Gante fue la sede de la Exposición Internacional de 1913, un breve respiro antes de las convulsiones de la Primera Guerra Mundial, que desencadenaría las siguientes etapas del viaje accidentado e ilícito de la creación maestra de Van Eyck y que, en sí mismo, constituye una peripecia a través de la historia de los robos de obras de arte.
La victoria de Alemania, en 1871, en la guerra franco-prusiana trajo consigo una entrada de ingresos, alimentada inicialmente por las indemnizaciones que Francia se vio obligada a asumir, que se destinó en gran medida a mejorar las colecciones artísticas del Estado alemán. Bajo la dirección de Wilhelm von Bode, el nuevo y carismático director del Museo de Berlín, sucesor de Gustav Waagen, Alemania empezó a adquirir no sólo piezas individuales, sino también colecciones enteras. Esta cosecha artística incluía la financiación de excavaciones arqueológicas, como la que Heinrich Schliemann dirigió en Troya, y cuyos hallazgos llenaban las galerías de Alemania. Paulatinamente, los museos estatales alemanes y los coleccionistas particulares estadounidenses iniciaron una competencia para adquirir las obras de arte de una aristocracia europea cada vez más empobrecida.
El estallido de la Primera Guerra Mundial supuso un enfoque totalmente nuevo sobre el modo de tratar las obras artísticas. Durante los milenios anteriores, las reglas de juego habían sido muy simples: el conquistador saquea al conquistado. En un principio, las obras de arte y los monumentos se veían como emblemas de los derrotados que debían ser destruidos. Después, con el idilio de la Roma antigua con el coleccionismo —declarado públicamente, sobre todo, a partir de la toma de Siracusa en el año 212 a. C., por la que Roma se familiarizó con las maravillas artísticas del período helenístico—, las obras de arte pasaron a considerarse trofeos que debían tomarse por derecho de conquista, llegándose al extremo, en ocasiones, de alterar las estrategias militares a fin de apoderarse del arte del enemigo.
Esta tendencia se mantuvo inalterada durante el saqueo bárbaro a que el rey Alarico y sus godos sometieron a Roma en el año 410 d. C., y posteriormente en 455, con Genserico y sus vándalos. En 535 Justiniano, emperador de Bizancio, envió a su general Belisario a Cartago, en el norte de África, con la orden de capturar el botín que habían arrebatado a Roma, para poder quedárselo él.
Las cruzadas constituyen el máximo exponente de la guerra gratuita, declarada exclusivamente con el objeto de saquear. Los cruzados se desviaron de la ruta que los llevaba a la liberación de Tierra Santa del dominio infiel en 1204 para saquear Constantinopla, la ciudad más rica del mundo, habitada, por cierto, por hermanos cristianos. Las historias de las guerras declaradas, o ampliadas, para robar obras de arte ocuparían un libro entero, y alcanzaron su cenit en la época de Napoleón. Durante siglos parecía una obviedad que un enfrentamiento bélico implicaba el expolio a los vencidos.
Resultaba, por tanto, de lo más anómalo que en los años anteriores a la Primera Guerra Mundial se estableciera un diálogo abierto —principalmente en artículos publicados en revistas de arte por especialistas de todo el mundo— sobre la cuestión de si el arte debía verse afectado por la guerra, cuándo y cómo debía protegerse, y si siempre debía permanecer en su lugar de origen. La discusión prosiguió una vez iniciada la contienda, la primera guerra en la que los dos bandos habían declarado, al menos, que los monumentos debían preservarse, aunque el precio a pagar por ello fuera la pérdida de ventaja militar, y que el saqueo de obras de arte no debía darse en ningún caso.
Cuando Alemania conquistó Francia y Bélgica en los primeros días del conflicto armado, se asignó a dos oficiales especializados en conservación de patrimonio la misión de supervisar las obras de arte y los monumentos durante la ocupación alemana. El doctor Paul Clemen, profesor de la Universidad de Bonn, fue nombrado guardián de monumentos en Francia y Bélgica por el alto mando alemán. Su colega, el doctor Otto von Falke, director del Museo de Arte Industrial de Berlín, se convirtió en comisionado de arte de la administración civil alemana en Bélgica. La misión de ambos consistía no sólo en evitar daños en las obras de arte, sino también su traslado.
Clemen, nacido en Leipzig, había iniciado su carrera en Estrasburgo, donde se doctoró con una tesis sobre los retratos de Carlomagno. Fue nombrado provinzialkonservator de la región de Renania, y en el desempeño de sus funciones era responsable de catalogar y conservar obras de arte y monumentos. El curso académico 1907-1908 lo pasó en Harvard como profesor visitante, antes de regresar a su cátedra de Bonn.
Clemen dedicó gran parte de su misión, en 1914, a redactar informes oficiales sobre el estado de los monumentos bajo su jurisdicción. En diciembre de ese año publicó un artículo en la International Monthly Review of Science and the Arts titulado: «La protección de los monumentos y el arte durante la guerra». El artículo se convirtió en libro en 1919 y suscitó respuestas escritas de diversos frentes, que en todos los casos expresaban el apoyo a ese nuevo concepto y política según los cuales las obras de arte de las zonas en conflicto debían ser protegidas. Que el arte quedara a resguardo era algo que, por vez primera, se daba por descontado. El debate se suscitaba, más bien, a la hora de determinar si todos los bandos tomaban todas las medidas posibles para asegurar la protección de las obras. Clemen, por su parte, estaba decidido a proteger aquellas que se encontraban en Bélgica, el territorio que le había sido encomendado.
Clemen fue un héroe de la conservación, y su obra se distinguió de la de muchos otros compatriotas suyos durante las dos guerras mundiales. Su impresionante legado fue la extensa lista que elaboró sobre arte y monumentos en Renania mientras, durante cuarenta y seis años, ejerció de editor jefe de una publicación llamada Die Kunstdenkmäler der Rheinprovinz (Monumentos de Renania). La mayoría de las obras catalogadas había sufrido graves daños durante la Segunda Guerra Mundial o habían sido destruidas. El obituario de Clemen se publicó en una revista estadounidense, que glosaba elogiosamente su obra en Bélgica durante la ocupación del ejército alemán: «Lejos de despojar el país ocupado de sus objetos artísticos, esa comisión se propuso catalogar y fotografiar los monumentos belgas». Clemen fue una de las pocas figuras públicas con poder durante la Primera Guerra Mundial cuyos actos estuvieron a la altura de los mínimos expresados por la prensa escrita y las publicaciones especializadas. Ironías del destino, su hogar, en el que conservaba una gran biblioteca de ejemplares y manuscritos raros, resultó destruido por un bombardeo aéreo en 1944.
Durante la Primera Guerra Mundial, el arte proporcionaba una lente a través de la que ventilar cuestiones sociopolíticas candentes. Cuando los bombarderos franceses sobrevolaron Alsacia, la prensa alemana expresó su temor por la integridad de la obra maestra de Matthias Grünewald, El retablo de Isenheim, que albergaba el monasterio de Colmar. El tema candente que subyacía era el control de Alsacia, región que sólo recientemente había pasado de ser territorio francés a integrarse a Alemania, y que rivalizaba con Bélgica por el título de maltrecho campo de batalla de las superpotencias europeas.
