Jan van Eyck ha sido considerado el último pintor de la Edad Media, pero también el primero del Renacimiento. El mundo académico de los últimos dos siglos lo ha catalogado como realista y, por tanto, profeta del período moderno, pues desarrolló su obra cuatrocientos años antes de que el movimiento Realista surgiera como tal. Llamado «alquimista» e inventor de la pintura al óleo, Van Eyck fue también cortesano respetado, embajador y agente secreto. Ya en su tiempo llegó a convertirse en toda una leyenda.
Jan van Eyck nació alrededor de 1395, y murió algo antes del 9 de julio de 1441. Es probable que su lugar de nacimiento fuera Maaseyck, localidad de la provincia de Limburgo, en lo que hoy es Bélgica. Es poco lo que sobre su vida puede afirmarse con certeza, incluyendo su lugar de procedencia. Sólo a finales de la década de 1570 se hizo una referencia a que Van Eyck había nacido en Maesheyck (la ortografía de la época era creativa y flexible, por lo que ese nombre corresponde a la misma ciudad que en la actualidad se conoce como Maaseik), referencia que aparecía en un registro llevado por estudiosos de Gante y por los artistas Marcus van Vaernewyck y Lucas de Heere. Otra pista sobre la región natal de Van Eyck nos la ofrecen las notas que él mismo hizo sobre el único dibujo atribuido a él que ha llegado hasta nuestros días, conocido como Dibujo con retrato de Niccolò Albergati, que están escritas en un dialecto exclusivo de la región de Maasland (que actualmente forma parte de los Países Bajos, pero que en otro tiempo incluía la ciudad natal de Van Eyck), dialecto conocido como «mosano».
Con todo, es mucho más lo que conocemos de Jan que lo que se sabe de la mayoría de los artistas del siglo XV, pues él fue una figura influyente de dos cortes principescas. Tuvo como mínimo dos hermanos que también fueron pintores, Lambert y Hubert, y una hermana, Margaret, de la que también se cree que pintaba. Vivió y trabajó primero en La Haya, al servicio de Juan de Baviera, conde de Holanda, desde una fecha anterior al 24 de octubre de 1422 (fecha en que se lo menciona por primera vez en documentos de la Tesorería de Holanda) hasta el 11 de septiembre de 1424. Estos documentos hacen referencia a un tal «Meyster Jan den maelre» (Maestro Jan el pintor), cuya principal tarea en aquella época, junto con un grupo de asistentes, consistió en un gran proyecto de motivos decorativos y frescos para el palacio de Binnehof de La Haya, residencia de los condes de Holanda, que ya no existe. En aquella época, los condes de Holanda eran miembros de la familia Wittelsbach, y su cabeza visible era Juan de Baviera-Straubing, llamado «el Despiadado», aunque su título oficial era «conde de Holanda y Zelanda».
No se sabe con exactitud la edad que tenía Van Eyck cuando entró al servicio de los condes de Holanda. Juan de Baviera había sido elegido príncipe-obispo en Lieja, la mayor ciudad de la provincia a la que también pertenecía la ciudad natal del pintor, Maaseyck. Más allá de la proximidad geográfica, se ignora qué camino recorrió Van Eyck para pasar de joven aprendiz de pintor a joven maestro de la corte de los condes de Holanda.
Esta laguna llama poderosamente la atención, porque no existe ningún precedente artístico del estilo pictórico de Van Eyck. En la mayoría de los artistas puede reseguirse un sendero claro entre el maestro y su aprendiz, en el que aparecen sutiles innovaciones, técnicas y mejoras generación tras generación. Pero con Van Eyck, lo mismo que sucede con un puñado de artistas revolucionarios como Donatello, Miguel Ángel, Caravaggio, Bernini y Turner, lo que surgió como una explosión a partir de la nada fue una manera totalmente novedosa de representar el mundo, algo así como un árbol que floreciera sin raíces aparentes que lo vincularan a maestros anteriores.
Lo más probable es que Van Eyck aplicara técnicas de miniaturista —más fáciles de reproducir gracias a la aparición de la pintura al óleo— y las trasladara a obras a gran escala. Pero ello no explica su nivel de realismo y su capacidad de observación. Una cosa es ser físicamente capaz de pintar los poros de la piel de un hombre, y otra cosa es decidir hacerlo, cuando a ningún otro artista se le ha ocurrido antes. Incluso la posibilidad de que Van Eyck desarrollara su gusto por el detalle por haberse formado con algún iluminador de códices no es sino una hipótesis endeble. El estudio de Jan producía, en efecto, códices miniados, entre ellos algunos que se le atribuyen a él en exclusiva (y no a su taller en general, en cuyo caso podrían haber sido pintados por asistentes de Van Eyck bajo su supervisión). Pero esas páginas atribuidas a Van Eyck, como son El nacimiento de san Juan Bautista/El bautismo de Cristo (alrededor de 1440), están pintadas con demasiada torpeza para ser obras de un iluminador de manuscritos de sólida formación, lo que sugiere que Jan carecía de una formación específica para ese medio, y que en realidad había trasladado su talento para la pintura de gran formato a la ejecución de aquellas miniaturas, y no al revés.
El arte que imperaba en las cortes francesa y borgoñona a mediados del siglo XV era una amalgama de influencias que iban desde pintores sieneses que servían en la corte papal de Aviñón (entre ellos Simone Martini) hasta escultores germánicos (Claus Sluter), pasando por miniaturistas especializados en retratos e iluminadores de códices (Jacques Coene, Jacquemart de Hesdin, y los hermanos Limbourg), así como por los protorrealistas borgoñones que son los que se aproximan más a lo que podrían ser los precursores de Van Eyck (Melchior Broederlam y Robert Campin), si bien el holandés fue mucho más allá. Con todo, esas estrellas no forman una constelación cohesionada en el arte de Van Eyck, y no han sobrevivido obras concretas que nos muestren un desarrollo gradual desde los primeros artistas cortesanos hasta Jan van Eyck.
Es posible que una pista a la inspiración de Jan pueda hallarse en la escultura policromada. Sabemos que él policromaba (es decir, pintaba) esculturas mientras trabajaba para la corte de Borgoña; en 1432 realizó una serie de estatuas de la condesa de Flandes para que decoraran la ciudad de Brujas. La obra maestra del gran escultor de los duques de Borgoña, Claus Sluter, llamada El pozo de Moisés (1395), también presentaba un grado de realismo que recuerda al de El retablo de Gante, aunque en su medio tridimensional. El grupo escultórico, de piedra arenisca, que incorporaba una escena del Calvario en la parte superior, apoyada sobre cuatro profetas del Antiguo Testamento de tamaño natural, se erigió sobre un pozo de la Cartuja de Champmol, establecida por los duques de Borgoña en Dijon. Las esculturas, que poseen gran realismo en los rostros y los ropajes, como si de retratos se tratara, estuvieron pintadas y decoradas con auténtico pelo humano; una de ellas llevaba incluso unos lentes de verdad, para conferir a la obra un grado mayor de realismo sobrenatural: visto con el rabillo del ojo, uno juraba que había visto a un grupo de personas reales.
En pintura, lo que más se aproxima es un retablo anónimo que se conoce como El tríptico de Norfolk (de alrededor de 1415), que fue propiedad del duque del mismo nombre. Como en el caso de la obra de Van Eyck, creada un decenio después, este pequeño retablo doméstico presenta el mismo diseño general de paneles, aunque a una escala mucho menor (tiene 33 centímetros de altura por 58 centímetros de lado a lado). Cerrado, dos porciones elevadas de las alas se tocan en el centro, y cuando está abierto, el retablo se asemeja a una muralla almenada, o tal vez a una letra E colocada de lado. Casi nada se conoce de su creador, lo que resulta frustrante, pues de hecho es el candidato más probable a haber sido maestro del joven Van Eyck. Sabemos, eso sí, que la pieza provenía de la región flamenca del Mosa, de la que era oriundo Van Eyck. Un análisis de la pintura, que en la actualidad se exhibe en el Museo Boijmans van Beuningen de Rotterdam, muestra que la obra es una combinación de temple al huevo y óleo, lo que sugiere que esta creación, en concreto, pudo haber introducido a Van Eyck en las posibilidades de la pintura al óleo. Es más, dadas las fechas (Jan habría tenido unos veintitrés años cuando se pintó), sería plausible atribuirle a él la autoría, aunque no existen pruebas documentales que lo sugieran. Es más, la diferencia de dominio y detallismo entre este retablo y El retablo de Gante es sustancial. Así, o bien Van Eyck experimentaría su propia revolución artística personal en los diez años que separan las dos obras, o bien —lo más probable— el holandés no es el pintor anónimo de El tríptico de Norfolk.
