Capítulo 7
Ladrones en la catedral

Rechoncho y desaliñado, el sacristán Van Volsem realizó la última ronda del día en la catedral de San Bavón, mientras conducía a los últimos fieles y visitantes hasta la puerta de salida. Consultó la hora. Debía acudir a una cena en la residencia del obispo.

El sol se ponía ya tras las chimeneas y tejados puntiagudos del horizonte, y el sacristán salió a la calle y aspiró el aire tibio de abril. Rebuscó entre el pesado manojo de llaves hasta dar con la que cerraba el portón de la catedral, que no volvería a abrir hasta el día siguiente.

El personal de mantenimiento barría, vaciaba el cepillo de las limosnas, situado junto al banco de velas votivas, quitaba el polvo a las hornacinas que se curvaban tras las esculturas de piedra. Los últimos encargados de la limpieza abandonaban el templo por una puerta lateral, que cerraban ellos mismos.

Cayó la noche. En el interior de la catedral soñolienta una figura descendió entre las sombras del balcón del coro.

A las cinco de la mañana del día siguiente, 11 de abril de 1934, el sacristán Van Volsem emprendió la primera ronda de la jornada. Cumpliendo con su rutina habitual, abría puertas, alisaba tapices y comprobaba los trabajos de mantenimiento del personal. Se fijó en que uno de los accesos laterales de la catedral había quedado abierto. Le pareció curioso, pero recordó que no era la primera vez que aquello sucedía.

Hasta las 7.30 no vio el cerrojo forzado en la reja que cerraba el paso a la capilla Vijd.

«No —se dijo, y sintió que el corazón empezaba a latirle con más fuerza—. Esa cerradura no».

Los goznes de las rejas chirriaron cuando éstas cedieron. Allí, en el interior de la capilla, se exhibía El retablo de Gante, con las alas cerradas. Y sin embargo, desde donde se encontraba, el sacristán podía distinguir el panel que representaba al Cordero de Dios, visible sólo cuando los laterales quedaban abiertos.

Allí faltaba un panel.

El sacristán corrió hasta el despacho del canónigo Van den Gheyn, el hombre que con tanto ahínco había defendido el políptico durante la Primera Guerra Mundial. Eran las 8.35 de la mañana. Avisaron a la policía, aunque para entonces ya se había corrido la voz. Una muchedumbre se había agolpado en el interior de la catedral para contemplar la escena de la desaparición, y al hacerlo, sin querer, borró las pistas que pudieran haber quedado. Los agentes de la autoridad llegaron después.

Abriéndose paso entre la multitud que se había congregado para ver con sus propios ojos que en la esquina izquierda inferior del retablo se apreciaba un vacío, el inspector de policía Patjin vio una nota pegada al marco. En ella, escrito en francés, podía leerse: «Tomado por Alemania en virtud del Tratado de Versalles».

¿Se trataba, pues, de un delito de venganza por haber obligado al Museo Kaiser Friedrich de Berlín a entregar los paneles laterales de La Adoración del Cordero Místico? La pieza robada era demasiado famosa para poder ser vendida y comprada en el mercado del arte. ¿O no era así? Nieuwenhuys había encontrado comprador para los seis paneles robados una generación atrás. ¿Era posible que algún coleccionista deseara poseer uno solo de los doce paneles que componían aquella obra maestra?

El panel desaparecido correspondía a uno de los laterales del retablo. Era, en efecto, uno de los que habían sido cortados verticalmente para su exhibición en Berlín. Contenía un anverso y un reverso pintados, y habían sido sustraídos los dos. Cuando el políptico quedaba cerrado —lo que sucedía los días laborables—, el reverso del panel mostraba la escultura pintada de san Juan Bautista en grisalla. Cuando el políptico se abría los fines de semana y en fechas señaladas, el anverso mostraba a los llamados Jueces Justos a caballo, de viaje para admirar al Cordero del sacrificio que se situaba en el centro de la pintura. Se decía que entre los jueces podían identificarse los rostros camuflados de varios personajes, entre ellos los del duque Felipe, Hubert van Eyck y un autorretrato de Jan.

Los antiguos goznes de hierro que mantenían el panel en su lugar habían sido retirados, y posteriormente éste se había arrancado del marco, posiblemente con ayuda de un destornillador grande. La retirada de las bisagras requería cierta pericia en carpintería. El marco que rodeaba el espacio ahora vacío aparecía astillado, pero no se observaban daños en los demás paneles. Tampoco se apreciaban huellas dactilares o de pisadas, ni otras pistas evidentes. En cualquier caso, de haberlas habido, los curiosos las habrían borrado con su presencia.

¿Por qué robar ese panel en concreto? Sus dos lados guardaban relación con Gante, más que el resto de las piezas que componían el políptico. En tanto que santo patrón de la ciudad, Juan Bautista formaba parte del sello municipal y, hasta 1540, la catedral de San Bavón se conocía como iglesia de San Juan. Por su parte, la elección del panel de los Jueces Justos podía no estar exenta de un componente irónico, pues el fallo de la Comisión de Reparaciones del Tratado de Versalles había obligado a Alemania a devolver precisamente ese panel. Existían otras posibles razones para explicar que el ladrón hubiera optado por llevarse a los Jueces Justos. En 1826 había empezado a circular un grabado de ese panel, aislado del resto, obra del artista británico John Linnell, lo que hizo que su fama se incrementara. Y si resultaba que el panel de los Jueces contenía, como se decía, no sólo el retrato de Jan, sino los de Hubert y Felipe el Bueno, la obra adquiría una dimensión histórica y regional superior a la del resto.

Desde un buen principio, aquel robo se investigó de un modo peculiar y con una falta de profesionalidad asombrosa que llevó a los defensores de las teorías de la conspiración a asumir la implicación de algún cómplice interno.

En primer lugar, el jefe de policía Patjin llegó tarde al lugar del delito. Había estado estudiando, precisamente, el informe sobre el robo de quesos a un quesero de Gante, lo que motivó su retraso. Tras su llegada a la catedral, no se le ocurrió evacuar ni sellar el recinto, y la gran cantidad de gente que pululaba por el lugar borró todas las pistas que pudieran haber quedado. Además, no ordenó ninguna investigación de las inmediaciones, ni tomó fotografías ni comprobó la presencia de huellas dactilares. No avisó a la policía federal, que de todos modos se personó en el lugar de los hechos. El inspector Antoon Luysterborgh llegó poco después que el propio Patjin. Lo más raro y ridículo de todo fue que, tras echar un breve vistazo al lugar del delito, Patjin se disculpó y regresó al caso de los quesos robados.

Fue Luysterborgh el que se quedó para proseguir con las pesquisas, aunque lo cierto es que no se mostró más exhaustivo que su colega. El informe oficial de la policía sólo mencionaba el robo del panel, y pasaba por alto el hecho de que éste se encontraba partido verticalmente y de que, por tanto, en la práctica, eran dos los paneles que habían desaparecido.

El retablo de Van Eyck llevaba poco más de un decenio —desde 1921— íntegro y en su ciudad de origen. En julio de 1930, para la celebración del primer centenario de la independencia de Bélgica, La Adoración del Cordero Místico se había exhibido orgullosamente en el exterior de la catedral, como símbolo de un país unido e independiente. Y ahora sucedía eso.

El robo de los Jueces Justos tuvo lugar durante un período difícil para la joven monarquía belga. Afectada por una recesión nacional desencadenada por la Depresión estadounidense, el desempleo aumentaba de manera galopante. Cuanto más se agravaba la crisis económica, más crecía el fervor religioso. Entre 1932 y 1933, en el área de Beauraing se informó de múltiples apariciones marianas, y ésta se convirtió de pronto en lugar de peregrinación.

Durante los primeros tres meses de 1934 la crisis nacional lo había ocupado todo. El 18 de febrero de ese año el pueblo conoció, horrorizado, la noticia de la extraña muerte de su rey. Alberto I se encontraba de excursión en un lugar remoto llamado Marche-les-Dames cuando resbaló y sufrió una caída que le causó la muerte. Muchos sospecharon que no se había tratado de ningún accidente. Además, el 28 de marzo de ese mismo año, el Banco Socialista del Trabajo se declaró en bancarrota. Miles de pequeños inversores perdieron todos sus ahorros. Apenas unas semanas después, la mayor entidad bancaria del país, la Unión Bancaria General, anunció pérdidas millonarias que la acercaban también al descalabro. Tras el robo del panel de los Jueces Justos, descubierto el 11 de abril, la prensa nacional y local se hizo eco de la historia y expresó su indignación por la falta de medidas de seguridad en la catedral en general, y en la capilla en particular. Ningún guardia se hallaba vigilando el lugar en el momento de los hechos, ni existía barrera alguna entre los visitantes y el retablo.

Los visitantes podían tocar tranquilamente la pintura sin que nadie se lo impidiera. Los columnistas belgas se preguntaban en sus artículos: ¿Así es como protegemos nuestros tesoros nacionales?

Aquél era el robo más sonado de una obra de arte desde que en 1911 La Gioconda había desaparecido del Museo del Louvre, y los periódicos no se ahorraron las recriminaciones. Tras todas las vicisitudes por las que había pasado La Adoración, ¿cómo podían los belgas permitir que se les escapara?

Aunque la «tarjeta de visita» dejada por los ladrones apuntaba a una motivación nacionalista en su referencia al Tratado de Versalles, resultaba inimaginable que el gobierno alemán hubiera financiado un acto tan descarado y agresivo como aquél. Tal vez el panel de los Jueces Justos hubiera sido robado por algún airado justiciero que pensara llevarlo a Alemania como trofeo.

En el lugar del delito no había más pistas. La única información útil la proporcionó un transeúnte que dijo haber visto una luz encendida en la capilla Vijd hacia las 11.15 de la noche. La policía no contaba con nada más. Tres días después del robo, el canónigo Gabriel van den Gheyn declaró, en una entrevista concedida al periódico La Flandre Libérale: «Supongo que debe de ser obra de extranjeros, y estoy casi seguro de que su finalidad última es el chantaje». Transcurrida otra jornada, el canónigo publicó un editorial en el periódico L’Indépendance Belge en el que afirmaba: «Una vez que he tenido tiempo para recuperarme y reflexionar sobre ello, creo que debemos estar ante un delito de venganza».

¿Se trataba de una mera suposición, o sabía más del robo de lo que manifestaba?

Una respuesta llegó el 30 de abril de 1934 cuando el obispo de Gante, monseñor Honoré-Joseph Coppieters, recibió una carta contenida en un sobre de color verde pálido.

Se trataba de una nota de rescate mecanografiada en francés, y decía así:

Es todo un privilegio informarle de que nos hallamos en posesión de las dos pinturas de Van Eyck que fueron robadas de la catedral de su ciudad. Creemos preferible no explicarle mediante qué circunstancias dramáticas estas perlas han acabado en nuestro poder. Ha sucedido de un modo tan incoherente que la actual ubicación de las dos piezas sólo la conoce uno de nosotros. Éste es el único hecho que debe concernirle, pues sus implicaciones resultan aterradoras.

Le proponemos entregarle las dos pinturas bajo las condiciones siguientes: en primer lugar le entregaremos la grisalla de san Juan. Una vez que la haya recibido, usted entregará a una persona cuya dirección le facilitaremos la cantidad de un millón de francos belgas en 90 billetes de 10 000 francos y 100 billetes de 1000 francos. El dinero habrá de venir envuelto en un paquete, y sellado con el membrete de la diócesis, paquete que a su vez tendrá que envolverse en papel de embalar y sellarse con lacre corriente.

Asegúrese también, monseñor, de que evita entregarnos billetes con números de serie registrados. Y, por último, debe comprometerse a convencer a las autoridades competentes de que suspendan toda acción legal y abandonen el caso indefinidamente. Una vez que los billetes obren en nuestro poder y que nos aseguremos de que no existen dificultades, le será indicado el lugar en el que puede recoger a los Jueces Justos.

Somos conscientes de que la cantidad exigida es elevada, pero un millón puede recuperarse, y en cambio un Van Eyck nunca podrá volver a pintarse. Es más, ¿qué autoridad se atrevería a asumir la responsabilidad de rechazar nuestra propuesta, que contiene un ultimátum? Sabemos bien que la comunidad artística y científica reaccionaría con indignación si tuviera conocimiento de su negativa y de las circunstancias de nuestra propuesta.

Si acepta nuestras condiciones, lo que no dudamos, publicará usted el siguiente texto en la sección «Miscelánea» de los anuncios clasificados del periódico La Dernière Heure los días 14 y 15 de mayo: «D.U.A. De acuerdo con las autoridades, aceptamos su propuesta totalmente».

D.U.A.

El obispo Coppieters estaba dispuesto a pagar, pero el fiscal de la Corona, Franz de Heem, y el ministro belga de Justicia se opusieron. La policía, al mando de Antoon Luysterborgh, aconsejó al obispo que fingiera complicidad. El magistrado De Heem y la policía redactaron el anuncio que aparecería en los clasificados, de acuerdo con las instrucciones recibidas, pero no con el texto propuesto, sino con éste: «D.U.A. Proposición exagerada».

