El primer siglo de existencia de El retablo de Gante fue el único período en que la obra permaneció tranquila. Más allá del misterio de Hubert van Eyck, que según numerosos expertos es el resultado de una falsificación de principios del siglo XVI, y del daño infligido tras unos trabajos de limpieza, que supuso la destrucción de la predela, los primeros ciento cuarenta años de vida del retablo fueron plácidos. Pero después, en 1566, la obra fue víctima de una concatenación de actos delictivos sin precedentes ni parangón: había empezado a convertirse en el chivo expiatorio de una serie de causas ideológicas cuyos defensores veían en el retablo el símbolo de todo lo que odiaban.
La localidad que exhibía El Cordero Místico, la poderosa y muchas veces saqueada ciudad de Gante, posee una historia fascinante, inextricablemente unida a la de la obra maestra que acoge. Gante (Gent en flamenco, Gand en francés) ha retenido el sabor de su rica y oscura historia, como ciudad que en gran medida se ha librado de los daños causados por las muchas guerras que han llegado hasta su umbral. Conocer la historia de Gante resulta indispensable para comprender qué ha ocurrido con el mayor tesoro de la ciudad, sobre todo en su primera época, en que fue objeto de diversas formas de delincuencia.
Aunque en Gante se han hallado elementos arqueológicos que datan de tiempos prehistóricos, la ciudad como tal inició su andadura, como muchas otras de Europa, siendo un campamento fortificado de los romanos. Es probable que su nombre derive del vocablo celta ganda, que significa «confluencia», o «punto de encuentro», de varios cursos de agua, en este caso, de los ríos Lys y Escalda. Lo que comenzó como simple asentamiento alcanzó prominencia en el año 630 con el establecimiento de la abadía de San Pedro, que no tardaría en rebautizarse como de San Bavón. Una segunda abadía, llamada de Blandijnsberg, se fundó con posterioridad. En aquella época las abadías no sólo eran centros religiosos, sino núcleos de comercio e intercambio. La concentración de artesanos y comerciantes alrededor de aquellas instituciones religiosas llevó al crecimiento de una ciudad.
Por aquella época, aproximadamente, un acaudalado terrateniente llamado Allowin nacía en el asentamiento cercano de Brabante. Allowin se casó y tuvo una hija, pero se sentía desgraciado a pesar de sus riquezas y su familia. Cuando su mujer falleció, Allowin vivió algo parecido a una crisis de los cuarenta. Se volvió hacia Dios y entregó toda su tierra y sus posesiones a los pobres, tras lo que se encomendó como discípulo de un obispo errante que más tarde se convertiría en san Amando de Maastricht.
San Amando había sido eremita durante quince años antes de iniciar una exitosa carrera como misionero a los cuarenta y cinco años. El papa Martín I (que también acabaría elevado a los altares) había concedido a Amando un obispado sin sede fija. Éste poseía los privilegios inherentes a su cargo, pero no contaba con ninguna catedral. Amando iba de un lado a otro, predicando en Flandes y entre las tribus eslavas del alto Danubio. Fundó varias abadías, entre ellas, probablemente, la de San Pedro de Gante. Fue allí donde conoció a Allowin.
Conmovido ante la piedad y la fuerza del futuro san Amando, el terrateniente empezó a seguir al obispo por sus misiones a lo largo y ancho de Flandes. Amando bautizó a Allowin con el nombre de Bavón (Baaf en flamenco; Bavo, según transcripciones de otras lenguas). Se sabe relativamente poco de la vida de Bavón tras su bautismo. De hecho, la única historia que ha perdurado sobre él es la que cuenta que, en una ocasión, se encontró con un hombre al que, hacía mucho tiempo, había vendido como siervo. Bavón insistió en que aquel hombre lo condujera, encadenado, hasta el calabozo municipal, como gesto de penitencia y retribución. Después de acompañar a Amando en sus misiones, Bavón obtuvo permiso para vivir como eremita en el bosque, tras la abadía de San Pedro de Gante. Murió el 1 de octubre del año 653 y fue enterrado en la abadía que, a partir de entonces, llevaría su nombre.
Gante siguió creciendo, y alcanzó la suficiente importancia como para que Carlomagno le concediera una flota con la que defenderse de las incursiones vikingas, que remontaban sus ríos. El asentamiento había sido atacado y saqueado por éstos en dos ocasiones, la primera en el año 851 y la segunda en 879. Los vikingos no estaban preparados ni para los combates en campo abierto, ni para asediar ni superar fortificaciones, por lo que, tras el segundo de los devastadores ataques de éstos, en el año 879 Gante construyó su primera fortificación significativa, que era de madera.
