Apenas La Adoración del Cordero Místico regresó a la catedral tras su cautiverio en Francia, volvió a ser robado con nocturnidad. A esta sustracción seguiría otro secuestro, y la existencia nómada de la obra maestra de Van Eyck no había llegado todavía a su ecuador. En esta ocasión el ladrón sería alguien de la casa, que actuaba por encargo de un marchante de arte rico y con nulo respeto por la legalidad, que se aprovechó del caos de aquel período, arrasado por la guerra, para su beneficio personal.
El arte de Jan van Eyck alcanzó el cenit de su popularidad internacional a partir del momento en que se expuso en el Louvre. Ello desencadenó un siglo de «Van Eyck-manía» entre coleccionistas, espectadores y críticos, durante el que sus obras se vendieron por cantidades significativamente superiores a las de otros artistas populares desde tiempos de Miguel Ángel, y a su alrededor surgió un gran número de leyendas. Quienes emprendían el Grand Tour, los artistas y los intelectuales se desviaban para ver sus pinturas, sobre todo El retablo de Gante. En 1876, el pintor francés y crítico de arte Eugène Fromentin escribió: «Siempre que Van Eyck surge en el horizonte, una luz alcanza los extremos del mundo actual: bajo su luz, el mundo actual parece despertar, reconocerse y volverse más brillante», un sentimiento compartido por todos. Un análisis de la obsesión que en el siglo XIX se vivió por Van Eyck nos ofrecerá datos importantes sobre la historia y la psicología del coleccionismo de obras de arte.
Durante esa época, varias facciones defendieron que Van Eyck era ejemplo de sus propios estilos nacionales. Para los alemanes del mencionado siglo, la cualidad arcaica del artista lo vinculaba al arte gótico germánico, aunque perfeccionado como nunca antes. El célebre Johann Wolfgang von Goethe, el gran filósofo Georg Friedrich Wilhelm Hegel y una sucesión de historiadores del arte alemanes se contaron entre quienes se trasladaron expresamente hasta Gante para admirar el retablo, en una especie de peregrinación dedicada a la delectación artística.
Los franceses, por su parte, veían a Van Eyck como inventor del realismo, un movimiento artístico diferenciado surgido a mediados del siglo XIX. En la época de Napoleón, las numerosas obras del artista flamenco que fueron robadas y expuestas en el Louvre entusiasmaron al mayor pintor de ese período, Jean-Auguste Dominique Ingres, que citó pictóricamente al Dios Padre del panel central superior de El retablo de Gante en su retrato de Napoleón en el trono imperial. La admiración que Ingres sentía por Van Eyck avivó el sentimiento popular y artístico. Y, en Inglaterra, la demanda de obras del pintor se disparó, sobre todo después de que la National Gallery adquiriera El retrato del matrimonio Arnolfini (también conocido como El contrato de boda), en 1842. Dicha demanda creció más aún en 1851 con la compra, por parte de la misma institución, del Retrato con turbante rojo, probablemente robado hacía un siglo del gremio de pintores de Brujas.
Tal vez no deba sorprendernos que esta popularidad, tanto académica como comercial, coincidiera con un gran dinamismo en el mercado de los Van Eycks falsos. Un ejemplo temprano de ello lo protagonizó el conocido falsificador inglés William Sykes, al que el novelista Horace Walpole se refiere con benevolencia llamándolo «conocido tramposo». En 1722 convenció al duque de Devonshire para que le comprara un cuadro falsificando una inscripción en el reverso en la que se sugería que lo había pintado Van Eyck por encargo del rey inglés Enrique V. En la actualidad, la obra en cuestión, titulada La coronación de san Romualdo de Malinas (de alrededor de 1490, y que se expone en la Galería Nacional de Irlanda), se atribuye a un artista desconocido. La mayoría de los falsos Van Eycks son como éste: no se trata de falsificaciones absolutas, sino más bien de pinturas legítimas del artistas flamencos del siglo XV atribuidas a Van Eyck a fin de elevar su precio.