Se ha sugerido el nombre de otros dos importantes artistas como posibles maestros del joven Van Eyck y guías de su aprendizaje pictórico. Robert Campin, también conocido como el Maestro de Flemalle, nació en Valenciennes y residió en Tournai mientras trabajaba para los duques de Borgoña. Su maestría y realismo, si bien no tan espectaculares como los de Van Eyck, nos proporcionan un precedente razonable para éste, y su historia personal podría ayudar a explicar por qué no se ha descubierto ninguna referencia que vincule al joven Jan con Campin. En 1429, el francés fue condenado por un tribunal, que lo declaró culpable de haber ocultado pruebas en un escándalo político, y se le impuso la pena de partir en peregrinación. Posteriormente, en 1432, el año en que se terminó El retablo de Gante, a Campin lo acusaron de adulterio y lo desterraron del ducado durante un año. Sólo mediante la intercesión política la pena fue conmutada por el pago de una multa. Es posible que esos escándalos hicieran que Van Eyck considerara prudente distanciarse de Campin, si es que éste, alguna vez, fue su maestro.
El otro candidato a profesor del joven Jan es Melchior Broederlam. Nacido en Ypres, trabajó principalmente para el abuelo del duque Felipe el Bueno, Felipe el Atrevido, primero como ayuda de cámara, y después como pintor oficial de la corte —trabajos ambos que Van Eyck asumiría dos generaciones después—. Broederlam usaba pinturas al óleo, y algunas de las obras atribuidas a un pintor anónimo de la región del Mosa también se le atribuyen a él. Su papel en la corte borgoñona, su edad y su uso de óleos lo convierten en candidato a haber sido maestro de Van Eyck. Sin embargo, los estilos de Campin y Broederlam difieren tanto del de Van Eyck que la relación entre ellos no puede establecerse sólo sobre aspectos estilísticos, y además no ha sobrevivido ninguna documentación que nos informe de cuáles fueron los mentores artísticos de Jan.
Desde el otoño de 1424, Jan van Eyck entró al servicio de Felipe el Bueno como pintor oficial de la corte, con base, principalmente, en la corte de Lille. Los archivos indican que, en su calidad de tal, a Van Eyck se le requería que «ejecutara pinturas cada vez que el duque lo deseara». La corte borgoñona se trasladaba de ciudad en ciudad cuando la presencia del duque era requerida. Así, la existencia de Van Eyck era nómada, aunque siempre dentro de los límites de una región fija salpicada de residencias suntuosas. También desarrolló la actividad política en la corte, y alcanzó el codiciado puesto de ayuda de cámara, que formaba parte del séquito personal del duque, en 1425. Un ayuda de cámara era como un secretario personal, y tenía un acceso constante y directo al gobernante. Se trataba de un puesto ventajoso, pero que, como implicaba seguir al duque constantemente, dejaba a Van Eyck escaso tiempo para pintar.
Desde principios del siglo XIV, ese cargo había sido concedido por lo general a artistas y escritores, cuyo consejo y compañía valoraban las élites políticas del norte de Europa mucho antes de que los artistas hallaran la aceptación de las cortes aristocráticas del sur. Aquel envidiado puesto no sólo implicaba un sueldo de 1200 libras anuales (el equivalente a unos 200 000 dólares actuales), sino también una serie de beneficios, entre ellos la gratuidad en comida, alojamiento, viajes e incluso ropajes opulentos.
En tanto que ayuda de cámara, Van Eyck desempeñaba un papel político de peso, si no activamente, sí por asociación: su acceso al duque lo convertía en un personaje influyente entre bastidores. Su poder y sus ingresos le permitían, asimismo, contar con una independencia económica de la que no podía presumir ninguno de sus colegas artistas. Libre de las restricciones a menudo draconianas del gremio de pintores local (de hecho, a un pintor de la corte no se le permitía trabajar para el mercado libre, y sólo podía aceptar encargos con el beneplácito del duque), Van Eyck era un artista influyente política, personal y creativamente, más que ningún otro hasta el momento. Otros pintores habían ostentado el codiciado título de ayuda de cámara en Francia y Borgoña, entre ellos Melchior Broederlam, François Clouet, Paul Limbourg, Claus Sluter, e incluso un posible pariente de Jan llamado Barthelemy d’Eyck. En Italia, Rafael desempeñaría un papel similar, y fue el primer pintor destacado en actuar como cortesano y asesor político, además de artista. De los ayudas de cámara franceses y borgoñones, Jan van Eyck fue el más famoso, el mejor pagado, el más querido por su señor y el más activo políticamente.
Van Eyck trabajó para Felipe el Bueno como embajador y agente secreto. Aunque son pocas las pruebas documentales concretas que, al respecto, han salido a la luz, se sabe, por fuentes de la época, que Jan viajó en misiones secretas en nombre del duque. Ésa es precisamente la naturaleza de las actividades secretas: cuanto más éxito tienen, menos rastro dejan. Lo más probable es que esas misiones tuvieran que ver con tratos confidenciales de naturaleza política o económica. Las referencias a dichas actividades en los documentos de la época las describen como «secretas» y «especiales», y en ellos se anota la nada despreciable remuneración que recibió por llevarlas a cabo, pero poco más. Por ejemplo, en un documento del invierno de 1440 se declara que Van Eyck entregó «ciertos paneles y otros artículos» al duque, y que fue retribuido por los gastos ocasionados por la adquisición de esos «artículos secretos» en enero de 1441. Como artista que podía ser enviado a pintar a otras cortes rivales, es casi seguro que Van Eyck ejerció también de espía.
Son varios los artistas del Renacimiento de quienes se han conservado abundantes pruebas documentales de su empleo como agentes secretos en nombre de las cortes para las que trabajaban. Entre los pintores o escritores que hicieron las veces de espías se cuentan Geoffrey Chaucer, Rafael, Benvenuto Cellini, Gentile Bellini, Rosso Fiorentino, el dramaturgo Christopher Marlowe, Alberto Durero (que en 1521 peregrinó para admirar El retablo de Gante y lo describió como una «pintura muy espléndida, profundamente razonada»), el mago John Dee y el filósofo Giordano Bruno. Que duques y príncipes prestaran a sus artistas a las cortes rivales para que ejecutaran encargos artísticos (un retrato, por ejemplo) podía servir de excusa para colocar a un cortesano de confianza en el interior de los palacios enemigos. Sabemos que al dramaturgo Marlowe lo enviaron a espiar para Inglaterra a Venecia, porque un documento firmado por la reina Isabel I se ha conservado en Cambridge. En la carta se ruega a los tutores de Marlowe en Cambridge que excusen su ausencia de las clases, pues se encuentra en el extranjero ocupándose de unos asuntos secretos en nombre de la reina. A Gentile Bellini, por su parte, lo envió la República de Venecia, en una especie de préstamo diplomático, al sultán otomano Mehmet II. Bellini trabó amistad con éste, le pintó un retrato (que todavía se conserva), y otras obras, mientras se encontraba en Estambul. Pero de hecho Bellini también actuó como espía enviado durante el período de paz entre las guerras que libraron venecianos y turcos.