La ciudad floreció en el siglo XII cuando se convirtió en un centro internacional del comercio de tejidos que importaba lana inglesa sin tratar y producía telas de gran calidad para su exportación. En 1178, el conde Felipe de Alsacia, gobernante de la zona, concedió a Gante privilegios comerciales con carácter oficial, y ordenó la construcción de la primera ciudadela de piedra, el formidable Castillo de los Condes, que se ha mantenido en pie hasta hoy. A principios del siglo XIII, la ciudad se había convertido en la segunda mayor de Europa, sólo superada por París, y contaba con una población de 65 000 personas.
El Gante del siglo XIII se regía por un poco habitual gobierno oligarca formado por un consejo de mercaderes patricios. El consejo se ocupaba de las cuestiones gubernamentales y judiciales de la ciudad, mantenía a cierta distancia a los reinantes condes de Flandes y defendía sus intereses mercantiles. El crecimiento de Gante como centro de comercio no se detuvo, y operaba con un asombroso grado de independencia respecto del feudalismo que dominaba las tierras agrícolas que la circundaban.
La división de poderes entre los mercaderes patricios de Gante y el conde de Flandes se desestabilizó con el inicio de la guerra de los Cien Años, en 1337. Aunque éste se alió con Francia, Gante quería seguir manteniendo sus provechosas relaciones con Inglaterra y sus importaciones de lana, que constituía la materia prima de la riqueza de Gante. La ciudad necesitaba a Inglaterra. El noble que mandaba sobre toda la región se había alineado con Francia. ¿Qué debía hacer Gante?
La situación militar de la ciudad no le permitía resistirse a su señor, el conde Luis de Male de Flandes (para quien el padre de Joos Vijd, Nikolaas, trabajó), por lo que dependía de la política y de los políticos. Los mercaderes patricios contaban con la ayuda del rico comerciante de telas y dirigente cívico Jacob van Artevelde, que intentó preservar la relación con Inglaterra a pesar de la guerra de los Cien Años. Van Artevelde unificó varias ciudades flamencas, entre ellas Brujas e Ypres, y apoyó al rey inglés Eduardo III, de manera abierta, desde 1340. Pero finalmente fue considerado sospechoso de conspirar para instalar al hijo de Eduardo como nuevo conde de Flandes, y fue asesinado por el pueblo en 1345. Su hijo, Felipe, prosiguió la labor de su padre, defendiendo administrativamente los intereses de Gante contra la alianza militar del conde de Flandes.
Con la muerte de Luis de Male, Flandes pasó a ser feudo de los duques de Borgoña. Fue bajo su gobierno, sobre todo bajo el del duque Felipe III (el Bueno), cuando el área floreció artísticamente. Y fue ése el período en que Jan van Eyck pintó La Adoración del Cordero Místico para la iglesia de San Juan, que había sido el templo de la abadía de San Bavón del siglo VII, y que posteriormente se convertiría en catedral de San Bavón.
Aquéllos no fueron tiempos felices para los habitantes de Gante, la ciudad más populosa, rica y poderosa de las tierras borgoñonas. Años de impuestos desorbitados cobrados por Borgoña llevaron al pueblo de Gante a la rebelión. El duque Felipe el Bueno congregó a 30 000 soldados y atacó a los rebeldes en la batalla de Gavere, el 23 de julio de 1453. Gante poseía un ejército equivalente en número de hombres. Poco después de iniciarse los combates se produjo una explosión fortuita en la batería de artillería de la ciudad, y la práctica totalidad de la artillería pesada de los rebeldes quedó destruida. El duque aplastó al pueblo de Gante, que sufrió 16 000 bajas. Los ciudadanos que sobrevivieron temían que el duque arrasara la ciudad como castigo. Cuando le preguntaron si lo haría, éste respondió: «Si lo hiciera, ¿quién me construiría otra igual?». La ciudad, irreemplazable, se salvó, pero Gante volvió a quedar bajo el control férreo del Imperio borgoñón.
Los duques de Borgoña mantuvieron el dominio sobre Gante hasta que la joven duquesa María, que no tenía hermanos varones, se casó con Maximiliano de Austria, miembro de la familia de los Habsburgo, el 18 de agosto de 1477. Flandes se convirtió así, sin derramamiento de sangre, en parte del Imperio de los Habsburgo. Pero estaba a punto de ser derramada mucha sangre en la guerra por su independencia, cuando el hijo más famoso de Gante no tardó en convertirse en su mayor enemigo.