Uno de los mayores temores de Alemania era el saqueo de su patrimonio cultural por parte de los rusos, temor que se vería confirmado hasta extremos aterradores al término de la Segunda Guerra Mundial. En aquella época existía la tendencia, por parte de Alemania, de atribuir a los rusos barbaridades de las que podían ser o no culpables.
Un incidente en particular puso en guardia a los alemanes. En otoño de 1914, el ejército ruso se apoderó del contenido del Museo Ossolinski de Lemberg, y trasladó su contenido a San Petersburgo. El museo quedaba del lado ruso de la nueva frontera con el Imperio alemán. Los rusos aseguraban que habían trasladado las obras de arte para protegerlas de futuros conflictos. Los alemanes consideraron que se trataba de un saqueo. Las cifras de los objetos confiscados de ese único museo resultaban sobrecogedoras:
Esos tesoros polacos jamás regresaron.
La opinión mayoritaria en esa época era que el arte merecía una mayor protección frente a los daños de la guerra que los seres humanos. En ese debate, franceses y belgas declararon que sus soldados no debían poner en peligro ningún edificio histórico, aunque el enemigo se ocultara en su interior o tras él, independientemente de la ventaja militar o la pérdida de vidas humanas que la decisión comportara. En todos sus escritos competían por asumir el papel de protectores del patrimonio cultural durante la Primera Guerra Mundial.
En un número de la respetada revista de arte Die Kunst, el especialista Georg Swarzenski, director del Museo de Arte de Frankfurt, que desde 1939 —tras escapar de la Alemania nazi— y hasta 1957 fue director del Museo de Bellas Artes de Boston, escribía:
El sentimiento popular debe declarar y declarará que no hemos sacrificado la vida y la propiedad para acumular más posesiones artísticas. El daño causado por la guerra, los valores que destruye, son tan grandes que no debemos considerar siquiera una fracción de esos valores espirituales como indemnización. [Hacerlo implicaría que] el propósito de la guerra no era la seguridad y el fortalecimiento de la vida económica y política del propio país, sino el debilitamiento y la destrucción de la existencia espiritual y cultural del enemigo. Esa meta, que conduciría al empobrecimiento de la humanidad, no es, tal vez, aceptable, para ninguno de los países en guerra, y desde luego no lo es para el Imperio alemán.
Aquello sonaba muy bien, pero en el fragor de las batallas, ¿las acciones de Alemania estarían a la altura de aquellas palabras bienintencionadas que proliferaban en la prensa y en las revistas especializadas? Todas las guerras implican bajas, sean fortuitas o no. Pero sólo en contadas ocasiones se habían producido daños colaterales durante las batallas antes de la Primera Guerra Mundial. Durante la reclamación de Florencia por parte de los Medici en 1512, Miguel Ángel se dedicó a buscar como un loco colchones con los que proteger los maravillosos frescos de San Miniato del Monte, que veía peligrar a causa de las vibraciones causadas por un cañón emplazado en el campanario de la iglesia y que tenía la misión de bombardear la ciudad. La Acrópolis de Atenas resultó dañada por una explosión durante un bombardeo lanzado por Venecia en 1687, que se vio agravado por el hecho de que las fuerzas otomanas ocupantes usaban el templo como polvorín. Con todo, dejando de lado excepciones notables, los monumentos históricos no habían sufrido daños accidentales subsidiarios en las contiendas pasadas. O bien el arte se convertía en objetivo manifiesto de destrucción, o bien se dejaba intacto.
Pero esa guerra era distinta. Los avances en la capacidad militar implicaban nuevas amenazas para los monumentos y los edificios históricos. La nueva artillería, el uso de aviones y las escaramuzas que se extendían por todo el territorio europeo, y que no se veían restringidos a los campos de batalla y las murallas de las ciudades asediadas, implicaban que los edificios históricos quedaran expuestos a los soldados, y que los errores en el lanzamiento de bombas y artillería causaran bajas culturales no intencionadas. Un ejemplo temprano de ello fue la destrucción, en 1914, de la ciudad belga de Lovaina, incluida la importantísima biblioteca de su universidad.
En efecto, entre el 25 y el 30 de agosto de ese año, la pequeña ciudad que se halla a medio camino entre Bruselas y Lieja quedó destruida casi por completo. Lo trágico del caso fue que Lovaina se había rendido al Primer Regimiento alemán el 19 de agosto. La ciudad seguía intacta seis días después de haber aceptado pacíficamente la ocupación cuando el ejército alemán fue atacado por una fuerza de apoyo belga llegada desde Amberes, en las inmediaciones de la ciudad. Las unidades del ejército se retiraron a Lovaina, causando el pánico entre los otros soldados de la ciudad, que sucumbió al rumor de que los Aliados estaban lanzando un ataque a gran escala. Cuando los alemanes se dieron cuenta de que ello no era así, los dirigentes de las fuerzas ocupantes llegaron a la conclusión de que sus soldados habían sido engañados por la población local. En represalia, saquearon y prendieron fuego a Lovaina durante cinco días consecutivos. Cientos de ciudadanos fueron ejecutados, y la biblioteca de la universidad, llena de manuscritos antiguos, así como la catedral de San Pedro y más de una quinta parte de todos los edificios de la ciudad quedaron destruidos. El ejército germánico vio en el saqueo y la destrucción de Lovaina una herramienta útil para intimidar al resto de Bélgica y lograr su rápida rendición.
El incidente horrorizó al mundo, y avivó los temores que todo aquel diálogo entre conservadores de bien había intentado apaciguar. Los titulares de todo el mundo lograron unificar la opinión pública contra la barbarie alemana y propagaron el temor a un nuevo terremoto artístico como el napoleónico por el resto de Europa.
Para disculpar la destrucción de la biblioteca de Lovaina, la Kunstchronik, otra revista de arte alemana seguida internacionalmente, escribió: «Una confianza implícita puede ponerse en los mandos de nuestro ejército, que jamás olvidará su deber para con la civilización, ni siquiera en el fragor de la batalla. Y, sin embargo, incluso ese deber tiene sus límites. Deben hacerse todos los sacrificios posibles para preservar el valioso legado del pasado. Pero cuando lo que está en juego es el todo, su protección no puede garantizarse». La Primera Guerra Mundial terminó con un tercio de la población europea. Cuando las estrategias de los generales tenían tan poco en cuenta las vidas de los soldados, parece irónico que se gastara tanta tinta en exigir la protección de obras de arte. Y, sin embargo, éste se veía como la herencia eterna de toda civilización. Había sobrevivido, sobreviviría, debía sobrevivir a todo ser humano que participara en la guerra.
Durante los primeros años de la Gran Guerra se afianzó la teoría de que la contienda era cosa de armas y ejércitos, y de que los monumentos y las obras de arte debían protegerse del conflicto. El artículo 27 de la Convención de La Haya, promulgada en 1907, declara que:
En asedios y bombardeos deben adoptarse todas las precauciones posibles para salvar los edificios dedicados al culto religioso, el arte, la educación o el bienestar social, así como los monumentos históricos, los hospitales y los puntos de concentración de enfermos y heridos, siempre que no se usen simultáneamente para propósitos militares. Es deber de los asediados marcar esos edificios y puntos de concentración con elementos visibles, que deben ser conocidos de antemano por el ejército asediador.