El 20 de mayo llegó una segunda carta. Los ladrones mantenían el tono amable, pero se mostraban insistentes. Si no aceptaban el acuerdo en su totalidad, los delincuentes empezarían a cortar pedazos de los paneles y los enviarían a la diócesis. La misiva concluía con una posdata misteriosa: «Monseñor, dado que manejamos este caso casi en términos comerciales, y los objetos, en realidad, pertenecen a terceros, es justo que le paguemos una comisión del 5 por ciento, del que podrá disponer libremente». El intento de soborno al obispo añadía insulto al daño infligido.

El magistrado De Heem se hizo cargo de las negociaciones, y respondió por escrito en nombre del obispo. Las cosas se pusieron más difíciles cuando el gobierno belga empezó a presionar para que los paneles fueran recuperados, mediante pago de rescate si era necesario. El gobierno consideraba que el propietario del retablo era él, y no la diócesis, y que la pintura constituía un tesoro nacional, no sólo eclesiástico. Así pues, la recuperación del panel robado era un asunto de emergencia nacional.

El obispo ofreció una recompensa de 25 000 francos a quien recuperara el panel. La suma parecía pequeña en relación con el valor incalculable del panel, y con la petición de los ladrones. En su momento, fueron muchos los que expresaron su sorpresa por la falta de entusiasmo del obispo ante la recuperación del panel, por más que el obispado careciera de los fondos necesarios para intentar pagar el rescate, aun cuando hubiera deseado hacerlo. Pero si el robo era asunto de Estado, ¿por qué no intervenía el gobierno y aportaba los fondos necesarios? Todas aquellas preguntas seguían sin resolverse. Un benefactor anónimo ofreció pagar una recompensa, más adecuada, de 500 000 francos. De él sólo trascendió que se trataba de un masón. Pero ninguna de las dos promesas de gratificación condujo a ninguna pista significativa.

Como mínimo, las notas de rescate sugerían un dato: la que hacía referencia al Tratado de Versalles era, probablemente, una pista falsa. El robo no era ningún acto de nacionalismo mal entendido, sino un delito con ánimo de lucro en un momento de crisis económica, por más que muy bien disfrazado para que pareciera lo contrario. Si de veras se tratara de un acto de represalia por las condiciones del tratado de paz, sus autores se habrían asegurado de que la ciudad de Gante se quedara para siempre sin su panel.

Presionados por el gobierno belga para que prosiguieran con las negociaciones, el obispo y la policía publicaron otro texto en la sección de anuncios clasificados: «D.U.A. De acuerdo con las autoridades, aceptamos plenamente su propuesta».

Al poco, el obispo recibió una tercera carta: «Hemos leído su respuesta en el periódico del 25 de mayo y tomamos nota de sus obligaciones. Obsérvelas a conciencia y nosotros cumpliremos con las nuestras Le sugerimos que no revele a nadie nada sobre la entrega del S.J.». El sobre de color verde pálido contenía un resguardo del depósito de equipajes de la estación de ferrocarril de Bruselas Norte.

El inspector Luysterborgh, acompañado por De Heem, partió a toda prisa hacia Bruselas. Cuando presentaron el resguardo en el depósito de equipajes, recibieron un paquete de 132 × 50 cm, envuelto en papel negro encerado. El empleado era un hombre de unos cincuenta años, sin más rasgo destacable que una barba puntiaguda.

El paquete fue trasladado al palacio episcopal de Gante, la misma residencia del obispo en la que Van den Gheyn había escondido los paneles durante la Primera Guerra Mundial. Allí fue examinado por expertos del museo. Se trataba, en efecto, de la mitad del panel que correspondía al reverso, y en él aparecía representada la estatua de san Juan Bautista. Pero entonces la policía realizó otro movimiento cuestionable y mantuvo en secreto la presencia del fragmento del retablo en el palacio episcopal, sin informar a nadie de su retorno.

A pesar del intento por mantener la discreción, el 31 de mayo el periódico L’Indépendance Belge publicó un artículo sobre el retorno del panel de san Juan Bautista. ¿Cómo se habían enterado? ¿Acaso había un topo en la policía o en la sede de la diócesis?

La cuarta carta llegó el 1 de junio:

Conforme a nuestro acuerdo y nuestras instrucciones previas, le pedimos que entregue personalmente el paquete que contiene nuestra comisión al padre Meulapas, de la iglesia de San Lorenzo de Amberes. Podría justificarlo explicándole que la entrega tiene que ver con una restitución de documentos y correspondencia relacionada con el honor de una familia muy honorable. Por favor, junto con el paquete, adjunte la página del periódico rasgada y dispuesta verticalmente. La persona que se presente a recoger el paquete, a fin de demostrar su identidad, le entregará la otra parte del periódico rasgado.

¿Quién era ese nuevo intermediario? El vicario Henri Meulapas era el sacerdote residente de la iglesia de San Lorenzo, ubicada en la calle Markgravelei de Amberes. Tras una entrevista con la policía, ésta se convenció de que el religioso no sabía nada del incidente. Lo único que supo responder fue que, a través de la rejilla del confesonario, alguien le había preguntado si ayudaría a una importante familia belga a recuperar algunas cartas que, de divulgarse, supondrían la ruina de la casa real belga. Él se había mostrado dispuesto a colaborar. No —respondió a la policía—, no sabía quién se había confesado, pues la confesión se basaba en el anonimato. No obstante, de haberlo sabido tampoco se lo habría comunicado, porque hacerlo habría supuesto violar el secreto de confesión.

¿Decía la verdad el religioso, o se trataba del mejor actor de Bélgica? De una cosa no había duda: el ladrón estaba usando el secreto de confesión en su beneficio para la comisión del delito.

De Heem siguió fingiendo aceptación de las condiciones en nombre del obispo, e intentando atraer al ladrón hasta una trampa. A través de los anuncios clasificados respondió: «Carta recibida. Debido a algunas indiscreciones, por favor tenga paciencia durante unos días». La policía terminó de formular un plan, y finalmente publicó el siguiente texto: «El paquete será entregado el 9 de junio».

Las siguientes cartas y respuestas aparecidas en la sección de anuncios exponían la preocupación creciente de los ladrones ante la lentitud con que se desarrollaban los acontecimientos. Aunque la publicación de mensajes en los clasificados no podía considerarse realmente un contrato legal, los delincuentes insistían una y otra vez en que el obispo publicara específicamente que renunciaba a emprender acciones legales contra ellos, como si eso fuera a eximirlos de ser sometidos a encausamiento penal, lo que demostraba, a la vez, una falta de comprensión de los procedimientos legales y una gran confianza en un «pacto de caballeros» de dudosa moralidad. Ellos devolverían el panel y recogerían la recompensa, y el obispo se comportaría como una víctima buena y honorable. Dos cartas más hacían hincapié en que se incluyera una frase en concreto, que finalmente publicó De Heem el 13 de junio: «Compromiso absoluto de que se mantendrá el secreto. Procedan sin temor». Esas garantías huecas presentadas por escrito proporcionaban apoyo moral, pero poco más.

La policía entregó el paquete sellado con el pago al padre Meulapas de Amberes, tal como solicitaban los ladrones. El 14 de junio, el ama de llaves de Meulepas vio que un taxista aparcaba junto a la vicaría. Éste se bajó del vehículo con una hoja de periódico arrugada en la mano y llamó a la puerta de la vicaría. Meulapas, tras comprobar que la mitad del periódico que la policía le había entregado encajaba con la que sostenía el taxista, le entregó el paquete.

Pero el paquete no contenía el millón de francos belgas exigidos, sino que la policía había incluido sólo 25 000 francos, tras anotar cuidadosamente los números de serie, además de una carta redactada por iniciativa propia:

En este sobre monseñor les entrega, por la grisalla, dos billetes de 10 000 francos y cinco billetes de 1000 francos, es decir, 25 000 francos, de los cuales les asegura que no ha anotado los números de serie, y que nadie los ha visto. Contrariamente a lo que esperaba, no ha logrado reunir la cantidad demandada, pero abonará la cantidad de 225 000 francos después, o en el momento de la entrega de los J.

Estas condiciones son innegociables. El obispo no puede hacer más. A causa de la naturaleza del caso, no es posible organizar una suscripción pública… El obispo les garantiza que el asunto está cerrado, y que no se hará nada por investigar a las personas implicadas.

De Heem y la policía ofrecían a los ladrones una dosis de su propia medicina. Con aquellos delincuentes no habría pacto de caballeros. Mentían descaradamente sobre los números de serie de los billetes usados para el pago del rescate. Además, el obispo no podía garantizarles la inmunidad. Eso era cosa de la policía, y sólo ésta tenía autoridad para decidir si un caso se consideraba cerrado o no.

A lo largo de las negociaciones, los ladrones tenían en todo momento la sensación de que estaban tratando exclusivamente con el obispo. Sin embargo, Coppieters había abandonado hacía tiempo toda implicación, y entregaba todas las cartas a De Heem sin abrirlas. En la última comunicación del inspector, éste dejaba de fingir que el obispo estaba implicado en las negociaciones, y se refería a él en tercera persona.

La siguiente misiva de los ladrones expresaba su consternación:

Parece innecesario subrayar lo mucho que nos ha afectado la lectura [de la carta adjunta]. Incumplir un acuerdo en este momento, cuando nosotros sí hemos cumplido con nuestro compromiso, sobre el pago de una comisión relativamente pequeña a cambio de que les entreguemos el objeto más valioso del mundo, y cuya pérdida perseguirá a quienes hayan causado esto, resulta incomprensible. Y socavar la confianza mutua, tan esencial para las delicadas y difíciles negociaciones relativas a esta inmensa obra de arte, resulta terrible… Nosotros hemos puesto en peligro nuestras vidas para poseer estas dos joyas, y seguimos pensando que lo que pedimos no es ni excesivo ni imposible de llevar a término.

Al expresar de ese modo la sensación de que habían sido traicionados, los ladrones parecían olvidar que los delincuentes eran ellos. Como mínimo, el obispo podría haber tenido la buena educación de pagar el rescate.

La policía se limitó a responder: «Lamentamos tener que mantener la proposición expresada en nuestra carta». Era evidente que se trataba de aficionados. Los ladrones no se atrevían a manifestar que destruirían el panel de los Jueces si no se pagaba el rescate. Eludían la amenaza explícita, y sugerían sólo que sucedería algo terrible. La policía confiaba en que no causarían daños a la pintura. A nadie le interesaba destruir el panel, y menos a los delincuentes. Hacerlo sería algo así como prender fuego a un maletín lleno de dinero. De modo que la policía esperaría y dejaría que los ladrones se pusieran en evidencia solos.

El 6 de julio llegó la octava carta. En su primera mitad, los ladrones se dedicaban a regañar al obispo por no pagar lo estipulado. Una vez dicho lo que tenían que decir, y ya más descansados, se mostraban dispuestos a alterar ligeramente sus exigencias. En su contraoferta, proponían un pago de 500 000 francos en ese momento, y de otros 400 000 en los doce meses posteriores a la entrega de la pintura.

Ante ello, la policía, impertérrita, respondió: «Mantenemos nuestra última propuesta».

La novena misiva rezumaba impotencia. Los ladrones buscaban repetidamente ganar tiempo, y mantenían el farol.

Como no ha respondido en absoluto a nuestra última carta […] la situación está muy clara […] pero como el cese de las negociaciones depende de nosotros, le ofrecemos una última oportunidad de contactar, por el canal habitual, antes del 28 de julio. Si, llegado ese día, no se ha alcanzado una solución satisfactoria, ello implicará una ruptura definitiva de las negociaciones, con todas las consecuencias que se deriven de ella. Y nadie en el mundo, ni siquiera ninguno de nosotros, tendrá la ocasión de volver a ver la obra inmortal, que se perderá para siempre. Permanecerá donde se encuentra, sin que nadie pueda tocarla. Eso es lo que implicará su decisión.

La respuesta, emocionalmente intensa, era justo lo que buscaba corroborar la policía. En esa carta, sin saberlo, los ladrones estaban desvelando alguna pista.

En las últimas líneas de su carta, los delincuentes revelaban que el panel se encontraba oculto en algún lugar no susceptible de ser descubierto. Es decir, que no se encontraba en la posesión inmediata de los ladrones. En realidad, no existía una amenaza real de que la pintura fuera a ser destruida. Sencillamente, se hallaba oculta, y seguiría oculta si no se pagaba ningún rescate.

La policía decidió subir la apuesta y respondió: «Confirmamos última propuesta».

Los ladrones, en la nota que siguió, expresaban su confusión. ¿Cuál era esa «última propuesta» que confirmaban, la de los delincuentes o la del obispo? «Dado que no deseamos romper las negociaciones por culpa de un malentendido —explicaban por escrito—, nos apresuramos a reclamarle una respuesta más explícita». En aquella carta, como en las anteriores, sus autores se extendían en la reprimenda al obispo por no mantener su parte del pacto, a pesar de que la policía ya había dejado claro, varias comunicaciones atrás, que éste no participaba en las negociaciones. Aquélla en concreto terminaba con la amenaza de no escribir más, y realizaba una oferta abierta: leerían el periódico el primer día de cada mes, por si el obispo cambiaba de opinión y decidía cooperar más adelante.

Tras tanto marear a los ladrones, la policía no estaba más cerca de resolver el delito. Si aquélla iba a ser de veras la última carta, no recuperarían el panel; todavía no había pistas.