El siglo XIX fue una época en que los coleccionistas de arte, recurriendo a métodos legítimos e ilícitos, crearon enormes colecciones, aprovechándose del turbulento clima político y del nuevo empobrecimiento de la aristocracia, que vendía sus colecciones artísticas a una nueva clase de nuevos ricos con aspiraciones aristocráticas. El arte se convirtió en un trofeo que los nuevos ricos usaban para presumir de su posición económica y social. El siglo también presenció la evolución de La Adoración del Cordero Místico, que pasó de considerarse una obra de arte capaz de despertar indignación religiosa y orgullo (así como a representar a la ciudad de Gante), a convertirse en estandarte de batalla de la incipiente nación que pasaría a conocerse como Bélgica.
En los años que precedieron el siguiente robo de El Cordero, la ciudad de Gante ocupó un lugar prominente en el escenario mundial, y no porque cambiara su suerte, sino por el papel que desempeñó en la historia de Estados Unidos.
En efecto, el 24 de diciembre de 1814 se firmó el Tratado de Gante, con el que se ponía fin oficialmente a la guerra de 1812 entre unos jóvenes Estados Unidos presididos por James Madison y el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda. Aquéllos la habían emprendido con la esperanza de conquistar Florida y Canadá, pero no lograron ningún avance significativo. Los británicos tampoco demostraron mucho éxito en el contraataque, más allá de la quema de Washington D.C. Así, el tratado rubricado en Gante, ciudad escogida por su neutralidad, no supuso apenas alteraciones respecto de la situación prebélica. La lentitud de las comunicaciones entre Gante y Estados Unidos hizo que la famosa Batalla de Nueva Orleans se librara dos semanas después de la firma del tratado oficial, pues los generales que participaron en ella —entre los que se encontraba el mitificado Andrew Jackson— no recibieron a tiempo la notificación del fin de las hostilidades. La noticia, finalmente, llegó a Estados Unidos y fue ratificada por el presidente Madison el 15 de febrero de 1815.
El 19 de diciembre de 1816, apenas un año después de la restitución de los paneles centrales, El retablo de Gante volvió a ser desmembrado. Mientras el obispo de Gante se encontraba fuera de la ciudad, el vicario general de la catedral de San Bavón, un tal Jacques-Joseph Le Surre, robó los seis paneles que conformaban las alas del retablo. Son pocos, aunque apasionantes, los detalles que de esa sustracción han llegado hasta nuestros días, a causa de la desaparición, durante más de un siglo, de documentos que se custodiaban tanto en el archivo de la catedral como en el ayuntamiento de la ciudad.
Se sabe que Le Surre era un sacerdote nacido en Francia, nacionalista e imperialista, lo mismo que el obispo de Gante, un aristócrata llamado Maurice de Broglie, y que un posible cómplice del robo, el canónigo de la catedral, Joseph Gislain de Volder. Le Surre desaprobaba la restauración monárquica de Luis XVIII y veía con horror el exilio de Napoleón y la devolución de gran parte de la colección de arte lograda mediante expolio. Para él, Napoleón era un gran hombre, el mejor que había dado Francia. El arte era el símbolo de la victoria francesa, y debía permanecer en el país. Y no sólo eso: Le Surre sabía que podía obtenerse un beneficio de todo ello.
Se desconoce hasta qué punto fue premeditado el robo de Le Surre de los paneles laterales, ni cuántas personas más estuvieron involucradas, aunque se sospecha que el canónigo De Volder pudo ser su cómplice. Algunas respuestas pueden inferirse de la limitada documentación que sobrevive.
El vicario general Le Surre no pudo haber actuado solo, por la sencilla razón de que los seis paneles pesaban demasiado para que una sola persona los trasladara, aunque fuera uno a uno. Cada panel pesa, aproximadamente, entre sesenta y cien kilos. Además, habría sido muy difícil «colocar» los paneles laterales de La Adoración del Cordero Místico, posiblemente una de las diez pinturas más importantes y reconocibles de Europa. El robo habría resultado inútil de no haber existido alguien dispuesto a adquirirlos sin formular preguntas. La lógica apunta hacia un delito premeditado y oportunista, un delito que, como mínimo, fue alentado —y probablemente encargado— por algún marchante de arte acaudalado e influyente, de mentalidad pirata. Así, es casi seguro que la sustracción la encomendara el comprador que apareció en escena: un hombre sin escrúpulos, célebre por haberse beneficiado de las confiscaciones y ventas de obras de arte de toda Europa realizadas por el ejército francés.