En efecto, el futuro rey Carlos V, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y destructor de Roma, nació en el Gante de los Habsburgo en el año 1500. La ciudad no obtuvo la menor clemencia del emperador, que envió tropas contra ella en 1539, cuando los dirigentes de la ciudad se negaron a pagar las elevadísimas tasas que Carlos necesitaba para financiar sus campañas militares en el extranjero. Sometió al pueblo de Gante y obligó a los nobles de la ciudad a demostrarle obediencia haciéndoles caminar frente a él descalzos y con sogas anudadas al cuello. La palabra flamenca que significa «nudo corredizo», strop, fue posteriormente adoptada como sobrenombre para los habitantes de Gante, que pasaron a conocerse como stroppendragers, o «los que llevan sogas al cuello».
Tras la beligerancia de Carlos V, durante el reinado de su hijo Felipe II se produjo la mayor carnicería que conocería la historia de la ciudad. Como sucedió con gran parte de ciudades del norte de Europa durante la Reforma, la población de Gante se dividió en facciones religiosas enfrentadas de católicos contra protestantes. Entre las diversas sectas protestantes —entre ellas las de los anabaptistas y los menonitas, que rechazaban las conductas agresivas—, los calvinistas recurrían con frecuencia a la violencia y la iconoclasia.
En 1559, la iglesia de San Bavón —la advocación original, de San Juan, se había modificado en 1540— fue elevada a catedral. Gante se convirtió en sede de un obispado. El cambio se debió, en parte, al intento de fortalecer la presencia católica en la región, en unos momentos peligrosos, de conflicto religioso. Tan impresionado quedó Felipe II con El retablo de Gante que encargó ese mismo año una copia exacta de sus paneles centrales y de las alas para exponerlo en su corte de Madrid. La colección de Felipe ya incluía otra pintura de Van Eyck, El retrato del matrimonio Arnolfini, adquirido por la corte española tras la muerte de su propietaria, María de Hungría, en 1558. El artista que recibió el encargo de pintar las copias era un maestro flamenco llamado Michiel Coxcie, un imitador célebre por sus aptitudes en la copia de los grandes maestros de su tiempo, sobre todo de Rafael, lo que le valió el sobrenombre de «el Rafael flamenco». La reproducción de La Adoración del Cordero Místico de Coxcie nunca fue concebida para pasar por la original y, por tanto, no se trataba de una falsificación. Pero quinientos años después, un marchante de arte sin escrúpulos, radicado en Bruselas, que se beneficiaría en dos ocasiones de delitos relacionados con el retablo, vendería la copia de Coxcie como si se tratara del original robado.
La religión oficial de la ciudad de Gante alternaba entre el catolicismo y el calvinismo, dependiendo de quién ostentara el poder en ese momento. En el año 1566 se produjeron violentos disturbios protestantes durante un breve período de dominio de éstos, antes de que los católicos recobraran el control en 1567. A esa revuelta se la conocería como la Iconoclasia de Gante. Una de las quejas más persistentes de los calvinistas era la fascinación de los católicos por las imágenes. Los calvinistas consideraban que los católicos habían empezado a rezar a éstas, quebrantando así uno de los Diez Mandamientos, en vez de rezar «a través de» las imágenes para que sus oraciones fueran más vívidas.
Junto con esa percepción de un «culto a imágenes talladas», a los calvinistas les indignaban especialmente las tendencias mercantilistas de la Iglesia, así como la gran riqueza y el nivel de corrupción del clero. La compra de «indulgencias» —el pago a la Iglesia a cambio de la promesa de que, una vez muertos, quienes abonaran ciertas cantidades llegarían antes al Cielo— era una floreciente industria medieval. Los propios pontífices, alternativamente, se lamentaban y se beneficiaban de aquella fuente inagotable de ingresos. A los calvinistas les parecía repugnante que la gente pudiera comprar su entrada en el Cielo mediante donaciones y mecenazgos. Ellos sólo llevaban ropa negra, y prohibían cantar, bailar o comprar alcohol los domingos. Condenaban el dinero gastado en manifestaciones de decadencia católica, sobre todo en forma de obras de arte doradas y en iglesias con exceso de ornamentación. La iconoclasia o destrucción de imágenes tenía una fuerza simbólica para los protagonistas de los disturbios, los protestantes, que destruyeron o dañaron gravemente miles de obras de arte durante la Reforma. En ese contexto, la extraordinaria y resplandeciente Adoración del Cordero Místico resultaba un blanco irresistible.