Así pues, ¿en qué andaba metido Jan van Eyck? Sabemos que en 1425 lo enviaron a las ciudades cercanas de Brujas y Lille en la primera de sus misiones secretas de la que ha quedado constancia. En julio de 1426, y posteriormente desde agosto hasta el 27 de octubre de ese año, residió en el extranjero encargado de actividades secretas, en paradero desconocido definido en documentos de la época como «ciertas tierras lejanas». Los archivos de tesorería de la corte indican que se le reembolsaron los gastos derivados de un «viaje secreto a lugar distante». Algunos estudiosos creen que fue enviado a Tierra Santa, dada la misteriosa precisión del paisaje de Jerusalén que aparece en Las Tres Marías en el sepulcro, obra atribuida a Van Eyck y a su taller. También fue enviado a Tournai el 18 de octubre de 1427 para asistir a un banquete en su honor, organizado por el gremio local de pintores con motivo de la celebración de San Lucas, su patrón. Es posible que al acto asistieran otros artistas flamencos célebres, como Rogier van der Weyden y Robert Campin. En febrero de 1428 regresó de otro viaje a un lugar desconocido, por el que le reembolsaron los gastos y recibió una bonificación que se sumaba a su salario anual, en pago a «ciertos viajes secretos». Su desplazamiento más largo lo inició el 19 de octubre de 1428, cuando fue enviado a España y Portugal formando parte de una delegación borgoñona. Su regreso se produjo el día de Navidad de 1429. Esa misión se emprendió para asegurar la mano de la princesa Isabel de Portugal en el matrimonio de su patrón y garantizar, de ese modo, la alianza entre Borgoña y Portugal. El viaje incluyó también un desvío para visitar el célebre santuario de peregrinación de Santiago de Compostela. Aunque la misión oficial de Jan en Portugal era la de pintar dos retratos de la princesa Isabel (uno de los cuales se enviaría por mar y el otro por tierra, para facilitar que al menos uno llegara a Borgoña), también se mostró activo en el plano político, y ayudó a negociar los términos de la alianza política.
Se estima que Elisabeth Borluut y Joos Vijd encargaron El retablo de Gante en 1426, aunque no se conserva ningún documento que confirme la exactitud de la fecha. Elisabeth procedía de una familia adinerada de Gante; familiares suyos habían sido abades de la cercana abadía de San Bavón. Joos, por su parte, era hijo de Nikolaas Vijd, caballero cuya familia había mejorado en rango gracias a los servicios militares prestados. Nikolaas sirvió honorablemente durante décadas a las órdenes del último conde de Flandes, Luis de Male. Cuando éste murió en 1390, su hija, Margarita de Dampierre, heredó el condado de Flandes, incluida Gante. Se casó con Felipe II (el Atrevido), duque de Borgoña. El territorio pasaría a su hijo, Juan Sin Miedo, padre del patrón de Van Eyck, Felipe III (el Bueno).
Cuando el condado de Flandes pasó a manos de los duques de Borgoña, se destapó un escándalo. Los libros de cuentas de la ciudad de Gante fueron nuevamente examinados por ministros borgoñones, y a Nikolaas Vijd lo hallaron culpable de apropiación indebida. Es posible que la acusación fuera fundada o que no lo fuera —tal vez se tratara de una excusa para escarmentar a la mano derecha del último, del derrotado conde de Flandes—. Pero Nikolaas fue obligado a pagar una abultada multa, y fue desposeído de todos sus cargos.
No hay constancia de cómo se tomaron la desgracia del padre los hijos de éste, Joos y Christoffel. Pero en la generosa donación y mecenazgo de una obra maestra del arte como la que nos ocupa puede haber existido el deseo de borrar la humillación causada por la culpa de su padre.
Joos Vijd fue político y filántropo. Sirvió en el concejo municipal de Gante en cuatro ocasiones, y fue corregidor de la ciudad (el equivalente al alcalde) en 1433-1434. Viajó con el duque Felipe el Bueno por toda Holanda y Zelanda. También ejerció de emisario especial del duque Felipe en Utrecht. Fue, precisamente, en su condición de emisario al servicio de la corte borgoñona como conoció a Jan van Eyck.
Joos fundó un hospicio de caridad dirigido por monjes trinitarios con la doble finalidad de alojar a peregrinos pobres y ocuparse del pago de rescates para liberar a cristianos apresados y convertidos en esclavos durante las cruzadas y en las peregrinaciones. Es posible que esas obras caritativas le fueran sugeridas a Joos por algún familiar que en 1395 había participado en una misión fallida de rescate bajo el mando del duque Juan Sin Miedo para ayudar al rey Segismundo de Hungría y liberar a los esclavos cristianos retenidos por el sultán Bayezid I. Por más que el arrojo del duque Juan le hizo merecedor del apelativo «Sin Miedo», la misión en sí misma fue un desastre y llevó a su encarcelamiento y al de sus caballeros por orden del sultán hasta 1397, año en que, irónicamente, su propia libertad hubo de ser comprada.
El escudo de armas de Joos Vijd todavía puede verse en la clave de bóveda del techo de la capilla. Ésta se estableció como lugar de celebración de una misa diaria en honor de los donantes, en unas escrituras con fecha del 13 de mayo de 1435. En la época, existía una creencia católica muy extendida según la cual cuando alguien moría, el difunto salía más rápidamente del Limbo para ir al Cielo si los vivos rezaban por sus almas. Cuanta más gente rezara —sobre todo si los orantes eran monjes—, y con cuanta mayor frecuencia se pronunciaran las plegarias, menos tardarían sus almas en alcanzar el Reino de los Cielos. Como consecuencia de ello, además de apoyo caritativo a una institución religiosa querida, y de la creación de un memorial, lo que hacían los donantes, en esencia, era pagar por disponer de una vía de acceso directo al Cielo.
A ese fin, parte del contrato que Joos Vijd y Elisabeth Borluut redactaron cuando pagaron por la construcción de la capilla y la ejecución del retablo incluía provisiones para la celebración de misas en días festivos especiales, así como para que un número determinado de monjes rezaran por sus almas un número de veces estipulado al año. Joos y Elisabeth no tenían hijos, otra posible razón para donar una capilla y pagar para que en ella se celebraran misas. Sin descendientes que rezaran por sus almas, les hacían falta monjes que lo hicieran en su lugar.
¿Cómo se explica la grandiosidad del encargo de Vijd? ¿Por qué decidió trabajar con el artista más destacado de su época, y hacerlo a una escala tan colosal? Subrayar la devoción, acelerar la salida del alma del Purgatorio, demostrar la propia riqueza… todas ellas son razones legítimas para encargar un retablo. Pero no existen precedentes de ninguna pintura de su tamaño, con su número de figuras, su grado de realismo, su combinación de detallismo microscópico y perspectiva macroscópica, en ningún retablo europeo precedente. Para asegurarse de que podría contar con los servicios de Van Eyck, que debía siempre preferencia al duque, Vijd debía de estar muy bien relacionado con él —o bien el duque tuvo que basarse en algo para permitir que un aristócrata local, y no él mismo, se atribuyera la gloria de haber encargado la mejor obra pictórica de su época—. Se trata de preguntas para las que todavía no se han dado respuestas definitivas, y esa falta de certeza ha propiciado la aparición de diversas teorías, varias de las cuales más conspirativas que comedidas, sobre las razones que llevaron a esa obra a alzarse como un Leviatán en medio del mar: milagrosa, sin precedentes y objeto de más preguntas que respuestas.
Una respuesta posible a la pregunta de por qué llegó a crearse una obra de esas características podríamos obtenerla si tenemos presente que el 6 de mayo de 1432 es la fecha tanto de la presentación pública del retablo como del bautismo del hijo del duque Felipe, también llamado Joos (José), que había nacido el 24 de abril. Los dos acontecimientos tuvieron lugar en la misma iglesia, en la misma capilla. Así pues, el retablo podría representar no sólo un encargo de la familia Vijd, sino también, literalmente, un telón de fondo para el bautismo del hijo del duque Felipe el Bueno, hijo sobre el que reposaban las esperanzas de la dinastía borgoñona. Felipe, claro está, no podía saber que el fin de los trabajos del retablo coincidiría con el nacimiento de su hijo, por lo que este argumento daría razón sólo de la fecha de la presentación pública de la pieza, no de por qué se aprobó su encargo unos años antes. El joven José de Borgoña, pobre de él. No llegó a ser duque, pues murió apenas unas semanas después de la ceremonia en la que le impusieron formalmente su nombre.