En tanto que marchante de arte radicado en Bruselas, Lambert-Jean Nieuwenhuys ya se había revelado como todo un especulador de guerra. De porte elegante y regio, pero dotado de un olfato agudo y despiadado para intuir oportunidades, tanto legales como cuestionables, por las manos de Nieuwenhuys pasó un número asombroso de importantes obras de arte flamencas durante ese período. Una vez que se hubo labrado un nombre como marchante de arte en Bruselas, manejó gran cantidad de pinturas, pues se aprovechaba sin complejos del caos de la invasión y la ocupación francesas, así como de la redistribución de las piezas artísticas que las acompañaron. Su influencia se extendía de Alemania a España, y se vio implicado en numerosas adquisiciones y ventas tanto legítimas como ilegítimas, así como en errores de atribución deliberados y en la propagación de falsificaciones. Su nombre y el de su hijo C. J. pueden encontrarse en el origen de obras de arte diseminadas por todo el mundo, lo que demuestra el poder y la influencia que tuvieron los marchantes oportunistas en ese período de inestabilidad política.
Durante la ocupación francesa de lo que entonces se llamaron Países Bajos Franceses, los marchantes de arte más taimados, como Nieuwenhuys, supieron ver la ocasión que se les presentaba de adquirir obras de arte de gran importancia a los confiscadores franceses, ignorantes de su valor. Sólo en Bruselas, cincuenta iglesias y seminarios fueron expoliados por la comisión francesa. Fueron tantas las piezas artísticas de esa zona que entraron en el mercado, y casi todas robadas, que la marea no empezó a remitir hasta pasado 1815, cuando ávidos coleccionistas ingleses, alemanes y rusos descendieron con sus billeteras abiertas sobre el recién independizado Reino Unido de los Países Bajos. Nieuwenhuys, el príncipe de los marchantes de arte belgas, recogió entonces la mayor parte de los beneficios de aquel mercado ilícito de arte flamenco.
Nieuwenhuys ya se había visto involucrado en tratos con El retablo de Gante, o al menos con una de sus copias. El marchante inglés W. Buchanan escribió en sus Memoirs of Painting que Nieuwenhuys había vendido paneles de la copia de Michiel Coxcie de La Adoración del Cordero Místico, pintada para Felipe II en 1559, después de que ésta fuera robada por uno de los generales de Napoleón. Pero Nieuwenhuys los había vendido como si fueran originales.
La copia de Coxcie de El retablo de Gante —cuyos paneles, a la sazón, se exhibían en Berlín, Múnich y Gante— se consideraba prácticamente indistinguible del original a ojos inexpertos. Uno de los generales de Napoleón destinados a España, Auguste-Daniele Belliard, se había llevado la copia del retablo de un monasterio en 1809, mientras se encontraba de servicio.
No sabemos si Belliard creyó que la copia de Coxcie era el original. Lo más probable es que se la llevara por su parecido, aunque supiera ya —o averiguara al poco— que el Van Eyck original se encontraba repartido entre el Louvre y la catedral de Gante. En cualquier caso, probablemente vio en ella una ocasión de negocio.
Belliard trasladó la copia de Coxcie a Bruselas, donde la vendió a través de Nieuwenhuys, panel a panel. Éste hacía pasar cada uno de ellos por original. Lo que contaba era que los originales habían sido robados y se habían dispersado a causa de lo convulso de la época. Durante la era napoleónica, se veía como muy posible que los territorios conquistados por una u otra fuerza imperial permanecieran bajo su dominio indefinidamente. Por tanto, el arte expoliado en la guerra era, a todos los efectos, propiedad de la nación que se lo apropiaba. Sólo en años recientes ha existido, entre los marchantes de arte, una reticencia generalizada a comerciar con obras de dudosa procedencia, en parte por las demandas presentadas por los descendientes de los propietarios cuyas obras de arte fueron robadas en guerras anteriores.