Para los calvinistas, un retablo como aquél ejemplificaba a la perfección lo que de malo había en el catolicismo. Para ellos El Cordero alentaba dos tipos de pecado: el rezo a un ídolo y el pago terrenal a cambio de indulgencias. Al pagar por una obra de arte religioso tan sobresaliente para su iglesia local, Joos Vijd había sobornado, básicamente, a la institución para entrar en el Reino de los Cielos.
El retablo debía ser destruido.
La Adoración del Cordero Místico representaba un objetivo tan claro para la turba destructora de los calvinistas que los católicos montaron guardia armada en el interior de la catedral con el propósito primordial de protegerlo. El 19 de abril de 1566, los calvinistas llevaron la destrucción a las inmediaciones del templo. Intentaron franquear sus puertas, cerradas a cal y canto. Los guardias católicos del interior eran muchos menos que los asaltantes. Al parecer, habrían oído el estruendo en el exterior, los crujidos de la madera y los golpes de las piedras caídas, mientras aguardaban sin aliento, en la nave, a que los revoltosos irrumpieran en la catedral y quemaran la obra. Pero no lo lograron. Por lo visto no contaban con ningún ariete, y acabaron por desistir. Dos días después, los calvinistas regresaron. Usando un tronco de árbol como ariete, consiguieron abrir las puertas de la catedral. Mientras crujían, se astillaban y cedían por su centro, bajo el peso del tronco, el primero de los asaltantes penetró en el templo. Era de noche y portaban antorchas, que rasgaron la penumbra serena de la nave, inmensa y cuajada de arcadas y nervaduras, como un esqueleto de ballena. Corrieron hacia la capilla Vijd, listos para arrastrar el retablo hasta la plaza pública para que todos pudieran contemplar la pira en la que prenderían fuego a aquella fuente de inspiración de herejías.
Pero cuando llegaron a la capilla, el retablo había desaparecido.
En el fragor de la noche de revuelta, los calvinistas no tuvieron tiempo para detenerse a pensar; tal vez creyeron que uno de los suyos había llegado antes y se había llevado la pintura. O quizá se les ocurrió que su desaparición era un acto de Dios para conservarla. Es posible que no pensaran nada. Habían demolido otras obras escultóricas del interior de la catedral, pero nunca encontraron El Cordero. ¿Dónde estaba?
Tras el primer intento de asalto de los participantes en la revuelta, los guardias católicos, conscientes de que siendo tan pocos no lograrían proteger el retablo, idearon otro plan. Desmontaron sus doce piezas y las ocultaron en lo alto de una de las torres del templo. Cada noche varios hombres se apostaban a lo largo de la escalera de caracol estrecha que ascendía por ella, un elemento arquitectónico fácil de defender, pues por ella sólo pasaba una persona. Además, cerraron con llave la puerta en la planta inferior. Mientras los asaltantes saqueaban la nave central, los custodios de El Cordero permanecían, sin ser vistos, en la oscuridad de la escalera de caracol. Los calvinistas carecían de medios para buscar el retablo. Al no encontrarlo donde esperaban, se rindieron y siguieron con su labor de destrucción. No podían imaginar que el retablo se encontraba a escasos metros de ellos, en una torre, sobre sus cabezas.
Los católicos de la ciudad no esperaron a que los calvinistas averiguaran dónde ocultaban el políptico. Tras su precario éxito del 21 de abril, decidieron trasladarlo al ayuntamiento amurallado, donde permaneció hasta que los disturbios cesaron.
Hacia 1567, el inflexible, vengativo y católico duque de Alba asumió el mando absoluto de Gante. Ordenó la ejecución de muchos de los dirigentes calvinistas y diseminó las comunidades protestantes locales por las tierras que rodeaban la ciudad. El duque de Alba gobernó hasta 1573. Pero la adscripción religiosa de la ciudad siguió cambiando. Desde 1577 hasta 1584 fue oficialmente calvinista. Durante ese período, el retablo permaneció guardado en el ayuntamiento. Entre los jefes calvinistas se planteó la posibilidad de enviarlo a la reina Isabel de Inglaterra como prueba de su aprecio por el apoyo tanto moral como financiero que habían recibido de ella para la toma protestante de la ciudad. La idea era enviárselo no como imagen religiosa, sino como hermosa obra de arte. Pero un miembro respetado de la comunidad y descendiente del donante original llamado Josse Triest, insistió para que el retablo no abandonara Flandes. Su propuesta fue escuchada, y El Cordero permaneció retenido en los almacenes municipales.