Pero, al parecer, los delincuentes no podían separarse de su máquina de escribir, e incumplieron incluso su amenaza de dejar de escribir. La undécima misiva llegó el 8 de septiembre. El tono había cambiado, y no quedaba ni rastro de la antigua cortesía. El autor de la carta no se molestaba en fingir que era la persona que firmaba las comunicaciones con las iniciales D.U.A. Al fin se habían dado cuenta de que el obispo no participaba en la negociación, y se referían a él en tercera persona, aunque hacían lo mismo cuando mencionaban a la policía que leería la carta… tal vez para indicar falta de respeto.

Lamentamos personalmente que no le hayan proporcionado [al obispo] los medios que habrían evitado nuestra ira ante las autoridades competentes, que no han mantenido su palabra ni sus promesas […] D.U.A. no puede decir más al respecto, ni dar más instrucciones, pero se aventura a creer que esta carta les hará reflexionar seriamente […] Entretanto, la obra maestra sigue en el mismo lugar, un lugar que sólo conoce D.U.A. y cuyo secreto no ha confiado siquiera a un pedazo de papel.

A pesar de la bronca y de las nuevas tácticas, la policía se mantuvo firme y respondió: «Carta recibida. Lamentamos tener que mantener la propuesta anterior».

Ya sólo habría dos cartas más.

El recurso a la tercera persona quedó descartado en la siguiente, una reprimenda en toda regla contra el trato impropio que estaban recibiendo los ladrones, tanto por parte del obispo como de las autoridades.

Ya preveía que no prestarías la debida atención a mi carta personal [la número 11]. Lo lamento profundamente […] Habrá que admitir que tú y las autoridades tenéis una opinión distinta a la nuestra en este caso en relación con el significado del compromiso […] Personalmente, empiezo a creer que nunca has tenido los 250 [mil francos prometidos en la contraoferta], y que es posible que en ningún momento hayas tenido la intención de pagarlos. Permíteme decirte que has maniobrado mal y que habría sido mejor que me hubieras dejado conservar el san Juan a mí.

Cuesta imaginar que para el obispo hubiera sido preferible que los ladrones se quedaran con el panel de san Juan. Dejando de lado ese lapsus de lógica, el autor de la carta tuvo otro desliz. Por primera vez recurría a la primera persona del singular, lo que indicaba, tal como sospechaba la policía desde hacía tiempo, que quien pedía rescate por el panel robado no era una banda organizada, sino un delincuente que actuaba solo y que, por el tono dolido de las cartas, se sentía totalmente desesperado.

La última misiva llegó el primero de octubre. Recurriendo a un tono más propio de una acusación judicial, el ladrón declaraba que todo aquel desastre era culpa del obispo por no haber jugado con deportividad y haber satisfecho los pactos de su acuerdo:

Has considerado innecesario responder a mi última carta personal. Entiendo que no te gustaran algunas de las frases que contenía, porque a nadie le gusta sentirse entre la espada y la pared, una pared que has levantado tú mismo. Pero eso es de una importancia relativa […] Hemos llegado a un callejón sin salida, el punto en el que tú tendrás que aceptar nuestras condiciones si quieres volver a poseer la obra, si no quieres llevar sobre tus hombros la carga de todo lo que has provocado, sin esperanza de recuperar lo que sólo yo puedo entregarte. Permíteme concluir declarando que yo he hecho todo lo posible por salvar a los Jueces Justos. Tras intentar todo lo que estaba en mi mano, y a pesar de tu respuesta reiterada de que te resultaba imposible realizar contraofertas, creo que yo ya he cumplido con creces mi deber como jefe.

La carta alterna la primera persona del singular con la del plural, lo que indicaba, probablemente, fatiga por parte de su autor. El ladrón también se exculpa por completo, y carga toda la responsabilidad sobre el obispo. Esa fijación en el alto cargo eclesiástico, que no había participado en las negociaciones, sugiere que tal vez el delincuente lo conociera personalmente y de que hubiera supuesto que éste entraría en su juego, por lo que su decepción habría sido mayor.

La policía había realizado un trabajo razonable en el manejo de las demandas del rescate, pero estaban soltando el hilo de un pez que ya no podrían recuperar. El resto de la investigación estaría salpicado de omisiones, vacilaciones y decisiones inexplicables.

Transcurrieron en silencio seis semanas más. Y entonces sucedió algo absolutamente melodramático y exagerado, algo que, para todos los implicados, era más propio de una obra de ficción que de un hecho real.

El 25 de noviembre de 1934, en el Colegio Santa María de la localidad de Dendermonde, cercana a Gante, durante un encuentro de la convención local del Partido Político Católico, Arsène Goedertier, de cincuenta y siete años, se desplomó, abatido por un infarto. Trasladado a una posada cercana, un amigo médico, el doctor Romain de Cock, le administró una inyección, tras lo que fue trasladado a la residencia de su cuñado, el joyero Ernest van den Durpel, en compañía de De Cock y de un sacerdote benedictino que había asistido al acto. Mientras lo trasladaban al domicilio, situado en la calle Vlasmarkt, Goedertier volvió a perder el conocimiento, aunque De Cock logró reanimarlo. Aturdido, el enfermo susurró con voz ronca: «Doctor, ¿estoy en peligro?».

Tendido en lo que sería su lecho de muerte, Goedertier se negó a que le confesara el padre Bornauw. Éste insistió, pero el moribundo lo rechazó diciendo: «Mi conciencia está en paz». Lo que sí hizo, en cambio, fue pedir que avisaran a su abogado, Georges de Vos. Éste llegó y se reunió en privado con su cliente durante quince minutos, según recordaban los hijos de Van den Durpel cuando, años después, les preguntaron por el asunto.

E instantes después Arsène Goedertier murió.

Cuando Georges de Vos abandonó el dormitorio donde acababa de producirse el fallecimiento, lo hizo muy pálido. No comentó nada a ninguno de los presentes, ni al padre Bornauw ni al médico, ni al anfitrión, Ernest van den Durpel. Tampoco habló con la policía. De hecho, el abogado del difunto jamás acudió a la policía, a pesar de tener conocimiento de una información de vital importancia para la resolución de un caso de robo muy divulgado.

Sólo un mes después de aquella muerte Georges de Vos reveló que, con su último aliento, Goedertier había admitido ser el ladrón de los paneles robados de Van Eyck. El abogado se había inclinado sobre el lecho para oír los murmullos del hombre agonizante, que le comunicó que él era la última persona en el mundo que conocía el paradero del panel de los Jueces. Entre estertores, Goedertier susurró: «Sólo yo conozco la ubicación de El Cordero Místico… mi estudio, en el archivo marcado como Mutualité… armario… llave».

Y entonces, en el momento más inoportuno, como si del desenlace de una ópera se tratara, el hombre había pasado a mejor vida.

¿Quién era Arsène Goedertier? La información que poseemos sobre él apunta a que, en muchos aspectos, era el candidato menos probable para perpetrar el robo de un tesoro nacional exhibido en una catedral y para pedir dinero a cambio de su devolución.

Arsène Théodore Victor Léopold Goedertier era un agente de cambio y bolsa, obeso y de corta estatura, de bigote espeso, curvado hacia arriba y encerado, quevedos, calvicie galopante y unas orejas grandes, puntiagudas, que parecían nacer más abajo de lo que era normal. Nacido el 23 de diciembre de 1876 en la ciudad de Lede, cerca de Gante, fue uno de los doce hijos de un director de escuela primaria. Después de que su padre renunciara a su puesto tras una controversia relativa a la financiación del centro, le ofrecieron el cargo de sacristán en la iglesia de Santa Gertrudis, situada en el pueblo de Wetteren, a las afueras de Gante. Tras la muerte de la madre de Arsène, que ocurrió en 1896, el joven se convirtió en organista de la iglesia, donde terminó sucediendo a su padre como sacristán entre 1911 y 1919. En este sentido, consta que en una ocasión realizó unas enigmáticas declaraciones: «El mayor error de mi padre fue hacerme sacristán».

Arsène Goedertier fue un pintor poco destacado. Había estudiado en la Real Academia de Arte de Dendermonde y en la academia artística de Wetteren, de la que posteriormente se convertiría en director gerente. Desde 1913 un retrato suyo está expuesto en el ayuntamiento de Wetteren. El tema favorito de sus pinturas eran los interiores de las iglesias.

Inició sus estudios en Berlare, donde fue alumno de Honoré Coppieters, el hombre que tiempo después llegó a ser obispo de Gante. Además de ejercer de sacristán, también trabajó como administrativo en el municipio de Wetteren entre 1911 y 1919, y se libró del servicio militar por un problema ocular que le impedía ver con poca luz. A partir de ese año trabajó como agente de cambio y bolsa, y se convirtió en rostro habitual de los círculos financieros y los salones de Gante frecuentados por los poderosos. Siempre miembro activo de los grupos políticos y sociales de orientación católica, también enseñaba dibujo y diseño de tejidos en la Escuela Profesional de Kalken, y era muy buen sastre aficionado. Le encantaban los rompecabezas, sobre todo los que implicaban aspectos mecánicos. Su creatividad se extendía al diseño. Creó los planos para un nuevo modelo de aeroplano, y, aunque llegó a enviarlo a la fábrica Bréguet de París, ésta no se lo compró.

Goedertier también poseía una gran colección de novelas de detectives y espías. Los investigadores llegaron a la conclusión de que su biblioteca albergaba información útil, porque uno de los magistrados que llevaban el caso, Josef van Ginderachter, ordenó que fuera confiscada en su totalidad. En ella se encontraban las obras completas de Maurice LeBlanc, cuyo personaje recurrente era un ladrón de guante blanco llamado Arsène Lupin, con el que su tocayo, Goedertier, podría haber sentido cierta afinidad. Según su esposa, éste hablaba a menudo, y con gran fascinación, del robo de los Jueces Justos.

El 3 de noviembre de 1915, Arsène Goedertier se casó con la parisiense Julienne Ninne, heredera de una empresa de artículos de tricotar. Tuvieron un hijo varón, Adhémar, al que llamaban por el diminutivo Dedé. Éste nació en 1922 y vivió sólo hasta los catorce años, sufriendo siempre de problemas de salud, entre ellos una afección ocular crónica que le dificultaba la visión con poca luz, y que probablemente había heredado de su padre, así como rasgos de enfermedad mental. Dedé recibió su confirmación en la catedral de San Bavón, ungido por el obispo Coppieters. Cuando finalmente se produjo su muerte, el 2 de mayo de 1936, dos años después del robo, el joven balbuceaba incoherencias, y repetía sin cesar las palabras «policía» y «ladrones».

Goedertier fue un hombre de gran actividad —profesional, social y benéfica—. En 1909 fue cofundador del Servicio de Salud Nacional Cristiano de Bélgica, conocido como De Eendracht. Posteriormente puso en marcha dos organizaciones benéficas católicas más: De Volksmacht, en 1920, y Davidsfonds, de la que se convirtió en presidente en 1932. Sus colegas comentarían su deseo de adquirir relevancia política en el seno de las organizaciones católicas. Su presencia era habitual en encuentros políticos, actos católicos y fiestas que se celebraban en el palacio episcopal, contiguo a la catedral de San Bavón.

Finalizada la Primera Guerra Mundial, Goedertier y su esposa abrieron una agencia de cambio y bolsa, instalada en un antiguo convento de dominicos del centro de la ciudad de Gante, y de la que sacaron buen partido en un breve espacio de tiempo. Vivían en una espaciosa residencia de Wetteren, dotada de comodidades poco habituales para la época, como calefacción central, criados, dos líneas de teléfono y, lo más lujoso de todo, disponían de un automóvil Chevrolet, blanco y reluciente.

En 1928, Goedertier fundó una organización llamada Plantexel, forma abreviada de Société de Plantation et d’Exploitation de l’Elaeis au Kasai. La finalidad de la empresa era establecer plantaciones de café y de aceite de palma en el Congo. Plantexel se declaró en bancarrota pocos días antes de la muerte de Goedertier. ¿Había sido el robo del panel un intento de reflotar su negocio? No parece plausible, pues llamó la atención de la policía que cuando falleció fuera un hombre rico. En su cuenta corriente se encontraron tres millones de francos, tres veces más que la suma que parecía haber exigido para devolver la pintura.

Los misterios no terminan aquí. Desde 1930, Goedertier estaba en posesión de un pasaporte falso que contenía su fotografía pero en la que aparecía registrado con el apellido «Van Damme». Parecía claro que escondía secretos, pero ¿de qué naturaleza? ¿Y qué era lo que le había dicho realmente a De Vos, su confesor laico, en su lecho de muerte? Éste había sido el único testigo de la confesión y, por tanto, nadie podía corroborar la veracidad de lo que, según él, había revelado. ¿Sucedieron las cosas tal como él las contó? Y, ¿por qué no habló con nadie el abogado, ni siquiera con la policía, después de abandonar a su cliente ya fallecido, y se dirigió en automóvil al domicilio de Goedertier, en Wetteren, situado a quince kilómetros al sudoeste de Gante?