Por tanto, cuando se corrió la voz de que El retablo de Gante había sido capturado por las fuerzas francesas, para los compradores potenciales no fue algo necesariamente problemático descubrir que sus paneles circulaban en el mercado del arte. La familia Nieuwenhuys se enriqueció gracias a ese cambio de propietarios a gran escala, y se benefició de la falta de información concreta sobre dónde se encontraban las piezas y quiénes eran sus propietarios. Nieuwenhuys y su hijo, C. J., que había heredado la astucia de su padre para los negocios, así como su más que dudosa ética, vendieron varios Van Eycks auténticos, entre ellos La Virgen de Lucca (1436), además de bastantes falsificaciones y pinturas atribuidas falsamente para incrementar su valor. Por ejemplo, Nieuwenhuys vendió el Tríptico de la Natividad, de Rogier van der Weyden, haciéndolo pasar por una obra de Hans Memling, pintor más cotizado que aquél en la época que nos ocupa.
También en 1816, unos soldados franceses confiscaron una segunda copia completa de El retablo de Gante, pintada por un artista anónimo en 1625 para su exhibición en el ayuntamiento de la ciudad. Dicha copia, que actualmente puede admirarse en Amberes, había estado en París desde 1796. Al tratarse de una copia, el Louvre no la consideró lo bastante importante como para mantenerla, por lo que en 1819 se la vendió a un coleccionista alemán afincado en Inglaterra, Carl Aders. La compra de éste coincidió con la adquisición, por parte de la National Gallery de Londres, del Retrato con turbante rojo y del Retrato del matrimonio Arnolfini, ambos de Van Eyck, hecho que daría inicio a la locura por Van Eyck en la isla.
Eran tantas las falsificaciones de obras del autor, y tantas las pinturas falsamente atribuidas a él en esa época que en una exposición sobre arte flamenco celebrada en 1830 en Manchester, de los cinco Van Eycks exhibidos, ni uno solo era auténtico. Un artículo aparecido en el Manchester Guardian lo admitía, pero no parecía inmutarse al respecto: «De las obras genuinas de Van Eyck, en realidad no podemos sentirnos satisfechos de que la exposición de Old Trafford no contenga un solo ejemplo». La naturaleza del comercio del arte, como sucede con otros mercados económicos, requiere de una oferta que satisfaga una demanda: y cuando a los marchantes se les agotan las obras auténticas, esa demanda puede satisfacerse con falsificaciones, atribuciones falsas y robos.
Nieuwenhuys participó en las tres modalidades.
La dificultad de moverse en el mercado del arte sin contar con la actitud decidida de un marchante experimentado como fue Nieuwenhuys indica que el vicario general Le Surre actuó siguiendo órdenes de aquél. Le Surre era el hombre que participaba desde dentro. Aprovechándose de un momento en que el obispo se encontraba fuera de la ciudad, robó los laterales del retablo y se los vendió a Nieuwenhuys por la modesta cantidad de 3000 florines (unos 3600 dólares de hoy).
Es posible que el vicario general se llevara sólo las alas del retablo porque era mucho más probable que no se supiera que habían sido robadas recientemente. Los paneles centrales, que hacía apenas un año habían regresado desde París, estaban frescos en la mente de todos. Pero los laterales habían permanecido en los almacenes de la catedral desde 1794.
También parece haber existido el curioso consenso en la diócesis de que las alas eran sólo de importancia relativa para la obra en su conjunto, y de que eran los paneles centrales los emblemas fundamentales de San Bavón y de Gante. Esa idea pudo verse potenciada por el hecho de que los soldados franceses se llevaran sólo los paneles centrales con destino al Louvre, por más que Denon reaccionara con rapidez ante el error en el saqueo e intentara reconstituir el retablo entero en París.
Que Adán y Eva se salvaran pudo no ser más que una cuestión de logística, de los paneles a los que Le Surre tenía acceso, de lo difícil que le habría resultado sacar discretamente más piezas de la ciudad. Fueran cuales fuesen las razones, la ridícula suma que el vicario general recibió por los laterales robados sugiere que se trataba más de unos honorarios por los servicios prestados que de un precio de venta obtenido mediante negociación, otro indicio más de que fue Nieuwenhuys el que encargó el robo.
