Dos sucesos consecutivos de la historia de Francia dieron como resultado grandes movimientos de obras de arte europeo, a una escala que no se vería superada hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial: el saqueo del ejército revolucionario francés, seguido del perpetrado por las tropas de Napoleón. La evolución de los revolucionarios franceses y las políticas napoleónicas sobre la captura de piezas artísticas ejercerían su influencia en el destino de El retablo de Gante, así como en el de numerosos tesoros artísticos europeos.
Para comprender el expolio francés de obras de arte durante y después de la Revolución conviene conocer un poco cómo funcionaba el medio artístico antes de que la Revolución francesa modificara para siempre el concepto de para quién era el arte y por qué se creaba.
Antes del siglo XVII, los artistas no trabajaban en sus obras simplemente por placer, ni con la esperanza de venderlas. Lo hacían casi exclusivamente por encargo, para los ricos: príncipes y duques, cardenales y reyes. Durante el siglo XVII empezaron a producirse cambios al respecto en los Países Bajos, puesto que la clase media emergente comenzó a adquirir obras de arte para disfrutar de ellas y exhibirlas en sus hogares. Se trataba de una nueva clientela para los pintores, que empezaron a crear obras por iniciativa propia con la intención de venderlas a galerías. Ese movimiento tardó en traspasar las fronteras de los Países Bajos. En otros lugares de Europa, y sobre todo en Italia, el arte seguía consistiendo en encargos realizados por los ricos y los poderosos. Mientras que los artistas eran respetados en Holanda y en Italia, el mejor pintor de España, Diego Velázquez, se esforzaba por ser aceptado, a pesar de que su maestría era notoria, y se veía obligado a aceptar varios empleos en el séquito del rey, que lo mantenían muy ocupado, para poder adquirir estatus y ganarse la vida, lo que le dejaba poco tiempo para pintar. En la mayoría de los países, los artistas estaban considerados poco más que buenos artesanos, que creaban obras de arte para las élites socioeconómicas, el clero y la nobleza, como habían hecho siempre.
Pero entonces estalló la Revolución francesa, y con ella una nueva actitud hacia el coleccionismo del arte y el expolio. A partir de 1789, el coleccionismo de arte en Europa dejaría de ser reducto exclusivo de aristócratas, reyes y clérigos. En ese período se produjeron cambios radicales en el tejido sociopolítico del continente. La monarquía absoluta que había gobernado Francia durante toda su historia fue derrocada, y con ella desaparecieron los privilegios de los aristócratas, el servilismo, el favoritismo de la corte y todo el mecanismo sobre el que se asentaba la Europa medieval. El nuevo énfasis estaba en los principios de la Ilustración según los cuales los seres humanos poseían unos derechos inalienables, la ciudadanía, la representación popular y, como mínimo, cierta medida de igualdad y democracia, a pesar de que aún pasaría algún tiempo hasta que ésta pudiera afianzarse y llegar a ser tal como la conocemos hoy.
La escala del robo de obras de arte, en forma de saqueo sistematizado, que se llevó a cabo durante la Revolución y en los períodos imperiales, no contaba con precedentes. Muchas ciudades, aisladamente, habían sido saqueadas antes, sin duda, pero la caza del botín en ésa era empezó por toda Francia, que se vio despojada de sus tesoros por los revolucionarios, y se extendió, llevada por los ejércitos republicano e imperial, por todo el continente. Conocer las causas que condujeron a la Revolución francesa es imprescindible para comprender por qué se dio ese inmenso movimiento de obras de arte y cómo se vería alterado para siempre el mercado del arte.
Cuando la Revolución francesa estalló, en 1789, la gente corriente salió a las calles de París y protagonizó disturbios. La familia real huyó de la ciudad. Los soldados del ejército francés, ya sin dirigentes, y de origen humilde, se alinearon con los alborotadores. El polvorín de la ciudad, la fortaleza de la Bastilla, fue tomada el 14 de julio. Ahora el pueblo llano tenía armas y el control sobre París. Por toda Francia hubo disturbios, los asaltantes destruían los signos de títulos y aristocracia. Quemaban escrituras de propiedad y contratos, mataban a los aristócratas, saqueaban los castillos, incitaban a la revuelta general en lo que se conoció como el Gran Miedo.
Otros monarcas de Europa ofrecieron ayuda al rey Luis XVI, pero él la rechazó por temor a posibles traiciones posteriores. Las monarquías europeas temían que el éxito desbocado de una revolución en Francia sentara un precedente peligroso para la rebelión en sus propias naciones. Además, en los disturbios del país vecino también veían la ocasión de sacar partido y ganar poder. Así, el 12 de abril de 1792, el Imperio austro-húngaro solicitó aliados para emprender una futura acción contra Francia. Una convención republicana francesa respondió declarando la guerra al Imperio. El pueblo quería exportar sus principios revolucionarios a los Estados vecinos oprimidos para fortalecer así la revolución en el suyo. Entretanto, Luis XVI veía la guerra como la oportunidad de aumentar su popularidad, obtener botín y beneficios, y reafirmar su autoridad, así como de unificar grupos dispares bajo la bandera de la nación.
El 20 de abril de 1792 Francia le declaró la guerra a Austria y, varias semanas después, Prusia acudió en defensa de ésta. Fue durante esta contienda cuando el joven corso Napoleone da Buonaparte, que posteriormente «afrancesaría» su nombre para pasar a llamarse Napoleón Bonaparte, destacaría como general, y terminaría por hacerse con el control del ejército francés y, más tarde, por autoproclamarse emperador.
Respondiendo a la declaración de guerra, una fuerza conjunta austro-prusiana invadió el nordeste de Francia en agosto de 1792 y tomó Verdún el 2 de septiembre. Los derechos de la monarquía francesa habían sido suspendidos un mes antes, y ésta quedó oficialmente abolida el 21 de septiembre de 1792. Se proclamó la República Francesa.
El ejército republicano se enfrentó a las fuerzas austro-prusianas el 20 de septiembre en Valmy. La batalla, atípica en muchos sentidos, implicó mucho ruido pero pocas bajas. Según los registros, se dispararon 40 000 cañonazos, pero el número total de fallecidos de ambos bandos no superó los 500. Con todo, la victoria fue para el bando francés. El ejército invasor se retiró hasta la otra orilla del río Mosa, que atraviesa Bélgica de este a oeste. Aprovechado la ocasión, el ejército francés persiguió a la coalición que se batía en retirada, y a principios de noviembre Austria había abandonado ya la mayor parte de los Países Bajos que hasta entonces controlaba. El ejército francés sumó otra victoria en Aquisgrán, lo que le aseguró todos los territorios antes conocidos como Flandes y posteriormente denominados Bélgica, entre ellos la ciudad de Gante.
Toda esa área fue anexionada oficialmente a Francia en 1795. El territorio de Flandes/Países Bajos austríacos/Bélgica, de un tamaño equivalente a Maryland, estaba destinado a ser el campo de batalla de las mayores potencias europeas en los siglos venideros, la cuerda tensa y desgastada del tira y afloja imperial situada en el centro del escenario bélico.