Asimismo, es digno de mención que el recién nacido, hijo del duque, y el patriarca de la familia Vijd compartieran nombre de pila. Aunque no hay razón para pensar que al niño lo bautizaran en su honor, es probable que la coincidencia pareciera afortunada al aristócrata local Joos Vijd, que se habría sentido honrado y orgulloso. El hecho de que el bautismo coincidiera con el fin de los trabajos del retablo explicaría por qué el duque Felipe permitió que su cortesano personal pintara una obra tan monumental donada por un aristócrata local. Tal vez Felipe imaginara que el retablo serviría como telón de fondo para la celebración de algún gran suceso, el nacimiento de un hijo, o quizá su tercer matrimonio (con Isabel de Portugal), pues a finales de la década de 1420 no podía saber qué acontecimientos de su vida personal coincidirían con la terminación de la obra de arte. Van Eyck, como tantos artistas del Renacimiento, se ocupaba a menudo de la preparación de ornamentaciones efímeras para celebrar actos únicos —desde bodas a visitas reales—, decoración que se desmantelaba poco después de que la ceremonia en cuestión hubiera finalizado. Como consecuencia de ello, una gran parte del tiempo y el esfuerzo de los artistas cortesanos renacentistas se centraba en instalaciones de ese tipo, que no pretendían sobrevivir a los eventos mismos, un tiempo precioso que, de no haber sido así, podrían haber destinado a la creación de más obras maestras para la posteridad. Es éste un hecho desesperante para los amantes del arte, que agradecerían poder admirar más obras de Van Eyck en los museos de hoy, y es posible que esa sensación la compartieran también los propios artistas renacentistas. Sin perder de vista ese dato, podríamos considerar que, si bien para Van Eyck y Joos Vijd El retablo de Gante era un monumento para la posteridad, para el duque Felipe el Bueno la obra pudo constituir sólo un telón de fondo más elaborado, una ornamentación que se usaría para el bautismo de su hijo, cuyo nacimiento coincidió con la compleción de la obra.
Por lo general, se ha dado por supuesto que Van Eyck contó con la asesoría de un teólogo muy instruido en los aspectos iconográficos de El retablo de Gante, alguien que diseñó un plan simbólico complejo, para lo que habría precisado contar con un conocimiento profundo de las fuentes teológicas en varias lenguas. La mayoría de los contratos firmados durante el Renacimiento especificaban lo que el artista debía pintar, qué alegorías debía representar, por ejemplo, y qué escenas bíblicas o literarias debía incluir. La interpretación, o la invenzione, como la llamaban los italianos —es decir, qué hacer con las especificaciones—, dependía del artista. Pero en esencia las escenas eran dictadas con antelación por quienes encargaban la obra, y por sus asesores.
Lo que resulta particularmente asombroso en el caso de El retablo de Gante es que no se han encontrado pruebas que apunten a que, en el arte flamenco u holandés de esa época, desempeñaran ningún papel unos planes previos, elaborados, de las obras de arte religiosas. Es decir que, en términos de complejidad teológica, el políptico carece de precedentes. Ello no implica, necesariamente, que no hubiera ningún teólogo que se ocupara del concepto de la obra, pero sí que, si hubo alguno que lo hiciera, fue el primero en la historia del arte de su época. Los primeros documentos hallados que atestiguan que otro maestro flamenco, Dirk Bouts, sí fue asesorado por un teólogo en cuestiones de iconografía, corresponden a una generación posterior.
Dana Goodgal, especialista en la materia, no sólo cree que en el caso de El Cordero Místico un teólogo fue el encargado del esquema iconográfico, sino que ha aportado un nombre del todo plausible: Olivier de Langhe era el prior de la iglesia de San Juan (posteriormente rebautizada como de San Bavón) cuando el políptico empezó a pintarse. La obra conocida más notable de De Langhe fue un tratado sobre la eucaristía —tema que recorre toda pintura de un «Cristo como cordero del sacrificio»—. Otro estudioso de la obra de Van Eyck, Craig Harbison, establece paralelismos entre el texto de De Langhe y El retablo de Gante:
El pensamiento de De Langhe también se corresponde con la imagen en su modo de presentar una visión tradicional de la naturaleza y la necesidad del ritual de la Iglesia. Tal como lo visualiza Van Eyck, los santos, los mártires, los profetas y los eclesiásticos de más alto rango, tanto obispos como confesores, conducen a los grupos religiosos y sociales, estrictamente regulados, que adoran al Cordero de Dios del sacrificio. Una visión mística de la divinidad —del Paraíso— sólo es accesible a través de los caminos claramente marcados de los jerarcas y teólogos de la Iglesia tradicional […] [reiterando] de una forma variada la antigua pretensión de la jerarquía y la absoluta autoridad de la Iglesia.
Así, El retablo de Gante podría verse como una afirmación colectiva de los valores católicos tradicionales como única vía para acceder a Dios. Aunque no existe ninguna prueba documental que lo confirme, Olivier de Langhe se encontraba en el lugar adecuado y en el momento oportuno, poseía los conocimientos pertinentes y escribía sobre temas relacionados, todo lo cual sugiere que es bastante posible que él fuera el teólogo que desarrolló el esquema iconográfico de la obra.
El papel de Van Eyck como artista de la corte requería su participación en una amplia variedad de empresas relacionadas con la pintura y el diseño que iban más allá de la pintura mural y de retablos. De hecho, estos últimos ocupaban un lugar muy secundario en la lista de prioridades de los pintores cortesanos, cuyas tareas principales consistían en la creación de obras murales para la decoración de las residencias oficiales, la iluminación de manuscritos y el diseño de ceremonias. En los inventarios de la corte flamenca, las referencias a la creación de retablos son asombrosamente escasas, lo que indica que se les concedía poca importancia. En general, a los pintores de la corte se les encomendaba sólo la pintura de retratos, con los que se dejaba constancia histórica. Más allá de ellos, sus encargos consistían sobre todo en la pintura de instalaciones efímeras para festividades o banquetes ducales. A mediados de 1430, el duque Felipe celebró uno en el que de las cocinas de palacio sacaron una inmensa tarta: un hombre disfrazado de águila salió de ella, seguido de una bandada de palomas que fueron posándose sobre las mesas de los invitados. Es casi seguro que Van Eyck ocupaba gran parte de su tiempo ideando banquetes como ése, así como la decoración de los platos que se servían en ellos.
Tras la boda de Felipe el Bueno e Isabel de Portugal, celebrada en enero de 1430, y una vez su misión política y diplomática hubo concluido con éxito, Jan, finalmente, se instaló en Brujas. Se casó con una mujer a la que, en los documentos de la época, se la llama «damoiselle Marguerite», lo que sugiere que pudo ser de linaje aristocrático. Su primer hijo nació en 1434 y fue bautizado con el nombre de Philippot, en honor a su padrino, el duque Felipe el Bueno. Un retrato de la señora Van Eyck, pintado por su esposo en 1439, la muestra ataviada con unos ropajes que se asociaban a la nobleza. Se trata de la única obra de Van Eyck que se conserva en la que se representa a una mujer sola, de pie. Jan pintó un autorretrato, un cuadro para acompañar el cuadro de su esposa, y ambos se exhibieron en el gremio de pintores de Brujas en el siglo XVIII. El Retrato de Marguerite se fijó a la pared con unas pesadas cadenas de hierro, pues el de Jan fue robado de allí mismo en una fecha que se desconoce. Algunos especialistas han supuesto que Retrato con turbante rojo, que se exhibe en la National Gallery de Londres, es en realidad ese autorretrato robado, pues su tamaño resulta prácticamente idéntico al del Retrato de Marguerite, algo lógico en el caso de dos pinturas pensadas para mostrarse juntas.
Los archivos municipales de Brujas indican que, desde 1432 y hasta la fecha de su muerte, Van Eyck realizó pagos hipotecarios anuales sobre una casa y un taller que eran propiedad de la iglesia de San Donaciano, en la que acabaría siendo enterrado. Ese mismo año, los archivos dejan constancia de que los consejeros de la ciudad de Brujas acudieron al estudio de Van Eyck en visita oficial, para dar la bienvenida al pintor y para entregar a sus doce asistentes generosas propinas. Al parecer, su carrera como agente secreto terminó cuando pasó a cumplir con sus obligaciones domésticas, aunque aún realizaría dos misiones más a «tierras extranjeras» para llevar a cabo «asuntos secretos» en nombre del duque en 1436. El destino se desconoce, pero se sabe que por ellas recibió doble paga. También aceptó una última misión, destinada a recoger «ciertos paneles y otros artículos secretos» que debía llevar al duque, en invierno de 1440. Existe constancia escrita de que Jan recibió un reembolso relacionado con los gastos en que incurrió en el transcurso de aquella misión en enero de 1441, apenas seis meses antes de su fallecimiento.