Cuando se descubrió que los paneles laterales habían sido vendidos hubo un clamor de indignación en Gante, pero el daño ya estaba hecho. Llama la atención que Le Surre no fuera castigado por su acción, al menos no públicamente, más allá de los límites de la diócesis. Él se defendió afirmando que ésta consideraba que los laterales eran superfluos, y que no los había robado, sino vendido en nombre del obispado.
Se sugirió connivencia de la diócesis, sobre todo cuando se supo que Le Surre mantenía su cargo después incluso de que la venta pasara a ser del dominio público. Cuando el obispo, Maurice de Broglie, fue nombrado para el cargo en Gante, Le Surre fue el colaborador que se llevó consigo desde su anterior diócesis. Los dos eran amigos y colegas desde hacía mucho tiempo. ¿Es posible que el obispo profrancés hubiera aprobado la venta? Falta la motivación para involucrarlo. Si Le Surre tenía permiso para la operación, ¿por qué habría vendido unas obras de fama internacional por apenas 3000 florines? Si se trataba de un robo ideológico, una declaración profrancesa, proimperial, de que lo que Napoleón había robado debía seguir siendo propiedad de Francia, entonces los paneles no se habrían vendido a un marchante belga que, a su vez, los entregaría a un coleccionista inglés en Alemania.
El escándalo también suscitó la pregunta, abordada en diversos artículos de prensa en los años que siguieron, de si El retablo de Gante pertenecía a la nación que muy pronto pasaría a conocerse como Bélgica o si era propiedad del obispado. Ello sucedía mucho antes de que se establecieran acciones legales internacionales para repatriar patrimonio cultural. Actualmente, tanto el propietario particular como el país habrían reclamado una obra considerada oficialmente parte del patrimonio cultural. En la mayoría de los países el retablo se consideraría propiedad del propietario particular, pero se impediría su salida del país, ni mediante préstamo ni tras una venta, sin la aprobación de su gobierno. Pero en 1816, una vez una obra de arte abandonaba su país de origen, incluso si su paradero se conocía, era poco lo que podía hacerse.
Hoy, por más que se aludan frecuentemente, existen requisitos por los que se obliga a presentar prueba de diligencia debida y buena fe para evitar que se considere culpable a alguien en caso de que se descubra que la obra de arte que ha adquirido es robada. La diligencia debida implica que el comprador y también el vendedor deben demostrar que han buscado en las listas de obras robadas y preguntado a las autoridades para asegurarse de que la obra en cuestión no es de origen ilícito conocido. Buena fe significa que el comprador ha de mostrar que la obra de arte ha sido adquirida en la creencia sincera de que no procedía de una transacción ilícita.
Pero en la época que nos ocupa no existía ninguna obligación de esa clase, ni se velaba por el cumplimiento de leyes internacionales para la preservación del patrimonio cultural. Tampoco se llevaba un control exhaustivo sobre la procedencia de los objetos, una vez expoliados. Con la dificultad añadida derivada del hecho de que, en un tiempo preelectrónico, la información se encontrara diseminada, comprar y vender arte robado resultaba de lo más fácil.
Italia intentó aprobar las primeras leyes de conservación a principios del siglo XIX. En 1802, el Vaticano, en un intento de preservar lo que quedaba de las colecciones papales después de que Napoleón las arrasara, prohibió la exportación de obras de arte antiguas, y de las contemporáneas si se consideraban de gran calidad. Pero a causa del caos de la época, el decreto no se aplicó por primera vez hasta 1814. E, incluso a partir de entonces, poco pudo hacerse para descubrir las exportaciones ilícitas.
