, de padre obrero en las minas de sal, Gaiswinkler se convirtió en un hombre dinámico y carismático, de perilla oscura, ojos pequeños, mirada intensa y una calva galopante que terminó siendo tonsura. Tuvo varios empleos en el ámbito de la industria antes de entrar, en 1929, en la Seguridad Social de Graz, capital de la provincia alpina austríaca de Estiria. Gaiswinkler era un sindicalista activo, miembro del Partido Socialdemócrata y, más aún, antinazi declarado que en 1934 pasó varios meses en prisión por sus discrepancias políticas con el régimen. Se unió a la Resistencia clandestina regional en 1938, y sus actividades acabaron por llamar la atención de la Gestapo. Para evitar ser encarcelado de nuevo, Gaiswinkler se alistó en la Luftwaffe el 20 de marzo de 1943. Sirvió en Bélgica y Francia, donde presenció la ejecución de miembros de la Resistencia francesa, visión que le llevó a desertar. Durante esa época su familia le escribía cartas con regularidad, en varias de las cuales se mencionaba la existencia de camiones llenos de obras de arte metidas en cajones que llegaban de noche a la mina de sal de Altaussee, cercana a su lugar de residencia, y a unos centenares de kilómetros de Linz.
En la primavera de 1944, la unidad de Gaiswinkler se trasladó a París. Allí estableció contacto con el maquis, el movimiento de guerrilla de la Resistencia francesa. Logró desaparecer de su división alemana intercambiándose la identidad con la víctima de un bombardeo que había quedado desfigurada hasta resultar irreconocible. Y se unió a los maquis con un alijo robado que incluía medio millón de francos y cuatro camiones llenos de armas y munición. En septiembre de ese año él y otros dieciséis prisioneros alemanes se rindieron a los soldados estadounidenses del Tercer Ejército en Dinan, Alsacia. Durante el primer interrogatorio a que fue sometido, expresó con gran convicción sus inclinaciones antinazis. Y lo más importante: reveló su conocimiento de la existencia de un depósito de obras de arte en Altaussee.
La Resistencia austríaca proporcionó alguna otra información sobre la mina de sal, que complementaba los conocimientos personales de Gaiswinkler, que se había criado en la región. Desde hacía más de tres mil años se explotaban los yacimientos de sal en la zona mediante minas. Ésta no se extraía con picos, sino con agua, que disolvía los cristales de sal de las rocas. La salmuera se canalizaba a través de la mina hasta que alcanzaba la superficie, donde el agua se sometía a evaporación para que aflorara la sal. Desde que se dictaron unos privilegios reales en 1300, la zona minera había permanecido a cargo de unas mismas familias, que habían permanecido aisladas de otras comunidades, pues no permitían que los forasteros explotaran la sal de su territorio. Así, como consecuencia de una endogamia mantenida durante seiscientos cincuenta años, y de durísimas condiciones de trabajo (que se realizaba en la oscuridad de las profundidades), abundaban deformidades y dolencias. La comunidad, de aproximadamente 125 mineros y sus familias, se comunicaba en un dialecto extraño más relacionado con el alemán medieval que con la lengua contemporánea. Incluso sus uniformes parecían sacados de otra época: trajes de lino blanco y gorros puntiagudos de los que en ocasiones aparecen en los grabados de mineros del siglo XVI.
La mina de sal se extendía por el interior de una montaña llena de cavernas de distintos tamaños, todas comunicadas entre sí. En 1935 los mineros habían consagrado incluso una capilla en una de aquellas cuevas abovedadas dedicada a santa Bárbara, patrona de los mineros. Los historiadores del arte nazis que examinaron la mina se fijaron en el excelente estado de conservación del retablo pintado de aquella capilla, y resolvieron que las condiciones atmosféricas eran las ideales para el almacenaje de obras de arte. La humedad en el interior se mantenía constante y era del 65 por ciento. En verano la mina mantenía de manera natural una temperatura de 4,5 grados centígrados. Curiosamente, en invierno la temperatura ambiente ascendía hasta alcanzar los 6,6 grados centígrados. En una primera fase, la mina se usó para almacenar la colección del Kunsthistorichesmuseum de Viena. Y posteriormente, en 1943, el doctor Hermann Michel, jefe del Servicio Vienés para la Protección de Monumentos Históricos, y experto en mineralogía, la escogió por considerar que se trataba del lugar perfecto para conservar todas las obras de arte obtenidas a través del saqueo, y que debían formar parte del supermuseo de Hitler en Linz.
Entre 1942 y 1943 un equipo de ingenieros creó, en el interior de las minas de sal, unas instalaciones de almacenaje dotadas de los últimos avances. Las cuevas, algunas de ellas espaciosas y amplias como catedrales subterráneas excavadas en la roca, estaban revestidas de madera impermeabilizada, y contaban con cableado eléctrico. Se instalaron paneles metálicos como los que se usaban en las zonas de almacenaje de las galerías de arte. Los cuadros se colgaban de ganchos instalados sobre aquellos paneles verticales de rejilla, que se alineaban uno junto al otro e iban montados sobre barras deslizantes. A las obras de arte se accedía tirando del panel hacia fuera para extraerlo. Algunas de las cuevas eran lo bastante altas como para permitir la instalación de tres niveles de paneles, y a los superiores se llegaba mediante un montacargas. Se construyeron cajas especiales para proteger las obras sobre papel. Los anaqueles ocupaban miles de metros. Permanentemente 125 empleados se ocupaban de las instalaciones. Los ingenieros comprobaban a diario los niveles de temperatura y humedad, y se mantenían atentos por si se produjera cualquier indicio de derrumbamiento. Había restauradores e historiadores del arte que realizaban rondas periódicas, restauraban los objetos dañados durante los traslados o en el momento del saqueo. En aquella mina reconvertida existían incluso oficinas y espacios en que los trabajadores podían dormir.
En su mayoría, los tesoros fueron trasladados a Altaussee a partir de principios de mayo de 1944, y el resto llegaría en abril de 1945, cuando los bombardeos aliados empezaron a suponer un peligro para otros puntos de almacenamiento, entre los que se encontraban seis castillos alemanes y un monasterio. Más de 1680 pinturas llegaron desde las oficinas de Hitler en Múnich, el Führerbau, que constituía otro punto de concentración de las obras que iban a constituir su colección de Linz. Y muchas otras se enviarían desde otras procedencias. Hasta qué punto se trataba de una cueva del tesoro dotada con las tecnologías más avanzadas y qué trofeos hallarían en su interior eran preguntas que el equipo de Gaiswinkler habría de esperar apenas un poco más para responder.
Los estadounidenses se pusieron en contacto con el Ejecutivo de Operaciones Especiales (SOE), con base en Londres, y expresaron que Gaiswinkler podía ser un valioso activo si lograban convencerlo de que trabajara para los Aliados, lo que parecía posible. Lo trasladaron a Inglaterra en avión y le ofrecieron la posibilidad de recibir entrenamiento como agente secreto para combatir contra los nazis y liberar su Austria natal.
Gaiswinkler aceptó gustoso, y fue destinado a unas instalaciones de entrenamiento situadas en la campiña inglesa. En Wandsborough Manor, Surrey, adquirió conocimientos sobre sabotaje, demoliciones, camuflaje, cartografía, supervivencia al aire libre, puntería y engaño durante los interrogatorios —las habilidades propias de los agentes secretos—. Aprendió a saltar en paracaídas sobre el aeródromo de Airfield, cercano a Manchester. En Surrey, Gaiswinkler conoció a un grupo de austríacos que se habían unido a los Aliados en calidad de agentes secretos o agentes dobles. Era muchos más los que se habían ofrecido voluntarios, pero habían sido rechazados por no considerarse aptos para la misión. Psicológica, ideológica y físicamente, aquéllos eran la élite de los reclutados.
El Ejecutivo de Operaciones Especiales obtuvo grandes éxitos durante la guerra en el adiestramiento de agentes dobles, gracias a los que logró obtener informaciones trascendentales para el desarrollo de la guerra. Para Gaiswinkler crearon una misión que él se encargaría de dirigir: la Operación Ebensburg. A él y a otros tres agentes austríacos —Karl Standhartinger, Karl Schmidt y Josef Grafl— les sería encomendada una doble misión secreta que, en una de sus partes, constituiría la respuesta aliada a la llamada a la acción expresada en la carta que sir Leonard Woolley había escrito a lord MacMillan.
En efecto, el equipo de austríacos debía recuperar de Altaussee los tesoros artísticos robados por los nazis en Europa. Y aunque ellos todavía lo ignoraban, la obra magna entre las incontables obras de arte almacenadas en aquella mina de sal oculta era La Adoración del Cordero Místico, de Jan van Eyck.
Pero su misión incluía también otro elemento: el asesinato de Joseph Goebbels.
Los intentos de acabar con las vidas de los líderes nazis habían sido tan frecuentes como fallidos. A ojos de muchos nazis, Hitler parecía un hombre tocado por la gracia divina, tal vez protegido por fuerzas sobrenaturales: había sobrevivido por lo menos a doce intentos de asesinato. En el primero de ellos, una bomba había estado a punto de alcanzarle en la cervecería Burgerbrau de Múnich, el 8 de noviembre de 1939. El Führer estaba pronunciando un discurso, que terminó abruptamente, antes de la hora programada, a las 21.12. La bomba estalló a las 21.20. Tras entrar por el tejado del edificio, causó la muerte a ocho personas y heridas a sesenta y cinco, entre ellas al padre de la amante de Hitler, Eva Braun. El hecho de sobrevivir a doce complots para asesinarlo no hizo sino convencer todavía más a Hitler de que se trataba de un elegido destinado a limpiar el mundo y conducir a su pueblo a la victoria. El Tercer Reich contaba con la guía de sus líderes dinámicos, Hitler por encima de todos ellos. Si sus figuras clave llegaban a ser eliminadas, tal vez se lograra poner fin a la guerra de manera rápida. Y si los planes para atentar contra un Führer permanentemente rodeado de una guardia pretoriana habían fracasado, tal vez resultara menos complicado acceder a los miembros de su círculo más íntimo, como Goebbels.
Además de Gaiswinkler, el único miembro del equipo encargado de la Operación Ebensburg del que se posee información significativa es el operador de radio Josef Grafl. Había nacido en 1921 en Schattendorf, Austria, localidad de tendencia tradicionalmente socialdemócrata situada en la frontera con Hungría. Trabajó de peón de albañil en Viena y en 1934 se afilió al Partido Comunista de Austria. Su trabajo para la organización de la Juventud Socialista de los Trabajadores lo llevó a recibir formación como operador de radio. Por sus actividades comunistas, Grafl fue encarcelado durante tres meses en Wöllendorf. Tras su liberación estudió para ser maestro de obra, pero el curso quedó bruscamente interrumpido por su incorporación al servicio militar el 17 de octubre de 1940. Una vez que volvió a salir a la luz su vinculación con los comunistas, fue clasificado como «no apto para el servicio militar», y enviado a Aurich para que siguiera formándose como operador de radio.
En 1941 Grafl fue destinado a Ucrania como integrante del departamento de noticias radiadas del ejército nazi. Ese mismo año, mientras se encontraba de servicio en Bulgaria, Grafl saboteó a su propio ejército enviando mensajes secretos de radio a los rusos. Descubierto con las manos en la masa, fue enviado a Varna, Bulgaria, y condenado a muerte. Con la ayuda de dos amigos logró escapar de Varna subiéndose a un barco que realizaba una travesía por el Mar Negro. Pero la embarcación fue interceptada en el puerto rumano de Constanza. Su temor a que volvieran a apresarlo le llevó a seguir el viaje a pie, con la esperanza de llegar a Atenas y poder unirse a la Andart, la fuerza partisana griega. Pero sólo llegó hasta Kilkis, donde fue interceptado y detenido por desertor.