Sin embargo, con el avance de la guerra, la optimista ideología de la preservación, cuyo cumplimiento se reveló cada vez más difícil, cayó derrotada. En el fragor de la batalla, las bajas aumentaban y los monumentos caían. Lovaina fue sólo la primera víctima.
Tras el estallido de la guerra, a pesar del diálogo de los partidarios de la conservación en las publicaciones especializadas, existía el temor justificado de que el ejército alemán estuviera dispuesto a destruir obras de arte y monumentos si ello les reportaba beneficios estratégicos. En aquellos primeros días del conflicto armado, las reglas del compromiso, si es que debían establecerse, todavía eran desconocidas. Pero el ejército alemán no sólo había saqueado en Lovaina, sino también en Malinas, creando un rasero inicial de destrucción a pesar de los artículos publicados en un sentido contrario.
Cuando las primeras balas de la Primera Guerra Mundial surcaron el aire, los doce paneles de El retablo de Gante se encontraban diseminados. Pero el loco periplo de la obra maestra de Van Eyck no había hecho más que empezar.
Tras la invasión alemana a Bélgica, los funcionarios de Gante y Bruselas temieron que sus respectivos paneles del retablo se convirtieran en blancos. Y no era para menos, pues el Museo Kaiser Friedrich de Berlín ya poseía los laterales, gracias al oportunismo del vicario general Le Surre, que había ejercido con nocturnidad, y a las transacciones posteriores. Para los alemanes imperialistas, apoderarse de las piezas que todavía quedaban en Bélgica y exhibir, completa, en su capital, una de las obras maestras de la pintura universal, no entrañaba la menor dificultad.
Un héroe inesperado se significó para proteger el retablo durante la Gran Guerra: el canónigo Gabriel van den Gheyn, de la catedral de Gante. Además de sus deberes eclesiásticos, Van den Gheyn era el custodio de los tesoros del templo. Se trataba de un cargo que le venía como anillo al dedo, pues su verdadera pasión era la arqueología. Cuando le preguntaban a qué se dedicaba, siempre respondía, en primer lugar, que era arqueólogo e historiador, y sólo después explicaba que era canónigo.
Gabriel van den Gheyn tenía una cara de niño acentuada por el peinado, muy corto arriba y en los lados, lo que le confería el aspecto de un vendedor callejero de periódicos encerrado en el físico corpulento de un adulto. Su entusiasmo contagioso por la historia, el arte y, en particular, el misticismo católico, se manifestaba a pesar de la expresión de su mirada, más triste y más sabia de lo que su edad dejaba traslucir. El joven religioso acabaría representando un papel protagonista en la historia de El retablo de Gante en las dos guerras mundiales, así como en el robo infame de uno de los paneles ocurrido en 1934. Pero, por el momento, la mayor preocupación la constituía la integridad del retablo ante el rápido avance del ejército alemán en los inicios de la Gran Guerra.
Intranquilo por lo que pudiera ocurrir con los paneles centrales, el canónigo Van der Gheyn se reunió con el obispo y el burgomaestre —el magistrado principal de Gante— para consensuar un plan de acción. De imponente porte, rubicundo, casi rubensiano, al burgomaestre y barón Emile Braun sus conciudadanos lo apodaban cariñosamente «Miele Zoetekoeke», es decir, «Pastel Dulce». Émile-Jan Seghers, por su parte, era el vigésimo sexto obispo de la diócesis de Gante. Listo y astuto, el representante de la autoridad eclesiástica estaba dispuesto a escuchar el plan del canónigo, e incluso a poner en peligro su vida para proteger los tesoros de su iglesia. Esperar la llegada de los alemanes sin hacer nada era inaceptable. Los tres hombres decidieron que La Adoración del Cordero Místico debía ser sacada a escondidas de la ciudad y ocultada hasta el fin de la guerra.
Pero había poco tiempo. El avance alemán había sido tan rápido que el ejército podía llegar en cualquier momento. También existía el temor a las repercusiones una vez que los alemanes descubrieran que el trofeo de la ciudad de Gante les era negado. Estaban tan seguros de que éstos recurrirían a la tortura y a la destrucción arbitraria como venganza por no poder apoderarse del tesoro que buscaban, que el burgomaestre se negaba a emprender ninguna acción. Era mejor entregar intacta La Adoración del Cordero Místico y apaciguar así al dragón alemán que arriesgarse a la muerte y la destrucción como represalia por intentar esconderlo. El obispo Seghers se mostraba dividido. Sólo el canónigo Van den Gheyn creía que El Cordero podía, y debía, ser salvado.
Existían razones patrióticas y simbólicas para preservar el tesoro nacional belga, más allá de cualquier consideración artística. El retablo de Gante era, desde hacía tiempo, un símbolo de las más altas cotas artísticas de la cultura belga, el punto de apoyo de su patrimonio. En tiempos de guerra, aquel tesoro pasaba a ser estandarte de batalla y se convertía, para Bélgica, en lo que el David de Miguel Ángel podría ser para Italia, La libertad guiando al Pueblo, de Delacroix, para Francia, y la Puerta de Brandemburgo para Alemania. Si caía en manos enemigas, la impotencia del país para defenderse quedaría a la vista de todos. Su estandarte desaparecería.
El canónigo creía que El Cordero debía ser defendido. Y lo que le faltara de fuerza lo compensaría con astucia. Convenció al obispo Seghers para que, como mínimo, se comprometiera a brindarle ayuda pasiva en la ocultación del retablo. La condición era que el obispo no debía conocer en ningún momento los detalles de la operación, pues sin duda sería el primero en ser interrogado.
Una vez quedó claro que el burgomaestre de Gante no participaría en la operación, el canónigo recurrió a uno de los ministros del gobierno belga, cuyo nombre ha permanecido en secreto. Dicho ministro se mostró de acuerdo en que La Adoración del Cordero Místico debía ser protegida. Pero ¿qué podía hacer él? Ya era demasiado tarde, y enviar el retablo al extranjero resultaría demasiado peligroso.
Van den Gheyn tenía un plan. A la hora del almuerzo, mientras la catedral permanecía cerrada, él y cuatro residentes se llevaron los paneles del archivo de San Bavón y los introdujeron en el palacio episcopal, situado en un edificio anexo. Los nombres de aquellos cuatro amigos, cuya ayuda resultó tan esencial, no se han conservado —el heroísmo en tiempos de guerra suele cubrirse de un velo de anonimato—. Lo turbulento de la época, el miedo y la confusión ante la inminente ocupación alemana, sumados al hecho de que los paneles llevaran tiempo almacenados en los archivos, llevaron a que transcurrieran varios días hasta que el personal de la catedral se percatara de la desaparición de La Adoración del Cordero Místico. El pánico se apoderó brevemente de los trabajadores, que temieron que la obra ya hubiera sido expoliada. El canónigo les aseguró que se encontraba a buen recaudo, e inventó la mentira piadosa de que había sido trasladada al extranjero para mayor seguridad. Con ello pretendía proteger al personal ante los posibles interrogatorios a que serían sometidos.