Las facciones austro-húngara y prusiana empezaron a tramar la restauración de la monarquía francesa, en lo que se conoce como el Manifiesto de Brunswick. De haber tenido éxito, el rey francés, agradecido, se habría alineado con ellos. Conocedores del plan, los dirigentes republicanos franceses ordenaron la ejecución de los miembros de la familia real. La muerte de Luis XVI en la guillotina tuvo lugar en la Plaza de la Revolución de París el 17 de enero de 1793, y dio inicio al Reino del Terror, encabezado por el director del Comité de Salvación Pública, Maximilien Robespierre, que promovió la caza de los enemigos, reales y supuestos, de la República Francesa, en la que se ejecutaba a todos los que encontraban. Según los registros conservados, las muertes alcanzaron las 16 594, casi todas ellas en la guillotina, aunque hay historiadores que elevan la cifra de muertos de ese período de dos años casi hasta los 40 000.
Durante el Terror, austríacos, prusianos, españoles y británicos intentaron hacerse con el control de Francia, pero el ejército republicano los repelió a todos. El éxito en las batallas llevó a la República a tomar medidas ofensivas. Las tropas francesas invadieron los Países Bajos austríacos en 1794, no sólo para librar una batalla campal con las fuerzas austríaca y prusiana, como la que había tenido lugar dos años atrás, sino decididas a obtener una conquista territorial y dedicarse al pillaje como medio para aumentar unos ingresos que habrían de permitirles reparar daños y financiar campañas posteriores. En 1793 y 1794 instauraron los Decretos de Vendome, por los que se autorizaba la confiscación de las pertenencias de los exiliados y oponentes de la República, teóricamente con el objeto de distribuirlas entre los necesitados.
Del mismo modo que el emperador José II había rechazado la veneración «irracional» del arte católico, los revolucionarios detestaban la idea de que el arte fuera consustancial a la aristocracia. El emperador austríaco había despojado a las iglesias de las obras artísticas que alojaban, de aquellos elementos que inspiraban un temor reverencial, a fin de alentar la racionalidad y el poder de los seres humanos. En cambio, la meta de los revolucionarios era menos fortalecer a los individuos que al pueblo en tanto que colectivo.
En su empeño por transferir el poder desde las elites al pueblo llano, así como por materializar una motivación de tipo práctico —acumular obras de arte valiosas para su posterior venta—, los revolucionarios confiscaron las piezas de los que ya habían sido ejecutados y las de aquellos que estaban a punto de morir decapitados. Sin importarles propietarios ni contexto histórico, los revolucionarios despojaron a Francia de los tesoros artísticos de los antiguos opresores, la Iglesia y la aristocracia, y se llevaron el botín a París para exponerlo ante el pueblo.
Aunque el principio revolucionario del robo de obras de arte era subvertir el concepto de una propiedad personal elitista, gran parte de las piezas sustraídas se vendía a los ricos, y el mercado se inundó de posesiones de la aristocracia recién obtenidas. Muchas obras consideradas de importancia secundaria por personas profanas en la materia se vendieron para financiar los esfuerzos bélicos, lo que se justificaba por la necesidad de recaudar fondos para la guerra y por el hecho de que los compradores no eran aristócratas franceses, sino extranjeros. La más célebre de esas ventas, la de la colección del duque de Orleans, que tuvo lugar en 1792, supuso el enriquecimiento, sobre todo, de las colecciones británicas, pues un consorcio de nobles ingleses fue el que adquirió la mayoría de las obras a la venta. El núcleo de dicha colección provenía del expolio: 123 pinturas que habían pertenecido a la reina Cristina de Suecia, robadas por las tropas suecas durante la guerra de los Treinta Años en Múnich en 1632 y en Praga en 1648.
Junto con las cabezas cortadas por las guillotinas de la Revolución llegó también una fiebre por el saqueo artístico, a una escala y de una magnitud como jamás se habían visto, y que no volvería a producirse hasta la Segunda Guerra Mundial. Las mejores obras, arrebatadas a los aristócratas depuestos, no se vendían, sino que se exhibían en París. Al arte requisado por los revolucionarios a los nobles franceses se sumó el producto de los saqueos militares posteriores que perpetraron los ejércitos franceses, primero el republicano y después el imperial. Cuando Napoleón se hizo con el control del ejército, las galerías de París se habían convertido en un escaparate que, por toda la ciudad, exhibía los trofeos de guerra. Se crearon museos públicos para dar respuesta a ese nuevo estado de cosas, en los que se exponían las obras de arte para que quien lo deseara pudiera admirarlas. El nuevo Museo Nacional se creó el 26 de mayo de 1791 en un reconvertido Louvre, que había sido Palacio Real. La inauguración tuvo lugar el 10 de agosto de 1793, durante el Reino del Terror, y fue popular desde el primer momento.
Las motivaciones que llevaron al expolio de obras de arte eran las mismas que habían inspirado la Revolución francesa: transferir el poder desde las élites hasta el pueblo llano. El arte robado simbolizaba la impotencia de aquéllos a quienes les había sido arrebatado. Además de las cabezas seccionadas, guillotinadas y expuestas en los muros de la Bastilla, las colecciones de arte, también separadas de sus dueños decapitados, se mostraban con orgullo. Lo que hasta hacía poco había sido patrimonio exclusivo de las clases privilegiadas y adineradas, lo que había sido un placer privado, se exhibía ahora en el Louvre, el antiguo palacio real reconvertido en museo público. Los cuadros se exponían junto con los nombres de las familias aristocráticas a las que habían pertenecido. Teóricamente, a través de los revolucionarios, el arte llegaba a un nuevo público. Las colecciones de arte ya no eran para unos pocos selectos que podían permitírselo y «entenderlo».
Sin embargo, en realidad, el arte seguía resultando algo remoto para las masas. Durante siete de cada diez días el Louvre se abría sólo para artistas y estudiosos. Los otros tres sí se permitía el acceso al público general. En la Francia revolucionaria existían contradicciones entre las teorías y la práctica. El control gubernamental se denominaba «popular», una democracia para el pueblo, pero aunque los derechos adquiridos por nacimiento ya no constituían el criterio para acceder a los cargos públicos, el Estado estaba controlado, de facto, por una elite intelectual. Las «masas», en otro tiempo abominablemente oprimidas, debían ser liberadas y ayudadas, pero en ningún caso se consideraban aptas para dirigir un país. Y esa nueva política republicana tenía su reflejo en la apertura al público de la colección del Louvre: tres décimas partes para todos, y siete décimas partes reservadas para una elite alta.
Que aquellas obras de arte robado fueran apreciadas por las masas durante aquellos tres días era ya otra cuestión. Durante las sacudidas de la Revolución, visitar una galería para contemplar las posesiones de los desposeídos debía de proporcionar un placer muy distinto al del disfrute del arte mismo. Las galerías de París habrían podido exhibir fácilmente los ricos ropajes de la aristocracia caída, sus muebles o incluso, como sucedía en las murallas de la ciudad, sus cabezas ensangrentadas. El arte servía como trofeo del éxito. Lo que en otro tiempo había sido valiosa posesión de los caídos, de un valor económico incalculable para el pueblo llano, aparecía ahora encerrado en una jaula de cristal de la galería, para que éste lo disfrutara por lo que simbolizaba en tanto que objeto robado, no por su belleza intrínseca.
Los saqueos en Francia duraron desde la Revolución hasta alrededor de 1794, año en que los ejércitos franceses llevaron sus conquistas hacia el norte, hasta los Países Bajos austríacos, y hacia el sur hasta Italia, por lo que a partir de entonces fue el resto de Europa el que sufrió el grueso del pillaje. Detrás de los ejércitos victoriosos llegaba una unidad militar de nueva creación, cuyo solo propósito era la búsqueda, el robo y el envío a Francia de las obras de arte de las naciones derrotadas.