Por segunda vez, Grafl logró evadirse de sus captores. Escapó con ayuda de dos partisanos búlgaros, que lo condujeron hasta el otro lado de la frontera por las montañas que separaban las dos naciones, y lo dejaron en manos de sus camaradas helenos. Pero una vez allí se produjo una escena confusa, potenciada por los problemas de comunicación: los partisanos griegos creyeron que se trataba de un enemigo nazi, y fue retenido en contra de su voluntad, por tercera vez. Incapaz de expresar que él estaba de su parte, el austríaco logró apoderarse de las armas de sus captores y conducirlos hasta Atenas. Durante la travesía pudo convencer a aquellos griegos de que él también estaba en contra de los nazis, y finalmente se unió a los partisanos en el distrito ateniense de Dourgouti. Los británicos les proporcionaban armas y suministros con regularidad, y los partisanos entraban con frecuencia en combate con las fuerzas nazis de la zona tanto en las calles como en los bosques cercanos. Aprovechándose de aquellos contactos con los británicos, Grafl aceptó una oferta para trabajar para ellos en el SOE, que estaba reclutando de manera activa a alemanes y austríacos desertores para entrenarlos como agentes dobles.
De hecho, Grafl se unió a los Aliados antes que Gaiswinkler, pero inicialmente fue aceptado por la Royal Air Force, no por el SOE. A principios de 1942 fue trasladado en submarino desde Grecia hasta Alejandría, Egipto, donde recibió formación básica antes de desplazarse a Haifa para ser entrenado como piloto. Grafl fue destinado a la lucha contra los japoneses y trabajó como tripulante de un caza en China y Birmania, escoltando a los bombarderos. Tras varias misiones, Grafl empezó a sentir que se encontraba demasiado lejos del lugar que llevaba en el corazón; él deseaba luchar por la libertad de su Austria natal. Solicitó un traslado, y fue entonces cuando fue entrevistado por el SOE. En 1944 le asignaron el seudónimo de Josef Green y recibió casi todos los conocimientos sobre sabotaje y paracaidismo en Hong Kong. Participó en 34 misiones de sabotaje antes de sumarse a la Operación Ebensburg.
El adiestramiento del equipo concluyó a finales de enero de 1945. A todos los agentes les asignaron alias —papeles e identidades falsas—. Tuvieron que ejercitarse para memorizar los datos de unas biografías fraudulentas, y fueron trasladados a Bari, en el sur de Italia, donde recibieron instrucciones. La tarea principal consistía en investigar el depósito de obras de arte de la mina de Altaussee, así como en organizar un movimiento de resistencia local. En segundo lugar, y sólo si la primera parte de la misión culminaba con éxito, debían dirigir a esos integrantes de la resistencia local en la obtención de información sobre unidades y actividades enemigas de la zona, en la obstaculización de las operaciones de los nazis mediante el sabotaje y, recurriendo a tácticas de guerrilla, en la protección de la mina hasta la llegada de las divisiones armadas de los Aliados. Finalmente, cuando llegaran a Grundslee, tal como estaba previsto, debían intentar asesinar a Joseph Goebbels. Se coordinarían con la rama del SOE con sede en Bari mediante un transmisor de radio, que llevarían consigo cuando se lanzaran en paracaídas sobre los Alpes austríacos. La contraseña para comunicarse con la sede de Bari sería «Maryland».
Tras varios retrasos causados por las inclemencias del tiempo, el grupo partió el 8 de abril. Su equipo, que incluía ametralladoras, granadas, explosivos, detonadores y el transmisor de radio, sería lanzado en el interior de cajones con paracaídas de apertura automática. Ellos sólo iban armados con pistolas y cuchillos de supervivencia. Una vez llegaran a tierra serían recibidos por miembros de la Resistencia austríaca.
El piloto del bombardero Halifax que transportaría a los agentes especiales, Bill Leckie, perteneciente a la rama escocesa de la Cruz de San Andrés del Escuadrón de Misiones Especiales 148 de la Royal Air Force, recordaba así la misión:
Ni con anterioridad ni en aquel momento teníamos la menor idea de nuestro papel en la situación relacionada con la amenaza nazi de destruir las obras expoliadas. Por aquel entonces la discreción era eficaz al cien por cien, y no se revelaba qué era lo que estaba a punto de suceder, más allá de la tarea concreta que cada uno debía ejecutar lo mejor que supiera. En tanto que piloto y capitán de un bombardero Halifax que estaba a punto de iniciar una operación especial, fui plenamente informado a excepción de […] algunos detalles sobre las cuatro personas a las que, según las instrucciones recibidas, debíamos soltar sobre la zona de salto especificada. Para garantizar al máximo la seguridad, de acuerdo con la práctica observada por Operaciones Especiales, no se estableció comunicación entre la aeronave y los agentes del SOE, más allá del despacho mediante el que se familiarizaba a éstos con los procedimientos de salto.
El avión de guerra despegó de la base italiana de Brindisi poco antes de la medianoche, iluminada por el brillo intenso de la luna, según recordaba Leckie. La tripulación, formada por siete hombres, sólo sabía que debía posibilitar el lanzamiento de los cuatro agentes del SOE en las coordenadas especificadas. Resiguieron la costa italiana en dirección norte, mientras la luna se reflejaba en el liso espejo del mar, más abajo. La noche era limpia y serena. Leckie puso rumbo al noroeste al pasar sobre Ancona, y sobrevoló Venecia y Trieste en ruta hacia los Alpes austríacos.
Posteriormente, referiría:
Ahora me pregunto qué habría sentido de haber sabido que uno de los pasajeros era un antiguo ecónomo de la Luftwaffe que se había pasado a la Resistencia francesa. Era originario del área a la que nos dirigíamos, y gracias a unos parientes había descubierto el plan nazi para ocultar inmensas colecciones de tesoros artísticos en un lugar que él conocía bien desde la infancia. Albrecht Gaiswinkler […] parecía ser la persona ideal para recibir la formación especializada en Inglaterra que le permitiera convertirse en uno de los cuatro agentes especiales que yo estaba transportando en ese momento hasta el lugar donde tendría lugar aquella operación clandestina.
A las 2.50 de la madrugada, el coordinador del Halifax, sargento John Lennox, indicó a Gaiswinkler y a su equipo —que se apretujaba, tembloroso, en el fuselaje sin calefacción— que había llegado la hora de proceder al salto. El avión inició el giro a una altura de ochocientos pies para lanzar primero los contenedores con los materiales. Los paracaídas automáticos se abrían y se hinchaban mientras la carga descendía hacia las laderas de las montañas nevadas, recortadas limpiamente contra un cielo iluminado por la luna.
Cuando el Halifax enderezó el rumbo e inició el segundo giro, los paracaidistas se dispusieron para el salto. Enfrentados al viento helado que coronaba las montañas austríacas, los cuatro hombres integrantes del equipo se lanzaron desde el bombardero. El descenso fue según lo previsto, a pesar de la dificultad de aterrizar sobre nieve, en la que se hundieron hasta las axilas.
Pero, una vez en tierra, no veían las cajas con el equipo, pues éstas se habían hundido por completo. Tampoco acudió a su encuentro ningún miembro de la Resistencia. Tras una prolongada búsqueda, localizaron sólo la caja que contenía el radiotransmisor. Su alegría duró poco: el aparato había quedado inservible por causa del impacto del aterrizaje. Se hallaban sin ayuda y sin manera de establecer contacto con Bari, y sus únicas armas eran las pistolas y los cuchillos.
El equipo no tardó en darse cuenta de que había caído en la otra ladera de la montaña. En lugar de hacerlo en la meseta de Zielgebiet am Sinken, habían ido a parar a varios kilómetros de distancia, sobre otra elevación no en vano conocida con el nombre de Höllingebirge, es decir, la «Montaña del Infierno».
Entonces oyeron ladridos de perros, y voces de soldados que resonaban en la distancia, en el tupido bosque de abetos que tapizaba la ladera.
No había duda de que, por toda la zona, las patrullas habrían oído el ruido del motor del Halifax, y tal vez habrían visto a los paracaidistas recortados contra el cielo nocturno. El equipo comprobó los caminos que descendían por la ladera, pero los encontró llenos de obstáculos, controles y patrullas. Afortunadamente, el bosque nevado no parecía vigilado, de modo que se adentraron en él lentamente, caminando sobre la nieve acumulada, a la pálida luz azulada del amanecer.
El equipo no tendría otro remedio que dirigirse al pueblo natal de Gaiswinkler, Bad Aussee, donde su hermano Max les proporcionaría cobijo. Llegaron a la localidad de Steinkogl bei Ebensee, situada a los pies de la Montaña del Infierno. Se habían quitado los trajes de paracaidista, y hacían esfuerzos por pasar desapercibidos con sus ropas de paisano.
Tomaron un tren hasta Bad Aussee. Una vez a bordo oyeron el rumor de que unos soldados ingleses habían sido vistos lanzándose en paracaídas. Nadie sospechaba que aquellos ingleses podían ser agentes dobles austríacos. Gaiswinkler y su equipo también supieron que el Sexto Ejército alemán comandado por el general Fabianku había sido expulsado del noroeste de Italia y del norte de los Balcanes por el Ejército Partisano Yugoslavo, y se encontraba acampado por toda la región.
Algunos kilómetros antes de llegar a la estación de ferrocarril de Bad Aussee, el equipo se bajó del convoy en marcha, anticipándose, prudentemente, a los controles que se organizaban en los puntos de transbordo. Caminaron por bosques, evitando los caminos hasta que, exhaustos, llegaron a casa de Max Gaiswinkler y cayeron rendidos.
Sin su radio, el equipo había quedado incomunicado de su base, lo que implicaba que no tendría modo de enterarse de los planes de viaje de Joseph Goebbels, uno de sus dos objetivos. Tuvieron que encontrar otra radio, pero cuando lo hicieron les informaron de que Goebbels, finalmente, había decidido no visitar la zona. Así, el plan de asesinato, ya de por sí arriesgado y de resultado incierto, quedó cancelado.
A partir de ese momento todos sus esfuerzos se concentraron en la salvación de los tesoros ocultos en la mina de Altaussee.
Sus aventuras estaban a punto de empezar.
Los dobles agentes austríacos desconocían que se había puesto en marcha una operación paralela. El Tercer Ejército Aliado, comandado por el general Patton, avanzaba a toda prisa hacia Altaussee en el mismo momento en que Gaiswinkler intentaba proteger la mina de sal. Integrados en ese ejército, se encontraban los hombres de Monumentos Robert K. Posey y Lincoln Kirstein.
El capitán Robert Kelley Posey, de rostro aniñado, era arquitecto en su vida civil. Había nacido en 1904 en el seno de una familia de modestos granjeros de Alabama. Recién salido de la Universidad de Auburn, se convirtió en un activista de izquierdas que participaba en actos políticos en contra del fascismo y el Ku Klux Klan. Ejerció brevemente la docencia en Auburn antes de dedicar gran parte de su carrera profesional al prestigioso taller de arquitectura neoyorquino de Skidmore, Owings y Merrill. Dejó un rico archivo de cartas escritas a su esposa, Alice, y a su hijo Dennis (al que cariñosamente llamaban Woogie), mientras permaneció destinado en Europa durante la guerra.