¿Cómo sacar el retablo del palacio episcopal y trasladarlo fuera de la ciudad? El religioso y sus colegas prepararon cuatro grandes cajones de madera en los que transportar sus piezas. Éstos debían entrar desmontados en la sede episcopal y armados in situ, para no despertar sospechas. La dificultad de camuflar unas cajas lo bastante grandes como para que en ellas cupiera el retablo, por más que fuera desmontado en paneles, más manejables, no ha de obviarse. Aquellos hombres debieron de sentir los ojos de la ciudad entera clavados en ellos. Si alguien descubría que unas cajas entraban en el palacio episcopal, deduciría que El Cordero se encontraba oculto en ellas, y la operación habría fracasado.
Por la noche, en la residencia del obispo, alumbrados tenuemente por una única lámpara, limpiaron el retablo de polvo y humedad, lo envolvieron en mantas y lo sellaron en los cajones. Pero ¿cómo iban a mover aquellos cuatro armatostes que contenían una pintura del tamaño de un cobertizo y del peso de un elefante? El canónigo tenía una idea.
En aquella época era habitual que los vendedores ambulantes recorrieran la ciudad ofreciendo mercancías diversas en carros tirados por caballos. Desde aquella especie de mercadillos ambulantes, sobre ruedas, se dedicaban a pregonar sus productos, tanto nuevos como usados, que iban desde el menaje del hogar hasta la ropa, y desde las mantas hasta las alfombras, pasando por herraduras para caballos. Nada podía resultar sospechoso en un carro abierto traqueteando por la ciudad.
Así pues, el canónigo consiguió una de aquellas carretas de venta ya cargada con toda clase de mercancías. El 31 de agosto de 1914, sus amigos cruzaron con ella la ciudad de calles adoquinadas entre el tintinear de los objetos que transportaba. Introdujeron el vehículo en el patio de la residencia del obispo y cerraron la verja. Actuaban con cautela, protegidos por la penumbra de la noche, intentando no hacer ruido, y de ese modo fueron descargando la quincalla de la que iba cargado: sartenes y cazos, alfombras y pies de lámpara, escobas y hoces, libros y bridas. Después arrastraron los cuatro cajones de madera hasta el fondo del carro vacío y volvieron a cargarlo con los mismos objetos: primero extendieron las alfombras, después apilaron a conciencia el resto de los utensilios para que todo pareciera dispuesto de cualquier manera.
Completada la operación de camuflaje, abrieron la verja del patio y cruzaron la ciudad. Si alguien los hubiera observado habría pensado, simplemente, que los empleados del obispado habían realizado una compra vespertina del quincallero local. Las herraduras del caballo repicaban contra los adoquines, y la carreta dejó atrás la estación de ferrocarril y se detuvo dos veces en sendas casas particulares de las inmediaciones. En cada una de ellas descargaron dos cajones con sumo cuidado, y los ocultaron en el interior de aquellas residencias, protegidos entre sus paredes, bajo los tablones de sus suelos de madera.
Por el momento, La Adoración del Cordero Místico estaba a salvo. Aunque no por mucho tiempo.
El canónigo y el obispo sabían que tarde o temprano los interrogarían sobre el paradero del retablo. Si, como pretendían, querían que les creyeran cuando dijeran que éste había sido enviado al extranjero, tendrían que presentar pruebas. El ministro del gobierno les proporcionó la documentación necesaria: envió una carta al canónigo Van den Gheyn con membrete del Ministerio de Ciencia y Bellas Artes, firmado por el ministro correspondiente. No incluía texto alguno, y el eclesiástico podía añadir lo que considerara necesario en el caso que los ocupaba. Éste mecanografió una carta en la que se exponía que el canónigo de San Bavón había recibido la orden de entregar La Adoración del Cordero Místico de Jan van Eyck a un delegado ministerial que, a su vez, enviaría la pintura a Inglaterra para su mejor conservación hasta el fin del conflicto armado.
Aquello parecía plausible, pues otros tesoros belgas ya habían sido enviados a Inglaterra. Numerosas obras de arte de importancia procedentes de otros lugares de Europa eran trasladadas desde sus ubicaciones habituales hasta lugares considerados más alejados de la línea de fuego. Los ataques aéreos austríacos aceleraron el traslado a Roma, en 1918, de muchas de las piezas artísticas diseminadas por el norte de Italia. Las estatuas ecuestres de Bartolomeo Colleoni, obra de Verrocchio, que se exhibían en Venecia, y la de Gattamelata, esculpida por Donatello, que se encontraba en Padua, viajaron hacia el sur, lo mismo que la Cuadriga, los cuatro caballos de bronce que coronaban el balcón de la catedral de San Marcos, también en Venecia, y cuya odisea de traslados causados por guerras y saqueos compite con la de El retablo de Gante. Así pues, la historia inventada por el canónigo resultaba verosímil. Tras estampar en lo alto una fecha anterior a la real, dio por completada aquella falsificación oficial.
Cuando el ejército alemán entró en Gante, de inmediato se iniciaron unas indagaciones discretas sobre la localización del retablo. Las conversaciones iniciales mantenidas con Van den Gheyn se plantearon en términos de preocupación por la integridad de la obra. Tal vez con poco tacto, se mencionó la devastación sufrida en Lovaina como argumento a favor de que los alemanes conocieran la nueva ubicación de La Adoración. Los invasores insistían en que su intención era velar por su seguridad; si ignoraban su paradero, el retablo podía ser bombardeado sin querer.
El canónigo les mostró la carta falsificada del ministerio en el transcurso de la primera entrevista que mantuvo con los alemanes. Cuando éstos la leyeron, no se molestaron en reprimir las carcajadas. De todos los planes absurdos para salvaguardar las obras de arte, ¿podía existir otro peor que el de enviarlas a los ingleses, que sin duda no se las devolverían jamás? En eso los alemanes tenían razón: Inglaterra, recurriendo a una variedad de métodos que iban desde lo legítimo a lo irregular, habían logrado reunir y mantener una cantidad de piezas importantes que no eran suyas. La adquisición, en 1816, de los frisos del Partenón por parte de lord Elgin, que los compró a unos turcos hostiles que ocupaban Atenas, todavía estaba muy viva en la memoria colectiva. Cuando Grecia recuperó la soberanía de su capital y, primero amistosamente, y después ya no tanto, solicitó la devolución de sus tesoros nacionales, Inglaterra se negó a ello. Los relieves habían sido comprados legítimamente, aunque, eso sí, al gobierno de una potencia extranjera conquistadora. Los frisos del Partenón siguen exhibiéndose en el Museo Británico de Londres en la actualidad, y es muy poco probable que sean devueltos algún día.
Una vez que las risotadas se apagaron, quedó claro que los alemanes no se daban por satisfechos. Preguntaron con creciente insistencia por el nombre del delegado ministerial que se había llevado La Adoración, y quisieron saber cómo se había efectuado el traslado. ¿No les había entregado el delegado ningún recibo escrito? Van den Gheyn respondía una y otra vez que no estaba autorizado para revelar aquella información.