La esposa de Goedertier, Julienne, le abrió la puerta. Se dirigió al punto que su cliente le había revelado con su último aliento. En el estudio, en el cajón superior derecho del escritorio de Goedertier, en un archivo clasificado con la etiqueta «Mutualité», De Vos encontró copias realizadas con papel carbón de todas las notas de rescate, firmadas con las iniciales D.U.A. El archivo no contenía más información, pero sí una carta final, manuscrita, que no había sido enviada. La misiva ocupa varias páginas en las cuales su autor se dedica a vomitar sus pensamientos sin ningún orden, y está plagada de tachaduras y frases incompletas. Está redactada en un papel con membrete de Plantexel, y resulta en gran medida incoherente y dotada de una sintaxis peculiar en el original francés, escrito en una cursiva ladeada:

Me veo obligado a realizar una cura de reposo para restablecerme del todo. Me tomo el tiempo necesario para pensar con calma sobre el caso que nos ocupa. Tras la desaparición de los paneles, hemos llegado a estar en posesión de los mismos, y tras varios incidentes imprevistos, yo soy la única persona en el mundo que conoce el paradero de los Jueces Justos.

Tal vez no esté de más subrayar la importancia de la situación, pues me libera de toda barrera ante amigos u otras personas. Y, en consecuencia, puedo trabajar en la solución de este caso con calma y sin presiones […] Comenzamos con la idea básica de que podríamos creer y confiar en la palabra de un obispo. Por otra parte, deseábamos demostrarles, entregándoles el san Juan, que podían confiar en nuestra palabra. Nosotros confiamos, ustedes desconfiaron, y por desgracia los dos nos equivocamos.

Ésa es, indirectamente, la causa de que el caso no se haya resuelto, y existe el riesgo de que no se solucione nunca, dado que ustedes aplican tácticas improcedentes. El segundo hecho que no suena bien en su correspondencia es la conclusión de que ustedes se atreven a asumir la responsabilidad de escribir que su propuesta es de «lo toma o lo deja». En las circunstancias en las que nos encontramos, es terrible atreverse a escribir algo así.

Hemos llegado a un punto muerto, del que sólo podremos salir mediante su buena voluntad. Yo estoy preparado para facilitarles la tarea, como he hecho en el curso de esta correspondencia, pero ustedes no pueden pedirnos la restitución del […] sin que nosotros obtengamos algo a cambio, como ya hicimos con el san Juan. Deben admitir que me esfuerzo mucho para permitir el regreso de la obra maestra, y que depende sólo de ustedes solucionar esta situación sin demasiados daños ni resentimientos.

Goedertier no vivió para enviar esa última carta. Pero en sus últimas misivas había revelado, sin querer, varios datos fascinantes. El panel estaba oculto en algún lugar prominente, público. No se hallaba directamente en su poder, ni podían acceder a él sus cómplices potenciales sin atraer la atención pública. Era posible, incluso, que se encontrara escondido a la vista de todos.

Las otras pistas que encerraban las últimas palabras de Goedertier, su mención a un «armario» y unas «llaves» no aportaron resultados. De Vos dijo no haber encontrado otros papeles ni pistas de ninguna clase en la casa relacionadas con La Adoración del Cordero Místico.

¿O sí encontró algo? ¿Puede creerse que De Vos descubriera las copias a papel carbón de las cartas y la misiva final manuscrita? Nadie verificó ni comprobó sus afirmaciones. El abogado estuvo más de quince minutos junto al lecho de muerte de Arsène Goedertier. Parece lógico que su cliente le susurrara algo más que aquellos fragmentos abreviados y melodramáticos que De Vos refirió más tarde.

El elegante y educado Georges de Vos había nacido en 1889 en la localidad belga de Schoten. Se doctoró en derecho, trabajaba como respetado abogado y ejercería de senador, en representación del Partido Católico, por el distrito de Sint Niklaas, Dendermonde. Los teóricos de la conspiración siempre han creído que De Vos ocultaba la verdad, que Goedertier pudo no ser más que una cortina de humo. Lo que De Vos hizo a continuación resulta incluso más sospechoso.

En lugar de notificarlo a la policía, el abogado abandonó la casa de Goedertier y se reunió con cuatro colegas, magistrados de Dendermonde: Josef van Ginderachter, presidente del Tribunal de Apelación de la localidad y que poco después confiscaría la biblioteca del fallecido en busca de pruebas; Chevalier de Haerne, presidente del Tribunal de Apelación de Gante; el fiscal del distrito Van Elewijk; y el fiscal en jefe de la casa del rey, Franz de Heem, el hombre que se había encargado de las negociaciones, apartando del caso al obispo Coppieters.

Esos cinco notables del reino se reunieron en privado y decidieron llevar a cabo su propia investigación, sin implicar en ella a la policía ni informarla de nada. Si era cierto que a los magistrados podía encargárseles la investigación preliminar de delitos menores, resultaba a todas luces irregular que se ocuparan del caso de un robo tan importante sin la colaboración de la policía, y sin consultar nada a ésta. Investigaron durante un mes antes de que la policía, encabezada por De Heem, iniciara la conducción de sus propias pesquisas para esclarecer la implicación de Goedertier.

Este procedimiento anómalo no ha sido explicado nunca. ¿Por qué había de retirarse del caso la policía y esperar a que un grupo de abogados acometiera una investigación privada, por más que ésta estuviera dirigida por el fiscal de la acusación? ¿Por qué Georges de Vos no acudió directamente a la policía si creía que su cliente fallecido estaba implicado en el robo de una porción de uno de los tesoros nacionales de Bélgica? Y, si él no lo hacía, entonces, sin duda, De Heem debería haber implicado a las instancias policiales en cuanto tuvo conocimiento de lo ocurrido. Ya en aquel momento, todos esos comportamientos extraños olían a conspiración.

Transcurrido un mes, los abogados anunciaron sus hallazgos.

  1. Habían localizado la máquina de escribir con la que se habían redactado las cartas de rescate, en el domicilio de Goedertier. La encontraron en el depósito de equipajes de la estación de ferrocarril de Saint-Peters, en Gante, el 11 de diciembre. El resguardo con el número estaba guardado en el archivo encabezado por la palabra «Mutualité» que se encontró en el escritorio de Goedertier.
  2. La máquina de escribir Royal Portable había sido alquilada a nombre de Van Damme en un establecimiento llamado Ureel, situado en una de las esquinas que daban a la catedral de Gante, el 28 de abril, para lo cual se había realizado un depósito de 1500 francos. Aquello explicaba al menos un uso del pasaporte falso de Goedertier.
  3. El 24 de abril, Goedertier había abierto una cuenta en el Banco Nacional de Gante, y había ingresado en ella 10 000 francos.

Más allá de eso, no habían hallado ningún dato significativo.

Pero una decisión rara sucedía a la anterior. Los magistrados que se encargaban de la investigación empezaron a usar la misma máquina de escribir con la que se habían redactado las cartas y que había sido requisada como prueba en la estación de ferrocarril, puesto que en la oficina que compartían no contaban con ninguna.

El otro único artículo que los magistrados citaron fue el descubrimiento de una «llave rara que nadie reconoció, y que no encajaba en ninguna cerradura de la casa». Aquella llave, ciertamente, podía ser relevante, si creemos que entre las palabras que Goedertier susurró estaban «armario» y «llave». Se trataba de un modelo genérico, de los que se usaban para abrir muchas puertas. Años después se descubrió que encajaba en la puerta que daba acceso al balcón del coro de la catedral de San Bavón, que probablemente fuera la vía de entrada durante el robo.

Hasta que los abogados no hubieron anunciado sus hallazgos, la policía no inició sus investigaciones sobre Arsène Goedertier. Ello sucedió en diciembre de 1934. La muerte de éste, y el descubrimiento de las copias de papel carbón con las notas incriminatorias, no fueron del conocimiento de las autoridades policiales hasta ese momento. Transcurrido ya un mes desde los hechos, y con el domicilio tomado por los abogados, las posibilidades de que los agentes descubrieran algo de importancia eran escasas. Con todo, pusieron la casa y el jardín patas arriba, y entrevistaron a los amigos y parientes de Goedertier. No averiguaron prácticamente nada. Algunos de sus compañeros de trabajo declararon que el sospechoso había contraído muchas deudas, pero la policía encontró tres millones de francos en su cuenta bancaria.

Ni sus familiares ni su esposa afirmaron ni negaron que el difunto hubiera sido la persona que había intentado obtener dinero a cambio del panel. Insistían en que no sabían nada. Pero repetían que, en caso de serlo, lo habría hecho en nombre de una persona importante con la que estaba en deuda. Y no, no querían decir de qué persona podía tratarse.

Si ello es cierto, es posible que los abogados a quienes consultó Georges de Vos hubieran proporcionado una pista sin quererlo. En tanto que fiscal de la Corona, Franz de Heem había representado recientemente al fallecido monarca belga, Alberto I. ¿Podía estar el rey implicado de algún modo? Cuesta creer que alguien se arriesgara a ir a la cárcel por un millón de francos, una cifra relativamente menor (unos 300 000 dólares de hoy), que apenas afectaría a un personaje rico como era Alberto. Y si lo que Goedertier quería era ayudar a la casa real belga, ¿por qué no recurrir a los tres millones de francos que tenía ahorrados? ¿Pudo existir una conspiración de mayor alcance, de la que este incidente formara parte? El rey Alberto I había muerto mientras caminaba por el campo, lo que muchos de sus coetáneos consideraron sospechoso. ¿Existía alguna relación entre los dos hechos?

El historial de Goedertier sugiere que robarle a una institución católica habría sido un acto muy poco probable en él, por más desesperado que estuviera. Como presidente de varias asociaciones benéficas católicas, y receptor de honores públicos por sus años de dedicación a ellas, Goedertier era un ciudadano y un católico modélico. Algún escéptico podría decir que precisamente a causa de su posición elevada habría tenido acceso a la Iglesia católica de Bélgica y a sus dirigentes. ¿Lo usó como tapadera perfecta para infiltrarse en la catedral y perpetrar un robo en ella? Además, si había sido él el ladrón, había que explicar los aspectos logísticos de la operación. El tamaño y el peso de los paneles implicaban que no habría podido actuar solo.

Al año siguiente, el 9 de mayo de 1935, el fiscal de la Corona, De Heem, colgó un cartel en una pared de Gante solicitando cualquier información que pudiera conducir a la recuperación del panel, y ofreciendo una recompensa de 25 000 francos belgas (unos 7500 dólares de hoy). Ese llamamiento público, que se producía meses después de que sucedieran los hechos, fue considerado insuficiente y tardío por parte de muchos.

Por si las cosas no fueran ya bastante extrañas, hasta finales de abril de ese año la policía y los magistrados no informaron a la diócesis de Gante acerca de la confesión que Goedertier había realizado en su lecho de muerte; es decir, cinco meses después de que se hubiera producido. El obispado recibió con alivio la noticia —finalmente contaban con alguien a quien culpar, por más que se tratara de alguien próximo, perteneciente al brazo secular de la política católica, y alguien que en cierto modo parecía un deus ex machina—. Pero ¿por qué ni los cautos magistrados ni la policía ineficaz habían informado antes a la diócesis? Sólo cabe suponer que se sospechaba de la implicación en el delito de algunos de sus miembros, pero que finalmente los consideraron inocentes, lo fueran o no.

Seis días después, cuando la historia de Goedertier y de las notas solicitando un rescate se habían filtrado ya a la prensa, un periodista preguntó al doctor De Cock por su difunto amigo para el diario flamenco De Standaard, y éste respondió:

[Goedertier] era un hombre muy excéntrico. Arsène Goedertier no era un hombre corriente. Tenía un modo de hacer y pensar que resultaba muy peculiar. A mí, desde luego, nunca me pareció demente, pero nunca habrían podido acusarlo de ser una persona normal. Se zambullía en todo, se demoraba en los asuntos más triviales, hasta el punto de que nosotros [sus amigos] debíamos en ocasiones separarnos de él, pues si algo le interesaba lo perseguía ad nauseam, y lo explicaba hasta el infinito.

Una manera enigmática de describir a un amigo fallecido, que daba a entender que incluso los más allegados a él no sabían bien qué pensar.

La única pista prometedora que parecía libre de subterfugios conspiratorios llegó después de que el fiscal De Heem colgara su anuncio. El 27 de julio de 1935, De Standaard publicó el primero de una larga lista de artículos sobre el robo. Al día siguiente apareció el segundo, escrito por el editor jefe del periódico, Jan Boon. En él hacía referencia al anuncio colgado en mayo, e incluía lo siguiente:

Durante la tercera semana del mes de junio, es decir, el mes pasado, el panel de los Jueces habría sido encontrado —las circunstancias concretas del hallazgo siguen sin conocerse a día de hoy—, en el cuerpo izquierdo de un edificio público. El panel fue retirado en presencia de cuatro personas. Hacemos un llamamiento a la conciencia de los testigos presentes a fin de que emprendan los pasos necesarios para que El Cordero Místico sea restablecido en toda su gloria a la catedral. Con la alegría del descubrimiento, su devolución hará que todo se olvide y quede borrado. Si alguien insistiera en airear las cosas, nos veríamos obligados a revelar todos los nombres y los hechos a los lectores.

Se trataba de un chantaje inverso. El periódico amenazaba con revelar los nombres y los hechos sobre el robo, sobre todo la retirada del panel del lugar público donde permanecía oculto, si éste no era devuelto.