En 1584, la marea de la supremacía religiosa volvió a revertirse, pues la ciudad fue ocupada por los Habsburgo españoles. Un dirigente de la dinastía, Alejandro Farnesio, fue instaurado en el poder, y Gante volvió a ser católica. Entonces, El Cordero regresó a la capilla Vijd de la catedral, y volvió a exhibirse en el lugar para el que había sido concebido. Ya había perdido la predela, que había resultado dañada antes de 1550, pero el resto de la obra seguía intacta. Y allí permanecería, inmutable a pesar de los cambios religiosos, hasta 1781.
A finales del siglo XVI y durante el siglo XVII, diezmada y dividida por los conflictos religiosos, la ciudad de Gante se sumió en una larga recesión. La situación empezó a mejorar a partir de 1596, bajo el reinado de un Habsburgo austríaco, el archiduque Alberto VII y su esposa, Isabel, que financiaron la construcción de un canal entre el puerto de Gante y la ciudad de Ostende, que sirvió para renovar la posición de Gante como centro comercial.
Pero Flandes era, y seguiría siendo, un campo de batalla para los imperios europeos, ávidos de poder. El rey Luis XIV de Francia intentó en 1678, varias veces, sin éxito, conquistar la Flandes controlada por los austríacos. Tras aquellos empeños fallidos, la región vivió otro breve período de calma y prosperidad económica. Los austríacos trajeron una nueva industria a las tierras periféricas de la ciudad en forma de refinerías de azúcar (importado de las colonias), lo que propició la reactivación de la economía una vez más.
Después le tocó el turno al emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, José II de Bohemia y Hungría. Mecenas de Mozart y Beethoven, el emperador José era un seguidor de las ideas de la Ilustración, y creía que la razón debía regirlo todo. Citaba a Voltaire como influencia en su formación, y consideraba que su héroe era Federico el Grande. Cuando Federico II de Prusia conoció al emperador José en 1769, lo describió como impresionante, aunque no agradable, ambicioso y «capaz de incendiar el mundo».
La visión racionalista e ilustrada del emperador lo llevó a condenar el fanatismo religioso, sobre todo el de orientación católica, aunque él mismo había sido bautizado como tal. A pesar de no ser un iconoclasta radical, sus opiniones dictaban lo que a los demás les estaba permitido pensar y creer, al menos públicamente.
La madre de José II, María Teresa, había sido una católica devota. Él, hijo obediente en apariencia, esperó hasta la muerte de ésta, acaecida en 1781, para reorientar el gobierno de un modo que a él le resultaba más adecuado. Las prácticas religiosas más estrictas no serían perseguidas, pero sí desaconsejadas. La educación, piedra de toque de la grandeza del imperio, se valoraría por encima de todo.
Aquel mismo año, el emperador José promulgó un decreto conocido como Patente de Tolerancia, que proporcionaba una garantía limitada de libertad de culto. Más que obligar a la unidad del imperio a través de la religión —la vía más común seguida por reyes y emperadores en el pasado milenio—, José persiguió la unidad a través del idioma. Sus súbditos practicarían la religión que más les conviniera, pero todo el mundo se expresaría en alemán.
Siendo, como era, el decreto de un déspota racionalista, la Patente de Tolerancia del emperador José se correspondía con las ideas de la Ilustración. La educación constituiría la máxima prioridad. Las tierras y las posesiones de la Iglesia serían secularizadas: las órdenes religiosas entregarían todos sus poderes de gobierno y administración de justicia al Estado. Pero las religiones no serían perseguidas ni prohibidas.
Para conservar las obras de arte por su belleza pero despojándolas de su estatus de imagen religiosa, el emperador ordenó que gran número de ellas abandonaran sus emplazamientos originales en los templos y fueran exhibidas en museos. En un solo año, 1783, y en una sola región, los Países Bajos austríacos (que comprendían la actual Bélgica menos los Cantones Orientales y Luxemburgo), el emperador secularizó 162 monasterios y abadías, y envió miles de las obras de arte que albergaban a museos situados en distintas regiones de su imperio, o bien las vendió para obtener sustanciosos beneficios. Cuando sir Joshua Reynolds, el maestro retratista británico y director de la Royal Academy of Arts, supo que el emperador había empezado a vender el patrimonio artístico de la Iglesia, se dirigió de inmediato a los Países Bajos. En 1795 escribió una carta en la que informaba a Inglaterra que había adquirido «todas las pinturas de Bruselas y Amberes que estaban a la venta y merecían ser compradas».