El canónigo, el obispo, el burgomaestre y el personal de la catedral fueron interrogados en diversas ocasiones. Los empleados del templo sabían sólo lo que el religioso les había contado —que La Adoración había sido trasladada a Inglaterra—. El burgomaestre lo desconocía todo más allá de su conversación inicial, preventiva, con el obispo y el canónigo, durante la que habían llegado a la conclusión de que no debían hacer nada. El obispo se había mantenido deliberadamente desinformado de los detalles, para no tener que mentir. Y el canónigo guardaba silencio.
En enero de 1915 llegaron órdenes desde Berlín exigiendo un certificado del obispo en el que declarara que los alemanes no habían robado El retablo de Gante. Circulaban rumores de que éste no se encontraba en la ciudad. La suposición general era que los alemanes se lo habían llevado para unirlo a los paneles laterales, que llevaban ya tiempo en el Museo Kaiser Friedrich de Berlín. Una revista italiana había publicado un informe sobre el caso en diciembre de 1914. Europa estaba indignada. A Alemania no le interesaba lo más mínimo que la acusaran de confiscar obras de arte, y menos en ese caso concreto en que, además, era inocente.
Y no es que no hubiera intentado apoderarse de él. A juzgar por el entusiasmo con que interrogaron al canónigo y al personal de la catedral, no hay duda de que los alemanes se hubieran llevado el retablo de haberlo hallado, a su llegada, en la catedral de San Bavón. Con todo, lo cierto es que no se llevaron los paneles de Adán y Eva alojados en Bruselas. Es posible que los alemanes pensaran que si no lograban encontrar la pieza central de El retablo de Gante, no tuviera sentido perder el tiempo y ganarse mala reputación llevándose los laterales.
Todo ello enmarcó la publicación de un artículo que escandalizó a académicos de la comunidad internacional. A principios de 1915, en la revista Die Kunst, el historiador del arte Emil Shäffer planteó la pregunta: «¿Debemos llevarnos pinturas de Bélgica para exponerlas en las galerías alemanas?». En el artículo se sugería que había llegado el momento de reunir las piezas desperdigadas de La Adoración del Cordero Místico. Sin andarse con rodeos, Schäffer escribía: «Las mejores obras capturadas como botín de guerra en Bélgica deberían ser entregadas a las galerías alemanas». Los paneles laterales ya se encontraban en Berlín. Bélgica era un país ocupado. ¿Por qué no llevarse las piezas que quedaban en Bruselas y en Gante para mostrar unida, una vez más, la obra maestra en Berlín?
Las respuestas llegaron de especialistas de todo el mundo, y en ellas se condenaba lo expuesto en el artículo y la mera idea de despojar a un país conquistado de su tesoro nacional. El saqueo napoleónico era el caso más citado como ejemplo de un horror que no debía repetirse. Las respuestas alemanas publicadas expresaban también la indignación universal ante la idea. Wilhelm von Bode —con sus gafas, su bigote que corría paralelo a la mandíbula y su aspecto imponente— era, en aquella época, la figura más conocida internacionalmente del mundo del arte, y máximo exponente de la teoría del arte alemana y sus políticas. Él también publicó su respuesta: «Estoy convencido de que todos los países civilizados deberían conservar intactas sus propias creaciones, así como todos aquellos bienes artísticos que legítimamente les correspondan; y de que los mismos principios de protección deberían ejercerse tanto en territorio enemigo como en casa». Pero no estaba claro que las operaciones reales estuvieran a la altura de aquel sentimiento virtuoso expresado públicamente. En Gante, al calor de la guerra, el interés demostrado por los alemanes en la localización de La Adoración dejaba entrever que su captura era una seria probabilidad.
Los italianos expresaron más acusaciones, sobre todo contra Bode, que fue director general de los museos de Prusia entre 1905 y 1920, entre ellos el Kaiser Friedrich. Bode se sintió obligado a salir al paso de los ataques, y su respuesta se publicó en un periódico de Turín: «La afirmación según la cual he confeccionado una lista de obras de arte que han de ser consideradas botín de guerra es ridícula hasta la farsa». ¿Respondían aquellas acusaciones sólo al temor paranoico de que el hábito del saqueo, que durante milenios había gozado de buena salud, volviera a surgir a pesar del clima de cambio que se respiraba? ¿O era el discurso académico pura imaginación?
En el verano de 1915, el comisario alemán encargado del arte belga, el doctor Otto von Falke, realizó una declaración pública en nombre del gobierno imperial de Alemania, en la que afirmaba que ni una sola obra de arte había sido trasladada desde Bélgica, ni iba a serlo. Las órdenes militares alemanas para la protección de las obras de arte y el patrimonio histórico eran estrictas y claras.
A pesar de ello, en Malinas ya había sucedido lo que Von Falke negaba. ¿Estaba mintiendo o se trataba más bien de un cruce de informaciones?
Gracias a aquellas acusaciones y defensas, el canónigo Van den Gheyn gozó de un breve respiro, pues las reuniones para abordar la cuestión de La Adoración del Cordero Místico cesaron temporalmente. Con todo, el período de calma terminó con la llegada a Gante de dos historiadores del arte alemanes dispuestos a representar el papel de policía bueno y a velar por la integridad del retablo. Si el ejército alemán ignoraba el paradero de la pintura, podía destruirla sin querer. Aquellos historiadores del arte no lo dijeron, pero parecían convencidos de que La Adoración se encontraba todavía en las inmediaciones de Gante. ¿Les había informado alguien? ¿De quién podía tratarse?
Tras aquellos dos especialistas llegó un oficial alemán bastante menos amable y bastante más directo. Hasta oídos de los alemanes había llegado la historia de la carreta que se había llevado a escondidas el retablo. Así pues, ¿alguien los había visto? ¿Había hablado alguno de los amigos del canónigo? No podía tratarse de eso, pues de ser así los alemanes ya se habrían apoderado de los paneles. ¿Qué había sucedido?
El oficial mostró sus cartas y admitió que existían tres teorías sobre el paradero de La Adoración del Cordero Místico: 1) estaba escondido en Gante; 2) había sido trasladado a Inglaterra; y 3) se encontraba cargado en un buque, en el puerto de El Havre, donde el gobierno belga se había refugiado. El canónigo se encogió de hombros. Sólo el ministro de Cultura de Bélgica conocía la ubicación exacta del retablo. ¿Por qué no se lo preguntaba a él? Por supuesto, Van den Gheyn sabía que el ministro se hallaba sano y salvo en El Havre, fuera del alcance de los interrogatorios. El canónigo debió de sonreír para sus adentros: lo que el oficial no sabía era que El retablo de Gante se encontraba oculto a unos pocos centenares de metros de donde se hallaban.
Los alemanes empezaban a perder la paciencia. El 18 de octubre de 1915 el obispo de Gante recibió una carta del inspector general de caballería del ejército alemán escrita en términos conminatorios en la que amenazaba con serias repercusiones y exigía conocer el paradero de La Adoración. El obispo respondió con total sinceridad. No tenía la menor idea.
Después de aquello siguió otro período de calma. Los avatares de la guerra acaparaban la atención y la desviaban del paradero del retablo oculto. Van den Gheyn empezaba a creer que el problema había desaparecido. Transcurrió un año y medio sin más incidentes.