Pero ¿por qué el editor no se limitaba a acudir a la policía con la información? ¿Por qué no dejaba que los agentes se ocuparan del caso? Probablemente no confiara en que los agentes fueran a realizar el seguimiento adecuadamente, o creyera que estaban implicados en la conspiración. ¿O acaso todo era un farol?

La amenaza publicada no llegó a cumplirse nunca. Es posible, en efecto, que se tratara de una de las muchas pistas falsas que surgieron en los meses y los años que siguieron al robo. En otra ocasión, varios periodistas belgas recibieron cartas anónimas en las que se les pedía que acudieran a la catedral, donde les sería revelado el paradero del panel de los Jueces; el remitente anónimo no se presentó la noche señalada.

La policía abandonó el caso oficialmente en 1937, y a su cierre se presentaron las siguientes conclusiones:

  1. Goedertier había robado la pintura.
  2. Goedertier había escondido el panel de los Jueces Justos.
  3. Goedertier había redactado y enviado las notas de rescate.
  4. En su lecho de muerte, Goedertier había intentado expiar su culpa, pero había muerto antes de poder aportar la información necesaria para recuperar el panel.
  5. Godertier había actuado solo.

En los archivos policiales, el panel se catalogó como «perdido» (y así es como sigue figurando). En términos artísticos, «perdido» significa que la obra puede haber sido destruida o dañada, o que sencillamente se desconoce su paradero. En términos policiales, indica que las autoridades han renunciado a seguir investigando.

Fueron varios los «detectives de fin de semana» (aficionados fascinados por el caso), que aportaron diversas teorías, que van desde lo plausible a lo descabelladamente conspiratorio. En varios casos dichos investigadores lograban progresos allí donde la investigación oficial, sospechosamente ineficaz, había fracasado, y se percataban a menudo de elementos flagrantes que habían sido pasados por alto, o infravalorados, por la policía. Finalmente, una de esas teorías, relacionadas con un grupo de inversión fallido, parece la más plausible en un caso que sigue sin resolver, y muy vivo para el pueblo belga aun en la actualidad. De cualquier modo, merece la pena examinarlas todas, porque incluso la más imaginativa aportaba algo al caso.

El primer teórico de la conspiración en relación con los Jueces Justos fue el novelista Jean Ray (seudónimo de John Flanders), especializado en relatos de fantasía. En 1934, pocos meses después de que se produjera el robo, se fijó en una importante pista, así como en otra ignorada por la policía, ya fuera intencionadamente o por mera incompetencia. Goedertier había alquilado la máquina de escribir que De Vos había encontrado en su domicilio, aquella cuyos tipos coincidían con las trece cartas de rescate enviadas por D.U.A., y lo había hecho con un nombre falso: Arsène van Damme. El escritor señaló que las iniciales de su nombre falso, A.V.D., dispuestas en orden inverso, podían identificarse con D.U.A. ¿Se trataba, en efecto, de un avance real en el caso, o era sólo que Ray se mostraba meticuloso en extremo para encontrar una respuesta que encajara?

Al periodista Patrick Bernauw le intrigaba también aquel caso sin resolver, y en la década de 1990 inició su propia investigación informal. Bernauw sospechaba que Goedertier podía haber sido el que solicitaba el dinero para devolver el panel, y el cerebro de la operación, pero no el ladrón. También consideraba sospechoso su fallecimiento repentino. ¿Podía haberse tratado de un asesinato? Tras el infarto, Goedertier había permanecido postrado en un diván, en casa de su cuñado. Georges de Vos pasó quince minutos a solas con él, y en ese lapso de tiempo expiró. La policía no ordenó que se le practicara la autopsia pues, en aquel momento, pareció que el ataque cardíaco era la causa obvia de la muerte.

Bernauw creía que Goedertier pudo ser asesinado, tal vez por De Vos o tal vez por dos hombres que, según sospechaba el periodista, habían robado el panel por encargo de aquél: Achiel de Swaef y Oscar Lievens. Ambos habían nacido en la localidad de Lede, lo mismo que el difunto. Amigos de infancia, los tres lucían bigotes y perillas prácticamente idénticos. Bernauw los comparaba a los tres mosqueteros. De Swaef y Lievens fallecieron de muerte repentina pocos años después que el propio Goedertier, y de ambos se sospechó que hubieran sido espías de Alemania. En ninguno de los dos casos se llevaron a cabo investigaciones para determinar un posible homicidio.

Otra aprendiz de detective coetánea de Bernauw, Maria de Roo —que escribió un libro sobre el robo de los Jueces Justos—, afirmaba que Lievens era el hombre de la barba puntiaguda que devolvió el panel de san Juan Bautista a través del depósito de equipajes de la estación de ferrocarril de Bruselas. Según ella, era el único que llegó a confesar el robo, y lo hizo a un ciego de la localidad de Schellebelle, cercana a Wetteren, poco antes de morir. De Roo también decía que Lievens había muerto en su casa de las afueras de Schellebelle «con un huevo en la mano izquierda, el teléfono descolgado y las paredes cubiertas de salpicaduras de sangre. La causa de la muerte que consta en el certificado de defunción es “úlcera”». La autora no refiere cuál fue su fuente de información.

Bernauw concedía importancia a dos de las cosas que había dicho Goedertier, y que su esposa recordó después de los hechos. Aquellas citas nunca fueron tenidas en cuenta por la policía. En caso de ser ciertas resultan, sin duda, reveladoras.

Aunque la esposa de Goedertier aseguraba que no tenía ni idea de si su esposo era culpable, en ningún momento negó que pudiera serlo. Según ella, había realizado un par de comentarios que podían ser relevantes para el caso:

  1. l«Si yo tuviera que buscar el panel, lo haría en el exterior de San Bavón.»
  2. l«Lo que ha sido trasladado no es robado.»

Se había sugerido que el panel se hallaba oculto en algún lugar muy visible, en el centro mismo de la ciudad de Gante, en el cuerpo izquierdo de un destacado edificio. Por comodidad, facilidad de transporte y retorno del panel una vez pagado el rescate, era posible que éste no hubiera abandonado jamás la catedral de San Bavón. Tal vez, simplemente, los Jueces hubieran sido extraídos de su marco y escondidos en algún lugar del interior o el exterior de la catedral. Ello explicaría que nunca se encontrara ni rastro del panel en el domicilio de Goedertier, ni en sus inmediaciones.

La segunda cita podría dar razón de la explicación que Goedertier había dado del delito. Él no había robado el panel. Sencillamente, lo había trasladado y ocultado sin sacarlo del edificio, donde permanecía y donde seguía siendo propiedad del obispado. Tal vez por ello Goedertier hubiera rechazado el ofrecimiento de confesión del padre Bornauw, alegando que «su conciencia estaba tranquila».

Con todo, si las hipótesis planteadas se consideran posibilidades legítimas, se plantean interrogantes mayores.

¿Cuál era el motivo del robo? Incluso en un momento de recesión, y con su empresa en bancarrota, Goedertier poseía mucho dinero. La cantidad solicitada para la devolución de la pintura era insuficiente para ayudar al gobierno, o al rey.

¿Por qué la investigación policial fue ineficaz y pasiva, y permitió que un grupo de abogados llevara a cabo sus propias pesquisas durante un mes antes de que la policía iniciara las suyas propias? Las negociaciones para el pago del rescate se condujeron de un modo aceptable, gracias sobre todo al fiscal De Heem, pero posteriormente no se siguió convenientemente ninguna de las pistas.

¿A qué se debió la aparente falta de entusiasmo del obispado? ¿Por qué el gobierno presionó para que se resolviera el caso pero no ofreció ninguna ayuda?

Y lo más importante de todo: ¿dónde se encuentra el panel en la actualidad? Si estaba oculto y aquellos «cuatro individuos» se lo llevaron al no recibir ningún dinero, ¿dónde fue trasladado, y quién lo hizo?

Los misterios sobre el robo de los Jueces Justos siguen sin resolverse.

Varios de estos puntos serían abordados por un investigador brillante, jefe de policía de Gante entre 1974 y 1991, el comisario Karel Mortier. Su dinámica investigación, que llevó a cabo de forma privada, dado que el caso estaba oficialmente cerrado, fue la primera en desarrollarse sin el lastre de la conspiración o la motivación ulterior.

El comisario Mortier, un hombre cuyo rostro amable se ve matizado por unas cejas puntiagudas, arqueadas, que le hacen parecer en permanente estado de reflexión e inquietud, se metió en el caso como pasatiempo, por pura fascinación. La apasionante carta final, en la que se sugería que el panel se encontraba en un lugar importante del que nadie podría recuperarlo sin atraer la atención pública, constituía un gancho demasiado atractivo como para resistirse a él.

Mortier empezó a estudiar sobre el caso en 1956, pero hasta 1974 no inició una investigación a jornada completa. Su búsqueda del panel perdido lo llevó a intentar encontrar el archivo del caso que redactó Heinrich Köhn, un detective nazi especializado en cuestiones artísticas enviado por Joseph Goebbels para que encontrara los Jueces Justos, que pretendía regalar a Hitler. Se creía que el archivo se había perdido, pero Mortier lo halló en posesión de la viuda de Köhn, en Alemania. En éste se indicaba que fue el ocultista nazi y líder de las SS, Heinrich Himmler, quien espoleó con más fervor la investigación sobre el panel. Al constatar que el detective Köhn no lograba encontrar la pintura robada durante la Segunda Guerra Mundial, lo castigó enviándolo al Frente Oriental. Sin embargo, a pesar de contar con el archivo de Köhn, y tras años siguiendo un reguero de pistas aparentemente infinitas, Mortier terminó por rendirse y renunciar. Escribió cuatro libros sobre sus investigaciones, el más reciente de ellos en 2005. Hasta la fecha, ninguno de ellos se ha publicado en traducción inglesa. Aunque el misterio sigue irresoluto, Mortier ha llegado a algunas conclusiones comprometedoras que explicarían por qué ello es así.

Según él, sólo una justificación podría explicar la chapucera labor policial, el desafío a los procedimientos establecidos y los palos en las ruedas puestos a cualquiera —él incluido— que buscara respuestas: existía una conspiración para ocultar la verdad.

El comisario Mortier logró reunir un dossier de pruebas convincentes. La más fructífera, tal vez, fue un relato del que la policía tomó nota en 1947 pero que fue extrañamente ignorado, tal vez porque el caso estuviera oficialmente cerrado, o tal vez por las mismas razones por las que la investigación fue mal llevada desde el principio. Al parecer el robo fue presenciado por un testigo directo, alguien que no sólo vio luz en la capilla Vijd, sino también a dos ladrones y el coche con que se dieron a la fuga, y a los que reconoció.

Caesar Aercus, un ladrón de poca monta natural de Dendermonde, Bélgica, fue detenido trece años después del robo del panel. En un intento de conseguir la libertad a cambio de información, reveló lo que vio la noche del 11 de abril de 1934: un relato que Mortier y otros creen, pero que, curiosamente, fue rechazado por la policía de la época.

Aercus aseguró haber visto que, en la oscuridad de aquella noche de abril, un coche negro aguardaba sospechosamente estacionado en Kapittelstraat, la calle que corre paralela a la nave de San Bavón. Un hombre bien vestido, tocado con sombrero negro y envuelto en un abrigo, esperaba junto al vehículo, caminando con nerviosismo arriba y abajo. De pronto un segundo hombre surgió de entre las sombras de la catedral cargando bajo el brazo con lo que Aercus describió como «una plancha», o algo que se parecía a una plancha, pues iba cubierto con una tela negra. Eran las 12.30 de la noche. El segundo hombre introdujo la plancha en el asiento trasero del vehículo y posteriormente se sentó junto al conductor. El primer hombre intentó ponerlo en marcha, pero el coche resoplaba y tosía.

Fue entonces cuando Aercus, que llevaba un buen rato agazapado al otro lado de Kapittelstraat, cruzó la calle y se ofreció a ayudarles. Después de todo, algo entendía de coches, y creía que sabía cómo lograr que aquél arrancara. También reconoció a al menos uno de los dos hombres: el de aspecto elegante que había esperado junto al vehículo. En un primer momento Aercus se refirió a él como a «Den Dikke», que en una traducción aproximada sería algo así como «el Gordito». El ofrecimiento de ayuda de Aercus fue rechazado, y el coche, tras varios intentos más, logró ponerse en movimiento. Los dos hombres y la plancha cubierta por la tela negra se alejaron. Y Aercus regresó al asunto que lo había llevado hasta Kapittelstraat: robar quesos del establecimiento situado delante.

En efecto, aquel hombre era el ladrón de queso cuyas actividades fueron consideradas lo bastante diabólicas para que el jefe de policía Patjin dejara la escena del robo de los Jueces Justos y decidiera perseguirlo a él. Cuando Aercus, finalmente, fue detenido por otro delito (logró salir impune del robo del queso, al parecer comiéndose las pruebas que lo incriminaban), intentó rectificar su intento de compra de inmunidad, al asegurar que no sólo había reconocido a Den Dikke, como declaró en un primer momento, sino también al segundo hombre. Ahora que Aercus se encontraba entre rejas, intentó sacar partido del hecho de haber reconocido a Den Dikke, y reveló que aquel apodo correspondía a Polydor Priem, un ladrón que vivía en Estados Unidos, país en el que mantenía contactos delictivos.