En junio de 1794, los franceses establecieron el Comité para la Educación del Pueblo y propusieron enviar a «civiles instruidos con nuestros ejércitos, con órdenes confidenciales de buscar y obtener las obras de arte en los países invadidos por nosotros». No está claro si la directiva provenía del gobierno de París o del propio ejército, pero el 18 de julio de 1794 éste recibió la siguiente orden:
Los comisionados del Pueblo para los Ejércitos del Norte y del Sambre y el Mosa han tenido conocimiento de que en los territorios invadidos por los ejércitos victoriosos de la República Francesa para expulsar a los mercenarios de los tiranos existen obras de arte pictórico y escultórico, así como otros productos de genio. Y son de la opinión de que el lugar correcto para ellos, para los intereses y el honor del arte, está en el hogar de los hombres libres.
La declaración, que se refería específicamente al nuevo territorio conquistado de los Países Bajos austríacos, ordena acto seguido la confiscación de esas «obras de arte pictórico, escultórico, así como otros productos de genio». A dos oficiales, concretamente el ciudadano Barbier y el ciudadano Leger, se los instaba a buscar obras de arte. El ejército debía proporcionarles apoyo.
El ciudadano Barbier contaba ya con algo de experiencia en el campo de la redistribución obligatoria de obras de arte —apenas distinguible del robo de las mismas—. Antoine Alexandre Barbier había iniciado su carrera como sacerdote, pero fue oficialmente expulsado por el sumo pontífice en 1801 por sus actividades antipapales, en concreto por ayudar a Napoleón a despojar al Vaticano de casi todo lo que no estaba atornillado al suelo o a las paredes (que no era poco). Barbier era bibliógrafo y bibliotecario, así como contable de objetos, cuya principal misión consistía en redistribuir por las librerías de París libros y manuscritos tomados durante la Revolución francesa, sobre todo de enemigos del Estado, aunque en la práctica de cualquiera cuya colección resultara prometedora. Barbier era el bibliotecario oficial del Directorio francés y, desde 1807, trabajó como agente especial para Napoleón. Fue una figura de importancia capital para el establecimiento de las bibliotecas del Louvre, Fontainebleau, Compiègne y Saint-Claud, cuyas colecciones fueron, en gran medida, adquiridas por la fuerza, primero por los revolucionarios de Francia, y después arrebatadas en el extranjero a las víctimas de Napoleón. Fascinado por las palabras y sus orígenes, Barbier escribió dos libros a lo largo de su carrera: el inmenso Dictionnaire des ouvrages anonymes et pseudonimes (Diccionario de obras anónimas y pseudónimas), aparecido en cuatro volúmenes entre los años 1806 y 1809, y Examen critique des dictionnaires historiques (Examen crítico de los diccionarios históricos), publicado en 1820.
Aunque Barbier sabía de libros, los cazadores de arte revolucionarios que trabajaban bajo las órdenes de Barbier y Leger no eran especialmente duchos en bellas artes, y a menudo les faltaba rigor. Gran parte del arte expoliado se trasladaba a un punto de recogida, pero nunca llegaba a París. Por ejemplo, aunque las cuarenta y seis columnas que se llevaron de Aix-en-Provence y que se alzaban frente al palacio de Carlomagno fueron extraídas de su sitio en octubre de 1794, seguían en un patio de un palacio de Lieja, aguardando a ser transportadas a París en enero de 1800. Hasta que el ejército imperial napoleónico organizó mejor su fiebre saqueadora, los museos no se llenaron de veras de los botines arrebatados a las naciones caídas.
El ejército revolucionario francés había llegado por primera vez a los Países Bajos austríacos en 1792 para liberar la zona de las tropas austríacas y prusianas. La segunda incursión de ese mismo ejército, que tuvo lugar en 1794, llevó consigo la revolución, y supuso el traslado masivo de los tesoros artísticos de la región. Las instituciones religiosas quedaron abolidas, y sus posesiones fueron confiscadas, entre ellas las de la catedral de San Bavón.
En la ciudad de Gante, los paneles centrales de La Adoración del Cordero Místico cayeron en manos del ejército francés republicano, y bajo el mando del general Charles Pichegru fueron sacados del recinto eclesiástico el 20 de agosto de 1794. El oficial al cargo de la confiscación en Holanda y los Países Bajos austríacos era el ciudadano Barbier. Se ignora por qué los franceses se llevaron sólo los paneles centrales del retablo, y no los laterales. El Adán y la Eva originales, así como las alas, almacenados en la sala capitular de la catedral, no se movieron de su sitio. Aunque no se ha conservado ningún documento que lo registre, es posible que, más que almacenados, se hallaran escondidos en la sala capitular, o tal vez el mero hecho de que no estuvieran expuestos junto con los paneles centrales en la capilla Vijd bastara para que los soldados franceses los pasaran por alto. Por el contrario, éstos sí fueron enviados directamente a París, donde se expusieron y donde pasaron a convertirse en una de las atracciones del museo.
El ciudadano Barbier se dirigió a la Convención Nacional de París pocas semanas después de apoderarse de los paneles centrales de La Adoración del Cordero Místico, a los pocos días de que el primer envío de arte expoliado llegara desde Holanda: «Demasiado tiempo han privado a los siervos de la contemplación de estas obras de arte […] Estas obras inmortales ya no se encuentran en tierra extranjera […] Reposan en el hogar de las artes y el genio, en la patria de la libertad y la igualdad sagrada, en la República Francesa». Se trataba, sin duda, de un discurso pensado para complacer a las masas, pero deja al descubierto parte de la hipocresía inherente a la expansión republicana. ¿Acaso no eran los «siervos» los que se habían levantado para convertirse en los revolucionarios franceses? Según el dogma revolucionario, el pueblo llano debía contemplar ahora el arte del que la aristocracia le había privado. Y ese arte acababa de ser tomado de un país ya liberado y adoctrinado por la Revolución, es decir que, de hecho, se lo robaban a quienes acababan de convertirse.
Dejando de lado los dogmas confusos, la cuestión estaba clara: París, hogar de los libres, debía convertirse en depositario del arte de todo el mundo. La publicación revolucionaria La Décade Philosophique se convirtió en el principal portavoz de la incorporación de los nuevos trofeos de la República. En octubre de 1794 anunció la llegada de los primeros envíos de arte expoliado, mientras más de un centenar de las mejores pinturas del mundo venían en camino. París se convertiría en sede del arte mundial, y en cuna de la vida artística futura.
En julio de 1795, tras dirigir más de un año de derramamiento de sangre, Maximilien Robespierre fue ejecutado, y el Reino del Terror llegó a su fin. La dirección de la República se transfirió al Directorio, surgido de un nueva Constitución promulgada el 27 de septiembre de ese mismo año.
Entretanto, de las imprentas partían numerosos intentos de abordar racionalmente el expolio que se estaba produciendo. Al tiempo que el ejército conquistaba y despojaba a Italia de sus tesoros, un estudiante de arte llamado Antoine Chrysostome Quatremère de Quincy publicó un panfleto de setenta y cuatro páginas oponiéndose al saqueo de Roma con el argumento de que el arte sólo podía apreciarse plenamente in situ, en su entorno natural. De Quincy solicitaba con valentía al Directorio que desistiera, y afirmaba que Europa era una gran nación en lo que respectaba al arte, y que éste debía servir para unir. Cuarenta y tres artistas y ocho miembros de la Academia de Bellas Artes firmaron la petición.