Pero en mayo de 1917 alguien llamó a la puerta de la residencia del obispo. Dos civiles alemanes solicitaban permiso para fotografiar varias pinturas importantes pertenecientes a la colección de la catedral, entre ellas el retablo. Actuaban como si no supieran que los paneles no se encontraban expuestos a unos pocos metros de allí, como si desconocieran todas las pesquisas sobre su paradero llevadas a cabo por los oficiales del ejército alemán. El obispo los remitió al canónigo, o al ministro belga. Quedaba claro que aquello había sido una especie de prueba para ver si el tiempo transcurrido les había hecho bajar la guardia. Pero una vez vieron que su ardid era descubierto, los civiles alemanes le revelaron que sabían que El retablo de Gante se encontraba en las inmediaciones.
Diez días después regresaron con escolta armada y registraron el palacio episcopal. Golpearon las paredes en busca de espacios huecos. Comprobaron los tablones sueltos del suelo. Pero no encontraron nada. El retablo había sido trasladado hacía casi tres años. ¿Por qué buscaban en el palacio, si, según declaraciones de otros alemanes, sabían que el retablo había salido de allí en un carro de mercancías? Los buscadores parecían desorganizados.
Y entonces surgió un nuevo peligro. Los alemanes empezaron a requisar residencias privadas para usarlas como cuarteles. Las confiscaciones iban en aumento, y cada vez eran más los domicilios particulares intervenidos, que seguían una línea que se aproximaba a la primera de las dos casas en las que se ocultaba La Adoración del Cordero Místico. Si alguna de ellas quedaba ocupada por las tropas alemanas, era casi seguro que acabarían encontrando los paneles.
El 4 de febrero de 1918 el canónigo y los cuatro mismos ciudadanos trasladaron una vez más el retablo a una nueva ubicación, situada más al norte: la iglesia de San Esteban, de la orden de los agustinos. Se desconoce si recurrieron una vez más a un carro de mercancías o si se les ocurrió alguna otra estrategia para transportarlo. En tanto que iglesia, era improbable que San Esteban fuera a ser confiscada, y buscaron un buen escondrijo en su interior: retiraron un confesonario de la pared, colocaron los paneles verticalmente, apoyados en ella, y lo devolvieron a su sitio.
Aquél sería el último movimiento al que someterían al retablo. Ya no habría más preguntas. La guerra se acercaba a su fin, y existían pocas dudas sobre el resultado. Los alemanes ya no podían permitirse el lujo de buscar un tesoro oculto.
Pero la inminente derrota puso al descubierto que todo aquello de la conservación de obras de arte y edificios históricos no era más que fachada. Semanas antes del armisticio, los alemanes anunciaron públicamente que harían estallar toda la ciudad de Gante en su retirada.
Ahora, el canónigo Van den Gheyn estaba dividido: ¿debía revelar, finalmente, cuál era el paradero de La Adoración del Cordero Místico? Prefería que cayera en manos enemigas a que resultara destruido para siempre. ¿O acaso debía poner en peligro su propia vida para intentar trasladarlo una vez más, llevárselo de Gante, ahora que la guerra se acercaba a su fi n? Aunque llevaba ya varias noches sin dormir, no lograba decidirse.
En realidad, fue la historia la que decidió por él. Los alemanes se retiraron dejando la ciudad intacta. El retablo de Gante se había salvado. El 11 de noviembre de 1918 la contienda terminó.
Gracias a la gran valentía y la astucia del canónigo Van den Gheyn, el tesoro nacional de Bélgica permaneció en la ciudad en la que había sido creado mientras duró el largo y espantoso conflicto bélico, a pesar de los incontables interrogatorios y de que en más de una ocasión estuvieran a punto de dar con su paradero, superando todas aquellas maniobras nocturnas y ocultaciones secretas. Nueve días después del armisticio, los paneles salieron de su escondite y se expusieron una vez más en la catedral de San Bavón.
En las semanas que siguieron al armisticio, en el bando alemán existía la preocupación de que el tratado de paz incluyera no sólo reparaciones económicas, sino también la entrega de obras de arte alemanas. El precedente lo había establecido Napoleón, cuyo precio para el cese de las hostilidades incluía siempre un pago posterior en piezas artísticas. Abundando en los temores alemanes, un artículo publicado en el periódico francés Lectures pour Tous en agosto de 1918 enumeraba las obras de arte exhibidas en museos alemanes que el imperio derrotado tendría que entregar en pago a Francia, a modo de indemnización por una «guerra infligida caprichosamente».
La lista se dividía en dos categorías: el primer grupo incorporaba las obras que habían de ser entregadas según criterios históricos, entre ellas todo lo robado por Napoleón y repatriado tras su derrota de 1815, así como los trofeos robados por los franceses durante la guerra franco-prusiana. Para el autor francés del artículo, todo lo que cualquier francés hubiera robado debía considerarse propiedad legítima de Francia.
El segundo grupo de obras de arte correspondía, simplemente, a su deseo de historiador de arte de poseer las piezas más importantes y hermosas de las colecciones alemanas. El autor no aportaba la menor argumentación a su favor, por endeble que fuera. Colonia debía ofrecer su gran patrimonio en arte medieval. Dresde contaba con algunas pinturas magníficas de Poussin, Rubens y Claude Lorrain. En Berlín y Múnich se acumulaban demasiadas obras de arte de maestros franceses, y debían entregarlas todas. Y, ya puestos, que enviaran también sus colecciones italianas, y las mejores obras maestras alemanas. Aquel artículo sólo podía haber sido escrito para meter el dedo en la llaga, para inspirar temor en una Alemania que hasta hacía muy poco había resultado temible.
Una vez más se daban las condiciones para que El retablo de Gante —reclamado con tanto descaro en aquel artículo publicado por Die Kunst en 1915, y que tantas críticas había suscitado— volviera a unir todas sus piezas. Aunque en esa ocasión era Berlín la que debería ceder las suyas. La reunificación tendría lugar en la ciudad que había visto nacer a la pintura.
La Adoración del Cordero Místico regresaba a casa.
Los términos del alto el fuego se concretaron poco antes de la firma del acuerdo de paz, en 1918. El artículo 19 del Tratado de Versalles materializó los temores alimentados por el artículo aparecido en Lectures pour Tous. Los franceses pretendían recuperar toda obra de arte que hubiera estado alojada en suelo francés, aunque sólo fuera porque los franceses la hubieran robado. Durante una sesión de la comisión, el representante galo advirtió que a Alemania se le requeriría que realizara una auditoría de sus obras de arte. El país derrotado pagaría de dos maneras: garantizaría reparaciones económicas, sí, pero ese dinero provendría de la venta forzosa de su patrimonio cultural. La comisión justificaba esa decisión sobre la base de un rumor según el cual el káiser había aceptado la oferta de un grupo de marchantes de arte que incluía la comercialización de obras legítimamente robadas por los franceses antes de la guerra. Esa venta supondría un incumplimiento del artículo 19, y los alemanes serían castigados por ella.
Otro artículo francés, en esta ocasión publicado a principios de 1919 en la Revue des Deux Mondes, exigía pagos adicionales en obras de arte. En concreto, se refería al Jinete de Bamberg, la primera estatua ecuestre de la Edad Media, así como a efigies de las catedrales de Naumberg y Magdeburg. El autor no justificaba las demandas. Tal vez sentía que no eran necesarias. O quizá se tratara de una prueba: ¿hasta dónde podían llegar los vencedores para explotar la situación e incrementar sus posesiones nacionales?