El recuerdo de Aercus debe tomarse con toda la prevención del mundo, pues no en vano se trataba de un intento de obtener la libertad, y el convicto contaba con un incentivo para proporcionar información útil que le colocara en una buena posición para negociar. La palabra de un delincuente como Aercus, cuya vida profesional y personal estaban plagadas de engaños y dobles traiciones, podía nacer del resentimiento o del oportunismo.

Aun así, o la policía realizó, curiosamente, un seguimiento erróneo de la investigación, o bien su trabajo se vio obstaculizado. Aunque el 10 de junio de 1947 un documento policial dejaba constancia de Den Dikke, que según Aercus era el hombre que respondía al melifluo nombre de Polydor Priem, no hacía lo propio con el nombre del segundo hombre al que Aercus decía haber reconocido.

Sólo durante la investigación privada del comisario Mortier salió a la luz el verdadero alcance de los extraños procedimientos policiales asumidos por parte de todos. Además del relato de ese testigo ocular clave, que atestigua la implicación de más de un ladrón, Karel Mortier realizó los siguientes descubrimientos en relación con el caso de los Jueces:

  1. Todos los cartapacios relacionados con el robo habían desaparecido de los archivos municipales.
  2. Todos los cartapacios relacionados con el robo habían desaparecido de los archivos de la catedral.
  3. Las autoridades eclesiásticas de Gante habían obstruido los intentos periodísticos de retomar el caso.
  4. Ni siquiera el oficial nazi, el Oberleutnant Heinrich Köhn, con sus persuasivos métodos para los interrogatorios y el respaldo de Himmler y Goebbels, halló pistas definitivas cuando intentó investigar el robo, durante la Segunda Guerra Mundial.
  5. Los documentos de la investigación de Köhn desaparecieron de los archivos municipales, aunque algunos aspectos de los mismos fueron recuperados por Mortier, que llegó a saber que fue el canónigo Van den Gheyn quien acompañó a Köhn en sus investigaciones. Fue con Köhn con quien la viuda de Goedertier habló de la fascinación que su esposo sentía por el personaje de Maurice LeBlanc, el ladrón de obras de arte y caballero Arsène Lupin, sobre todo en una de las novelas en las que aparece, titulada La aguja hueca. Köhn, igual que los cuatro magistrados que se ocuparon privadamente de la investigación, se mostró especialmente interesado en el contenido de la biblioteca de Goedertier.
  6. Si era sincera la insistencia de la familia de Goedertier de que éste sólo había intentado solicitar una cantidad de dinero a cambio del panel para ayudar a un importante belga en apuros, entonces, ¿tal vez el encubrimiento era un intento de preservar la integridad de aquel belga notable metido a delincuente?
  7. La policía no llegó ni a interrogar al abogado de Goedertier, Georges de Vos, la persona por la que, de manera más obvia, debería haberse iniciado la investigación. ¿Quién puede asegurar que los melodramáticos susurros de su cliente, en su lecho de muerte, llegaron a producirse en realidad, siendo él, como fue, el único testigo? Mortier definió de «parodia» aquella chapucera investigación policial.
  8. Las autoridades parecieron no reparar en el hecho de que Goedertier era un hombre de escasa estatura, gordo y físicamente débil. Es altamente improbable que hubiera podido levantar el panel sin ayuda y cargar con él. ¿Quién más lo acompañaba?
  9. Nadie concedió importancia a que Goedertier sufriera de una afección ocular que le impidiera ver con claridad en condiciones de luz escasa. Así, no habría podido desenvolverse bien en solitario dentro de una catedral en penumbra si quería evitar tropezar con los bancos, y mucho menos haber robado un panel.
  10. El 9 de febrero de 1935, la agencia de cambio y bolsa de Goedertier se declaró oficialmente en bancarrota y cerró. Antes que el edificio fuera abandonado, el hermano de éste, Valere, y su viuda, Julienne Minne, realizaron una búsqueda exhaustiva, dada la sospecha de que el panel pudiera estar oculto en él. Pero no encontraron nada.
  11. El criado de la tía del canónigo Gabriel van den Gheyn se dedicaba a robar obras de arte en el área de Gante en los meses previos al robo. ¿Pudo estar implicado él?

A pesar de esas importantes observaciones, Mortier no logró resolver el misterio. Su suposición mejor fundamentada es la de que los Jueces fueron escondidos tras algún punto del zócalo medieval de madera que recorre la catedral de San Bavón. En 1996, tras obtener una subvención de medio millón de francos del Ministerio de Cultura, Mortier y un equipo de técnicos iniciaron la búsqueda en el interior del templo mediante rayos X. Pero transcurrida apenas una semana, las pruebas no arrojaban nada, sólo una parte de la inmensa catedral había sido estudiada y los fondos ya empezaban a agotarse. Y la investigación se suspendió.

Muchas de las teorías que han surgido en relación con este delito parecen algo peregrinas. Pero ésa es la naturaleza de los misterios sin resolver, cuyos documentos y archivos han desaparecido. Bernauw, tal vez el estudioso que más conoce sobre el misterio de los Jueces, cree que Goedertier y los dos cómplices que nombró, De Swaef y Lievens, actuaban como agentes nazis. Hitler había accedido al poder en 1933, pocos meses antes del robo del panel. La Adoración del Cordero Místico era uno de los máximos objetivos del Führer en su sucesión de robos de las mejores obras de arte europeas, tal como se abordará en el siguiente capítulo.

Una de las motivaciones de Hitler era el deseo de corregir lo que se percibía como un mal en el caso de los paneles que fueron repatriados a la fuerza a Bélgica tras retirarse de su lugar de exhibición en el Museo Kaiser Friedrich, según lo estipulado en el Tratado de Versalles. Bernauw cree que existe un vínculo entre El Cordero Místico y la reliquia de la Sangre Santa que se conserva en Brujas, ciudad natal de Van Eyck, desde que en 1149 Thierry de Alsacia, conde de Flandes, la llevó hasta allí desde Tierra Santa. Según él, los caballeros templarios también aparecen representados en el panel de los Caballeros de Cristo del retablo. Y sugiere que tal vez existiera algún objeto o documento material oculto en el interior del panel sobre el que Van Eyck pintó los Jueces Justos. La teoría de Bernauw plantea que Goedertier y los ladrones fueron asesinados después de robar el panel y entregárselo al agente nazi. Aunque la implicación de De Swaef y Lievens no está ni mucho menos demostrada, la posibilidad de un asesinato nazi es muy real. Georges de Vos, el único hombre que oyó las últimas palabras de Arsène Goedertier, murió inesperadamente el 4 de noviembre de 1942 en un cine de Gante, poco después de mantener una conversación con el detective de arte nazi Heinrich Köhn en la que le dijo lo que sabía sobre el panel perdido.

El autor holandés Karl Hammer propone la teoría de que Hitler codiciaba El Cordero no sólo por su interés en robar obras de arte como venganza por el Tratado de Versalles, sino porque se creía que la pintura contenía un mapa del tesoro en clave que conducía hasta las Arma Christi, los instrumentos usados durante su Pasión, entre los que podían encontrarse los clavos, la esponja, la Lanza del Destino, la túnica de Cristo y su caña, la columna y el látigo de la flagelación, el Santo Grial y la corona de espinas. El interés de Hitler por lo oculto, así como el de muchos de los líderes nazis (sobre todo el de Himmler), está bien documentado, como lo están las expediciones nazis, a través de su Sociedad de Investigación Ancestral y de Patrimonio, la Ahnenerbe, que podría describirse como centro de investigaciones sobrenaturales nazis. Hitler ordenó expediciones al Tíbet en busca del Yeti, a Tierra Santa para encontrar la Lanza del Destino con la que Longino perforó el costado de Cristo cuando éste estaba clavado en la Cruz, y al Languedoc en busca del Santo Grial. El propio Partido Nazi se fundó como confraternidad secreta y oculta.

Es posible, sin duda, que Hitler creyera que El retablo de Gante contuviera el mapa en clave hacia algún tesoro sobrenatural. La Ahnenerbe buscaba con ahínco algún código secreto en la saga islandesa de los Eddas, que según muchos oficiales nazis revelaría la entrada a la maravillosa tierra de Thule, una especie de Tierra Media llena de gigantes y duendes telepáticos, que para ellos era el verdadero lugar de origen de los arios. Que ese mapa se encontrara, de hecho, en La Adoración del Cordero Místico ya es otro asunto, asunto que la mayoría de los especialistas rechazan de plano, por más que resulte tentador interpretar la enigmática, compleja iconografía, y el simbolismo camuflado de la obra maestra de Van Eyck en una clave más exótica que la que aparece en los libros de texto corrientes. Hay quien cree que las iniciales con las que se firmaban las notas de rescate tras el robo del panel de los Jueces, D.U.A., corresponden a «Deutschland über Alles», y que Goedertier, De Swaef y Lievens fueron asesinados por agentes de la Ahnenerbe.

Karl Hammer argumenta que el verdadero motivo de la visita secreta que Van Eyck realizó a Portugal —y que teóricamente era pintar un retrato de la princesa Isabela de Aviz para Felipe el Bueno— era conocer a unos famosos cartógrafos portugueses. Juntos, según Hammer, pergeñaron un enigma cartográfico con el que ocultar el paradero de las Arma Christi en el interior de El retablo de Gante. El holandés considera que el robo del panel de los Jueces fue una medida preventiva para asegurar que una pieza clave del mapa del tesoro desapareciera y garantizar así que las Arma Christi siguieran estando en paradero desconocido.

El escritor Filip Coppens se centra en el tesoro más inequívoco de todas las piezas que componen las Arma Christi, y que queda «oculto» a la vista de todos en el centro el retablo. En el panel de La Adoración del Cordero Místico, en su centro, el Cordero vierte la sangre de su pecho en un cáliz de oro: el Santo Grial. Coppens lo vincula a las letras AGLA, sutilmente dibujadas en el panel del coro de ángeles, y que son abreviatura de la frase cabalística usada como encantamiento mágico protector: atta gibbor le’olam Adonai («el Señor es fuerte por toda la eternidad»), detalle que fue tenido en cuenta por primera vez en la década de 1970 por el historiador belga Paul Saint-Claire. Hammer, a partir de esas letras, extrapola y sugiere que una sociedad secreta conocida como los allahistas (corrupción del término «aglaístas»), son los protectores históricos de las Arma Christi. Aunque todo ello resulta bastante traído por los pelos, se trata de otra explicación del robo del panel de los Jueces Justos, explicación que ha gozado de considerable apoyo popular.

¿Es posible que el panel fuera robado a fin de protegerlo de los nazis en general, o de un nazi en particular?

Hammer sugiere que pretendían esconderlo de un erudito nazi de prestigio, especializado en el Santo Grial, llamado Otto Rahn, uno de los primeros historiadores en buscar el cáliz en el Languedoc y en escribir sobre los cátaros y los templarios en una obra fascinante, documentada y alejada de las teorías de la conspiración, publicada en 1933 con el título de La cruzada contra el Grial. No hay duda de que Rahn buscó el Santo Grial desde principios de la década de 1930 hasta su muerte, ocurrida en 1939. Tal como sugiere Patrick Bernauw, si El Cordero Místico era una clave para llegar hasta él, ¿es posible que Goedertier y sus cómplices fueran asesinados por agentes secretos nazis que se apoderaran posteriormente de la pintura? ¿Tal vez Goedertier creyera que a Hitler no le interesaría una obra maestra incompleta?

Un aspecto histórico interfiere en estas teorías conspiratorias: si el robo había sido de algún modo preventivo, ¿por qué Goedertier habría intentado solicitar un rescate al obispo por la obra robada?

En este caso abundan los «quizá» y los «y si», y escasean las pruebas concluyentes. Pero existe una explicación que, si bien difícil de creer, logra que encajen las piezas al tiempo que proporciona un motivo factible. Aunque no ha sido demostrada, parece la más plausible, sobre la base de la información incompleta que ha sobrevivido a los engaños.

En efecto, se ha sugerido una teoría alternativa que considera a Arsène Goedertier la persona que exigía el dinero del rescate, pero no el ladrón, y que explica la naturaleza conspiratoria del misterio sostenido de los Jueces Justos. A pesar de que no implica Santos Griales ni mapas del tesoro, resulta muy controvertida, pues involucra a la víctima misma del robo de los Jueces: la propia diócesis. Aunque no está demostrada, se trata de la única explicación que tiene en cuenta toda la información confirmada que ha llegado a nuestros días, y que proporciona lo que se echa de menos en otras interpretaciones: una motivación lógica para la implicación de Goedertier, y un sentido a un caso que parece sometido a un intento masivo de ocultación desde el principio.

Es posible que Goedertier tuviera conocimiento del robo pero no participara directamente en él, sino sólo en la negociación posterior por el pago del rescate. Parece improbable, tal vez imposible, que ese hombre, gordo y corto de vista, hubiera sido el ladrón solitario, como la policía determinó. Pero sí pudo ser el negociador del rescate. Tal vez el lapsus que cometió en las cartas, según el cual pasaba de describirse a sí mismo y a los delincuentes en plural a hacerlo en singular, no era tal, ni un error, sino más bien una indicación de que lo que había sido el plan de un grupo se había convertido en algo que debía resolver él solo. Si lograba manejar con éxito el tema del dinero, entonces tal vez recibiera tanto una recompensa en efectivo como el perdón de los demás implicados.