El Directorio respondió el 3 de octubre de 1796 con la publicación, en el boletín oficial gubernamental Le Moniteur: «Si exigimos la concentración de obras maestras en París es a mayor honor y gloria de Francia y por el amor que sentimos por esas mismas obras de arte». Dicho de otro modo, nos gustan y las queremos para nosotros. Punto final. Mostrarse en contra de los saqueos era, según el Directorio, poco patriótico. Le Moniteur proseguía: «Nos formamos el gusto, precisamente, mediante una larga familiarización con la verdad y lo hermoso. Los romanos, antes incultos, empezaron a educarse al trasplantar las obras de arte de la Grecia conquistada a su país. Nosotros seguimos su ejemplo cuando explotamos nuestras conquistas y nos llevamos de Italia todo lo que sirva para estimular nuestra imaginación».
Así, «trasplantar» se convirtió en el eufemismo preferido para el robo del arte. Si Roma, paradigma de imperio, lo había hecho, también podía hacerlo Francia. Sólo unos años después, Napoleón se autoproclamaría emperador, en un intento de reconquistar para Francia los territorios de lo que había sido el Imperio romano.
Si el camino de Napoleón hacia el imperio estuvo empedrado con éxitos militares, la señalización la pusieron las obras de arte requisadas. El 27 de marzo de 1796, el joven y osado general corso se convirtió en comandante en jefe del ejército republicano en Italia. Le encomendaron la misión de expulsar a los austríacos y a sus aliados del país y de derrotar a las tropas papales. El ejército francés se encontraba en un estado lamentable. Había confiado en que contaría con la contribución de las fuerzas militares de los territorios ocupados para obtener avituallamiento y pagas. En el momento en que Napoleón tomó posesión de su cargo, los soldados llevaban meses sin recibir sus sueldos. Para evitar amotinamientos, Napoleón sancionó el saqueo como forma de pago para el mantenimiento del ejército.
El general era calculador y preciso. Se esforzaba al máximo para controlar los saqueos de su soldadesca. En una orden emitida el 22 de abril de 1796, Napoleón declaraba: «El Comandante en Jefe elogia al ejército por su bravura y por las victorias que ha obtenido del enemigo día a día. Sin embargo, asiste con horror a los espantosos saqueos cometidos por individuos patéticos que sólo se alistan a nuestras unidades cuando los combates ya han cesado, pues estaban demasiado ocupados saqueando». Los soldados no le prestaron demasiada atención. Poco después, Napoleón dictó otra orden: «Al Comandante en Jefe se le informa de que, a pesar de las reiteradas órdenes, los saqueos del ejército continúan, y las casas de campo son despojadas de todo», y autoriza a que se dispare contra cualquier soldado al que se descubra saqueando, y declara que no puede confiscarse nada sin que medie un permiso escrito por las autoridades pertinentes. A partir de entonces, sería Napoleón, y no sus soldados, el que se arrogaría el permiso para saquear.
Napoleón logró dar la vuelta a una campaña desastrosa en Italia y convertir a una multitud desharrapada, hambrienta, de soldados en un ejército disciplinado y profesional. Los integrantes del ejército republicano se convirtieron en sus defensores incondicionales. Su éxito fenomenal en la campaña italiana culminó en un importante armisticio con el duque de Módena. Entre sus condiciones, firmadas el 17 de mayo de 1796, se estipulaba lo siguiente: «El duque de Módena se compromete a entregar más de veinte pinturas. Éstas serán seleccionadas por comisionados enviados a tal fin, de entre los cuadros que posee en su galería y sus tierras». Aquello sentó un precedente para el pago y la retribución mediante obras de arte que, en los siglos venideros, no haría sino indignar y enfurecer a los pueblos que se rindieran.
Asimismo, Napoleón dio instrucciones precisas sobre el procedimiento a seguir en la retirada de las piezas artísticas. A los agentes especiales se les ordenaba que recurrieran al ejército para llevárselas, organizar el traslado a Francia y realizar inventarios exhaustivos. Éstos debían presentarse al mando del ejército, así como al agregado civil del gobierno. Debía dejarse constancia escrita de cada confiscación en presencia de algún oficial reconocido por el ejército francés. Para trasladar el botín hasta Francia era perceptivo usar transporte militar, y era el ejército el que debía hacerse cargo de los costes de las operaciones. De hecho, esas instrucciones detalladas servían precisamente para enmascarar que Napoleón y sus oficiales las pasaban por alto.
La Comisión de las Artes y las Ciencias, institución de sonoro nombre, estaba dirigida por un artista, el ciudadano Tinet, e integrada por un matemático, el ciudadano Monge, un botánico, llamado ciudadano Thouin, y otro pintor, el ciudadano Wicar, el más célebre de todos, que acabó pasando a la posteridad como gran ladrón.
En su vida privada, Jean-Baptiste Joseph Wicar era pintor y coleccionista de arte. Estudió con el más destacado maestro del neoclasicismo francés, Jacques-Louis David, cuya importancia en la historia de la pintura se encuentra apenas un peldaño por debajo de la de Van Eyck, y que supo venderse tan bien que logró ser el favorito tanto de los revolucionarios como de Napoleón. Wicar acompañó a David en su Grand Tour hasta Roma en 1784, y regresó a la ciudad italiana para residir en ella entre 1787 y 1793. Aquello le brindó la ocasión de identificar las obras de arte que quedarían bien en el Louvre y en su dormitorio, si la ocasión se presentaba.
En 1794 Wicar fue nombrado conservador de antigüedades del Louvre, un cargo de gran poder, sólo por debajo del director del museo. Ese mismo año fue llamado para dirigir la Comisión de las Artes y las Ciencias durante la campaña italiana, con la misión de confiscar obras de arte siguiendo el rastro de las victorias napoleónicas. Wicar abandonó el puesto en 1800 y se instaló definitivamente en Roma, donde abrió un taller como retratista de gran éxito, solicitado por los viajeros del Grand Tour, y como marchante de arte especializado en dibujos robados. Allí podía admirar a sus anchas la ciudad que había ayudado a Napoleón a expoliar (una buena parte del botín seguía en su residencia; no se había desprendido de él para poder deleitarse en su contemplación, sí, pero también para poder venderlo siempre que el precio le pareciera adecuado).
Dirigida por Wicar, la Comisión de las Artes y las Ciencias realizó su primera escala italiana en mayo de 1796: la ciudad de Módena, recién derrotada. Allí confiscaron no sólo las veinte pinturas acordadas en nombre de la República, sino la colección ducal de camafeos y un número indeterminado de otras obras de arte para su uso personal. El ciudadano Wicar demostró ser un delincuente ingenioso en la apropiación de preciadas obras de arte, sobre todo aquellas que resultaban más fáciles de sustraer, como eran las realizadas en papel, que luego vendía a marchantes internacionales a elevadísimos precios. Él sólo robó en Módena cincuenta pinturas y un número indeterminado de dibujos para su colección privada. El saqueo particular a la colección del duque de Módena concluyó sólo cuando Napoleón llegó a la ciudad. Fue él quien impidió a sus comisarios que sustrajeran nada más. Lo que no le privó de escoger dos cuadros para su uso y disfrute.