Posey se había criado en un ambiente de pobreza y austeridad. La Navidad sin regalos era la norma, pues su familia a duras penas lograba sobrevivir. Su única compañera de juegos era la cabra de la familia, que murió el mismo año que su padre —cuando él tenía sólo once años—. Desde esa tierna edad se vio obligado a simultanear dos empleos para ayudar a su familia en los años de la Depresión: uno en el colmado del pueblo y otro en un bar. Fue el ROTC (Cuerpo de Adiestramiento de Oficiales en la Reserva) el que le brindó alguna esperanza de un futuro mejor. A pesar de la beca que le concedió, su intención era dedicar sólo un año a la universidad, para dar también a su hermano la posibilidad de estudiar, pues la dotación no alcanzaba para los dos. Pero al comprobar lo buen estudiante que era Posey, su hermano renunció a su parte de la beca y lo animó para que obtuviera su licenciatura en Auburn.
Posey tuvo aspiraciones militares durante toda su vida. Gran parte del tiempo que pasó en Auburn lo vivió acompañado de los militares del ROTC, y desde el momento en que se licenció se apuntó a los Reservistas. Cuando Pearl Harbor fue bombardeado por los japoneses, tuvo un arrebato patriótico y quiso alistarse de inmediato, pero hubo de esperar seis meses que se le hicieron eternos antes de que lo llamaran de la Reserva. Tras recibir instrucción militar en Luisiana, en pleno verano —que Posey describió como la experiencia más húmeda e incómoda de su vida—, fue enviado a un lugar de temperaturas opuestas: un puerto canadiense situado en Churchill, Manitoba, a orillas del mar Ártico. Allí Posey pudo poner en práctica sus conocimientos de arquitectura, pues entró a formar parte de un equipo dedicado a la construcción de pistas que permitieran el aterrizaje seguro de aviones, en caso de que los nazis invadieran Norteamérica por la más improbable de las rutas de ataque: el Polo Norte. Desde allí, y gracias a su formación en arquitectura, fue escogido para formar parte de la sección recién creada de Monumentos, Bellas Artes y Archivos —papel que acabaría resultando mucho más apasionante que su misión en el Círculo Polar Ártico.
Posey era hombre de elevados valores morales, y tenía un gran corazón. Mientras estaba destinado en Alemania durante la guerra, se encontró con un grupo de soldados estadounidenses que acababan de descubrir a un conejo enjaulado en un patio contiguo a una casa de campo. Como llevaban semanas comiendo sólo raciones de supervivencia, pensaron en matarlo y cocinarlo. Pero cuando se acercaban, una mujer abrió la puerta y con un acento alemán muy cerrado les dijo que aquel animal era de su hijo. Su esposo había sido oficial de las SS, pero había muerto, y el conejo era lo único que al niño le quedaba de su padre. Posey se acercó a la jaula y colgó en ella uno de sus carteles con la leyenda «No acercarse», a la que añadió, de su puño y letra: «Por orden del capitán Robert Posey, del Tercer Ejército de Estados Unidos». Los soldados lo respetaron. A partir de ese momento adoptó la costumbre de alimentar a los animales solitarios que se encontraba durante sus paseos, animales abandonados por sus dueños, bien porque los hubieran perdido, bien porque hubieran muerto, o huido. En una ocasión escribió: «Supongo que son los tipos duros y crueles los que gobiernan el mundo. Si eso es así, me conformo con intentar vivir cada día sin salirme de los límites de mi conciencia y dejar que los aplausos los reciban aquellos que estén dispuestos a pagar el precio que cuestan».
También era amante de las bromas pesadas. Cuando se alistó en el Tercer Ejército, se afeitó los dos extremos del bigote para que se pareciera al de Hitler, una gracia que el general Patton no encontró en absoluto divertida. Pero su sentido del humor se veía compensado por el orgullo que le proporcionaba servir como lo hacía: sus antepasados habían sido soldados desde la guerra de la Independencia. Decidido a honrar a su familia y a servir a su país en combate, se ofreció voluntario como soldado raso en la batalla de las Ardenas. Sobrevivió a los combates, aunque le hirieron en un pie, y no llegó a saber si había infligido algún daño en el enemigo —era tan corto de vista que le dijeron que se limitara a disparar sin parar hasta quedarse sin munición—. Pero un sentimiento de indignación y rabia lo llevó a seguir adelante cuando las piernas ya casi no le respondían y el sueño le cerraba los ojos. Tras visitar el campo de concentración de Buchenwald, recientemente liberado, Posey se llevó un recuerdo que encontró en una oficina abandonada, y lo mantuvo consigo hasta que terminó la guerra: la fotografía de uno de los oficiales nazis del campo, henchido de orgullo mientras sostenía una soga con nudo corredizo.
El compañero de Posey en la MFAA ya era un icono cultural en Estados Unidos al inicio de la Segunda Guerra Mundial, y seguiría una carrera estelar en el primer plano de las artes norteamericanas. Nacido en 1907 en Rochester, Nueva York, y criado en Boston, Lincoln Kirstein, de físico imponente, era el hijo de un empresario judío que encarnaba el sueño americano, pues partiendo de la nada y sin gozar de privilegios había logrado grandes éxitos, entre ellos el de contar al presidente Roosevelt entre sus amistades. El joven Lincoln cursó estudios en Harvard, donde fundó la Harvard Society for Contemporary Art, precursora del Museo de Arte Moderno de Nueva York. Asimismo promovió la aparición de una revista llamada Hound and Horn, que se dedicó a publicar los trabajos de los mejores escritores, como E. E. Cummings, así como la primera advertencia sobre la postura de Hitler ante el denominado «arte degenerado», firmada con seudónimo por Alfred Barr, el primer director del Museo de Arte Moderno. Kirstein ejerció de pintor y escritor, y a los treinta y siete años había publicado ya seis obras. Era una de las figuras más destacadas del mundo cultural neoyorquino en los años previos a la guerra. Se casó con la pintora Fidela Cadmus en 1941, aunque a lo largo de toda su vida mantuvo relaciones con personas de su mismo sexo. Kirstein era un hombre carismático y esforzado, pero sufría de depresiones tal vez motivadas por un trastorno bipolar no diagnosticado.
Kirstein se alistó en la Reserva Naval en 1942. Pero fue rechazado por una razón que la mayoría de los estadounidenses prefiere no recordar: hasta que la guerra se recrudeció de tal manera que hizo falta reclutar más tropas y las restricciones se suavizaron, para poder servir como oficial de las fuerzas armadas de Estados Unidos hacía falta ser, como mínimo, ciudadano americano de tercera generación. Y Kirstein no cumplía con el requisito. Además, también en Estados Unidos, en ese momento, estaba vigente un sistema de clasificación racial propio, y muchos judíos, negros, asiáticos e inmigrantes no podían servir como oficiales. Para ahondar en el agravio, a Kirstein lo rechazaron cuando quiso ser guardiamarina a causa de sus problemas de visión. Así pues, el más que preparado Lincoln Kirstein, ya un artista e intelectual destacado, tuvo que alistarse como soldado raso, lo que hizo en febrero de 1943.
Incluso tras completar la instrucción básica, fue rechazado por tres departamentos distintos en los que quiso alistarse: Contraespionaje, Inteligencia Militar y Cuerpo de Señales. Finalmente encontró un puesto como ingeniero de combate, donde redactaba manuales de instrucciones desde Fort Belvoir, Virginia, un lugar seguro pero aburrido. Para ocupar el tiempo, trabajaba con otros miembros de la comunidad artística en el War Art Project, en el que conocidos artistas donaban obras para su exhibición, y en ocasiones para su venta, a fin de recaudar fondos para la guerra. Gracias a esa implicación, el proyecto pasó de ser una iniciativa privada de recaudación de fondos a un empeño avalado por el propio ejército. Kirstein seleccionó nueve obras de arte para aparecer en un número de la revista Life, que posteriormente se expondrían junto a otras en una Muestra de Arte Americano de Batalla, organizada en la Biblioteca del Congreso y en la Galería Nacional de Arte de Washington D.C. con vistas a contribuir económicamente al esfuerzo bélico.
Percatándose de la profesionalidad de su labor, y de sus extraordinarios méritos y contactos, la Comisión Roberts lo fichó para que se uniera a la división de la MFAA a pesar de no ser oficial. En junio de 1944 Kirstein llegó a Shrivenham, Inglaterra, para unirse a los demás reclutados de la MFAA. Pero, a su llegada, se encontró con una división muy caótica. La organización brillaba por su ausencia, y los oficiales de Shrivenham a cargo de Asuntos Civiles no habían oído hablar siquiera de la MFAA. A Kirstein y a los demás elegidos les ordenaron esperar hasta que la situación se aclarara. La comisión quería que Kirstein sirviera como representante de la MFAA en uno de los ejércitos aliados, pero una cláusula legal en la burocracia militar impedía que un soldado raso sirviera en la división. En octubre de 1944 Kirstein se sentía deprimido y desanimado, y escribía: «Yo, entre otras cosas, creo que el comportamiento de la Comisión [Roberts] ha sido, por decirlo suavemente, insensible e insultante». Por fin, en el mes de diciembre de 1944, tras seis meses en un limbo burocrático, Kirstein fue asignado al Tercer Ejército Aliado como asistente de Robert K. Posey.
Éste ya llevaba meses de actividad en la MFAA, e instruyó a Kirstein en una base del ejército situada en Metz, Alemania. Juntos formaban sin duda una extraña pareja. Posey, el granjero de Alabama, era un soldado auténtico y un buen arquitecto, pero no hablaba idiomas ni sabía mucho de bellas artes. Kirstein, por su parte, era un artista judío, erudito e intelectual, famoso en Nueva York, que hablaba el francés con fluidez y se defendía en alemán.
Posey formó a Kirstein en el papel que le correspondía como hombre de Monumentos. En aquella etapa, recabar información era clave, así como localizar obras de arte locales y apuntalar edificios y monumentos dañados en el fragor de la batalla. Todavía desconocían el alcance del plan de saqueo de obras de arte de los nazis, y dedicaban el tiempo a entrevistarse con los lugareños, intentando arrancarles información sobre posibles escondrijos de piezas desaparecidas, y asegurándose de que las que se mantenían en sus ubicaciones permanecieran en ellas. También redactaban informes sobre sus avances, o sobre su falta de avance. En sus listas, La Adoración del Cordero Místico figuraba como una de las obras más importantes que debían buscar y proteger.
Cuando el Tercer Ejército entró en Francia les llegaron los primeros rumores sobre el expolio a gran escala que los nazis habían perpetrado con obras de arte y antigüedades, gracias en gran parte al esfuerzo personal de la espía Rose Valland. Con anterioridad a ese momento, los Aliados ignoraban que Hitler pretendiera construir un supermuseo, y también que los nazis se dedicaran a apoderarse de todas las obras de arte que hallaban a su paso. Aquellos rumores eran, sin duda, muy preocupantes.