¿Y qué era lo que Goedertier tenía que ganar con su implicación? Aunque su empresa, Plantexel, había ido a la bancarrota, él murió con dinero en su cuenta corriente. Parece que fue un católico convencido y de sólidas convicciones, y habría sido bastante más probable que buscara refugio en la iglesia, a que le robara. ¿Podría haber sido su papel el de intermediario, que no fuera llamado hasta que el robo estaba ya consumado y cuando otras vías de beneficio delictivo parecían cerradas, a fin de negociar con la Iglesia, papel que él aceptó para asegurarse el retorno de los Jueces Justos en perfecto estado? Algunos historiadores creen que sí, pero no se trata en absoluto de ninguna conclusión firme.

La causa más probable del robo es también la más compleja de las que se han sugerido, y contiene elementos extraídos de las investigaciones de varios de los antes considerados «detectives de fin de semana», así como del estudioso aficionado Johan Vissers, que ha realizado un seguimiento de las teorías y los personajes implicados. Supone la participación de un grupo financiero ilegal que incluye a miembros destacados de la diócesis de Gante, entre ellos un nuevo grupo de personajes, todos ellos íntimamente vinculados a Goedertier, además de a algunos rostros familiares que podrían haber tenido una implicación más siniestra de lo que nadie habría podido imaginar. La teoría sugiere que ese grupo de inversores había reunido dinero de varias familias católicas acomodadas y lo había invertido, junto con la mayor parte de los fondos de la diócesis, en varias iniciativas, todas ellas fallidas tras la crisis financiera de 1934. Ésta culminó con la bancarrota del Banco Socialista del Trabajo, que era el que gestionaba casi todos sus fondos, y los llevó a idear una solución delictiva que compensara sus pérdidas.

Esta «teoría del grupo de inversores» implica a los siguientes individuos:

Henri Cooremans era agente de bolsa, y director del coro de la catedral. Su padre, Gerard Cooremans, había sido ministro por el Partido Católico en la década de 1890, y jefe del gabinete belga hasta 1918. Henri había fundado su empresa de inversiones, llamada Flanders Land Credit, y ejercía varios cargos gubernamentales.

El inversor y secretario de la diócesis de Gante, Arthur de Meester, era sacerdote en la región belga de Waasland. Ejercía de asesor financiero de la diócesis, y seleccionaba inversiones a través de las que canalizar sus recursos. De Meester falleció, según todos los indicios, a causa de problemas derivados de su alcoholismo, el 30 de mayo de 1934, apenas un mes después del robo de los Jueces. La proximidad de las fechas hizo surgir sospechas de que su muerte no se había debido enteramente a causas naturales.

Kamiel van Ogneval había sido director de una institución para pensionistas llamada Saint Antone, dirigida por la diócesis de Gante, de la que se apartó en 1930. Posteriormente se convirtió en cantor de San Bavón. Su hermano, Gustave van Ogneval, era un político católico local. También implicado en la trama se encontraba Arsène Goedertier, aunque su papel en el grupo antes del robo de los Jueces Justos no está claro.

Finalmente, se ha sugerido que tanto el obispo Coppieters como el mayor defensor de El retablo de Gante, el canónigo Van den Gheyn, fueron cómplices, una incorporación inquietante que explicaría muchas de las ocultaciones que desde el principio entorpecieron la investigación sobre el robo.

Según esta teoría, Kamiel van Ogneval supervisaba la recolección de dinero de las familias católicas acomodadas de toda la región, muchas de las cuales tenían parientes vinculados con el hogar de retiro de Saint Antone, con la promesa de que sus fondos serían invertidos en obras benéficas católicas. El dinero lo invertía Arthur de Meester, mientras que los contratos legales entre los inversores y el grupo eran redactados por Henri Cooremans. La naturaleza exacta de las inversiones realizadas por los miembros del grupo no está clara —si nos basamos en los demás proyectos de Goedertier, el grupo de inversores pudo usar una cartera en la que se mezclaran proyectos reales con otros falsos, que iban desde algunos con ánimo de lucro, como la empresa Plantexel, del propio Goedertier (un intento fallido de establecer plantaciones de aceite y café en el Congo Belga), hasta otros benéficos que pudieron existir o no—. Se desconoce si existían elementos delictivos en las actividades referidas del grupo inversor (como la venta de acciones de empresas inexistentes), o si éstas eran legítimas y sólo recurrieron al delito cuando perdieron el dinero de los inversores y no se les ocurrió ninguna otra manera de devolverlo. El obispo Coppieters invertía todo el dinero de la diócesis en los proyectos legítimos puestos en marcha por el grupo inversor, y después obtenía un porcentaje de los beneficios para sí mismo. Van den Gheyn podría haberse sentido atraído por participar, pues por esas fechas ejercía de tesorero de San Bavón, pero parece que no estuvo directamente implicado en la trama.

En el invierno de 1933-34, Arthur de Meester recibió un soplo sobre una inversión particularmente lucrativa, pero que requeriría que se recaudara mucho dinero en un breve período de tiempo. Los fondos llegaron a recaudarse, sí, aunque en el momento más inoportuno. El 28 de marzo de 1934, el Banco Socialista del Trabajo, donde el grupo inversor tenía depositado su dinero, se declaró en bancarrota, y ellos lo perdieron todo.

Presas del pánico, asustados ante la pérdida económica, el dinero que debían a los inversores y la vergüenza tanto para las familias católicas como para la propia diócesis, el grupo ideó un plan para recuperar el dinero mediante el robo de parte del retablo. Éste ofrecía dos posibles medios de remuneración, y sus integrantes discutieron acaloradamente sobre cuál de los dos debían seguir. El obispo Coppieters, el canónigo Van den Gheyn, Arthur de Meester y Arsène Goedertier querían que el panel de los Jueces no se moviera del recinto catedralicio, y fingir su robo e intentar coaccionar al gobierno belga para que pagara un rescate para su recuperación. Kamiel y Gustav van Ogneval, y Henri Cooremans abogaban por la venta del panel en el extranjero. Creían que podían obtener un mayor beneficio si lo separaban en piezas, tantas como figuras pintadas en la escena de los Jueces Justos, y las vendían individualmente. Conocían al ladrón Polydor Priem, que a la sazón vivía en un barco-vivienda en Gante, y que mantenía muy diversos contactos en el extranjero gracias a los años en que había residido en Estados Unidos. Priem estaba convencido de que encontraría un comprador americano, por más que la obra en cuestión fuera tan conocida. Pero finalmente, antes de que el robo se consumara, el grupo optó por el plan más seguro y práctico: el de solicitar un rescate.

El ladrón de quesos, Caesar Aercus, había identificado a Polydor Priem como uno de los dos hombres a los que vio en el exterior de San Bavón la noche del 11 de abril. Pero cuando Aercus fue detenido una década después, en la denuncia policial no llegó a anotarse el nombre de la otra persona a la que Aercus aseguraba haber reconocido.

Según la teoría del grupo inversor, Kamiel van Ogneval era el segundo ladrón que abandonó la catedral con una plancha envuelta en un paño negro bajo el brazo. Casi todo el mundo ha dado por sentado que ésta se correspondía tanto con el reverso como con el anverso, con san Juan Bautista y los Jueces Justos. Pero en realidad se trataba sólo del reverso: san Juan Bautista. Los Jueces Justos permanecieron en todo momento en la catedral, ocultos.

Son muchos los que han defendido que tuvo que haber al menos dos hombres en el interior del templo para poder robar y transportar los pesados paneles. Si existió una tercera persona aquella noche, casi con total seguridad ésta fue Gustave van Ogneval. Los Van Ogneval, como Goedertier, residían en el distrito de Wetteren, a las afueras de Gante. Cuando Kamiel van Ogneval y Polydor Priem se alejaron en su vehículo aquella noche, se dirigieron directamente a Wetteren, donde entregaron el panel de san Juan Bautista, cuidadosamente envuelto, a Arsène Goedertier. Su misión, de acuerdo al plan, era ejercer de negociador del rescate. El panel de san Juan Bautista permaneció oculto en su desván, tras una falsa trampilla, en lo alto de un armario, hasta que fue devuelto a través del depósito de equipajes de la estación de Bruselas, como parte de las negociaciones del rescate. Los participantes en la trama debieron de suponer que el gobierno belga acabaría accediendo a sus demandas y, de ese modo, taparían sus pérdidas.

Lo que no termina de encajar en esta interpretación tiene que ver con las cifras. El rescate exigido parece demasiado exiguo como para que, a fin de reponer los fondos, los miembros del grupo tuvieran que recurrir a actos delictivos, y más considerando la relevancia de los individuos implicados, y la holgada posición financiera del propio Goedertier en el momento en que sucedieron los hechos. ¿Por qué no organizar una colecta entre el grupo de inversores y reponer privadamente los fondos eclesiásticos, en lugar de meterse en el inmenso lío que suponía simular un robo en su propia iglesia y pedir rescate por él, suscitando así el interés de los medios de información del mundo, que ya no les quitarían el ojo de encima?

No parecen haberse conservado pruebas de ese plan del grupo inversor, delito para el que parece faltar el motivo. Son tantos los detalles que se desconocen que la historia no resulta del todo convincente. Aun así, varios investigadores privados la ven como la mejor explicación del robo de los Jueces Justos. Implica a figuras reales inmersas en las dinámicas políticas y sociales de la diócesis de Gante. Explica ocultamientos extraños, conspiratorios; el rechazo del obispado a cooperar con las investigaciones, como habría cabido esperar, y el vínculo con Arsène Goedertier, un hombre que, de otro modo, parece el candidato menos probable para orquestar un robo en la catedral, pero cuya oportuna muerte por infarto lo convirtió en cabeza de turco de todo el grupo.

Más difícil de creer resulta la cooperación del canónigo Van den Gheyn en una trama que implicaba desmembrar el tesoro por el que había puesto en peligro su vida durante la Primera Guerra Mundial, y que seguía defendiendo. Es posible que lo coaccionaran para que se involucrara, sobre todo a causa del papel del obispo Coppieters. De haber puesto en evidencia al obispo, o de no haber seguido el juego, habría podido perjudicar el buen nombre de la diócesis. Es posible que la dedicación de Van den Gheyn a ésta y a la Iglesia católica le hubiera obligado, al menos, a una aceptación callada.

Aunque su papel en el robo y su motivación subyacente siguen siendo en gran medida un misterio, suele aceptarse que Goedertier fue el autor de las notas solicitando el pago a cambio de la devolución del panel. Además del descubrimiento de las copias en papel carbón, y del hallazgo final de la máquina de escribir con que se redactaron (para lo que debemos aceptar como cierta la palabra de Georges de Vos), el entusiasmo de Goedertier por las novelas de detectives de Maurice LeBlanc, en las que aparece el personaje de ficción Arsène Lupin, proporciona una fructífera línea de investigación.

La esposa de Goedertier habló de un sentimiento de conexión personal, casi de una idolatría, de éste por el personaje de Lupin con el que, por si fuera poco, compartía nombre de pila. Sobre su creación literaria, LeBlanc escribió: «[Lo hace] todo mejor que los demás, y merece ser admirado. Este hombre lo supera todo. De sus robos proviene una profunda capacidad de comprensión, fuerza, poder, destreza y una naturaleza que admiro sin reparos». Si Goedertier pretendía reflejarse en alguien cuyos modales pudieran restarle parte de la culpa moral derivada de la comisión de un delito, ese alguien era Arsène Lupin.

Fue el escritor de literatura fantástica Jean Ray el primero en reparar en el vínculo entre Arsène Lupin y su tocayo Goedertier. Aquél es todo un caballero, pero también un ladrón que se cuela sigilosamente en los lugares en los que pretende cometer sus robos, y su blanco principal son las obras de arte pictórico. Los intentos de Goedertier de obtener un rescate por el panel de los Jueces recuerdan el modus operandi favorito de Lupin, basado en la negociación de un rescate a cambio del cuadro robado mediante anuncios en la prensa escrita, que firma con las iniciales ALN, iniciales de su nombre completo. Las cartas de Goedertier revelan un sentimiento infantil de traición cuando la otra parte se niega a participar en el juego —en novelas como las de LeBlanc, el elegante criminal se ve siempre recompensado por sus esfuerzos con el pago del rescate—. Lupin es un maestro del disfraz, y oculta su identidad de diversas maneras, presentándose como pintor, banquero o político —profesiones, las tres, que comparte con Goedertier—. En un caso, Lupin escondía una obra de arte en el mismo lugar del delito, y entre tanto negociaba la obtención del pago de una suma a cambio devolver una pintura que no había abandonado en ningún momento la vivienda de su dueño. ¿Podría ello indicar una solución al misterio de los Jueces Justos?

En la novela de LeBlanc L’Aiguille Creuse (La aguja hueca), publicada en 1909, Lupin va en busca de una piedra hueca, piedra que presenta una forma que recuerda vagamente a una aguja, y que constituía el cofre secreto donde los reyes de Francia guardaban sus tesoros. Su paradero figura, cifrado, en un código, pero Lupin halla la clave y encuentra la piedra en la costa de Normandía. La «aguja hueca» se usa para ocultar dos obras de arte: la pintura de La Virgen y el Cordero de Dios, de Rafael, y una estatua de san Juan Bautista. El Agnus Dei más famoso del mundo, el Cordero de Dios, se encuentra en el panel central de La Adoración del Cordero Místico de Van Eyck, y el reverso del panel robado de los Jueces muestra una representación en grisalla de san Juan Bautista. Esas particularidades, sumadas a la devoción que Goedertier sintió por las novelas de LeBlanc durante toda su vida, sugieren que éste se modeló a sí mismo, y dio forma a su delito, a imagen y semejanza de su héroe Arsène Lupin y de La aguja hueca.