Se acababa de crear un precedente que se repetiría tras las victorias sobre Parma, Milán, Mantua y Venecia, entre otras ciudades. En el armisticio se exigía que parte del pago se efectuara en obras de arte. Esta exigencia venía seguida, cuando llegaba el momento de recoger, de un expolio que excedía en mucho lo estipulado en los acuerdos de paz. Entre las obras tomadas se contaban creaciones de Miguel Ángel, Guercino, Tiziano, Veronés, Correggio, Rafael y Leonardo, así como antigüedades como la famosa Cuadriga, los caballos de bronce que remataban la basílica de San Marcos de Venecia, saqueados a su vez de Bizancio en 1204 durante la Cuarta Cruzada y ahora «trasplantados» a París.
Otras ciudades que se hallaban en el punto de mira de Napoleón tomaron medidas para proteger sus tesoros artísticos. Nápoles no entró en combate contra Napoleón, y firmó un tratado de inmediato, lo mismo que Turín. Como consecuencia de ello, el expolio a las dos ciudades fue el de menor alcance.
El papa Pío VI se avino a términos con Napoleón en junio de 1796, pero pagó un alto precio por ello. Además del desembolso de 21 millones de libras en dinero y bienes (aproximadamente unos 60 millones de dólares de hoy) el artículo 8 del Tratado de Tolentino estipulaba que el pontífice debía entregar: «cien pinturas, bustos, vasijas o estatuas que seleccionarán los comisionados y enviados a Roma, incluidos, específicamente, el busto en bronce de Junio Bruto y el busto en mármol de Marco Bruto, ambos expuestos en el Capitolio, así como quinientos manuscritos de la elección de los mencionados comisionados». Entre el centenar de obras se encontraban ochenta y tres esculturas, incluido el gran Laoconte, y el Apolo Belvedere, así como la maravillosa pintura de Rafael titulada La Transfiguración. Añadiendo insulto a la injuria, se le exigió al Vaticano el pago del transporte de todas las obras de arte que le arrebataban los franceses, una suma elevadísima que ascendió a las 800 000 libras, el equivalente a unos 2,3 millones de dólares. De Bolonia, dominio de los Estados Pontificios, se llevaron cuarenta pinturas, y diez más de Ferrara. Para transportar las obras saqueadas de Bolonia solamente hicieron falta ochenta y seis carros. Napoleón escribió: «La comisión de expertos se ha hecho con un buen alijo en Rávena, Rimini, Pésaro, Ancona, Loreto y Perugia. El lote completo será enviado a París sin dilación. También existe un envío de la misma Roma. Hemos despojado a Italia de toda obra de valor artístico, con excepción de algunos objetos de Turín y Nápoles».
Además del expolio «oficial», es decir, legitimado por el régimen, se produjeron miles de robos de obras de arte de carácter privado, sustracciones a cargo de oficiales durante el proceso de saqueo, o de civiles que se aprovechaban del caos de la guerra. La astucia del ciudadano Wicar ejemplifica la rapiña de la era napoleónica. Lo que el conservador de antigüedades del Louvre robó al duque de Módena era sólo un aperitivo: en el transcurso de todas las campañas napoleónicas, Wicar se apoderó, literalmente, de miles de dibujos, y se convirtió en uno de los suministradores de arte, sustraído o no, más importantes de la historia. De hecho, Wicar robó tantos dibujos, que a pesar de venderlos casi todos en vida, conservó 1436 que, según dispuso en su testamento, debía recibir como presente su ciudad natal, Lille, tras su muerte, que se produjo en 1843.
Si bien se han conservado pruebas de las confiscaciones oficiales de obras de arte que tuvieron lugar tras las victorias napoleónicas, de los robos de los que no existen registros sólo podemos imaginar su alcance. Contando exclusivamente el caso de Italia, y dejando de lado los numerosísimos robos perpetrados en Roma, las pinturas confiscadas ascienden a 241. En cuanto a la capital, las obras sustraídas se contaron por millares. Cuántas más se llevaron extraoficialmente, y cuántos registros desaparecieron o se vieron alterados son aspectos que siguen sin conocerse. E Italia no fue, en modo alguno, la única nación despojada de su arte. Grecia, Turquía y Egipto perdieron gran cantidad de antigüedades, pero fueron las ricas colecciones de la Europa central y occidental las que sufrieron en mayor medida el expolio. En una sola región de Alemania, Brunswick, se sustrajeron al menos 1129 pinturas, tanto oficial como extraoficialmente, así como 18 000 monedas y 1500 piedras preciosas. De todas ellas, 278 acabaron exponiéndose en el Louvre.
El ciudadano Wicar actuaba movido más por su beneficio personal que por la gloria del Louvre. Explotaba alegremente la situación caótica, sí, pero no influía en la política napoleónica. No tenía acceso directo al general, y más allá de su vistosa biografía y su reputación (además de los 1436 dibujos cedidos a su ciudad natal), no dejaría ningún legado. Pero había un hombre que concentraba todo el poder del que Wicar carecía, y que resultó ser de importancia capital no sólo para la política artística de Napoleón, sino para la historia de la museística. Se trataba de la cabeza pensante de Napoleón, y de un cazador de arte.
Dominique Vivant Denon fue el artífice del saqueo artístico y de su concentración en el Museo del Louvre durante el reinado de Napoleón. Como artista en la corte de Luis XV, Denon había sido instructor de dibujo de la cortesana favorita del monarca, madame de Pompadour. De gran inteligencia, encantador y cultivado, también se mostró activo en política, y ejerció de embajador en la corte de Catalina la Grande, así como en Nápoles, que era la capital del reino de las Dos Sicilias. Fue lo bastante astuto para estar ausente en 1789, cuando estalló la Revolución (concretamente se hallaba en Venecia, donde había planeado vivir con su amante y establecer un taller de grabados). Pero lo expulsaron de la ciudad por considerarlo sospechoso de colaborar con los exiliados revolucionarios, lo que podía ser cierto, pues sus lealtades variaban según las circunstancias. Se trasladó a Florencia, y podría haber permanecido allí de no ser porque llegó hasta sus oídos que sus propiedades figuraban en la lista de las que podían ser confiscadas por los revolucionarios. Denon tomó la valiente y tal vez arriesgada decisión de regresar a Francia, en su empeño por salvar sus posesiones.
A pesar de ser monárquico, se salvó de la guillotina en 1798 gracias a la intervención del principal pintor del período revolucionario (que había sido maestro del ciudadano Wicar, el de los dedos largos), Jacques-Louis David, que logró disuadir a los revolucionarios de su idea de ejecutar a Denon con el argumento de que éste había encargado a David documentar los encuentros de los revolucionarios en París. Aunque se trataba, sin duda, de una decisión motivada más por ideales artísticos que revolucionarios, bastó para convencer a los republicanos de que no hacía falta ejecutarlo. Y así fue como emprendió una nueva vida dedicada al apoyo de la República Francesa.
La fidelidad de Denon cambiaba según soplaba el viento. Había dado sus primeros pasos siendo aristócrata, el Chevalier de Non. Pero, en aquélla era, para salvar el pellejo, hacía falta cierto grado de flexibilidad. Y así, de noble menor pasó a ser el ciudadano Denon, y a diseñar los uniformes para el ejército republicano (volvería a cambiar y a convertirse en barón Denon cuando Napoleón restaurara el sistema de títulos del Antiguo Régimen). En 1797 trabó amistad con la joven Josephine de Beauharnais, que acababa de casarse con Napoleón, a la sazón general. A través de ella, Denon fue intimando con el futuro emperador. Fue escogido para acompañarlo en calidad de artista oficial en su campaña de 1798 a Egipto. En el transcurso de la misma, sus hombres robaron la piedra de Rosetta, los soldados causaron desperfectos en la Esfinge y Denon se convirtió en confidente y asesor artístico de Napoleón.