Posey y Kirstein recabaron informaciones fragmentarias y desesperantes por lo contradictorias en relación con El retablo de Gante. Solía figurar en todos los comentarios y los rumores, tal vez infundados, sí, pero igualmente inquietantes. Su mejor fuente de información, en un primer momento, se la proporcionó el doctor Edward Ewing, un archivero al que entrevistaron en Metz. Él les reveló que la división de propaganda nazi de Goebbels llevaba tiempo asegurando que los Aliados pretendían robar las obras de arte de Europa y que, por tanto, los nazis debían confiscar todo lo que pudieran para impedir que los Aliados se lo llevaran. Un engaño similar se había producido en 1941 cuando los propagandistas italianos publicaron un panfleto incitando el sentimiento antibritánico. Se titulaba: «Lo que los ingleses han hecho en Cirenaica», y mostraba fotografías de antigüedades saqueadas, estatuas rotas y muros cubiertos de pintadas en una ciudad grecorromana de la actual Libia. De lo que nadie se percataba era de que el daño que supuestamente habían causado los ingleses había tenido lugar hacía siglos; el lugar en su totalidad era una ruina. Y lo que quedaba había sido saqueado por los propios italianos, que eran los que habían añadido aquellos grafitis. En efecto, se trataba de un montaje para hacer aparecer a los Aliados como vándalos y ladrones.
Posey y Kirstein le preguntaron por las principales obras de arte que, según les constaba, habían desaparecido, y se centraron sobre todo en El retablo de Gante. Ewing había oído rumores que apuntaban a que la obra se encontraba en Alemania, en un búnker de la fortaleza de Ehrenbreitstein, cercana a Coblenza, a orillas del Rin. Otro rumor sugería que Göring se lo había llevado a Carinhall. O se encontraba en Berghof, la villa que Hitler poseía en los Alpes austríacos; o en el castillo bávaro de Neuschwanstein. ¿Se ocultaría acaso en alguna cámara acorazada del Reichsbank de Berlín? ¿En una oficina de Buchner en Múnich? ¿En Suecia? ¿En Suiza? ¿En España? ¿O tal vez, como sugerían algunas fuentes, lo habían escondido en una mina de sal de Austria? ¿Cuál de todos los rumores era cierto, si es que lo era alguno?
El 29 de marzo de 1945 el Tercer Ejército se encontraba acampado en Tréveris, una antigua ciudad alemana llena de antigüedades romanas, y lugar de nacimiento de Karl Marx. Tréveris había sido arrasada en gran parte por los bombardeos aliados. Sobre aquella ciudad otrora gloriosa, Kirstein escribió:
La desolación ha quedado congelada, como si el momento de combustión se hubiera detenido súbitamente y el aire hubiera perdido su capacidad de mantener unidos los átomos y varios centros de gravedad hubieran luchado a muerte por apoderarse de la materia, y la materia hubiera perdido. Por alguna causa desconocida, un puente quedó en pie, intacto […] La ciudad estaba prácticamente vacía. De 90 000 [habitantes], sólo quedaban 2000, que vivían en una red de bodegas de vino. Se los veía energéticos, mujeres con pantalones, hombres con uniformes de trabajo normales. La convención es no fijarse en ellos. De algunas de las casas cuelgan sábanas blancas, o fundas de almohadas. Apenas queda nada. Fragmentos de fuentes del siglo XV, pedestales barrocos, torreones góticos, todo mezclado, en gran desorden, combinándose con cortadores de carne nuevos, botellas de champán, carteles de viajes, flores rojas y amarillas, y un día precioso, gas y descomposición, señales esmaltadas y candelabros con baño de plata, y escombros, escombros espantosos, retorcidos, de una tonalidad apagada. Sin duda Saint-Lô [una ciudad francesa también arrasada por los bombardeos] fue peor, pero no albergaba nada de importancia. Aquí todo era del primer período cristiano, o romano, o románico, o de un barroco magnífico.
En un intento de infundir a sus compañeros soldados un nivel mínimo de respeto por lo que los rodeaba, Posey y Kirstein habían desarrollado el hábito de redactar una breve historia de las ciudades que el Tercer Ejército ocupaba. Su esperanza era educar a las tropas y minimizar, así, los saqueos y los daños. Aquella estrategia se había revelado útil en las ciudades francesas de Nancy y Metz, por lo que, una vez que los trabajos más urgentes se hubieron completado, los hombres de Monumentos se dispusieron a elaborar una introducción sobre Tréveris.
El capitán Posey llevaba meses con dolor en una muela del juicio, que finalmente se le hizo insoportable. Los dentistas del ejército estaban instalados a unos ciento cincuenta kilómetros de donde se encontraba, de modo que Kirstein se adentró en la localidad en busca de algún odontólogo. Se tropezó con un adolescente que le pareció amable y dispuesto a relacionarse con un soldado americano. Kirstein apenas hablaba alemán, y el muchacho no sabía inglés, pero a aquél le pareció que tal vez el joven se avendría a ayudarlo. Le ofreció un chicle Pep-o-Mint, y así estableció un vínculo con él. A continuación, mediante señas, le indicó un dolor de muelas, hinchando el carrillo y torciendo el gesto de dolor. El adolescente pareció comprenderlo, y condujo a Kirstein, de la mano, por toda la ciudad, hasta que le señaló el cartel de la consulta de un dentista local.
Kirstein volvió a por Posey y lo llevó hasta allí. Para su sorpresa, el dentista hablaba algo de inglés. Mientras trabajaba en la boca abierta de Posey, empezó a conversar con Kirstein, que permanecía sentado a su lado.
¿Cuál era su misión en el ejército americano?
Le explicaron que estaban allí para proteger obras de arte y monumentos.
El dentista alzó la vista de pronto y les explicó que su yerno, en tanto que excomandante del ejército alemán, se había dedicado a lo mismo. ¿Les gustaría conocerlo? Vivía en un pueblo cercano.
Posey y Kirstein aceptaron de inmediato. Tal vez contara con información que les ayudara a clarificar los rumores contradictorios sobre el paradero de las obras de arte robadas por los nazis. En realidad, los hombres de Monumentos dependían de aquel método detectivesco basado en las casualidades. El dentista se montó en su jeep y los condujo a las afueras de Tréveris, al campo.
Pero había algo que no terminaba de encajarles. El dentista no dejaba de pedirles que se detuvieran con excusas sospechosas. ¿Podían parar en esa granja para que él pudiera comprar unas verduras? ¿Podían esperar un momento junto a esa casa, donde vendían vino, pues quería llevar un par de botellas a su yerno y a su hija? ¿Podían detenerse una vez más en aquella taberna de ahí, porque tenían que contarle una cosa? La ciudad se convertía en pueblo, y el pueblo en campo abierto, y gradualmente las muestras de bienvenida a los aliados iban menguando. En Tréveris todas las casas mostraban banderas blancas, que simbolizaban que sus habitantes acogían de buen grado al ejército aliado. Pero fuera donde fuese que el dentista los conducía, las banderas brillaban por su ausencia. Posey y Kirstein empezaron a sospechar que les estaban preparando una emboscada.
Entonces su acompañante les señaló una casa de campo en lo alto de una colina, a cierta distancia de la aldea más cercana. Desconfiados, Kirstein y Posey le ordenaron que fuera él el primero en acercarse a la desvencijada granja. Oyeron un intercambio alegre de saludos y el canturreo de un bebé, y concluyeron que el lugar debía de ser seguro.
Una vez en el interior de la casita oscura, el dentista les presentó a su yerno, Hermann Bunjes; a su esposa, Hildegard; a su madre; a su hija Eva; y al hijo recién nacido de Hermann y Eva: Dietrich. La casa era un extraordinario oasis de calma comparado con el caos del final de la guerra que hacía que, a escasos kilómetros de allí, el ejército alemán estuviera desintegrándose. Kirstein describió la residencia campestre como dotada de un «ambiente agradable propio de la vida de un académico cultivado, muy alejado de la guerra». Kirstein y Posey se fijaron en las paredes, que estaban cubiertas de grabados de obras de arte y arquitectura francesas: Notre Dame de París, Cluny, la Sainte Chapelle, Chartres… lugares que los soldados norteamericanos habían visto por primera en su vida durante la guerra, sirviendo en el ejército. Chartres había fascinado a Posey, que había cantado sus excelencias en una de las muchas cartas que enviaba a su esposa. En el petate llevaba algunas postales de recuerdo de muchos de los monumentos franceses que había visto, y que pensaba regalar a su hijo Woogie cuando regresara.
Hermann Bunjes hablaba con ellos en francés, y Kirstein se lo traducía a Posey. Les explicó que era un exoficial de las SS, que el conde Wolff-Metternich lo había eximido del servicio tras ejercer de asesor de arte tanto para Rosenberg como para el mismísimo Göring. En el informe aliado redactado tras la guerra sobre la actividad de la ERR se declara que, si bien Bunjes nunca fue miembro de la ERR, estuvo presente en París como director del Instituto Histórico del Arte Alemán, y que actuó inicialmente como asesor de Göring como agregado de la ERR. Se trataba de un especialista en escultura gótica francesa. Bunjes había estudiado en la Universidad de Bonn antes de ampliar estudios de posgrado en Harvard. Había iniciado la redacción de su libro sobre Cluny en París, en colaboración con el famoso profesor de Harvard Arthur Kingsley Porter. Su gran pasión era un ensayo que llevaba años escribiendo sobre la escultura del siglo XII en Île-de-France, la zona en torno a París.
Kirstein describió así sus sensaciones al conocer a Bunjes:
Fue un modo raro y de algún modo simbólico de entrar en contacto con la cultura alemana contemporánea. Allí, en la fría primavera, muy por encima del aniquilamiento de las ciudades, trabajaba un erudito alemán enamorado de Francia, locamente enamorado, con aquel fatalismo desesperado e impotente que describe Rilke, el poeta alemán. ¿Cuándo y cómo creía que regresaría? Con todo, su único deseo era terminar su libro […] Costaba creer que ese hombre hubiera sido, durante seis años, confidente de Göring, el más íntimo de los que formaban la guardia pretoriana de Hitler, y que hubiera pertenecido a las SS.
Bunjes poseía información, mucha información. Pero pretendía poner precio a lo que sabía. Quería que le prometieran protección para él y su familia. ¿De quién?, preguntaron Posey y Kirstein. En tanto que exoficial de las SS, Bunjes pertenecía a la élite de Hitler, adiestrada para matar.
Bunjes necesitaba protegerse de otros alemanes. Las SS eran tan odiadas y temidas por sus paisanos que el mayor peligro que corría era ser víctima de quienes, en su propio país, se tomaban la justicia por su mano. Pero Kirstein y Posey no estaban en disposición de garantizarle protección ni salvoconductos para su familia. A pesar de ello, Bunjes aceptó hablar. A pesar de haber sido un entusiasta de la causa en otro tiempo, estaba hastiado del nazismo, o eso aseguraba. Sin duda, había sido cómplice en el expolio de obras de arte, y se había arrimado a Göring. ¿De veras se arrepentía de lo que había hecho, o simplemente se alineaba con las potencias que ya llamaban a su puerta?
A medida que Bunjes hablaba, salía a la luz información nueva y muy reveladora. Según decía, conservaba registros de las piezas robadas en Francia por los nazis. Al parecer, había actuado como una especie de agente artístico, tratando con la ERR en representación de Göring. En marzo de 1941 Bunjes se había desplazado hasta Berlín con un gran cartapacio que contenía fotografías del material de la ERR, que presentó a Göring para que éste diera su aprobación. También se reunió con Alfred Rosenberg para abordar la cuestión de la disponibilidad de las piezas robadas para la colección privada de Göring. Bunjes conocía el contenido de aquel cartapacio, y sabía más cosas. Sabía dónde estaban siendo almacenadas las obras de arte reproducidas en su interior.
Kirstein escribió sobre el encuentro: «A medida que hablábamos en francés iba apareciendo información, una información increíble, respuestas detalladas a preguntas que llevábamos nueve meses formulando infructuosamente, y que quedaron resueltas en apenas diez minutos». Por primera vez, Bunjes reveló a los hombres de Monumentos la verdadera dimensión de lo que les aguardaba, de los planes de Hitler, del destino de miles de las obras de arte más importantes y bellas del mundo.