Los diversos viajes de Van Eyck interrumpieron, sin duda, la ejecución de El retablo de Gante, que no terminó hasta que el pintor abandonó esta ciudad y se instaló en la cercana Brujas. Pero Jan siguió en contacto con la ciudad de Gante y sus donantes: su Santa Bárbara (1437) fue un encargo de un hombre de la localidad.
Jan estaba próximo al duque Felipe. Además de empleado suyo, era su confidente y, según algunas fuentes, su amigo. Lo cierto es que éste ejerció de padrino de bautismo de su hijo Philippot (el duque obsequió a los Van Eyck con seis copas de plata en un cumpleaños). Hasta su muerte, Jan conservó el título de pintor del duque, con el correspondiente salario de 720 libras anuales (el equivalente aproximado a unos 120 000 dólares actuales). El duque se preocupó de que se siguiera pagando a la viuda después del fallecimiento del artista, destinando a «damoiselle Marguerite… 360 livres en 40 gros», la pensión de su marido (que correspondía a la mitad de sus ingresos anuales), como muestra de condolencia y señal de afecto al gran pintor, y de compasión por su familia. Y en fecha tan tardía como 1449 el duque sufragó la mayor parte de la dote requerida para que una de las hijas de Jan, «Lyevine van der Eecke», ingresara en el convento de Santa Inés de Maaseyck.
Ya en Brujas, y cuando no estaba ocupado en la creación de pinturas murales para la residencia ducal de Hesdin, Jan trabajaba sobre todo para donantes privados cuyos retratos constituyen la mayor parte de la obra conocida del autor. El más célebre de ellos no es otro que el Retrato del matrimonio Arnolfini, también conocido como El contrato de boda, que en la actualidad se exhibe en la National Gallery de Londres. Sólo veinticinco pinturas existentes se han atribuido con certeza a la mano de Jan, una cantidad pequeña que las hace más preciadas si cabe. Según los archivos, el artista pintó muchas más, todas ellas perdidas. Se conservan otras veinte, aproximadamente, que podrían ser de Van Eyck, o al menos de su taller, aunque sobre todas ellas existe cierto grado de disputa, por lo que no existe certeza absoluta en su atribución.
Tras una carrera larga e ilustre, Jan van Eyck falleció y fue enterrado en Brujas el 9 de julio de 1441, en el camposanto de la catedral de San Donaciano. Nueve meses después, su hermano Lambert dispuso que los restos mortales de Jan fueran exhumados y depositados en un lugar más honorable, en el interior del templo. La iglesia sería saqueada y destruida por las tropas francesas en 1799, pocos años después de que éstas robaran la mayoría de los paneles de El retablo de Gante y los trasladaran al Louvre. Lambert, que también era un pintor notable, se hizo cargo del taller de su hermano, supervisando a los aprendices y velando por los encargos sin concluir, mientras que la viuda, Marguerite, se ocupó de los aspectos financieros del taller hasta 1450, año en que el hogar de los Van Eyck en Brujas fue finalmente vendido a otra familia.
Jan fue uno de los pocos artistas del Renacimiento que alcanzaron renombre y riqueza en vida. Al terminar El retablo de Gante, en 1432, le pagaron una bonificación de seiscientas monedas de oro, y con posterioridad no dejaron de ofrecerle encargos. Aquel pago extraordinario equivalía al salario anual de veinte trabajadores experimentados.
El duque Felipe el Bueno valoraba en gran medida los servicios de su pintor de corte. En un documento fechado el 13 de marzo de 1435, regaña agriamente a sus tesoreros de Lille haberse retrasado en el pago de los honorarios de Van Eyck, y afirma que si alguna vez el pintor dejara la corte, jamás encontraría a nadie igual en «su arte y su ciencia». Ese mismo año, Felipe convocó a Van Eyck a Arras, donde el artista acompañó a su señor durante las delicadas negociaciones que habrían de conducir a un tratado de paz entre Francia, Inglaterra y Borgoña. Resulta tentador preguntarse qué «ciencia» habría podido ser ésa a la que se refería el duque. La pintura era un arte, y tal vez la «política» fuera una ciencia. ¿O acaso Van Eyck andaba metido en cuestiones de alquimia, como algunas fuentes sugirieron una generación más tarde?
Giorgio Vasari así lo creía. El pintor manierista del siglo XVI y biógrafo de artistas del Renacimiento escribió maravillas sobre Van Eyck en su canónica Vidas de artistas (1550). Su planteamiento sobre Van Eyck en un capítulo sobre uno de los grandes pintores italianos al óleo, Antonello da Messina, representa la excepcional inclusión de un artista no italiano en una obra dedicada a la glorificación del arte toscano, y de Miguel Ángel en particular.
Vasari es el responsable de la creencia errónea de que Van Eyck inventó la pintura al óleo. Es la combinación química de las pinturas al óleo la que explica, probablemente, que Vasari se refiera a Van Eyck como alquimista. Antes del siglo XV, el medio preferido para pintar había sido el temple, que usa el huevo como aglutinante de pigmentos molidos a mano. El pigmento se muele en un almirez hasta que se convierte en un polvillo muy fino, y al mezclarse con la yema de huevo se produce una pasta. El resultado es una pintura opaca en la que cada capa cubre en gran medida la capa anterior.
La pintura al óleo, tal como sugiere su nombre, recurre a una combinación de aceites, generalmente de linaza y frutos secos, en lugar del huevo, como aglutinante. El resultado es una pintura translúcida que resulta más fácil de controlar y que permite mayor detallismo. Además, a través de una capa pueden verse ligeramente las capas siguientes. La consecuencia es que con el óleo puede pintarse con mucha mayor sutileza.
Más allá del comentario de Vasari no existe constancia de que Jan inventara la pintura al óleo. Pero, en tanto que primer historiador del arte, y en tanto que amigo (y en ocasiones rival) de muchos de los artistas sobre los que escribía, Vasari contaba historias que tendían a quedar fijadas como verdades inmutables. Se diría que alguien coetáneo, y pintor como él, debería ser una fuente muy fiable como biógrafo. Pero gran parte de la obra del italiano está sesgada por rivalidades, y en sus elogios se trasluce un claro tono propagandístico que presenta a Miguel Ángel, íntimo amigo de Vasari y su propia fuente de inspiración, como el mayor artista de todos los tiempos. Muchos se mostrarían de acuerdo con su opinión, por lo que ello, en sí mismo y por sí mismo, no es motivo para cuestionar a Vasari. Pero en los últimos años los historiadores del arte han destacado las muchas inexactitudes del autor, y su Vidas de artistas ha pasado de considerarse una de la principales fuentes para la investigación de los artistas del Renacimiento y el punto de partida para todos los estudiosos de esa época, a verse simplemente como una de las muchas referencias útiles.
La preeminencia de Vasari se mantuvo hasta el siglo XX, y su estilo de escritura, asequible y lleno de anécdotas jugosas y cotilleos sobre las vidas de los artistas, significa que lo que Vasari escribió no sólo se tomaba en serio, sino que era digno de ser recordado. Con todo, tal vez resulte extraño que Vasari atribuyera la invención de la pintura al óleo a Van Eyck, cuando existen obras que emplean esa técnica y que son anteriores a la carrera pictórica de Jan. Probablemente él no tuviera conocimiento de la existencia de El tríptico de Norfolk, que se ejecutó mediante una combinación de temple y óleo, ni de los cuadros al óleo de Melchior Broederlam, que pertenece a una generación anterior a la de Jan. O tal vez desconociera las fechas en que habían sido pintados. Para artistas como Van Eyck, a quien Vasari no conoció o pudo no conocer, el biógrafo se basaba en referencias de terceros, rumores y leyendas para completar las lagunas. Y sin embargo no existen pruebas de que los paisanos flamencos de Jan creyeran que él había inventado la pintura al óleo, al menos no hasta la publicación de la obra de Vasari, momento a partir del cual sí empezaron a alardear de que un compatriota suyo, su héroe local, era el inventor de la técnica. Conviene señalar que un hecho de los referidos por Vasari sí es, con casi total seguridad, cierto: la pintura al óleo no llegó a Italia hasta que el pintor siciliano Antonello da Messina se trasladó a Flandes para aprender el secreto de la pintura de óleos de Van Eyck.