Bonaparte no era un experto en cuestiones artísticas. Su admiración por determinadas obras dependía del tamaño de éstas y de su naturalismo. Denon guiaba discretamente al general en cuestiones de gusto, pero en esencia se conformaba con sustraer para el Louvre las obras más importantes de la historia del arte, aquellas que requerían un mayor conocimiento o un gusto más sutil para apreciarlas, dejando las pinturas naturalistas de gran tamaño para la colección privada de Napoleón. Denon, en efecto, lo acompañaría en la mayoría de sus últimas campañas, y le aconsejaría qué obras de arte confiscar para enviar al Louvre. Su sobrenombre era «l’emballeur», es decir, «el empaquetador», por su supervisión constante de los envíos de arte expoliado que partían rumbo a París.
Denon era un filósofo de andar por casa, capaz de algunas ideas intrigantes, aunque con frecuencia de un nivel superficial. Durante las campañas napoleónicas, pasaba casi todo el tiempo dibujando los monumentos y, ocasionalmente, tomando apuntes de las batallas mientras éstas tenían lugar —se dice que apoyaba la tabla de dibujo en la silla de montar y que dibujaba como un poseso mientras a su alrededor atronaban los cañones—. Cuando el ejército francés alcanzó las ruinas de la antigua ciudad de Tebas, Denon dejó constancia escrita de un incidente que, de ser cierto, resulta maravilloso en su romanticismo: «[La ciudad en ruinas era] un fantasma tan gigantesco […] que el ejército, al contemplar las ruinas esparcidas aquí y allá, se interrumpió por iniciativa propia y, en un acto espontáneo, prorrumpió en aplausos». Puso poesía a la guerra, y abordó la cuestión de que la historia puede reescribirse: «¡Guerra! ¡Cómo resplandeces en la Historia! Pero al verte de cerca, qué odiosa te vuelves, cuando la Historia ya no oculta el horror de tus detalles».
Esa frase se revelaría profética: los historiadores borraron hábilmente el expolio de las obras de arte durante la guerra, como hizo el propio Denon el 1 de octubre de 1803. Ese día, un centenar de cajas llenas hasta arriba de antigüedades saqueadas en Italia llegaron al Louvre sin que un solo objeto se hubiera fracturado en el trayecto. Denon aprovechó la ocasión para pronunciar un discurso ante los miembros de Institut de France, un grupo de intelectuales de salón con intereses místicos y religiosos que había sido fundado en 1795 por antiguos miembros de la Logia Masónica Francesa. Al presentar unos tesoros entre los que se incluían la Venus de Medici y la Venus Capitolina, Denon proclamó: «El héroe de nuestro siglo, durante el tormento de la guerra, requirió de nuestros enemigos trofeos de paz, y ha velado por su conservación».
Denon fue el primer director del Louvre, cargo que asumió oficialmente en 1802. Dejando de lado su participación en el saqueo artístico, Denon fue un director de museo lleno de ideas que dieron forma al modo actual de concebir la museística. Creía, por ejemplo, que los museos debían exhibir un «grupo completo» de las mejores representaciones de todo movimiento artístico que pudiera adquirirse, desde «el Renacimiento de las artes hasta nuestro tiempo». Así, el museo debía proporcionar «un curso de historia en el arte de la pintura», presentando su colección con «un carácter de orden, instrucción y clasificación», como Denon escribió a Napoleón en una carta fechada en 1803. Para lograrlo, éste reinventó la manera de exponer los cuadros. Hasta entonces, las obras se colgaban desde el suelo hasta el techo de cualquier manera: las paredes se cubrían de marcos. A Denon se le ocurrió la idea de aislar el arte para mejorar su contemplación, disponiendo cada obra en el centro de la pared, y mostrando conjuntamente las que establecieran un diálogo artístico o teórico entre ellas. Él creía que no sólo podía aprenderse algo del arte mismo, sino también del modo en que éste se exhibía.
Cuando, en 1804, Napoleón se convirtió en emperador, Denon fue nombrado inspector general de los museos franceses, es decir, que en la práctica se convirtió en director de todas las colecciones nacionales. Tanto él como Napoleón comprendieron que la captura y exhibición de los tesoros culturales de las naciones vencidas suponía una forma de poder simbólico. Cuando no se encontraba viajando por la Europa recién conquistada, apoderándose de miles de piezas artísticas de primerísima calidad, Denon se instalaba en el Louvre, rodeado por la fantasía de un historiador del arte. El museo se convertiría en su Salón de las Maravillas, que albergaba las joyas del mundo conquistado, dispuestas para el goce de la Francia triunfal.
El Louvre —conocido inicialmente como Muséum Français, posteriormente como Musée Central des Arts, y más tarde como Musée Napoléon desde 1803 hasta 1814, antes de convertirse en Musée du Louvre— pasó a ser un centro de peregrinación muy popular para los viajeros cultivados. La acumulación en París de obras de arte producto de saqueos era un tema de constante debate en las publicaciones europeas, y suscitaba gran interés en lo que podría denominarse «turismo del arte ilícito».
En 1802, Henry Milton, un inglés que se desplazó hasta París específicamente para ver un Louvre lleno de obras robadas, escribió: «Bandas de ladrones experimentados que no hallaban salida a su talento en su país natal fueron enviados al extranjero para cometer sus delitos bajo otro nombre menos deshonroso […] Hordas de amigos de lo ajeno bajo forma de expertos y conocedores acompañaron a sus ejércitos para tomar posesión, ya fuera por dictado o por la fuerza bruta, de todo lo que les parecía digno de ser poseído». La indignación de Milton, rasgo presente en su obra de 1815 titulada Cartas sobre las Bellas Artes escritas desde París, no le impidió visitar y admirar las obras mismas. A alguien puede parecerle mal que se exhiban animales de especies en peligro de extinción en un circo, y aun así adquirir una entrada para verlas.
Milton ejemplifica una nueva clase de turistas, los que viajaban a París para admirar el mejor museo de mundo, recién inaugurado, que comprendía una selección del mayor botín artístico de Europa. La sensación general se encontraba a medio camino entre el horror y la admiración. Los franceses habían hecho algo que las anteriores potencias, en todo caso, sólo habían soñado, y que futuros poderes, sobre todo el nazi, aspirarían a emular. Habían convertido su galería nacional en un supermuseo que contenía lo mejor del arte occidental.
En el Louvre, la meta de Denon pasaba por reunir la mejor y más completa colección de arte del mundo. Napoleón se enorgullecía sobre todo de haber robado el valioso Apolo Belvedere del Vaticano —no tanto por la importancia de la antigüedad, sino por haberlo arrebatado a la colección papal—. Denon, por su parte, se mostraba más interesado en la pintura, y ahora se hallaba en posesión de una de las más importantes del mundo: El retablo de Gante. Pero era dolorosamente consciente de que el trofeo robado estaba incompleto; en el Louvre se exponían los gloriosos paneles centrales: las joyas resplandecientes de la corona de Dios Padre; los vellos detallados uno por uno en la larga barba de san Juan Bautista; la sangre que brotaba del cuello del cordero del altar, y que llenaba el cáliz. Pero Denon se preguntaba por los laterales, y por Adán y Eva. ¿Por qué el ciudadano Barbier no los había confiscado también, ocho años atrás? Para un verdadero amante del arte, una obra maestra incompleta era una fuente de frustración, una herida sin cicatrizar. Poseer sólo los paneles centrales de la obra más importante de Van Eyck era como exponer el David de Miguel Ángel sin piernas, o La Gioconda de Leonardo sin pelo.