Posteriormente, Bunjes escribiría sobre sus experiencias como oficial y sus encuentros con Göring:
Se me ordenó que informara al Reichsmarschall [Göring] por primera vez el 4 de febrero de 1941 a las 18.30 en el Quai d’Orsay, en París. Herr Feldführer Von Behr, de la Einsatzstab Rosenberg [a cargo de las operaciones de la ERR en Francia] también estuvo presente. [Göring] deseaba conocer detalles sobre la situación del momento sobre la confiscación de las obras de arte de los judíos en los territorios ocupados. Él aprovechó la ocasión para entregar a Herr Von Behr fotografías de los objetos que el Führer deseaba adquirir para sí mismo, así como de aquellos que [Göring] pretendía conseguir.
En cumplimiento de mi deber, informé al Reichsmarschall sobre la reunión para abordar la protesta del gobierno francés por la labor de la Einsatzstab Rosenberg […] El Reichsmarschall dijo que mencionaría el asunto al Führer […] El miércoles 5 de febrero fui convocado por el Reichsmarschall para que me reuniera con él en el Jeu de Paume, donde se encontraba inspeccionando los tesoros artísticos judíos que recientemente se habían acumulado allí. El Reichsmarschall contempló la exposición escoltado por mí y realizó una selección de las obras que debían enviarse al Führer y de las que él deseaba incorporar a su propia colección.
Aproveché la ocasión que me brindaba estar a solas con el Reichsmarschall para insistir sobre la nota de protesta que el gobierno francés había enviado contra las actividades de la Einsatzstab Rosenberg, en la que se refería a la cláusula de la Convención de La Haya [que excluía el patrimonio cultural de ser tomado como botín de guerra] […] El Reichsmarschall abordó el tema exhaustivamente y me indicó lo siguiente, diciendo: «Mis órdenes son taxativas. Haz exactamente lo que ordeno. Las obras de arte acumuladas en el Jeu de Paume serán cargadas de inmediato en un tren especial con destino a Alemania. Los artículos que sean para el Führer y los que sean para el Reichsmarschall serán cargados en vagones separados que se engancharán al convoy del Reichsmarschall con el que regresará a Berlín a principios de la semana próxima. Herr Von Behr acompañará al Reichsmarschall a bordo de ese tren especial en viaje hacia Berlín».
Cuando planteé que tal vez los abogados fueran de otra opinión y que el comandante en jefe [de las Fuerzas Armadas alemanas] en Francia podría elevar sus protestas, el Reichsmarschall respondió con estas palabras: «Querido Bunjes, déjame eso a mí. Yo soy el abogado supremo del Estado».
Bunjes reconoció la hipocresía de lo que se denominaba Unidad de Protección Artística y se dedicaba a despojar a Europa de sus tesoros artísticos, por más que él no estuviera en absoluto libre de culpa. Según el informe emitido por la ERR aliada tras la guerra, el 16 de mayo de 1942 Göring pidió a Bunjes que preparara un documento detallando las confiscaciones de la Einsatzstab y las protestas del gobierno francés derrotado. El informe en cuestión describe los intentos activos de Bunjes de justificar la confiscación de las obras de arte de los judíos, así como de acallar las protestas de los franceses.
En esencia, el documento de Bunjes recalca la ingratitud del Estado y el pueblo franceses ante los esfuerzos desinteresados de la Einsatzstab, sin la cual la destrucción y la pérdida de materiales culturales de incalculable valor habrían resultado inevitables. El documento es un clásico en la literatura de traición política. Dicho en pocas palabras, Bunjes proporciona, diáfana, la siguiente justificación legal para dar cuenta de la actuación alemana: la Convención de La Haya de 1907, rubricada por Alemania y Francia y observada en los términos del armisticio de mayo de 1940, apela, en su artículo 46, a la inviolabilidad de, entre otras cosas, la propiedad privada. Sin embargo, Bunjes defiende que el armisticio de Compiègne de 1940 ha sido un pacto alcanzado por Alemania y el Estado y el pueblo franceses, pero no con los judíos ni con los masones; y que, de acuerdo con ello, el Reich no está obligado a respetar los derechos de propiedad de los judíos; y que, es más, los judíos, además de los comunistas, han atentado en incontables ocasiones, desde la firma del armisticio, contra las vidas del personal de la Wehrmacht y los civiles alemanes, por lo que han debido tomarse medidas más estrictas para acabar con los desmanes de los judíos. Bunjes considera que la base de las protestas francesas y las peticiones de retorno de las posesiones judías sin propietario responden al deseo de parte del gobierno francés de engañar a Alemania, y contribuir a la ejecución de actividades subversivas contra el Reich.
¿Se vio Bunjes obligado por las circunstancias a preparar el informe? ¿Podía creer lo que escribió, enamorado como estaba de la cultura y el arte franceses? Sólo nos queda imaginar cuáles eran sus verdaderos sentimientos, aunque como mínimo debió de experimentar cierto conflicto interior. Cuando Posey y Kirstein lo conocieron, el alemán sufría una depresión severa.
Después Bunjes relató —por primera vez ante los Aliados— los planes de construcción del supermuseo de Hitler. Se habían encontrado archivos que apuntaban a que la captura de obras de arte había sido de enormes dimensiones. Los informes escritos por Rose Valland a Jacques Jaujard habían revelado el alcance del expolio que se había producido en Francia. Pero todavía no habían aflorado pruebas documentales en las que se mencionara ese supermuseo. Bunjes describió diversos almacenes y depósitos de obras de arte ubicados en castillos: Neuschwanstein, que albergaba las colecciones robadas a los judíos franceses; Tambach, lleno de piezas robadas en Polonia; Baden Baden, donde se custodiaban las obras de arte arrebatadas a Alsacia; y así sucesivamente. Pero el mayor alijo de todos —prosiguió— se encontraba en una mina de sal de los Alpes austríacos. La habían convertido en un depósito dotado de las tecnologías más avanzadas, y albergaba las obras de arte expoliadas que pensaban instalar en Linz. Contenía miles de objetos robados por toda Europa, e incluida La Adoración del Cordero Místico de Jan van Eyck.
Pero, según advirtió a continuación, los guardias de las SS encargados de proteger la mina de sal habían recibido órdenes de hacerla estallar si no lograban defenderla ante los Aliados. La información reservada sobre la que Woolley había escrito a lord MacMillan era cierta. Hitler había emitido lo que llegó a conocerse como el Decreto Nerón el 19 de marzo de 1945 declarando que todo lo que pudiera ser de utilidad para los Aliados, sobre todo zonas industriales o de suministros, debía ser destruido si no lograba ser defendido. Y se creía que ello incluía las obras de arte requisadas. Es más, lo que Bunjes no podía saber era que August Eigruber, el despiadado oficial nazi a cargo de la región austríaca de Oberdonau, había recibido una carta personal del secretario privado de Hitler, su mejor amigo y ministro del Reich, Martin Bormann, en la que lo instaba a tomar todas las medidas necesarias para impedir que el tesoro de Altaussee fuera capturado por los Aliados.
La absoluta devoción que Eigruber profesaba a Hitler le había valido para ascender rápidamente los escalafones del nazismo. Había sido director provincial del Partido Nazi en la Alta Austria, y había pasado varios meses en prisión cuando éste fue prohibido en la zona en mayo de 1935. Desde 1936 hasta el Anschluss de 1938 —momento a partir del cual Austria pasó a convertirse oficialmente en parte de la Gran Alemania y el nazismo no sólo fue legal, sino la fuerza política dominante—, él fue el líder del partido clandestino en su región. Se unió a las SS como oficial en 1938, y el 1 de abril de 1938 pasó a ser gauleiter de Oberdonau, Austria. En noviembre de 1942 fue nombrado comisario de defensa del Reich, y en junio del año siguiente ya había alcanzado el rango de obergruppenführer de las SS, sólo un peldaño por debajo del propio Himmler.
Se conserva una fotografía de Eigruber en la que aparece con la misma expresión extasiada de un seguidor fanático, los labios tan apretados que apenas resultan visibles, el superior cubierto por el inferior, en gesto infantil, entusiasmado ante los planos del museo que Hitler pensaba construir en Linz, y que ocuparía toda la ciudad, acompañado del arquitecto Hermann Giesler y del mismísimo Hitler. Eigruber recuerda un poco a Charlie Chaplin, con su bigotillo hitleriano y su leve cojera, con sus hombros hundidos, aunque su físico curioso camuflara, en realidad, una fortaleza propia de un obrero del metal, una determinación antisocial patológica y la seguridad en sí mismo que le proporcionaba su rápido ascenso en las filas del nazismo.
Eigruber interpretó una orden confusa de Bormann, que le instaba a impedir que los Aliados se apoderaran del contenido de la mina, como una llamada a destruir las obras de arte almacenadas en ella. Su empecinamiento en imponer su propia interpretación de las órdenes de Hitler iba más allá de las obras de arte a su cargo. En efecto, había sido un oficial entusiasta en el campo de concentración de Mauthausen-Gusen durante la guerra, y ahora ordenaba que gasearan a enfermos mentales y a otras personas que, antes de la guerra, habían sido consideradas incapaces para trabajar. El 8 de abril ordenaría la ejecución de todos los presos políticos de su región que se encontraran a la espera de la celebración de juicio, y al menos cuarenta y ocho personas fueron fusiladas al amanecer del día siguiente.
Lo que Bunjes relató a Posey y Kirstein era increíble. «El capitán Posey, lo mismo que yo, hubimos de ejercer todo nuestro autocontrol para no mostrar el menor atisbo de asombro o reconocimiento», escribió Kirstein. Al parecer, Bunjes creía que los Aliados ya conocían todo lo que él acababa de contarles.
Posey y Kirstein regresaron a toda prisa al campamento e informaron a sus superiores. Bunjes había señalado sobre un mapa la ubicación de la mina de sal. Se encontraba junto al pueblo de Altaussee, cercano a la ciudad balneario de Bad Aussee y a Salzburgo. Quedaba lejos de la ruta de ataque de los Aliados. Al no ser de importancia estratégica, los ejércitos aliados no habían planificado despejar la zona en las semanas siguientes. La región era especialmente peligrosa. Sus montañas escarpadas y de frondosos bosques estaban plagadas de pequeñas bandas errantes de agentes de las SS y restos del Sexto Ejército alemán que se batían en retirada hacia los Alpes italianos. Las fuerzas armadas alemanas se desintegraban, pero las bolsas de soldados que quedaban actuaban por su cuenta, recurriendo a técnicas de guerrilla, lo que resultaba especialmente peligroso e impredecible.
Llegar a Altaussee no iba a ser, pues, tarea fácil. Kirstein escribió:
El terreno era extremadamente difícil. Las montañas estaban atestadas de SS y soldados del Sexto Ejército alemán que se retiraban hacia los Alpes italianos. Dos días antes, al abandonar una carretera secundaria, nos vimos atrapados en medio de un convoy alemán motorizado. A lo largo de diez millas no supimos quién era prisionero de quién. Debían de dirigirse a algún lugar para rendirse, porque a pesar de que iban armados no ocurrió nada.