Podemos afirmar con confianza que, entre los pintores modernos de la Europa del Norte, Jan van Eyck perfeccionó el uso de las pinturas al óleo como nadie había hecho hasta entonces, y que ello influiría a todos los artistas posteriores. El pintor flamenco e historiador del arte Karel van Mander, una generación más joven que Vasari, escribió una historia de artistas del norte de Europa en la que consideraba a Jan van Eyck y a su hermano Hubert los «fundadores» del arte de los Países Bajos, pintores que iniciaron su andadura pintando al temple de huevo, y que fueron los primeros en inventar un barniz a base de aceite como elemento de sellado de sus obras al temple. Van Mander relata que, en una ocasión, Jan van Eyck estaba secando un panel barnizado al sol cuando las junturas entre las piezas de madera que componían el panel se separaron, y que la pintura se echó a perder. En ese momento decidió que le hacía falta encontrar una manera de acelerar el proceso de barnizado. Así, intentó lograrlo mezclando aceites de linaza y de nuez, que eran de secado rápido. El éxito obtenido con esos barnices llevó a Van Eyck a experimentar con aceite de linaza como aglutinante de pigmentos; las pinturas al óleo resultantes eran más fáciles de controlar, y también resultaba más sencillo crear capas y mezclas hasta obtener una superficie brillante como un espejo.
La teoría de que Van Eyck inventó la pintura al óleo quedó desestimada oficialmente en 1774, cuando el gran filósofo e historiador del arte Gotthold Ephraim Lessing, autor de Laoconte, publicó su descubrimiento de un manuscrito monástico del siglo XII en el que se describía el uso que podía darse al aceite para aglutinar pigmentos, en su traducción de De diversis artibus (De las diversas artes), libro escrito por el monje benedictino, artista orfebre y fabricante de armaduras Teófilo Presbítero (seudónimo de Roger de Helmarshausen), en una fecha que oscila entre 1110 y 1125. La traducción de Lessing se publicó en 1774 con el título Vom Alter der Ölmalerey aus dem Theophilus Presbyter, y constituyó la primera edición impresa del tratado de Teófilo. Aun así, la leyenda de que Van Eyck había inventado la pintura al óleo persistió, como sucede a menudo con los mitos arraigados cuando su primacía y su belleza superan en brillo el descubrimiento de los hechos.
Si bien la pintura al óleo se inventó, sin duda, mucho antes de que Van Eyck hiciera su aparición. Jan fue quien transformó la mera unión de pigmentos con aceite en la Pintura al Óleo con mayúsculas, infundiendo fuerza, belleza y delicadeza a lo que terminaría siendo la técnica pictórica preferida desde sus días hasta la actualidad. Constatar que el pintor flamenco no había inventado los óleos no hizo que disminuyera ni un ápice la admiración que Lessing sentía por él. El gran filósofo escribió: «Si Jan van Eyck no inventó la pintura al óleo, ¿acaso no le prestó un inmenso servicio, un servicio que puede tenerse en tan alta consideración como la invención misma de éste, hasta el punto de llegar a confundirse con ella?».
Pero la publicación de Lessing no sirvió de mucho para desmontar los mitos populares que circulaban sobre Van Eyck. En la confusión que suele levantar la leyenda cuesta distinguir los hechos históricos de la sofisticada ficción. Así, por ejemplo, a mediados del siglo XIX, un popular mito romántico describía a Van Eyck como un pintor y mago folclórico, como un genio artístico que se encerraba por las noches en un laboratorio de alquimia digno de un chiflado e intentaba perfeccionar su fórmula secreta de la pintura al óleo.
Una serie de ilustraciones publicadas en el diario francés L’Artiste contaba la historia de dos pintores italianos famosos por derecho propio, Domenico Veneziano y Andrea del Castagno, a quienes encomendaron la misión de espiar a Van Eyck y robarle su fórmula de la pintura al óleo para que la gloria artística regresara a Italia. Jan daba esquinazo a los fisgones italianos de noche, acompañado por su hermano Hubert y su hermana Margaret, y regresaba al hogar de su familia en Maaseyck con la fórmula secreta. Pero antes de partir dejaba instalada una trampa incendiaria en su estudio. Los pintores italianos intentaban colarse en él, y prendían fuego al taller. Ilesos, los italianos perseguían a Van Eyck y daban con él en Brujas. Andrea del Castagno, con sus encantos mediterráneos, persuadía a Margaret para que le proporcionara la fórmula de las pinturas al óleo, y así era como éstas llegaban a Italia.
Una historia encantadora, pero falsa de principio a fin.
Ya desde su época, y en adelante, Jan fue mitificado por muchos de los que entraban en contacto con su obra. Una importante biografía sobre su persona se anticipó casi un siglo a la de Vasari. En efecto, en 1455, un erudito humanista nacido en Génova, Bartolomeo Facio, escribió De viris illustribus, De hombres ilustres, en la que consideraba a Van Eyck «el principal pintor de su tiempo». Se trataba de una alabanza extraordinaria viniendo, como venía, de un nacionalista italiano, y más teniendo en cuenta que el flamenco era coetáneo de artistas de la talla de Van der Weyden, Fra Angelico, Fra Filippo Lippi, Masaccio, Robert Campin, Botticelli y Ghirlandaio. Gracias a Facio también descubrimos que Jan era notablemente instruido, que sentía una pasión especial por los autores latinos Plinio el Viejo y Ovidio. En una época en que el analfabetismo era rampante, resultaba del todo inusual que un pintor que no fuese monje fuera versado en latín.
¿Cómo debía ser el taller de un pintor a mediados del siglo XV, en Flandes? ¿Qué debía sentirse en su interior? Podemos imaginar el aroma intenso de los aceites en una estancia mal ventilada. El sol se cuela oblicuamente a través de las ventanas de la pared encarada al sur. Ropajes polvorientos y objetos varios se amontonan en un rincón. Sobre una mesa de roble, los pigmentos se muelen en morteros hasta convertirse en pasta. Unos paneles lisos, también de roble, unidos con precisión y destinados a ser el soporte de futuras pinturas (resultaban muy costosos y se habían encargado a un ebanista especial), reposaban cuidadosamente en una esquina, separados por paños para evitar arañazos. Sobre un estante se alinean unos tarros de cerámica marcados con etiquetas antiguas, y llenos de polvos y materias primas que, una vez molidas, se convertirían en pinturas: carbón para el negro, oropimente para el amarillo, cinabrio para el rojo, lapislázuli para el azul. Este último es tan preciado que se reserva sólo para los ropajes de la Virgen María. El lapislázuli fue el artículo más caro vendido a peso durante toda la Edad Media. Podía juzgarse el coste de una pintura de la época no por los dorados que contenía, sino por la cantidad de azul que incorporaba. El mineral azul cobalto se extraía de las minas de lo que hoy es Afganistán. Debía recorrer, en caravanas, la Ruta de la Seda, infestada de bandidos, y pasar por Constantinopla y Venecia, donde se cargaba en barcos mercantes que recorrían el resto del Mediterráneo, cruzaban el estrecho de Gibraltar y remontaban la costa de Francia hasta llegar a Flandes.
Unos aprendices muy jóvenes trabajan con empeño, preparando uno de los paneles de roble, que cubren con una capa de estuco blanco, mezcla de yeso y agua de cola sobre la que el pintor añadirá el color. En 1432 Van Eyck tenía empleados a doce asistentes, y algunos de ellos acabarían convirtiéndose en pintores famosos por derecho propio (aunque no ha podido demostrarse, se cree que el joven Rogier van der Weyden y Petrus Christus pudieron ayudar en el taller de Van Eyck durante un tiempo). Junto a un caballete se distingue una calavera humana, y de la pared cuelga un espejo convexo, objetos habituales en un estudio de pintor. Los retratistas solían observar a los retratados a través de espejos, y no directamente a la cara, mientras pintaban. El borde del espejo proporcionaba un marco a la imagen que contenía. El espejo servía para transferir la realidad tridimensional del tema a una superficie bidimensional, y reproducía los esfuerzos del artista de pintar al retratado sobre un lienzo plano o un panel, al tiempo que daba a la imagen pintada una ilusión de profundidad. Los espejos convexos ocupan un lugar destacado en la obra de Van Eyck, y el más famoso de ellos es el que aparece en El retrato del matrimonio Arnolfini.