Los franceses no eran los únicos oportunistas: los italianos se apoderaron de pinturas y manuscritos de Viena en el momento del cese de las hostilidades. Como encontraron poca oposición al hacerlo, a principios de 1919 concretaron otra exigencia, inmediatamente antes de la firma del tratado de paz que fijaría todas las reparaciones y limitaría el alcance de los excesos. Dicha exigencia incluía manuscritos, armaduras del Museo Militar austríaco y veintisiete de las mejores obras pictóricas de la Galería de Viena, casi todas ellas de autores italianos. En respuesta, el director de la pinacoteca, doctor E. Leisching, escribió:
Resulta difícil mantener la cabeza fría y al mismo tiempo llamar por su nombre a todo este asunto. Un mero vistazo a esa larga lista basta para que se le encoja a uno el corazón Lo que ahora está en juego es nada menos que la pérdida de obras que son la posesión espiritual de todos esos incontables miles que se creen con derecho al sentido de la belleza, a la educación, a la cultura, a una sensación de grandeza espiritual y dignidad humana que trasciende las fronteras nacionales. Son, casi exclusivamente, obras de origen nativo, y su pérdida sería profundamente sentida por toda la población, obras que se han abierto paso en los corazones y las mentes del pueblo En una palabra, [los italianos] quieren arrebatarnos, con un refinamiento cruel, lo que más nos dolería, posesiones empapadas en grado sumo de la personalidad y el espíritu de nuestra ciudad, que expresan ante el mundo entero la fama, el encanto y el alma misma de Viena.
Por más melodramático que suene, el sentimiento expresado por el doctor Leisching era sincero y sentido.
El Tratado de Versalles, firmado en 1919, estableció los términos finales y puso fin a las especulaciones y a las listas de deseos. Los artículos 245-247 se ocupaban con detalle de las obras de arte y las reparaciones para éstas. Una lectura de los mismos sirve para comprender cuál sería el destino de los paneles laterales de La Adoración del Cordero Místico.
Francia aprovechaba la oportunidad de resarcirse de las pérdidas sufridas no sólo en esa guerra, sino en la anterior. El artículo 245 abordaba las reparaciones a Francia por los objetos saqueados, también, durante la guerra franco-prusiana:
En un plazo de seis meses posterior a la entrada en vigor del presente Tratado, el gobierno alemán debe devolver al gobierno francés los trofeos, archivos, recuerdos históricos u obras de arte sacadas de Francia por las autoridades alemanas en el curso de la guerra [franco-prusiana] de los años 1870-71, así como durante esta última contienda, de acuerdo con una lista que le será comunicada por el gobierno francés; en particular, las banderas francesas tomadas en el curso de la guerra de 187 071 y todos los documentos políticos confiscados por las autoridades alemanas el 10 de octubre de 1870 en el castillo de Cerçay, cercano a Brunoy (Sena y Oise), a la sazón propiedad del señor Routher, anterior ministro de Estado.
El artículo 247 estipulaba las reparaciones por la destrucción de Lovaina, y el destino de El retablo de Gante:
Alemania se compromete a dotar a la Universidad de Lovaina, en los tres meses posteriores a la fecha en que se efectúe la solicitud y se transmita a través de la intervención de la Comisión de Reparación, de manuscritos, incunables, libros impresos, mapas y objetos de colección que se correspondan en número y valor con los que resultaron destruidos por Alemania en el incendio de la Biblioteca de Lovaina. Todos los detalles relacionados con esa sustitución serán determinados por la Comisión de Reparación.
Alemania se compromete a entregar a Bélgica, a través de la Comisión de Reparación, en un plazo de seis meses posteriores a la entrada en vigor del presente Tratado, y para permitir a Bélgica la restitución de dos grandes obras artísticas:
Las reparaciones permitirían unir las partes diseminadas de El retablo de Gante.
Otro tratado tendría importancia para el futuro del arte al término de la Primera Guerra Mundial. En efecto, el 2 de septiembre de 1919 se firmó el Tratado de Saint Germain, que se ocupaba de la disección del Imperio austro-húngaro y del destino de sus posesiones, divididas desde la guerra. El artículo 196 trataba de las temidas reparaciones en forma de obras de arte, más allá de lo que hubiera sido destruido o saqueado. ¿Cuánto castigo sobre Alemania adoptaría la forma de sangría cultural?
El tratado, en esencia, posponía para futuras negociaciones con cada país la naturaleza y constitución exactas de las posesiones austríacas escindidas, con la indicación de que los objetos sólo pudieran repartirse si «forman parte del patrimonio intelectual de los distritos cedidos», y de que dicha distribución se realizaría de acuerdo a «términos de reciprocidad». El Tratado de Saint Germain no contemplaba ninguna «liquidación a precio de saldo», lo que debió de decepcionar a algunos académicos franceses e italianos. La formulación de los artículos que lo componían parecía benévola con Austria. Su cumplimiento no lo fue tanto.
Las condiciones impuestas por el tratado no empezaron a aplicarse hasta 1921, año en que se celebró en Roma una conferencia con la participación de los Estados desmembrados del disuelto Imperio austro-húngaro. El lugar escogido para el encuentro, la antigua embajada austríaca de la capital italiana, se preparó para poner de manifiesto todo lo que Austria había perdido. Los austríacos presentes en la conferencia declararon que a Austria se le notificó cuál sería su destino sin dejar el menor resquicio a la discusión. El país y los ciudadanos de Austria serían castigados por los actos de los señores de la guerra.
El informe redactado por Austria para dejar constancia del desarrollo de las reuniones arroja luz sobre la psicología de las exigencias de reparación: «Cabe preguntarse cómo ha llegado Austria a la posición de tener que hacer frente a unas demandas tan extensas sobre sus posesiones culturales. En primer lugar se debe a la actitud del conquistador sobre el conquistado, y al deseo de llevarse de Austria lo que más valoraba de lo que le quedaba, su patrimonio cultural». La captura de obras de arte estaba pensada para humillar al vencido. Pero existía otro elemento que no pasó por alto a la delegación austríaca, un elemento de enriquecimiento nacional, que por lo general constituía la meta del invasor. En ese caso concreto, cuando quien se defendía se supiera victorioso, aplicaría las mismas sanciones: «A ello debe añadirse el fin específico de los Estados Sucesores que pretenden superar a la Viena destronada enriqueciendo sus propias instituciones, archivos y museos, y exaltando su propio estatus nacional recuperando todo lo que pueda considerarse como posesión de su propio pasado».
El informe austríaco continúa afirmando que «a esos fines destructivos se opusieron con vehemencia las grandes potencias occidentales». Como hemos visto, los «Estados Sucesores» aprovechaban una ocasión única para robar a sus antiguos amos y engordar así sus pertenencias, comparativamente minúsculas.