Eran tiempos confusos. Las fuerzas alemanas se desintegraban, y ya no se dudaba de que la guerra tocaba a su fin. La única duda era cuánto tardaría Alemania en rendirse, y cuánta destrucción se produciría antes de que ello ocurriera. ¿Arrasarían los nazis gran parte de los tesoros artísticos de la historia sólo por despecho, para impedir que el mundo pudiera volver a verlos nunca más? Se habían revelado capaces de semejante atrocidad, y de otras peores. En 1942 los Aliados conocían ya los planes de Hitler para la exterminación masiva de negros, judíos y otros grupos minoritarios considerados racialmente inferiores por los nazis, aunque el verdadero alcance del genocidio se hizo patente sólo cuando fueron liberados los primeros campos de concentración en 1945. Cuando el líder de las SS Heinrich Himmler, desaliñado y con un parche en el ojo izquierdo, fue detenido por soldados británicos cuando cruzaba un puente en Bremervörde, al norte de Alemania, mientras trataba de alcanzar la lejana Suiza, los miembros de las SS que quedaban quemaron todas sus obras de arte para impedir que el ejército británico pudiera llevárselas. Y existían precedentes de actos de destrucción similares en los dos castillos franceses de Valençay y Rastignac.
Según Bunjes, El retablo de Gante estaba oculto en la mina de Altaussee. Pero el Tercer Ejército del general Patton se dirigía hacia Berlín. Existía una competición cordial entre los ejércitos primero, tercero, cuarto, séptimo y noveno de los Aliados, que pretendían ser los primeros en llegar a Berlín. Sólo después de que Eisenhower determinara que el Ejército Rojo llegaría a Berlín mucho antes de que pudieran hacerlo los Aliados, y de que el general Omar Bradley estimara, macabramente, que para capturar la ciudad habrían de sacrificarse las vidas de otros 100 000 aliados, los estadounidenses reorientaron sus esfuerzos a la toma de Austria. El llamado reducto alpino de los Alpes Austríacos, sobre todo en torno a la residencia vacacional de Hitler en Berghof, se consideraba el lugar en el que los nazis se harían fuertes para librar la batalla final. Se temía que ésta pudiera durar años, y que costara miles de vidas sacar de allí a las unidades atrincheradas en los espesos bosques. Kirstein admitía sus dudas en una carta que envió a su hermana: «Por lo que respecta a Alemania, creo que todavía luchará un tiempo. A pesar del hundimiento de la Wehrmacht y del triunfalismo de los periódicos, hasta ahora no ha existido ningún lugar en cuya conquista no haya muerto mucha gente […] Espero volver a verte antes de que empiecen a pagarme la pensión de jubilación».
Posey y Kirstein informaron al general Patton de lo que Hermann Bunjes les había revelado, y se tomó una decisión. El Tercer Ejército se desviaría hacia Austria en abril de 1945 —en una ruta que los conduciría hacia Altaussee—. Kirstein escribió: «Todavía nos encontrábamos a varios días de allí […] El capitán Posey se adelantó para preparar a los mandos. Si no se les indicaba el lugar al que nos dirigíamos, las tropas estadounidenses no tendrían razón para ocuparla hasta transcurridas varias semanas». Ahora, la totalidad del Tercer Ejército y un cambio en la estrategia aliada podían servir para sacar partido de las increíbles revelaciones de un exmiembro de las SS desilusionado, experto en escultura francesa del siglo XII, que se ocultaba en una casa en medio del bosque y temía el ataque de sus compatriotas.
A principios de abril de 1945, Posey y Kirstein se pusieron en contacto con el movimiento de Resistencia austríaco. Se encontraban ya a pocos días de Altaussee. Y fue entonces cuando tuvieron conocimiento de la misión paralela, la Operación Ebensburg.
Llegados a este punto, los informes de los miembros de la Resistencia difieren respecto de lo que ocurrió en Altaussee antes de la llegada del Tercer Ejército. La reconstrucción histórica de la Operación Ebensburg se basa en tres documentos: las memorias de Gaiswinkler, las de Grafl y un libro sobre la Resistencia publicado por el gobierno austríaco en 1947. Los relatos de otras fuentes primarias cuentan versiones distintas de la historia: incluso la exposición que ofrece Grafl difiere de la de su compañero de equipo, Gaiswinkler. Hermann Michel, director técnico de la mina; Emmerich Pöchmüller, director civil; y Sepp Plieseis, otro líder de la Resistencia, redactaron versiones de lo sucedido que con frecuencia resultan contradictorias. Sólo con la llegada del Tercer Ejército a Altaussee las aguas se aclaran.
La Resistencia austríaca confirmó todo lo que Bunjes había revelado. En efecto, la mina de sal de Altaussee estaba custodiada por las SS, y contenía, sí, una gran cantidad de obras de arte robadas. Más preocupante aún era lo que confirmó una avanzadilla: que la mina estaba salpicada de explosivos, cargas de dinamita y detonadores.
Si Posey y Kirstein habían advertido al general Patton de lo que Bunjes les había revelado, la división del ejército que se encontraba más cerca de Altaussee, encabezada por el comandante Ralph E. Pearson, estaba incomunicada y desconocía la existencia de la mina de sal, su contenido y el peligro que se cernía sobre ella. Cuando Pearson, finalmente, recibió un mensaje sobre la mina, en mayo de 1945, fue de una fuente no aliada que no llegó a identificarse. Hermann Michel, director técnico de la mina, dijo ser la persona que envió el aviso, pero su autoría es desconocida. Sea como fuere, Pearson recibió el mensaje y sin más dilación dirigió a sus fuerzas hacia la mina. Sería el primer aliado en llegar hasta allí.
Entretanto, en Bad Aussee, Gaiswinkler y su equipo recibían información sobre la Resistencia local por boca del hermano de éste, Max. La Resistencia la dirigía un comunista y miembro de la gendarmería local llamado Valentin Tarra, y estaba formada por un valiente grupo, relativamente inactivo pero bienintencionado, de personal de rescate en montaña y policías locales. Gaiswinkler había conocido a Tarra, así como a un administrativo de la mina de sal de Altaussee, Hans Moser, el 13 de febrero de 1940, antes de que lo alistaran en la Wehrmacht. Tarra y Moser habían dirigido, juntos, la Resistencia local, pero éste había muerto durante un bombardeo aéreo en otoño de 1944, junto con otros combatientes, poco después de que un informante ucraniano hubiera notificado a la Gestapo cuáles eran sus actividades. Tarra fue uno de los pocos miembros de la Resistencia que logró escapar, y seguía en activo.
Gaiswinkler retomó el contacto con Tarra y estableció una base de operaciones con él. A los pocos días de la llegada de Gaiswinkler, Tarra ya había logrado reclutar a unos 360 voluntarios a través de su red de contactos locales, sobre todo de la gendarmería, que podía proporcionarles armas cuando las necesitaran. Más importante aún que el armamento fue un transmisor de radio que cedió a Grafl para que pudiera ponerse en contacto con la base de Bari por primera vez desde que se lanzaran en paracaídas. Tarra les presentó a algunos mineros de Altaussee receptivos a su causa, así como a un contacto que trabajaba con Ernst Kaltenbrunner, el segundo mando jerárquico de las SS por detrás de Himmler, que había establecido un cuartel en la cercana Villa Castiglione. Por último, la Resistencia propició el contacto entre Gaiswinkler y los dos oficiales alemanes que estaban a cargo de las obras de arte almacenadas en la mina de sal, el profesor Hermann Michel y un conservador de arte, Karl Sieber.
Michel, comunista camuflado, era el hombre que había recomendado que la mina de sal de Altaussee se usara como depósito de arte. Antes de la guerra había sido director del Museo de Historia Natural de Viena, y era, además, experto en mineralogía. Por su aspecto parecía una caricatura del científico loco, con su loden verde y su mata de pelo blanco que se movía a su antojo y parecía desafiar la ley de la gravedad. Al término de la guerra Michel declararía haber sido una pieza clave para salvar los tesoros de Altaussee, y es posible que así fuera. Pero como muchos al servicio de los nazis, sus actividades durante el Tercer Reich no reflejaron las objeciones al nazismo que sí manifestó tras el derrumbamiento de éste.
En 1938, Michel había sido despedido como director del Museo de Historia Natural, pues la institución pretendía instaurar un nuevo programa que propagara los conceptos nazis de superioridad de la raza aria. Fue nombrado un nuevo director, escogido a dedo para que dirigiera la nueva era propagandística del museo. Ése fue uno de los golpes de efecto de Goebbels en tanto que ministro de Propaganda: si el principal museo de historia natural de la Europa Central empezaba a organizar exposiciones sobre la superioridad aria y trataba peyorativamente a las razas «inferiores», entonces dichas teorías serían tomadas en serio. Michel, sin influencias en el Partido Nazi, fue relegado en la jerarquía y pasó a ser, simplemente, director del Departamento de Mineralogía de la institución. Durante ese período se esforzó por ganarse el favor de los líderes nazis más próximos a él por trabajo, llegando incluso a dar su apoyo a exposiciones antisemitas y racistas, así como a materiales pseudoacadémicos. En determinado momento fue nombrado incluso jefe de relaciones públicas de la rama local del Partido Nazi, en un empeño personal de congraciarse con éste.
¿Era Hermann Michel, realmente, un comunista camuflado, como declaró cuando llegaron los Aliados? Sus cambios de ideología según soplaran los vientos de la victoria —nazi cuando los nazis estaban en el poder, comunista cuando éstos cayeron— sugieren que, más que resistente, era un oportunista. La Segunda Guerra Mundial nos proporciona gran cantidad de historias personales de alemanes que, en condiciones normales, no habrían apoyado el nazismo, pero que lo hicieron por necesidad, debilidad, astucia o temor. El tiempo, la experiencia y la casualidad convirtieron en «héroes» a algunas personas que reclamaron para sí un papel mayor en la victoria contra el Eje del que realmente tuvieron. Michel parece haber sido una de ellas.
Karl Sieber, conservador jefe a cargo del mantenimiento de los tesoros de la mina, había sido un restaurador discreto pero respetado en Berlín antes de la guerra. Se veía a sí mismo como un artesano honesto sin grandes aspiraciones, y sin inclinaciones nazis de ninguna clase. De hecho, tenía varios amigos judíos. Fue uno de ellos el que le sugirió que se afiliara al Partido Nazi, pues aquélla parecía la mejor manera de medrar a finales de la década de 1930. Desde que los nacionalsocialistas alcanzaron el poder, no dejaban de llegar obras de arte a Berlín, lo que significaba que tanto si éstas eran robadas como si no, necesitaban las atenciones de buenos conservadores. Sieber pasó los años de la guerra con su esposa y su hija bastante aislado de los combates que se libraban a su alrededor, en compañía de centenares de obras famosas —el sueño de todo conservador, por más que se tratara de un sueño inmerso en un grave dilema moral—. No había duda de que las obras maestras debían conservarse para las generaciones futuras y, en honor a la verdad, incluso para los alemanes que no apoyaban a los nazis existían pocas opciones más allá de la de cooperar con ellos. La conservación de obras de arte requisadas era quizá el menos malo de los males de los que uno podía ser cómplice, y Sieber se dedicó a curar las heridas de las obras que llegaban a sus manos. Se mostraba particularmente orgulloso de su trabajo con El retablo de Gante, que había resultado dañado durante el traslado entre Pau y Neuschwanstein, donde fue almacenado en primera instancia, lo que hizo que Sieber hubiera de reparar la madera de uno de los paneles.