Existiría una serie de codas en el robo de los Jueces, como en esos falsos finales de las sinfonías de Beethoven, que llevarían, cada uno por separado, a otros misterios pero que, finalmente, apuntan a una conclusión lógica, aunque improbable.

En 1938, el ministro del Interior belga, Octave Dierckx, fue abordado por un abogado que, en nombre de un cliente anónimo, ofreció devolver el panel de los Jueces por 500 000 francos. El ministro se puso en contacto con el obispo. Coppieters se mostró dispuesto a pagar y aseguró que podría obtener la suma. El asunto se planteó ante el primer ministro, Paul-Henri Spaak, que rechazó de plano las negociaciones. «No se hacen negocios con gánsteres. Esto no es América», fueron sus palabras.

Un año después, un conservador belga iniciaría los trabajos para crear una copia excelente de los Jueces Justos que reemplazara el original, una copia que, aún hoy, muchos consideran demasiado buena para serlo.

En 1939, por iniciativa propia, el conservador del Museo Real de Bellas Artes, Jef van der Veken, empezó a pintar una copia del panel desaparecido de los Jueces. Como soporte usó la puerta de un armario de doscientos años de antigüedad cuyas dimensiones coincidían exactamente con las del original, y realizó la pintura ayudándose con fotografías, así como con la copia de Michiel Coxcie, para recrear la imagen con la mayor precisión posible. Van der Veken ejecutó sólo tres alteraciones del original en su versión. Añadió un retrato del monarca belga de su época, Leopoldo III, cuyo rostro se usó para uno de los jueces del panel que aparecían de perfil. También eliminó el anillo de otro de los jueces. Y manipuló a un tercero para que su rostro dejara de quedar oculto tras un sombrero de pelo.

Nacido en Amberes, Jef van der Veken era un pintor surrealista aficionado, además de conservador de gran prestigio. Especializado en los maestros flamencos del siglo XV, le había sido encomendada la restauración de algunas de las mejores obras maestras belgas, entre ellas La Virgen del canónigo Van der Paele y La Virgen con el Niño, de Rogier van der Weyden. Ésta fue sometida a pruebas en 1999 y se determinó que era, principalmente, obra de Van der Veken, y no de Van der Weyden. Su gran maestría para la restauración, a la vez que su trazo inequívoco, hicieron que en 2004 se organizara una exposición en el Groeningmuseum de Brujas que con el título de «Falsificación o no falsificación», exploraba los límites de las prácticas aceptables en restauración.

En el período de entreguerras, los restauradores tendían a pintar con gran libertad, devolviendo una obra dañada al estado más completo posible, pero en ocasiones adaptando la idea del artista para que encajara con los valores y las creencias de la época. Un caso muy conocido es el de la Alegoría del triunfo de Venus, de Bronzino, sometido a una restauración con censura incorporada cuando, tras ser adquirido por la National Gallery of Art de Londres en 1860, el restaurador añadió una flor para cubrir el trasero de la figura adolescente y sexualizada de Cupido, ocultó uno de los pezones expuestos de Venus y echó hacia atrás la lengua de ésta, que en el original se alargaba para besar a Cupido, su hijo. En 1958 esas mojigatas restauraciones victorianas fueron retiradas, y la pintura volvió a su estado original, con sus pezones, sus lenguas y demás. En la actualidad, la teoría predominante es más de conservación que de restauración —los conservadores persiguen prevenir el deterioro y daños futuros en las piezas artísticas, e intervenir lo menos posible en la obra—. Cuando añaden algo a las pinturas para rellenar partes dañadas de las composiciones, lo hacen de un modo que sea coherente con el original, pero sin pretender engañar a los espectadores y hacerles creer que la obra no ha sido restaurada. Las secciones restauradas aparecen deliberadamente diferenciadas de las originales, y los trabajos de restauración se fotografían y se documentan con rigor. Además, las pinturas usadas son químicamente distintas de las originales para que puedan ser retiradas por los conservadores futuros, si lo estiman oportuno, sin necesidad de dañar la obra original. Ello no era así en la década de 1930, cuando Van der Veken se hallaba en la cima de su carrera. En su época, a los restauradores se los valoraba por su virtuosismo, que se medía según su capacidad de lograr que su trabajo resultara indistinguible del original.

La gran experiencia y los profundos conocimientos del restaurador lo convirtieron en el asesor preferido de Emile Renders, un acaudalado banquero belga que había logrado reunir la colección privada más importante del mundo de flamencos primitivos, término con el que en ocasiones, antes de la Segunda Guerra Mundial, se denominaba a los pintores del Flandes del siglo XV. También era el autor del artículo publicado en 1933 en el que se sugería que la inscripción descubierta en la parte trasera del panel de Joos Vijd, y que suponía la presentación en el mundo del arte de Hubert van Eyck, era en realidad una falsificación del siglo XVI realizada por los humanistas de Gante. Hermann Göring compró la totalidad de la colección de Renders en 1941 a cambio de trescientos kilos de oro (unos 4 o 5 millones de dólares de hoy), con la ayuda de la organización Schmidt-Staehler, el equivalente con sede en los Países Bajos de la ERR, la unidad nazi para el robo de obras de arte. Emile Renders sostiene que fue coaccionado para que vendiera su colección a Göring, aunque algunas fuentes creen que no fue la víctima que ha querido hacer creer que fue. Se desconoce si Van der Veken estuvo implicado en aquella venta en tiempos de guerra.

Van der Veken iba más lejos cuando creaba aquellos «nuevos» flamencos primitivos, copias de obras famosas, o de fragmentos de ellas, además de usar paneles con siglos de antigüedad como soporte. Cuando había finalizado la pintura, la envejecía artificialmente para que se viera cuarteada y cubierta de la pátina del tiempo. Lo que lo distinguía de un falsificador era que no consta en ningún documento que alguna vez intentara hacer pasar su obra por un original del Renacimiento.

La historia de los artistas que han copiado los trabajos de otros más famosos para aprender sus técnicas es larga y prolija. Para un restaurador, la habilidad a la hora de reproducir las obras de los maestros que ellos son los encargados de preservar constituye un aspecto básico de su éxito profesional. Copiar, e incluso envejecer obras, sólo es delito cuando el creador pretende beneficiarse de su imitación y hacerla pasar por original. Aunque Van der Veken, que se sepa, nunca lo intentó, su capacidad para imitar a los grandes maestros flamencos antiguos se halla fuera de toda duda. En tanto que jefe de conservadores del Musée des Beaux-Arts de Bruselas, él era la elección lógica para crear una réplica del panel perdido de los Jueces Justos, que de ese modo «completaría» una vez más El retablo de Gante, llenando el espacio vacío de la parte inferior del lateral izquierdo.

Van der Veken concluyó su copia en 1945. Ésta se instaló en el marco, junto con el san Juan Bautista recuperado y los otros once paneles originales, en 1950.

Pero hay quien ha sugerido que Van der Veken, por sí mismo, también se vio implicado en cierto aspecto del robo. Resulta raro que empezara a crear la copia de reemplazo por iniciativa propia, sin recibir ningún encargo oficial de la diócesis. No deja de existir cierto toque de humor negro en el hecho de que el restaurador optara por realizar una copia de un panel que seguía desaparecido y que apenas un año antes había sido objeto de un renovado intento de devolución mediante pago de rescate, casi un lustro después del fracaso de Goedertier.

Y lo más curioso de todo es que en el reverso del panel, que aún hoy sigue en el mismo sitio, puede leerse una inscripción del autor que mueve a confusión. Van der Veken escribió lo siguiente, en flamenco y en verso:

Lo hice por amor

y por deber.

Y para resarcirme

tomé prestado

del lado oscuro.

Lleva la firma de Jef van der Veken, y está fechada en octubre de 1945.

El restaurador fue entrevistado en varias ocasiones, pero en todas ellas respondió que no sabía más que cualquier otro sobre el robo de 1934. Su reticencia llevó a la gente a creer que sabía más de lo que revelaba, pero nunca aparecieron pruebas que indicaran que ello era así.

Algunas preguntas sobre la sustitución del panel deberían haberse planteado en noviembre de 1950, cuando el defensor de La Adoración del Cordero Místico durante la Primera Guerra Mundial, el canónigo Gabriel van den Gehyn, pronunció una conferencia ante la Sociedad Histórica y Arqueológica de Gante titulada «Tres hechos relativos al Cordero Místico». El religioso contó la historia de las aventuras del retablo, desde el robo a manos de los franceses hasta el que perpetraron los nazis, y que expondremos a continuación. En el curso de su exposición, de veinte páginas, su autor no mencionó ni una sola vez el robo de 1934. El hecho resulta particularmente extraño, pues el público asistente debía de recordarlo perfectamente, y le habría parecido rara, como raro resulta en la actualidad, esa llamativa laguna en una presentación por lo demás históricamente profusa.

¿Formó parte el otrora salvador del retablo en aquel robo de 1934, o de la conspiración posterior para ocultarlo? Van den Gheyn tocaba muchas teclas: además de ser arqueólogo aficionado, era custodio de los tesoros de la catedral, tesorero de la diócesis y conservador jefe de las obras de arte alojadas en San Bavón, por lo que sorprende más aún que no mencionara el robo siquiera indirectamente, en referencia a la copia recién instalada del panel de los Jueces, obra de un colega de profesión, Van der Veken. El canónigo había defendido infatigablemente el retablo durante la Primera Guerra Mundial. Si la teoría del grupo inversor de 1934 es cierta, entonces estuvo implicado en el robo y posterior conspiración. Durante la Segunda Guerra Mundial, sería él quien acompañaría al Oberleutnant Heinrich Köhn, detective nazi especializado en obras de arte, en busca del panel de los Jueces Justos. ¿Podría Van den Gheyn haber sido un colaboracionista, o lo acompañó más bien para distraer de su tarea al detective nazi? Köhn y Van den Gheyn se habían entrevistado por primera vez en septiembre de 1940, pero la investigación del detective prosiguió a lo largo de todo 1942. El 12 de mayo de ese año Van den Gheyn y Köhn recorrieron juntos los archivos de la catedral pero no encontraron nada que los condujera al panel. Fue entonces cuando descubrieron que todas las carpetas relacionadas con El retablo de Gante, incluidas las que detallaban el robo de 1934 y la investigación posterior, habían desaparecido. Tal vez el canónigo se hubiera deshecho de ellas anticipándose a la investigación de Köhn. Pero lo cierto es que hasta la fecha no han vuelto a aparecer, y han dejado un sendero salpicado de signos de interrogación.

Este caso es uno de los grandes misterios sin resolver de la historia de los robos de obras de arte, un misterio que ha encendido la imaginación popular y que incluso se ha abierto paso hasta la literatura. La novela que Albert Camus publicó en 1956, con el título de La caída (La Chute), es un monólogo en el que un personaje habla, en noches sucesivas, con alguien al que acaba de conocer, mientras beben en un sórdido bar de Amsterdam. En la novela, el panel de los Jueces Justos había estado colgado en la pared de ese bar en los años que siguieron al robo. El lector descubre que en ese momento la pieza se halla oculta en el apartamento del narrador. Camus recurre a los Jueces para plantear cuestiones existenciales sobre los juicios personales y las decisiones de la vida del protagonista-narrador, que se refiere a sí mismo, ambiguamente, como «juez-penitente».

En Bélgica, el misterio suscita una pasión que recuerda a la que despierta el asesinato de Kennedy en Estados Unidos. Ha inspirado más de una docena de libros, tanto de ficción como de no ficción, así como documentales, docudramas e incontables artículos —ninguno de los cuales ha sido traducido al inglés—. La historia sigue fresca y la investigación, al menos para los aficionados, muy viva.

Abundan las especulaciones: las rocas que aparecen en el fondo de la copia de Van der Veken son casi idénticas a las que se alzan en Marches-les-Dames, lugar de la misteriosa caída y muerte del rey belga Alberto. ¿Coincidencia? Hasta hoy, cada pocos meses, en los periódicos de Gante aparecen nuevas pistas sobre el paradero del panel de los Jueces Justos. En verano de 2008, los tablones de madera de un domicilio de la ciudad fueron levantados por la policía municipal después de que un soplo apuntara a que el panel se hallaba enterrado junto a un esqueleto, entre los tablones. Las autoridades siguen tirando del hilo de pistas asombrosas e increíbles, y la búsqueda del panel desaparecido continúa.

Una última pista importante se presentaría décadas después. Aunque no resolvía el misterio de lo sucedido, tal vez sí aclare el misterio del paradero actual de la pintura. Pero El retablo de Gante (menos el panel de los Jueces Justos) sería víctima de otro huracán de robos y traslados furtivos, así como de una última salvación.

La Segunda Guerra Mundial asomaba en el horizonte, y los lobos nazis tenían los ojos puestos en el Cordero de Dios.