Una vez que los paneles laterales de La Adoración del Cordero Místico estuvieron en su poder, L. J. Nieuwenhuys encontró un comprador en la persona de Edward Solly, el influyente coleccionista inglés radicado en Berlín. Sin duda, éste debía de conocer los orígenes ilícitos de su trofeo, pero, o bien no le importó, o la pieza era demasiado valiosa para dejarla escapar. Así, adquirió los seis paneles pintados por las dos caras por 100 000 florines (unos 120 000 dólares de hoy) en 1818. De inmediato se convirtieron en los objetos más preciados e importantes de su colección. En un año, y en una sola compra, Nieuwenhuys obtuvo un beneficio neto de 97 000 florines (116 400 dólares).
Edward Solly, cuya fortuna procedía de la industria maderera, alimentaba su amor por el arte coleccionándolo y, en ocasiones, comerciando con él. Al igual que muchos otros marchantes de arte de su época, se instaló en Berlín. Tras la caída de Napoleón, el Imperio austro-húngaro recobró vitalidad y empezó a reclamar las obras que le habían sido arrebatadas y la ampliación de las colecciones imperiales. Las pinturas italianas, que Francia había sacado del país durante la ocupación, inundaban los mercados y eran adquiridas con avidez por coleccionistas ingleses y alemanes. Fue durante ese período cuando la mayoría de las obras de arte italianas que en la actualidad llenan los museos ingleses llegaron a la isla. Fueron tantas las piezas de excelente calidad que cruzaron el Canal de la Mancha que, por primera vez, los estudiosos empezaron a desplazarse hasta Inglaterra para estudiar arte italiano.
En Berlín, Solly sacó un gran partido de las sacudidas que tuvieron lugar en las colecciones europeas durante y después de la República Francesa y el Imperio. De la magnitud del comercio del arte en esa época da una idea la cantidad de piezas que poseía Solly. En 1820 contaba ya con más de 3000 pinturas y obras sobre papel, en su mayoría de los maestros renacentistas italianos, entre ellos Bellini, Rafael, Tiziano y Perugino. La colección la albergaba la inmensa residencia que Solly poseía en el número 67 de Wilhelmstrasse, en Berlín. Sus pinturas italianas ocupaban siete de sus galerías, que también hacían las veces de almacén. El coleccionista admitió a un amigo que las transacciones que realizaba con obras de arte holandesas y flamencas no lo apasionaban. Según él, eran «sólo una manera de proporcionarme los recursos para satisfacer mis verdaderos deseos»: las pinturas italianas.
En 1821, el rey de Prusia, Federico Guillermo III, adquirió la totalidad de la colección de Solly. Su plan pasaba por crear una Galería Nacional de Prusia que rivalizara con el Louvre. Y el tesoro más preciado de su colección eran los seis paneles laterales de El retablo de Gante.
Solly pasó tres años negociando la venta de su colección al Estado prusiano. Las dos partes deseaban mantener los detalles de la operación en secreto tanto tiempo como fuera posible. Aunque al coleccionista no le intesaba que se corriera la voz, lo cierto era que su negocio había menguado, y era más lo que adquiría que lo que vendía. Por su parte, Prusia no quería que se conociera, ni en el país ni en el extranjero, la inmensa suma de dinero que estaba gastando en arte en un período de inestabilidad social. Demasiadas voces se alzarían para opinar que convenía gastar más en infraestructuras y no en la acumulación de una colección de arte que superara en esplendor a la del Louvre.
El rey Federico Guillermo III había asistido al expolio de Napoleón, había sentido su propio patrimonio cultural amenazado y había sufrido pérdidas. Siguiendo el consejo del prestigioso historiador del arte alemán Gustav Friedrich Waagen, el monarca prusiano empezó a crear una colección real. Como muchas de las obras de arte robadas que se exhibían en el Louvre habían empezado a regresar a sus países de origen y el mercado europeo vivía en un torbellino de piezas artísticas, Federico Guillermo III vio una gran oportunidad para la glorificación de su reino a través de su adquisición.
La colección de Solly fue vendida finalmente a Prusia en dos lotes. El primer grupo consistía en las 885 pinturas más importantes, por las que el Estado prusiano pagó 500 000 libras (aproximadamente unos 55 millones de dólares de hoy). El segundo, que incluía obras menos importantes pero dignas de figurar en un museo, estaba formado por 2115 pinturas y dibujos, y fue adquirida por 130 000 libras (el equivalente a unos 10 millones de dólares). Solly era consciente de que estaba vendiendo esas obras por sólo una parte de su valor total, y desde luego por bastante menos de lo que él había pagado por ellas. Pero se alegraba de que su colección permaneciera unida, convertida en un legado que le sobreviviría. Para él, aquella venta con descuento era un gesto de generosidad que le abría el camino a la jubilación.