En un primer momento, Italia intentó imponer unas exigencias legítimas y solicitó mayores reparaciones, que retiró por completo al primer indicio de controversia. Polonia, por su parte, fue ensalzada por ser la única en no aprovecharse de la situación. Checoslovaquia exigió «demandas desorbitadas para reparar las injusticias sufridas con los Habsburgo», buscando la recompensa sin importarle que el tratado estipulara que sólo podían reclamarse los bienes del «patrimonio intelectual». Sus pretensiones fueron rechazadas de plano por la comisión. Hungría era la que más pedía, y fue la que más obtuvo. Pero las complicaciones de la negociación húngara llevaron a que se considerara necesaria la consecución de un acuerdo por separado, que se alcanzó en septiembre de 1927 y se firmó en noviembre de 1932. Finalmente, Austria entregó a Hungría 180 obras, de las cuales 18 se consideraron «de importancia sobresaliente».
Bélgica intentó sin éxito convencer al comité para que obligara a Austria a devolverle dos de sus tesoros artísticos, adquiridos legalmente por parte de colecciones austríacas: las joyas de oro que formaban parte del tesoro de la orden militar borgoñona del Toisón de Oro, orden de caballería fundada en 1430 por el patrón de Van Eyck, el duque Felipe el Bueno; y el Retablo de San Ildefonso, de Rubens.
Finalmente, el Tratado de Versalles resultó más benevolente con respecto al retorno de las obras de arte que sus precedentes históricos, sobre todo del establecido por Napoleón. Perseguía anticipar una nueva era en que las obras de arte y el patrimonio cultural se vieran excluidos de las reparaciones de guerra. Dicha política ilustrada armonizaba con el discurso académico que se dio al inicio de la Primera Guerra Mundial sobre la posición de privilegio que merecía el arte. Con la destacada excepción de los laterales de El retablo de Gante, que habían sido adquiridos de buena fe, según se decía, camino del Museo de Berlín, y de La Última Cena de Dirk Bouts, sacada de Lovaina, las únicas compensaciones artísticas estipuladas en el Tratado de Versalles tenían que ver con obras que habían resultado destruidas.
Por su parte, el Tratado de Saint Germain se redactó en unos términos igualmente razonables. A pesar de ello, algunos Estados resultantes de la desmembración del Imperio austrohúngaro quisieron explotar la situación. Pero un comité firme, al tiempo que se alineaba moralmente con aquellos Estados Sucesores, impidió que se legalizara el pillaje y tomó decisiones razonadas. Las principales potencias occidentales (Estados Unidos, Inglaterra y Francia) estaban decididas a preservar el núcleo de la cultura austríaca, que había sido desde antiguo la capital histórica y cultural de la Europa Central. Exceptuando a unos pocos franceses más vehementes, Francia fue una de las mayores defensoras de mantener la Viena de posguerra como centro cultural, una vez que los ánimos de la guerra se hubieron sosegado.
De los 440 artículos especificados en el Tratado de Versalles, ninguno escoció tanto a los alemanes como el retorno forzoso de los seis paneles laterales de La Adoración del Cordero Místico. Se trataba de unas obras que no eran robadas, o que al menos ellos no habían sustraído. Las había robado el vicario general Le Surre de su propia catedral y las había vendido, en primer lugar, al marchante de arte de Bruselas L. J. Nieuwenhuys, y después a su siguiente propietario, el coleccionista inglés Edward Solly. La fama de los paneles hacía que resultara imposible no reconocerlos. Pero cuando la colección entera de Solly fue adquirida por Prusia, había transcurrido tanto tiempo desde el primer robo que el país germánico podía justificar su acción declarándose inocente de toda complicidad en el delito. Así pues, cuando los paneles fueron donados al Museo de Berlín, todo rastro de falta era ya un recuerdo distante. Las manos de los responsables del Museo Kaiser Friedrich —al menos por lo que respectaba a los paneles de El retablo de Gante— estaban más limpias que las de la mayoría de los responsables de los grandes museos del mundo de la actualidad, en los que numerosas adquisiciones tienen un origen cuestionable.
Después del tratado, cuando el Museo Kaiser Friedrich ya había devuelto los seis paneles laterales, así como el tríptico de Dirk Bouts sacado de Lovaina, el personal de la pinacoteca encontró la manera de expresar su resentimiento. Allí donde se habían expuesto los paneles de la obra de Van Eyck, se puso una placa que rezaba: «Arrebatados a Alemania por el Tratado de Versalles».
Años después, cuando se planteaban las reparaciones por los daños infligidos durante la Segunda Guerra Mundial, se retomó el debate sobre el artículo 247. Charles de Visscher, destacado abogado belga y miembro del Tribunal Internacional de Justicia, escribió un artículo titulado «Protección internacional de las obras de arte y los monumentos históricos», que publicó el Departamento de Estado estadounidense en 1949. En él, su autor aborda la cuestión de la devolución de los paneles laterales de El retablo de Gante según el Tratado de Versalles.
La restitución requerida a Alemania no implicaba la recuperación de unas obras de arte tomadas por la fuerza o de las que se hubiera apropiado mediante tratado. El gobierno belga se abstuvo de rebatir la legitimidad de dichas transacciones. Cuando las obras regresaron a Bélgica, el ministro de Ciencia y Bellas Artes, en un discurso pronunciado con motivo de la inauguración de la exposición sobre Van Eyck y Bouts, celebrada en Bruselas, reconoció que las pinturas había sido adquiridas [por Berlín] de manera correcta. Por tanto, su cesión a Bélgica no suponía en modo alguno restitución ni recuperación en sentido estricto. En principio, se justificaba por el derecho de Bélgica de recibir compensación por las obras de arte destruidas por los ejércitos alemanes durante la guerra. En cuanto a la elección de las obras reclamadas, ésta desarrollaba la idea —según se afirmaba explícitamente en el texto— de restaurar la integridad de dos grandes obras de arte. Dado que el regreso de las obras de arte especificadas en el artículo 247 se solicitaba a Alemania en concepto de reparación, dicho regreso había de realizarse, cómo no, sin sumarle recompensa. Con todo, Alemania reclamó posteriormente haber colocado a crédito el importe total de su valor, que se establece en 11 500 000 marcos de oro, y que [Alemania] propuso descontarlos del pago anual en concepto de reparación [económica]. Dicha pretensión fue unánimemente rechazada por la Comisión de Reparación.
El regreso de los seis paneles laterales de Berlín fue triunfal, y fueron trasladados como si de un héroe de guerra herido se tratara. Se preparó un vagón de tren especial cubierto de banderas belgas para transportar las piezas. El ferrocarril se detuvo en todas las estaciones que se encontraban en el trayecto entre Berlín y Bruselas, donde las multitudes se congregaban para dar la bienvenida a aquellos laterales secuestrados y separados de su tesoro nacional, al tiempo que entonaban el himno del país y agitaban banderolas.
El retablo se exhibiría completo por primera vez desde hacía más de un siglo. Tras dos semanas expuesto junto a La Última Cena de Dirk Bouts en el Museo Real de la capital belga, todas las piezas de La Adoración del Cordero Místico regresaron en tren a Gante. Se celebraron recepciones. Varios altos cargos pronunciaron discursos ante multitudes de miles de personas. Todas las campanas de la ciudad repicaron al unísono, celebrando la integridad recobrada de la obra maestra de Van Eyck, una pintura que simbolizaba, para el pueblo belga, la supervivencia de su nación.