Ese mismo año el emperador viajó hasta Gante, una de las ciudades industriales más prósperas de su imperio. Durante su visita se trasladó hasta la catedral de San Bavón para ver su tesoro, mundialmente famoso. Como buen ilustrado, él admiraba el arte por su belleza y su capacidad de elevar moralmente a quien lo contemplaba. Pero desdeñaba la decadencia católica y su culto a las imágenes, y su racionalismo implicaba un sentido de prurito moral. José ejerció su influencia sobre La Adoración del Cordero Místico, en efecto, pero no del modo que Gante temía.
El emperador no pretendía despojar a la ciudad de su más preciada obra de arte. Una razón para explicarlo podría ser que, ya desde su creación, el retablo había alcanzado fama por sus cualidades artísticas. Para la mentalidad de finales del siglo XVIII, éste no se veneraba como imagen religiosa, sino que se admiraba por la maestría de su creador, y por haberse convertido en símbolo de Gante. Era esa admiración artística la que desde siempre había atraído a los viajeros cultos. Cuando uno visitaba Gante, iba a ver su Retablo. La peregrinación para admirar la obra la emprendían aficionados al arte, y no católicos piadosos. En ese sentido, no le planteaba ninguna amenaza al emperador racionalista.
Pero el retablo sí servía para causar un gran impacto. Si el emperador José admiraba su belleza, la maestría de su ejecución, su poder emocional y su alcance, dos de los paneles lo escandalizaron: los desnudos de Adán y Eva. El naturalismo extremo de las dos pinturas era, en su opinión, gratuito, pornográfico y, peor aún, posible incitador de conductas irracionales.
En el arte pictórico, claro está, se habían representado desnudos antes. En el siglo XVI se habían creado centenares de desnudos reclinados encarnando a Venus, diosa del amor. Pero siempre se ejecutaban a partir de una visión idealizada, alejada del aspecto real de los seres humanos, creados sobre el modelo de la escultura clásica. En la Capilla Brancacci de Masaccio, pintada en 1426 y que es posible que Van Eyck visitara durante un viaje a Venecia del que no existen pruebas documentales, Adán y Eva, desnudos, son expulsados del Edén por un ángel que blande una espada. Aunque aparecen totalmente desnudos, sus cuerpos son fieles al ideal clásico aceptable. Con todo, es posible que el emperador José se inspirara en la actuación de Cosimo III de Medici, gobernante de Florencia, que una generación antes había ordenado cubrirles los genitales con unas hojas de parra pintadas sobre los trazos de Masaccio.
Las figuras de Van Eyck se cubren los suyos con las manos, estratégicamente colocadas, por lo que podrían haber resultado menos impactantes que los desnudos de Masaccio. A pesar de ello, para el emperador Habsburgo, moralista ilustrado, suponían una ofensa intolerable. El Adán y la Eva de Van Eyck eran demasiado terrenales, un reflejo de la naturaleza, y mostraban a un hombre picado de viruela, desnudo como un pájaro, no exento de defectos físicos y, por tanto, degradado. Si uno se fijaba bien podía llegar a contar los pelos pintados sobre la piel de Eva y, lo que tal vez fuese más sugestivo, el inicio del vello púbico de ambas figuras, que apenas surge tras las manos.
Para el emperador José, aquello resultaba demasiado real. Ésos no eran los desnudos moralmente edificantes de la Grecia clásica. Para el pensador ilustrado, los desnudos de Van Eyck hacían que el Hombre se viera raro. Debían desaparecer.
No se sabe a ciencia cierta si José amenazó con confiscar el retablo si no se retiraban aquellos paneles, o si ordenó específicamente que se sustituyeran. Pero el alcalde de Gante, que no deseaba enemistarse con él, actuó de inmediato. Colocó los paneles de Adán y Eva en un almacén de la catedral. Ochenta años después, la ciudad de Gante encargó a un artista la pintura de unas copias exactas en las que los desnudos inaceptables quedaran cubiertos por ropajes de pelo de oso.
De ese modo, y durante sólo trece años más, el retablo permanecería en Gante, antes de ser sustraído.
El robo estaba a punto de empezar.