Ni siquiera los paneles de El retablo de Gante que permanecieron en la ciudad que los había visto nacer estuvieron exentos de peligros. En 1822 se declaró un incendio en la catedral de San Bavón, y muchas de las obras de arte que albergaba quedaron destruidas. Gracias a la rápida intervención del personal del templo y de los bomberos locales, los paneles se salvaron del fuego, y sufrieron sólo daños menores causados por el humo.
En 1832, bajo la supervisión de Gustav Waagen, los paneles fueron sometidos a un buen frotado, gracias al que quedó a la vista la inscripción oculta que, por primera vez, hacía referencia a un tal «Hubert van Eyck». Aquello puso patas arriba el mundo del arte, y catapultó aún más a Van Eyck, o mejor dicho, a los Van Eyck, al primer plano.
El territorio que había iniciado su andadura como Flandes (y que posteriormente había pasado a ser los Países Bajos Austríacos primero, y los Países Bajos Franceses después, para convertirse finalmente en el Reino Unido de los Países Bajos) se separó oficialmente de Holanda en 1830 y se convirtió en Bélgica. El nombre se escogió por su referencia a la tribu celta originaria de la región, denominada «Belgae» por los conquistadores romanos.
La historia de las ocupaciones de este pequeño territorio es larga y densa. Desde los celtas a los romanos, pasando por los condes de Flandes, que entregaron esa porción de tierra al Imperio borgoñón, que a su vez cayó a manos de los Habsburgo, pasó por siglos de conflictos religiosos y cambios de poder, antes de que los republicanos franceses y los ejércitos imperiales se lo apropiaran. Desde 1830 se ha conocido como Bélgica. Pero, a lo largo de su existencia, a través de muchos nombres y muchas potencias ocupantes, su mayor tesoro ha sido siempre La Adoración del Cordero Místico. Y ahora ese tesoro estaba disperso; sus alas habían sido robadas, sacadas del país y vendidas a la colección real de Prusia.
En 1830, el rey prusiano construyó la Königliche Gallerie de Berlín para que albergara los frutos de sus esfuerzos. La colección de Edward Solly se sumó a otra relativamente pequeña pero maravillosa, la colección Giustiniani, formada por 157 pinturas, que Prusia también había adquirido para crear el embrión del nuevo museo berlinés.
Los amantes del arte ampliaron su periplo para incluir ese nuevo centro artístico y admirar su obra más destacada: los paneles laterales de El retablo de Gante. Un crítico inglés, George Darley, anotó, durante su visita de 1837, que el cambio de ubicación parecía obrar maravillas en la pintura de Van Eyck, que exhibía «la más refrescante transparencia, después de la atmósfera acre y ferruginosa que en Gante los ha cubierto durante cuatrocientos años. Sus azules, verdes y carmesíes, como las piedras preciosas más ricas reducidas a aguas puras multicolores, que nadaban y se remansaban en espejos luminosos sobre varias partes de la superficie, parecen agitados por la varita del pintor-mago». Darley proseguía explicando que un examen detallado de la superficie de la pintura de Van Eyck no permitía adivinar rastro alguno de pinceladas: «Apenas un roce se eleva del nivel general para revelar que las capas fueron sucesivas: y sin embargo ninguna otra obra puede presentar menos de ese aspecto lamido tan habitual y tan detestable en una ejecución fina». El lirismo de Darley es indicativo del nivel de admiración que sentía por las pinturas de Van Eyck en ese período. En tanto que artista más cotizado del siglo XIX, las obras de Van Eyck eran las más codiciadas por ingleses, franceses y alemanes.