En 1802, ya al mando del Louvre, Denon quiso reparar aquel descuido en la confiscación. Desde la anexión de los Países Bajos austríacos a Francia, las relaciones con Gante no permitían ya que Denon pudiera organizar fácilmente más sustracciones de la catedral. De modo que recurrió a otra táctica: la negociación. Estableció contacto con el obispo de Gante y con el alcalde de la ciudad, y les pidió si le cederían los laterales y los paneles de Adán y Eva, para que La Adoración del Cordero Místico volviera a estar completa, si bien en París.
Tanto el obispo como el alcalde se negaron a satisfacer su petición. No venderían un tesoro nacional. Entonces Denon les propuso un trato: obras de Rubens, otro maestro flamenco, a cambio de los paneles. De ese modo podrían intercambiar un tesoro nacional por otro. Pero Rubens era de Amberes, ciudad rival de Gante. La obra maestra de un vecino no servía. La moral de la ciudad se vinculaba al mantenimiento de su estandarte: La Adoración del Cordero Místico. Ya era un grave insulto que se hubieran llevado los paneles centrales: los laterales, al menos, debían quedarse donde estaban.
Ésa fue la primera de una sucesión de guerras en las que El retablo de Gante fue un preciado botín. Gran parte del deseo de poseer la pintura se debía precisamente al hecho de que muchos otros pretendieran apoderarse de ella, tanto para sus colecciones privadas como para engrosar el patrimonio nacional. Y ese deseo crecía cada vez que se divulgaba un nuevo incidente relacionado con su captura o su devolución. Denon lo quería para el Louvre, y a causa del gran valor que atribuía a la pintura, la fama de ésta crecía.
Mientras Denon creaba el Louvre gracias al robo impuesto militarmente —por más que declarara que su empeño era noble—, la ciudad de Gante podía atribuirse, por derecho propio, ser la cuna de un heroico ladrón. A finales del siglo XVIII Gante había perdido estatus como capital industrial y económica. Pero entonces, un hecho aislado, un robo de naturaleza completamente distinta, resucitó la maltrecha y debilitada ciudad.
En 1799, los ingleses obtuvieron un breve monopolio sobre la industria algodonera europea después de que Samuel Crompton inventara una hiladora que se convirtió en la pieza clave de las fábricas de tejidos. El invento permitía transformar mecánicamente algodón crudo en el hilo con el que podían fabricarse tejidos. Gracias a la máquina, conocida como spinning mule, Inglaterra se convirtió en el principal productor de hilaturas de algodón del mundo occidental, posición de inmenso valor económico que duró sólo un año.
Para reavivar la vacilante economía de su amada ciudad natal, un emprendedor belga llamado Lieven Bauwens viajó hasta Inglaterra, robó los planos de un prototipo de hiladora, los sacó del país y se los llevó al continente.
A partir de aquellos planos, la primera fábrica de hilaturas se construyó en París a finales de 1799, poniendo fin al breve monopolio inglés. En agradecimiento a los esfuerzos de sus ciudadanos en nombre de Francia y todos sus territorios, a Gante se le permitió construir la segunda fábrica del continente en 1800. Así, la ciudad que históricamente se había enriquecido gracias a la industria textil, volvería a hacerlo una vez más. Gante salió del silencio impuesto por la guerra y surgió como una potencia económica, una de las más importantes en los territorios ocupados por Francia.
Bauwens recibió, en 1810, la visita de Napoleón, que lo condecoró con la Legión de Honor, la mayor distinción de Francia, por su heroísmo. Se convirtió en un industrial importante de su ciudad, de la que durante un año llegó a ser alcalde. Gante, cuyo mayor tesoro sería robado una y otra vez, resucitó gracias a un valeroso acto de latrocinio.
Pero ese mismo año resultó trágico para otra ciudad belga. Las tropas francesas que ocupaban Brujas despojaron a su catedral, la de San Donaciano, de todas sus piezas artísticas, incluida otra obra maestra de Van Eyck, La Virgen del canónigo Van der Paele, de 1436. A continuación demolieron la catedral, y con ella la tumba de Jan van Eyck. Los Países Bajos austríacos habían sido un núcleo de pasión religiosa, con su epicentro en la Universidad de Lovaina. En 1789, las reformas del emperador José II causaron escándalo colectivo. Una vez la región de Brujas y Amberes fue oficialmente anexionada a Francia, el Directorio empezó a imponer sus normas para el culto público y las prácticas monásticas en todo el territorio de los Países Bajos austríacos. Existía la preocupación de que el ferviente catolicismo de la región pudiera ejercer de aglutinante para una rebelión contra el control francés. Las órdenes religiosas se suprimieron, incluida la diócesis de Brujas, y se prohibió vestir con hábito. Muchas instituciones religiosas, exceptuando las que se ocupaban de la educación o el cuidado de los enfermos, fueron suprimidas. La diócesis de Brujas permaneció suspendida entre 1794 y 1795, mientras duró la anexión oficial de la región de Brujas y Amberes a Francia. Hasta 1834 ningún obispo tuvo su sede en ella, pues el área pasó a pertenecer al obispado francés más próximo.
Serían necesarios los esfuerzos conjuntos de varias superpotencias europeas, unidas y reunidas en cinco combinaciones distintas, para detener el avance del ejército francés y lograr, finalmente, la devolución a su lugar de origen de los paneles centrales de El retablo de Gante.
En 1809, la Quinta Coalición —las potencias internacionales unidas para impedir que Napoleón culminara su propósito de conquistar el mundo— venció al fin. Numéricamente, la Coalición aventajaba al ejército napoleónico, pero la gran superioridad táctica del general imponía gran igualdad en el campo de batalla. Éste asumió el control directo de sus tropas por primera vez en bastantes años, pero el enjambre de sus enemigos resultaba excesivo incluso para él. En enero de 1814 Napoleón había perdido Italia, Renania y los Países Bajos (Bélgica y Holanda).
Tras unas batallas contra los ejércitos austríaco y prusiano en las que obtuvieron victorias, las fuerzas de Napoleón estaban agotadas, y parecía claro que el fin era inminente. Las tropas de la Coalición entraron en París el 30 de marzo de 1814. Los mariscales de Napoleón lo abandonaron durante los primeros días de abril, y el 4 de ese mismo mes el emperador abdicó.
En el Tratado de Fontainebleau, firmado el 14 de abril de 1814, la victoriosa Quinta Coalición estableció que Napoleón se exiliaría a la isla italiana de Elba. En dicho tratado, éste se esforzó mucho por que se estipulara que las obras de arte reunidas en el Louvre, donde convivían piezas propiedad de Francia con otras producto del expolio, serían «respetadas» como «propiedad inalienable de la Corona». Dicho de otro modo, a la Quinta Coalición no se le permitiría hacer lo que Napoleón había hecho y «recuperar mediante el robo» lo que Francia había saqueado, ni usar el arte como forma de reparación. La mayor parte de las obras, en efecto, permaneció en el Louvre. Pero el duque de Wellington insistió, como había hecho Napoleón, en que el arte constituía un trofeo de guerra legítimo, y gran parte de lo previamente saqueado regresó a sus países de origen (aunque el hábil inglés logró que el suyo se quedara con la piedra de Rosetta).