Michel y Sieber supervisaban todas las operaciones de la mina, a pesar de que sólo estaban autorizados a organizar su funcionamiento y contenido. La persona que ejercía la dirección de la mina de Altaussee era Emmerich Pöchmüller. Sus funciones eran más las de un administrador, mientras que Michel y Sieber mantenían un contacto diario con las obras de arte. Eran amantes apasionados de las piezas a su cargo, y habrán hecho todo lo que estuviera en su mano para protegerlas. Pero dependían de las SS, y debían responder ante su mando regional, el Gauleiter Eigruber. Cuando Michel y Sieber empezaron a sospechar que Eigruber estaba dispuesto a destruir las obras con tal de que éstas no cayeran en poder de los Aliados, establecieron un contacto secreto con la Resistencia local.
Gaiswinkler, Tarra y la Resistencia lograron varios éxitos menores mediante acciones clandestinas de guerrilla, antes de poner en marcha su acto mayor (y, según algunos historiadores, discutido) de heroísmo, que en última instancia decidiría el futuro de los tesoros de Altaussee. Robaron archivos policiales de la oficina local de la Gestapo, así como formularios, sellos y pases de la policía secreta nazi con los que falsificaron su documentación. Ello permitió a dos de sus hombres colarse en los controles y establecer contacto con el ejército aliado cerca de Vöcklabruck. Allí, la Resistencia detalló la posición y disposición de las fuerzas alemanas en la región que quedaba entre Bad Aussee y Goisern, conocida como el «Paso de Pötschen», lo que permitió que los Aliados consumaran un ataque aéreo devastador. En una fecha posterior, cuando el Sexto Ejército alemán se batía en retirada, la Resistencia logró sorprender a algunas unidades en desbandada con contundentes ataques relámpago en los bosques alpinos, gracias a los cuales se apoderaron de armamento más pesado, e incluso de dos tanques nazis.
Pero entonces, un hecho trágico llevó a la Resistencia a pasar a la acción inmediata.
Durante las noches del 10 y el 13 de abril, soldados de las SS, comandados por un hombre llamado Glinz —esbirro de Eigruber y gauinspektor local (inspector de distrito)—, entraron en la mina con seis pesadas cajas de madera. Grabadas en los lados se leían las palabras «Vorsicht! Marmor: Nicht Sturzen» («¡Atención! Mármol: No soltar bruscamente»). Cada una de las cajas, del tamaño de un refrigerador, se situó en una de las salas de almacenaje de la mina. Pero no contenían mármol, sino quinientos kilos de bombas aéreas. En cumplimiento de órdenes de Eigruber, las colocaron en lugares estratégicos de la instalación subterránea. Si explotaban, causarían un derrumbamiento absoluto, así como la entrada de agua, y las obras de arte que contenía la mina quedarían destruidas.
Eigruber estaba decidido a que el patrimonio artístico robado no volviera a ver jamás la luz del sol. Pero ¿pretendía Hitler realmente destruir todas las obras de arte robadas con tantos esfuerzos? Los historiadores no se ponen de acuerdo. En ocasiones, el Führer había permitido la destrucción arbitraria de obras de arte, como en el caso del puente más hermoso de Florencia, el de Santa Trinità, obra de Bartolomeo Ammanati. Ordenó la demolición de París cuando no había duda de que la perderían a favor de los Aliados. También promulgó su infame Decreto Nerón (como llegó a conocerse), enviado a todos los mandos el 19 de marzo de 1945:
La lucha por la existencia misma de nuestro pueblo nos obliga a apoderarnos de todos los medios capaces de debilitar la preparación ofensiva de nuestros oponentes y de impedirles el avance. Toda oportunidad, directa o indirecta, de infligir el daño más amplificado posible sobre la capacidad enemiga para atacarnos debe ser usada en toda su extensión. Es un error creer que cuando recuperemos los territorios perdidos podremos rescatar y reutilizar nuestros viejos medios de transporte, comunicaciones, producción e instalaciones de suministro que no hayamos destruido o dañado; cuando el enemigo se retire sólo nos dejará tierra quemada y no mostrará consideración por el bienestar de la población.
Por tanto, ordeno que: 1) Todas las instalaciones de transporte, comunicaciones, industria y suministro de alimentos, así como todos los recursos del Reich que el enemigo pudiera usar bien inmediatamente bien en un futuro inmediato para continuar la guerra deben ser destruidos. 2) Los responsables de ejecutar estas medidas son: los mandos militares de todos los objetos militares, incluidas las instalaciones de transporte y comunicaciones, los Gauleiters y los comisionados de defensa de todas las instalaciones industriales y de suministros, así como de todos los demás recursos. Cuando sea necesario, la tropa debe asistir a los Gauleiters y a los comisionados de defensa en el cumplimiento de su deber. 3) Estas órdenes deben comunicarse de inmediato a todos los mandos de tropa; toda orden contraria queda sin efecto.
ADOLF HITLER
Se temía que la orden de destruir todo lo que los Aliados pudieran usar incluyera las obras de arte requisadas. Dada la formulación de las órdenes, no quedaba claro: las obras podían resultar útiles para el esfuerzo bélico, pues eran susceptibles de ser vendidas para obtener financiación, pero aquello en lo que Hitler se centraba era en suministros relacionados con la industria. El resultado fue que el decreto se interpretó de distinto modo por quienes lo recibieron. Para un Gauleiter como August Eigruber, que controlaba miles de obras de arte de incalculable valor, el Decreto Nerón no era en absoluto ambiguo.
Pero es muy improbable que Hitler tuviera intención de destruir las piezas custodiadas en Altausee. Aunque había alentado la quema de libros y del arte degenerado, abundan los ejemplos que explican que Hitler ordenó preservar patrimonio artístico y monumentos. A pesar de haber permitido la destrucción del Ponte de Santa Trinità para impedir el avance aliado desde el sur de Florencia, mientras los alemanes huían desde la orilla norte del Arno, lo cierto es que, como es sabido, exigió que el Ponte Vecchio, que se extendía apenas unos centenares de metros río arriba, fuera preservado. En efecto, el Ponte Vecchio era el monumento preferido de Hitler. Figuraba en el primer lugar en su lista de monumentos y obras de arte que bajo ningún concepto debían sufrir daños. El segundo era la ciudad de Venecia en su totalidad. Durante la retirada nazi de Florencia, todos los puentes sobre el Arno salvo el Ponte Vecchio fueron destruidos. Pero para frenar el avance aliado, los nazis hicieron volar por los aires un barrio entero en uno de los extremos de ese puente, con la intención de crear una barricada de escombros. En su testamento, que Hitler dictó a su secretario el 29 de abril de 1945, justo después de contraer matrimonio con su amante Eva Braun, pocas horas antes de suicidarse, dispuso que las pinturas que había reunido (como, eufemísticamente, expresó) para el museo de Linz fueran entregadas al Estado alemán. De haber pretendido que las obras fueran destruidas, no las habría donado al Estado alemán tras su muerte.
Pero esa vez la decisión que importaba era la de Eigruber. Y éste estaba decidido a ejecutar la pena de muerte.
A lo largo de la jornada del 13 de abril de 1945, la mina de Altaussee recibió la visita del secretario de Martin Bormann, el doctor Helmut von Hummel, y del oficial Glinz, que había llevado las bombas, acompañados de otros varios mandos militares alemanes. Aunque Eigruber no estaba al corriente de ello, Albert Speer, el confidente de Hitler y ministro de armamento y producción bélica, había convencido al Führer para que suavizara la infame llamada del Decreto Nerón a la destrucción completa de instalaciones no industriales que los Aliados pudieran usar en su beneficio, y para que emitiera una nueva orden que instara sólo a la incapacitación de las instalaciones, a fin de que éstas no pudieran ser de uso inmediato. En gran medida ese cambio estaba destinado a preservar los tesoros artísticos robados, y Martin Bormann había enviado a Von Hummel para que transmitiera las órdenes a Eigruber: «Las obras de arte no debían de ninguna manera caer en manos enemigas, pero en ningún caso debían ser destruidas». Sólo Glinz y Eigruber sabían que dos de las cajas de «mármoles» que contenían bombas ya habían sido instaladas en su sitio. El 30 de abril se introducirían algunas más.
Emmerich Pöchmüller, el anodino director civil de la mina, tuvo conocimiento de la nueva orden el 14 de abril, cuando Von Hummel se puso en contacto con él. Pero a partir de ese momento Von Hummel delegó su papel de emisario en el director de la mina, al que pidió que explicara a Eigruber la nueva situación. El pobre Pöchmüller, sin autoridad en el Partido Nazi, no tenía la menor posibilidad de convencer a Eigruber de que el decreto de destrucción del Fürher había sido modificado.
Eigruber se negaba a ponerse al teléfono, por lo que el director, desesperado, se trasladó hasta las oficinas del Gauleiter en Linz para hablar con él personalmente. El 17 de abril Pöchmüller llegó y se reunió con Eigruber en su despacho. Le informó de que había recibido instrucciones según las cuales no debía permitirse bajo ninguna circunstancia que los tesoros artísticos de la mina cayeran en poder del enemigo, y que ello implicaba que el pozo de la mina debía ser demolido para que ésta quedara sellada, pero conservando las obras de arte que se alojaban en su interior. Según el relato que el propio Eigruber hizo del encuentro, éste dijo no creer esas nuevas órdenes secretas, que provenían directamente de Bormann a través de Von Hummel, órdenes que Pöchmüller, que no era nadie, había oído pero de las que Eigruber, que era su superior, no tenía noticia. «El aspecto básico es la destrucción total —replicó—. En este punto permaneceremos inamovibles». Y añadió que él «acudiría personalmente y lanzaría granadas a la mina» si era necesario.
Pöchmüller quedó horrorizado, aunque de hecho había supuesto que su reacción podría ser precisamente ésa. Pero contaba con un plan de seguridad. Junto con el capataz de la mina, Otto Högler, y su director técnico, Eberhard Mayerhoffer, Pöchmüller planeó bloquear la entrada de la mina con lo que se conoce como «cargas disuasorias», bombas pensadas para impedir la entrada a la mina a menos que se estuviera dispuesto a dañar irrevocablemente su contenido. Que el sellado de la mina sirviera para mantener alejados de ella a los Aliados, como Von Hummel esperaba, o para mantener alejado a Eigruber era lo que menos importaba a Pöchmüller, pues de hecho los dos eran motivos más que suficientes para bloquear la entrada a la mina.
Dado que habría resultado prácticamente imposible tender las cargas disuasorias en secreto, Pöchmüller logró convencer a Eigruber de que bastaba una serie de cargas más pequeñas colocadas estratégicamente para destruir la mina y hacer que ésta se derrumbara sobre las obras de arte que contenía. Eigruber aceptó que se instalaran esas otras cargas, pero esperaba que se distribuyeran en el interior de la mina, y no sólo en las entradas de los pozos. El capataz Högler calculó que se tardaría casi dos semanas en hacerlo. Era un tiempo excesivo, sobre todo si, como parecía, Eigruber estaba impaciente por destruir las obras de arte.
Gaiswinkler también se había enterado de la existencia de las cajas de «mármol». Él, lo mismo que Pöchmüller, necesitaba saber con cuánto tiempo contaba. ¿Era inminente la destrucción con la que amenazaban? ¿Hacía falta emprender una acción inmediata?