El museo de Berlín pasó a convertirse en el Kaiser Friedrich Museum en 1904, fecha en que se trasladó a un nuevo espacio, mucho mayor, en lo que actualmente se conoce como Isla de los Museos de Berlín. Sólo entonces, gracias a la presencia de la prensa escrita, que asistió a los actos de inauguración de la nueva galería, la importancia de la colección Solly apareció ante los ojos del público general a un nivel internacional. El London Times publicó en 1905 una confirmación tanto de las aptitudes de Solly como coleccionista como del éxito de sus tratos llevados a cabo con total discreción, y lo consideraba «uno de los coleccionistas más destacados de todos los tiempos, y uno de los que más se han avanzado a su época».
En el Kaiser Friedrich Museum, los seis paneles de madera correspondientes a los laterales de La Adoración del Cordero Místico se mostraban cortados verticalmente, para que ambos lados, el anverso y el reverso, pudieran verse desde un solo ángulo. Esa clase de cirugía severa nunca sería aprobada en la actualidad y, de hecho, la desmembración de una obra maestra, ya entonces, resultaba algo drástica. En cualquiera caso, revela que se daba más prioridad a la exhibición que al respeto por la obra y su conservación. Esa alteración crucial facilitaría el robo de los dos lados de uno de aquellos paneles cortado verticalmente, que se produciría en 1934. Las alas del retablo permanecerían expuestas en Berlín hasta 1920.
La intriga final de la historia de El retablo de Gante antes de la Primera Guerra Mundial se produjo en 1861. El gobierno belga persuadió al personal de la catedral de San Bavón para que vendiera los paneles de Adán y Eva a fin de exponerlos en la galería nacional de Bruselas, y de conservarlos mejor. El precio de venta fue de 50 000 francos (unos 115 000 dólares de hoy), una entrada de efectivo muy necesaria para una diócesis con problemas de fondos. El gobierno belga también entregó a San Bavón las copias de los paneles laterales pintados por Coxcie en 1559, los únicos que estaban en su posesión de todos los pintados por Coxcie, para que sustituyeran los que habían sido robados y que se exponían en Berlín. Como parte final del trato, el gobierno encargó al artista belga Victor Lagye que pintara copias de los paneles de Adán y Eva para que se mostraran in situ, en sustitución de los que se trasladarían a Bruselas. Esos nuevos paneles no representaban a la primera pareja desnuda, como en el original, sino que, haciéndose eco de lo que el emperador José II había exigido ochenta años atrás, el gobierno belga pidió a Lagye que cubriera la desnudez de Adán y Eva con unas piezas de pelo de oso estratégicamente colocadas. Así, los paneles adaptados para satisfacer la mojigatería victoriana de la época se instalaron en la catedral en 1864.
Con las peripecias homéricas del viaje de La Adoración del Cordero Místico, resulta comprensiblemente difícil recordar dónde se encontraba cada uno de los paneles en un momento determinado. Así, entre 1864 y la Primera Guerra Mundial, las localizaciones fueron las siguientes:
Exhibidas en su escenario original —la capilla Vijd de la catedral de San Bavón de Gante— estaban las nuevas copias de los paneles de Adán y Eva pintadas por Victor Lagye, los paneles laterales copiados por Michiel Coxcie en 1559 y los paneles centrales originales, que habían regresado de París.
El gobierno belga, por su parte, estaba en posesión de los paneles originales de Adán y Eva, que permanecieron en el Museo de Bruselas salvo por unos meses de 1902 en que se cedieron en préstamo para que constituyeran la obra central de una exposición sobre maestros flamencos celebrada en Brujas.
El Museo de Berlín, heredero de la colección real prusiana, era el propietario de los seis paneles laterales originales de Van Eyck. En 1823, la institución adquirió la copia de Coxcie de los paneles centrales de La Adoración del Cordero Místico, que se exhibían en la Pinacoteca de Múnich desde que ésta se los compró a L. J. Nieuwenhuys. Así pues, en Berlín se exponía ahora una semblanza de El retablo de Gante completo, y podía presumir, casi tanto como la ciudad que lo había alumbrado, de contar con una proporción similar de material original.
Los desperdigados paneles del retablo podían descansar brevemente.
Y entonces estalló la Primera Guerra Mundial.