También esa devolución de los objetos obtenidos como botín de guerra tuvo un gran impacto en el modo actual de concebir el arte. Las piezas recuperadas no se instalaron de nuevo en las iglesias, que habían sido las principales víctimas de los saqueos, sino en museos de nueva creación, con la idea de que esas nuevas instituciones protegerían, conservarían y exhibirían mejor las obras maestras de cada país. Éste fue, tal vez, uno de los legados más inadvertidos pero más importantes de Denon, que sigue vigente en nuestros días. El patrimonio cultural de las naciones se trasladaría a los museos para ser exhibido de un modo que, si bien lo apartaba de su contexto, educaría mejor a quienes lo admiraran y serviría, además, para preservar las obras de arte.
Muy afectado por la disolución de la colección en la que tanto empeño había puesto, Denon dimitió. Tras retirarse, abrió un museo privado en su apartamento de París, situado junto al Quai Voltaire —un gabinete de curiosidades, más un gran relicario que una galería de arte, pues en él exhibían desde varios pelos del bigote del rey Enrique IV hasta unos dientes de Voltaire, pasando por una gota de sangre de Napoleón—. A causa de una combinación de esfuerzos diplomáticos, errores administrativos intencionados y falta de coordinación por parte de algunos de los países expoliados, más de la mitad de las piezas confiscadas por Napoleón y los revolucionarios permaneció en el Louvre. Gran parte de ellas todavía puede admirarse en la actualidad, incluidas obras seminales, como el Cristo coronado de espinas, de Tiziano, Las bodas de Caná del Veronés y otra de las grandes obras de Van Eyck, La Virgen del canciller Rolin, robada de una iglesia de Autun en 1800.
Depuesto Napoleón, las facciones monárquicas de Francia, que habían regresado a París, restauraron la corona borbónica en la persona de Luis XVIII, un rey siempre ambicioso que nunca se confirmó con su posición de rey en el exilio, y que, lógicamente, se alegró de la restauración. Era un ávido coleccionista de libros y curiosidades, así como de obras de arte, y gran amante de la elegancia y el estilo, aunque matizados por su racionalidad. Lo único en lo que no se mostraba razonable era en la cantidad de comida que ingería: era un gran comilón, y un bon vivant de primera categoría, como atestiguaba el diámetro de su cintura. Luis resultaba una combinación intrigante de varias de las características que habían llevado al pueblo a destronar a sus antepasados: era egoísta, pomposo, lujurioso e indulgente, pero poseía también rasgos propios de la racionalidad, unos modales impecables y gran conciencia de las condiciones sociopolíticas del mundo que le rodeaba.
Luis XVIII había vivido a salvo en el extranjero mientras duró la Revolución. Hermano menor del decapitado Luis XVI, heredó el trono tras la muerte del hijo de diez años de éste, Luis XVII, que aconteció mientras se encontraba encarcelado en plena Revolución, el 8 de junio de 1795. A partir de ese momento, Luis XVIII se proclamó rey y creó una corte en el exilio en la ciudad de Verona, bajo control veneciano, hasta que fue expulsado a instancias del Directorio, en 1796. Desde entonces se convirtió en monarca itinerante. Se había autoproclamado rey de Francia, pero carecía de poder y de súbditos más allá de los integrantes de su séquito. Durante aquellos años residió brevemente en Rusia, Inglaterra y Letonia. Existe cierto patetismo en la figura de ese rey fantasma, heredero de un trono derrocado, intangible.
Luis XVIII se carteó, estratégicamente, con Napoleón mientras éste ejercía de cónsul. Se ofreció a perdonar a los regicidas, a otorgar títulos nobiliarios a la familia Bonaparte, e incluso a mantener los cambios implantados por Napoleón y los revolucionarios desde 1789. Pero el cónsul le respondió que el retorno de la monarquía a Francia conduciría a una guerra civil y causaría miles de muertes. Napoleón no quería ser el segundo de nadie, por más que pudiera mover los hilos de un títere a la sombra del poder real.
Tras la derrota de Napoleón de 1814, las potencias aliadas, victoriosas, ofrecieron el trono de Francia a Luis XVIII. Su reinado fue más simbólico que real, pues fue obligado a implantar una Constitución recién redactada, la llamada Carta de 1814, que garantizaba una legislatura bicameral que impediría los abusos de poder de la monarquía.
El reinado de Luis XVIII se vio interrumpido por la espectacular huida de Napoleón, que abandonó la isla de Elba el 26 de febrero de 1815. Las noticias de su fuga no tardaron en llegar al rey, que envió al Quinto Regimiento al encuentro de Napoleón en Grenoble. El 7 de marzo de ese año, el que había sido emperador desmontó de su caballo y se acercó a las tropas a pie, mirando fijamente a los ojos de sus antiguos soldados. Sus palabras han quedado para la posteridad: «Soldados del Quinto, ustedes me reconocen. Si algún hombre quiere disparar sobre su emperador, puede hacerlo ahora». Siguió un breve silencio tras el que los soldados gritaron al unísono: «¡Viva el emperador!». Y eso fue todo. Napoleón recuperó el control del ejército, congregó una fuerza de 200 000 hombres y marchó sobre París.
El rey Luis XVIII huyó y buscó refugio en la ciudad de Gante, donde permaneció menos de un año. Cuando Napoleón fue finalmente derrotado en la batalla de Waterloo en junio de 1815, Luis regresó a París, donde las potencias victoriosas lo devolvieron al trono. Una interesante nota al margen de esta historia es que el ciudadano Barbier conspiró para que el monarca le diera empleo. Y, en efecto, no tardó en ser nombrado administrador jefe de las bibliotecas privadas del rey, cargo en el que permaneció hasta que, en 1822, fue despedido y privado de todos sus cargos: tal vez Luis XVIII tardara todo ese tiempo en percatarse de que había contratado a uno de los mejores ladrones de Napoleón.
El breve paso del rey por Gante resultó de vital importancia para la ciudad anfitriona. De no haber sido por él, los paneles centrales de El retablo de Gante seguirían, casi con total seguridad, expuestos en el Louvre. Agradecido con la localidad que lo había acogido, Luis tomó las medidas oportunas para devolver la amabilidad que le había demostrado. Sin duda, su influencia en la historia de Bélgica y los Países Bajos resultó más positiva que la que ejerció en el reino de Francia. Luis XVIII unió oficialmente Holanda con los nuevos Países Bajos Franceses (la antigua Flandes más la futura Bélgica), a finales de 1815. El Estado resultante pasó a denominarse Reino Unido de los Países Bajos. Posteriormente ordenó la devolución de los paneles centrales de La Adoración del Cordero Místico a la ciudad de Gante. Enfermo crónico de gota, Luis vivió postrado en una silla de ruedas hasta el fin de su reinado, que coincidió con su muerte, acaecida el 16 de septiembre de 1824.
Los paneles centrales de la obra maestra de Van Eyck se encontraban entre el mínimo de 5233 objetos inventariados como producto del expolio que fueron devueltos a sus lugares de origen durante el reinado de Luis XVIII. En todo caso, jamás sabremos cuántos fueron robados en total, entre las campañas de rapiña de los soldados revolucionarios franceses y las confiscaciones de Napoleón.
El retablo de Gante volvía a estar completo, y se exhibía con orgullo en la catedral de San Bavón, donde permanecería apenas un año.