Dos valientes mineros se ofrecieron voluntarios para entrar en la mina de noche e inspeccionar secretamente el contenido de las cajas. La extracción de sal no se había interrumpido desde que Altaussee había empezado a usarse como depósito de obras de arte, por lo que las idas y venidas de los mineros cargados con equipos resultaban normales a los agentes de las SS. No está claro si fue Gaiswinkler o Pöchmüller quien ordenó a los mineros que entraran furtivamente, aprovechándose de la oscuridad nocturna. Posteriormente, ambos se atribuirían la decisión. Es más que probable que uno de los mineros fuera Alois Raudaschl, el jefe de los trabajadores que cooperaban con la Resistencia. Sus antepasados llevaban siglos trabajando en la mina, y ellos conocían sus cuevas y pasadizos con los ojos cerrados. Recorriendo túneles secretos lograron evitar que los guardias de las SS los descubrieran. En el mayor de los silencios, abrieron una de las cajas que supuestamente contenían piezas de mármol.
Pero estaba llena de paja.
¿Estaría, de todos modos, el mármol oculto bajo una primera capa? Apartaron la paja y encontraron una bomba alojada en el interior. Con todo, los detonadores no estaban fijados a ella, ni parecían encontrarse en ninguna parte.
Gaiswinkler y Pöchmüller sabían al fin lo de las bombas, pero la Resistencia carecía de los efectivos necesarios para atacar la mina, y ninguno sabía a ciencia cierta si las bombas estallarían o no en el caso de que la mina resultara atacada. Gainswinkler estableció contacto con Michel para advertirle de la amenaza, mientras Pöchmüller ordenaba al capataz Högler que sacara las bombas de las cajas, pero que dejara éstas donde se encontraban, para no levantar sospechas.
La noche siguiente, Michel, los dos mineros y un asistente accedieron a la mina por los pasadizos de la montaña, evitando así a los guardias apostados junto a la entrada. Una vez en el interior, trasladaron las obras de arte más valiosas a una ubicación distinta: la capilla de Santa Bárbara. La capilla, excavada en la piedra, contaba con bancos de madera, una pila de agua bendita, cirios, e incluso su propio retablo policromado. Se trataba del lugar más resistente de la mina, el que con mayor probabilidad resistiría la explosión de las bombas que aguardaban en las cámaras de almacenaje cercanas.
El primer objeto que trasladaron a la capilla subterránea fue El retablo de Gante, que hasta entonces había permanecido en una sala conocida como Mineral Kabinett.
El 28 de abril, Pöchmüller envió el siguiente mensaje al capataz Högler: «Por la presente se le ordena retirar las ocho cajas de mármol recientemente almacenadas en la mina en acuerdo con el Bergungsbeauftragter Dr. Seiber, y depositarlas en un cobertizo que le parezca adecuado como depósito de almacenamiento temporal. También se le ordena que prepare el bloqueo disuasorio lo antes posible. El momento en que se supone que dicho bloqueo ha de entrar en efecto sólo le podrá ser comunicado por mí personalmente». Pöchmüller ponía en peligro su vida con el envío de ese mensaje. Aunque llegó a Högler sin incidencias, el 30 de abril Glinz, el asistente de Eigruber e inspector de distrito, oyó una conversación en la que el capataz comentaba con uno de los mineros cuál debía ser la disposición de los camiones encargados de sacar las cajas con las bombas. Aunque Glinz desconocía la implicación de Pöchmüller, y no sabía nada del bloqueo disuasorio, el plan para retirar los explosivos de la mina quedó abortado. A partir de ese día pasarían a ser seis los guardias apostados junto a la entrada las veinticuatro horas del día.
Para entonces Gaiswinkler había recibido la noticia de que el Tercer Ejército de Estados Unidos se aproximaba. Pero no sabía cuándo llegaría, ni si sería ya demasiado tarde. No está claro si Gaiswinkler y Pöchmüller trabajaban juntos para alcanzar su meta común de preservar el contenido de la mina. Cuando, terminada la guerra, cada uno de los dos escribió sobre su misión, la labor del otro quedaba excluida del relato, algo significativo que revelaba que ambos pretendían atribuirse una porción mayor de heroísmo. Así pues, no queda claro si Gaiswinkler estaba al corriente de las acciones de Pöchmüller en la mina, aunque parece probable que así hubiera sido, pues los dos colaboraban con los mineros de la Resistencia. En cualquier caso, fuera cual fuese su grado de cooperación, a Gaiswinkler le pareció que el tiempo se agotaba, y decidió pasar a la acción en la medida de sus posibilidades.
Empezó por lanzar un farol táctico. Su equipo se apoderó del principal transmisor de radio de la región, el Viena II, que permanecía almacenado en Bad Aussee, para poder emitir la noticia falsa de que el Ejértito Partisano Yugoslavo se acercaba por las montañas del sur, desde Eslovenia. Para dar credibilidad a la noticia, los miembros de la Resistencia encendieron hogueras en las montañas, que proporcionaban la impresión de que en ellas se había instalado un gran campamento.
A continuación, la Resistencia se apoderó de dos blindados para el traslado de personal, así como de uniformes de las SS. Disfrazados con ellos, lograron llevar a cabo con éxito una arriesgada operación durante la que secuestraron a tres importantes líderes nazis: los jefes de la unidad regional de la Gestapo y Franz Blaha, representante de Eigruber que había recibido el encargo de destruir la mina de sal.
Blaha confirmó a los miembros de la Resistencia que August Eigruber estaba decidido a hacer volar la mina. Para entonces todas las líneas de comunicación nazis habían sido cortadas por los Aliados, por lo que cada oficial alemán que permanecía en su puesto actuaba por iniciativa propia. No se podía establecer contacto con Von Hummel ni con Martin Bormann para que confirmaran sus órdenes y salvar, así, el contenido de la mina. La unidad de las SS de Eigruber seguía siendo lo bastante fuerte como para lanzar un ataque directo.
Había que hacer algo más.
En una maniobra de extraordinaria valentía, el líder de los mineros, Alois Raudaschl, se ofreció voluntario para ponerse en contacto con el oficial nazi más poderoso de la zona, y uno de los más poderosos de todos: el jefe de las SS Ernst Kaltenbrunner, número dos de Himmler, que se encontraba atrincherado en la cercana Villa Castiglione. Austríaco de nacimiento y abogado por formación, Kaltenbrunner poseía el rostro arquetípico del malo de Hollywood, atractivo y siniestro: cicatrices y marcas causadas por el acné juvenil, ojos algo separados, muy brillantes, pelo rubio y labio inferior prominente. Ostentaba una gran cantidad de cargos: jefe de la Oficina Central de Seguridad del Reich (Reichssicherheitshauptamt), jefe de la Gestapo y Obergruppenführer de las SS; se contaba, en efecto, entre los líderes de élite de unidad. Durante un año, a partir de 1943, llegó incluso a ocupar el puesto de presidente de la Comisión Internacional de la Policía Criminal (ICPC), organización que se convertiría en la Interpol. El poder de Kaltenbrunner fue incrementándose de manera constante a lo largo de la guerra, sobre todo tras el intento de asesinato que vivió Hitler el 20 de julio de 1944. A partir de ese momento el Führer encargó a Kaltenbrunner la misión de destapar la conspiración, y éste tuvo acceso directo a Hitler. Alcanzó la cúspide del poder el 18 de abril de 1945, fecha en que Himmler lo nombró comandante en jefe de las fuerzas armadas que quedaban en el sur de Europa, a pesar de que, para entonces, el fin ya asomaba en el horizonte. Muchos han considerado ese ascenso a un alto cargo en una fecha tan tardía como el equivalente a empujar a Kaltenbrunner ante el paso de un tren, pero la buena fe de éste era inquebrantable. Si alguien podía rectificar a Eigruber, era él.
Alois Raudaschl y Kaltenbrunner tenían un amigo común que vivía cerca de Villa Castiglione. A las dos de la tarde del 3 de mayo de 1945, Raudaschl se reunió con Kaltenbrunner en el domicilio de ese amigo. Le habló del comportamiento de Eigruber, de las bombas ocultas en las cajas de mármol y del desacato manifiesto a las órdenes de Hummel. Movido por su sentido del patriotismo, así como por su deseo de preservar unos iconos culturales irreemplazables almacenados en el interior de la mina, Kaltenbrunner le autorizó a retirar las bombas a pesar de la insistencia de Eigruber. Así pues, los mineros volverían a intentarlo, esta vez con el beneplácito de Kaltenbrunner.
Según otros relatos fue Gaiswinkler, y no Raudaschl, el que se reunió con aquél y lo convenció para que interviniera y salvara las obras de arte. Por su parte, Michel también aseguraría más tarde que la retirada de las bombas se produjo por iniciativa suya.
Los mineros pasaron cuatro horas retirando las bombas y las cajas que las contenían. A medianoche, cuando la operación estaba casi concluida, otro de los esbirros de Eigruber, el sargento de tanque Haider, llegó a la mina. Al ver lo que sucedía, amenazó con que, si se retiraban las bombas, Eigruber se trasladaría «personalmente a Altaussee y los ahorcaría a todos él mismo».
Temiendo las repercusiones, Raudaschl se puso en contacto con Kaltenbrunner, que telefoneó personalmente a Eigruber a las 13.30 del 4 de mayo, horas después de la amenaza del sargento Haider, y le ordenó que permitiera la retirada de las bombas. Eigruber cedió y aseguró que no habría represalias. Ordenó a los guardias de las SS que permitieran el acceso de los mineros a la mina, y Haider no pudo hacer otra cosa que quedarse a observar.
Pero Eigruber tenía otros planes. No estaba dispuesto a consentir que lo ningunearan de ese modo, y menos entonces, cuando su deber era precisamente hacer cumplir la orden final de su Führer, pues Hitler se había quitado la vida hacía apenas unos días. Sus verdaderas intenciones pasaban por enviar a un destacamento de soldados a la mina para que destruyeran las obras de arte de su interior, a mano, con lanzallamas si era necesario. La destrucción de los tesoros artísticos del mundo sería su legado final.
El Tercer Ejército americano ya había dejado atrás Salzburgo y se dirigía a buen ritmo a Altausse. Los soldados de las SS que habían custodiado la entrada de la mina abandonaron sus puestos anticipándose a la llegada inminente del enemigo.
Conscientes de la amenaza, y de lo que el intransigente Eigruber era capaz de hacer, Högler y Pöchmüller siguieron adelante con la destrucción planificada del acceso principal a la mina. Con las primeras luces del alba del día 5 de mayo, tan pronto como las cargas explosivas estuvieron colocadas, los mineros que llevaban dos semanas instalando la carga disuasoria activaron el detonador. Seis toneladas de explosivos unidos a 502 temporizadores y 386 detonadores sellaron 137 túneles en la mina de sal de Altaussee, el mayor museo del mundo de obras de arte robadas. Eigruber ya no podría dañar lo que la mina contenía.
Éste tuvo conocimiento de la explosión, y ordenó a un escuadrón de sus hombres que se dirigiera a toda prisa al lugar de los hechos.
Entretanto, Gaiswinkler y los suyos llegaron furtivamente hasta la entrada de la mina que quedaba oculta en el bosque espeso, y establecieron un perímetro de seguridad alrededor de la zona, anticipándose a la llegada del destacamento de Eigruber. Aunque ya no pudiera acceder a la mina, todavía era capaz de ordenar la ejecución de los mineros y los miembros de la Resistencia, en represalia por su acción. Y si los Aliados se retrasaban más de la cuenta, tal vez Eigruber descubriera el modo de penetrar en la mina. Así pues, tanto ésta como los resistentes debían ser defendidos.
Al caer la noche, los hombres de Eigruber todavía no habían llegado. ¿Les habrían revocado la orden? Gaiswinkler estaba preocupado, y sus hombres aguardaban con los fusiles a punto, por si a través del viento que silbaba entre los árboles les llegaba algún sonido.