Además, en 1432, apoyados contra las paredes del taller, cubiertos ya con las últimas capas de barniz que han aplicado unos aprendices protegidos por delantales de cuero, bajo la estricta vigilancia de Van Eyck, se alinean los paneles de El retablo de Gante.
Entre los muchos misterios que rodean La Adoración del Cordero Místico destaca un persistente enigma sobre su autoría. En efecto, una de las preguntas sin responder más importantes de la historia del arte es si Van Eyck fue el único autor del retablo. La vida de Jan es inseparable de la historia de un pintor muy famoso, pero que tal vez no haya existido nunca.
En 1823 se descubrió una inscripción oculta sobre dos de los doce paneles pintados que forman El retablo de Gante. El texto, un cuarteto pintado sobre una franja plateada que cubre parte de los paneles en los que se representa a los mecenas que financiaron la obra, reza así:
Esta inscripción llevaba cubierta tiempo, no se sabe cuánto, y sólo se descubrió cuando, tras una serie increíble de robos y cambios de mano, los paneles de las alas del retablo acabaron expuestos en el Kaiser Friedrich Museum de Berlín, donde se restauraron los marcos.
La palabra «frater» y la fecha «1432» no resultaban ya legibles en 1823, y sólo pueden inferirse. La fecha exacta de la finalización de la obra, o más probablemente de la presentación oficial del retablo, se ofrece de una forma ingeniosa: recurriendo a una clave secreta. Las letras que en el texto figuran en negrita fueron pintadas, en realidad, de un color distinto al del resto en la inscripción misma. Si las leemos como números romanos (y tomamos la letra U como una V), entonces la suma de esos números nos da el año de su terminación: 1432. La fecha de la inscripción, 6 de mayo, es de especial importancia, pues se trataba de un día santo para el obispado de Tournai, del que dependía la ciudad de Gante hasta que, en 1559, ésta pasó a contar con un obispado propio. Esa jornada festiva se conocía como de San Juan de la Puerta Latina, en honor a san Juan Evangelista, que aparece representado en uno de los paneles de El retablo de Gante. Conviene recordar que la fecha es también la del bautismo del príncipe José de Borgoña, hijo del duque Felipe el Bueno e Isabel de Portugal, que se celebró en la capilla Vijd de la iglesia de San Juan. Por tanto, podríamos considerar que el hijo del duque de Borgoña y la mayor creación de Van Eyck comparten el mismo día de presentación ante Dios y ante el mundo.
En 1823, el descubrimiento de la inscripción causó un gran revuelo en el mundo del arte. El retablo de Gante se había considerado, hasta ese momento, como la primera obra maestra del genio emergente Jan van Eyck. Y de pronto surgía un nuevo nombre asociado a él: el de su hermano Hubert.
Es algo así como si en La Última Cena de Leonardo da Vinci se descubriera una inscripción que declarara que la obra la inició Giacomo da Vinci, o que la Capilla Sixtina de Miguel Ángel también la hubiera pintado Giuseppe Buonarotti. Los historiadores del arte se alzaron en armas. O acababa de descubrirse a un nuevo genio, o se trataba de una impostura ridícula. ¿O tal vez fueran las dos cosas a la vez?
Ni entonces ni, de hecho, tampoco hasta la fecha, se ha atribuido una sola pintura a Hubert van Eyck de manera inequívoca. A pesar de ello, el «misterio Hubert» ha dividido a los especialistas a lo largo de prácticamente dos siglos. Cientos de páginas de crítica se han publicado sobre el estilo artístico de Hubert.
Así pues, ¿quién era ese hombre?
Sólo en años recientes han surgido algunas pistas que yacían enterradas en oscuros archivos. Un registro municipal de Gante de 1412 cita a un tal «Meester Hubrech van Hyke», y en otro, de 1412, figura «Hubrecht van Eyke». Un documento fechado el 9 de marzo de 1426 refiere que un retablo para una capilla de la iglesia de San Salvador, también de Gante, seguía en el taller del «Maestro Hubrechte el pintor». En otro, aparecido en un libro de cuentas de 1424, se hace referencia a un pago a un tal «Maestro Luberecht» por dos diseños de retablo encargados por el comendador de la ciudad. En las cuentas de la ciudad del año 1425 otro documento se refiere a la paga concedida por el corregidor, con cargo a las arcas municipales, a los pupilos de un tal «Maestro Ubrecht». Además de éstas, sólo se ha encontrado otra referencia más: el registro de la cancelación de un impuesto de sucesiones pagado a la ciudad de Gante por los herederos de un tal «Lubrecht van Heyke» en 1426.
Las variaciones en los nombres y apellidos eran del todo frecuentes en este período, anterior a la fijación de la ortografía vernácula, que no existía siquiera para nombres ni verbos. Por tanto, esos maestros Hubrechte, Luberecht, Ubrecht y Lubrecht son, probablemente, la misma persona. Así pues, aunque no hay ninguna obra pictórica que pueda atribuirse inequívocamente a Hubert van Eyck, sí existen documentos autentificados que confirman que existió un pintor con ese nombre que vivía y trabajaba en Gante en el momento de la creación de La Adoración del Cordero Místico.
¿Qué ocurrió con sus pinturas?
La atribución de obras de arte suele ser un territorio resbaladizo para los historiadores. Hasta el siglo XIX, los pintores no siempre firmaban sus creaciones, lo que dificulta determinar quién pintó qué. La mejor manera de atribuir autorías consiste en vincular unas fuentes documentales primarias (contratos, cartas, testamentos, documentos legales, biografías de la época) que mencionen la temática y, en ocasiones, las dimensiones de la obra de un autor, con el destinatario o la persona que ha encargado la obra. En el caso de la mayoría de los artistas anteriores a la era moderna, sabemos de la existencia de más obras suyas de las que se han conservado. Los historiadores del arte usan los términos «perdidas» o «conservadas» para referirse, respectivamente, a piezas de las que éstos tienen conocimiento —a través de su mención en fuentes documentales primarias—, y a obras que se encuentran en un paradero identificable. El término «perdida» implica que la obra podría aparecer en algún momento. Una o dos veces al año se produce el gran descubrimiento de una obra maestra que se perdió. Un ejemplo destacado de ello lo constituyó el redescubrimiento de El prendimiento de Cristo, de Caravaggio, actualmente expuesto en la National Gallery de Irlanda, que se había considerado, erróneamente, una copia de Caravaggio y permanecía colgado, sucio e ignorado, en una esquina sombría de un seminario irlandés.
Con el tiempo, incluso en obras que se encuentran en colecciones importantes, la autoría de éstas puede sufrir alteraciones, a medida que aparecen nuevas pruebas que sugieren la conveniencia de una reasignación. Cuando la colección Albert Barnes se trasladó desde las afueras de Filadelfia hasta su nueva ubicación, en el centro de la ciudad, volvió a realizarse un inventario. Y se descubrió que muchas de sus pinturas de los Maestros Antiguos habían sido atribuidas erróneamente, asignadas a pintores más famosos de lo que sugerían los expertos en la materia. Asimismo, las pinturas célebres también son susceptibles de reatribución. El famoso Jinete polaco de la colección Frick se ha considerado, alternativamente, una de las grandes obras de Rembrandt y una pintura que jamás pasó por las manos de éste. La atribución de la autoría se realiza sobre la base de las pruebas que aparecen en documentos históricos, y también de la comparación —método menos fiable— del estilo artístico entre las obras conocidas de un artista y la pieza cuya autoría se pretende determinar. Si las pruebas documentales resultan insuficientes, entonces los expertos en la materia pueden intervenir para proporcionar respuestas. Dichos conocedores poseen un sentido intrínseco, casi sobrenatural, de la autenticidad y el conocimiento estilístico. Así como una persona es capaz de reconocer a su pareja aunque ésta se encuentre en la otra punta de una habitación, a algunos historiadores del arte se les reconoce la capacidad de identificar la obra de ciertos artistas. Ese talento, que antes de la Segunda Guerra Mundial constituía el modo principal de atribución de obras, ha acabado por convertirse en algo así como un truco de magia. En la actualidad, gracias a los avances tecnológicos y la informática, los científicos pueden analizar las pinceladas y la composición química (así como el porcentaje de los distintos pigmentos mezclados por los distintos artistas para crear sus pinturas), y determinar, así, la presencia de la mano de un artista.
Los «conocedores» en la materia han sido muy proclives a fantasear y a actuar interesadamente. Todo el mundo quiere descubrir las obras de artistas famosos, por lo que era probable que colecciones como la formada por algunos de los Maestros Antiguos de Barnes estuvieran sobrevaloradas, y que ciertas pinturas se atribuyeran a artistas famosos más por entusiasmo y fantasía que por una voluntad de falsear intencionadamente la realidad con vistas a especular con el precio de éstas. Incluso alguien como Bernard Berenson, tal vez el historiador del arte y connoisseur más célebre de todos los tiempos, cuyos trabajos de autentificación se consideraban algo así como una garantía a prueba de bomba, cooperó con el príncipe de los marchantes de arte, Joseph Duveen, para atribuir, deliberadamente, ciertas obras a autores que no las habían pintado, siendo el caso más conocido el de un Tiziano, que Berenson atribuyó a Giorgione, más valioso y excepcional, porque Berenson recibía una comisión sobre la base del precio de venta de las pinturas que autentificaba; cuanto más famoso y excepcional fuera un pintor, más altos eran sus honorarios.
De modo que no debe sorprender que incluso la autoría de una obra tan monumental como El retablo de Gante puede ser cuestionada, y que pueda modificarse con el paso de los siglos. Antes de que, en 1823, se descubriera la inscripción que nos ocupa, Hubert van Eyck no aparecía en el radar de los historiadores del arte internacionales, más allá de las referencias en diversas fuentes del siglo XVI (Karel van Mander, Marcus van Vaernewyck, Lucas de Heere) que declaraban que El retablo de Gante había sido iniciado por Hubert van Eyck pero lo había completado Jan.
Una vez descubierta la inscripción, el mundo del arte se encontraba con un gran maestro al que hasta ese momento había pasado por alto. Repentinamente, obras que hasta entonces habían carecido de autoría conocida, empezaron a atribuirse a Hubert. Son muchas las pinturas que, en los museos, se etiquetan simplemente como «anónimas» o «de autor desconocido». Cuando una o más obras parecen compartir un mismo estilo, los historiadores del arte pueden poner un nombre a ese artista anónimo, cuyo verdadero nombre se ha perdido con el paso de los siglos. Un notable ejemplo de ello lo proporciona la obra del gran Robert Campin, perteneciente a una generación anterior a Jan van Eyck (y que posiblemente fuera su maestro). Hasta hace poco su nombre era desconocido. Antes de que se descubriera, sus trabajos, incluido el mundialmente famoso Retablo de Merode, que actualmente se exhibe en los Cloisters de Nueva York, se atribuían al «Maestro de Flemalle».
¿Era Hubert van Eyck el nombre real de uno de esos maestros? Tras el descubrimiento de la inscripción, varias pinturas tenidas en alta consideración, todas ellas creadas siguiendo el estilo de la pintura flamenca de mediados del siglo XV, se atribuyeron de pronto a Hubert. Entre ellas se encuentran la Crucifixión y El Juicio Final, del Hermitage, el dibujo a punta de plata titulado La traición a Cristo, expuesto en el Museo Británico, el Retrato de Juan Sin Miedo, de Amberes, una Crucifixión que se exhibe en la Gemaldegalerie de Berlín, y Las Santas Mujeres en el Sepulcro, perteneciente a la colección Cook de Richmond, Inglaterra, entre otros. Estas obras se atribuyeron a Hubert entre grandes interrogantes, sobre la base del método de la comparación estilística, un método falible y poco científico. La comparación, claro está, se hizo tomando como referencia El retablo de Gante, obra en cuya realización es posible que Hubert no interviniera en absoluto. Como escribió el célebre historiador del arte Max Friedlander en 1932: «Tras leer toda la literatura sobre Van Eyck sólo una cosa es segura en relación con El retablo de Gante, y es que su famosa inscripción ha causado a la crítica estilística más bochorno del que esta disciplina, que no escatima precisamente en meteduras de pata, había conocido hasta entonces».
A pesar de la avidez por proporcionar cuadros a ese maestro de la pintura recién descubierto, no está claro que se conserve ninguna de las pinturas de Hubert. A pesar de ello, la relación de Hubert van Eyck con El retablo de Gante queda apuntada también por el hecho de que fuera enterrado en la iglesia de San Juan, en uno de los muros de la capilla Vijd —el templo y el lugar para el que se concibió la obra—. La tumba se trasladó con posterioridad, y se perdió cuando dejó de ser de la advocación de san Juan y pasó a ser de san Bavón. Pero el epitafio grabado sobre el sepulcro de Hubert se conserva en las notas que un viajero llamado Marcus van Vaernewyck escribió en 1550. En él se indica la fecha de la muerte —14 de septiembre de 1426—. Es decir, que su fallecimiento se produjo apenas unas semanas después de que se iniciara la ejecución de La Adoración del Cordero Místico.
De ello podemos inferir que, si Hubert van Eyck estuvo relacionado de algún modo con la ejecución del retablo, entonces su contribución habría podido incluir la disposición, el diseño y tal vez el esbozo de algunas figuras inacabadas, pero poco más. Murió mucho antes de poder realizar una aportación sustancial, o siquiera visible. Aunque se desconoce la fecha exacta del encargo del políptico, el hecho mismo de que Hubert falleciera en 1426 y la obra no se completara hasta 1432 indica la cantidad de trabajo que quedaba pendiente de finalizar en aquella primera fecha. En los seis años posteriores a la muerte de su hermano, fue Jan quien pintó el retablo.
Y, sin embargo, los cuadernos de viajes de otros dos viajeros prácticamente coetáneos indican que ya muy poco después de que se terminara El retablo de Gante, empezó a considerarse que su autor había sido Hubert. Hieronymous Münzer, que visitó la ciudad en 1495, escribió que «el maestro del retablo está enterrado frente al altar». Jan van Eyck está enterrado en Brujas, por lo que Münzer sólo podía estar refiriéndose a Hubert. El segundo viajero era Antonio de Beatis, secretario de un dignatario eclesiástico de visita en Gante, el cardenal Luigi d’Aragona. De Beatis escribió, sobre su estancia en Gante, que los «canónigos» de la iglesia le habían contado que El retablo de Gante lo había pintado un artista de «La Magna Alta» (el viejo término para referirse a Alemania, del que deriva el nombre francés del país, Allemagne) llamado Roberto, y que el hermano de éste había completado la obra. Tal vez el italiano De Beatis italianizara el nombre de pila que creyó haber oído, ya fuera Hubrechte, Luberecht o Ubrecht y, en su memoria, lo transformara en Roberto.
Pero esos documentos de archivo en los que se sugiere que, de hecho, existió un Hubert van Eyck activo como pintor en Gante en la década de 1420 no se descubrieron hasta 1965. Muchos todavía consideran que esa importantísima inscripción constituye una falsificación del siglo XVI. De ser así, se trataría del primero de los trece delitos relacionados con la desventurada pintura.
En 1933, el historiador del arte y coleccionista Emile Renders publicó un artículo en el que defendía que la inscripción era fraudulenta, que la habían creado humanistas de Gante horrorizados al pensar que el mayor tesoro artístico de su ciudad pudiera ser obra de un artista relacionado con la ciudad rival de Brujas. Renders argumenta que aquellos falsificadores inventaron la existencia de un hermano de Gante, Hubert, cuya intervención en el retablo podía servir para hacer ver que el mayor tesoro de Gante había sido creado por uno de sus ciudadanos. Un equivalente actual de esa teoría podría consistir en afirmar que el mayor tesoro de la ciudad de Boston fue creado por un neoyorquino. La teoría de Renders sigue resultando intrigante y plausible. Que algunos archivos hayan demostrado que un pintor llamado, aproximadamente, Hubert, estuviera activo en Gante en el siglo adecuado, no implica que Hubert tuviera nada que ver con El retablo de Gante, ni que la inscripción sea original.
Otra especialista, Lotte Brand Philip, escribió en 1971 que la inscripción, si bien original, se había leído de modo incorrecto. En ella, Hubert van Eyck figuraba como fictor, no pictor. Ello implicaría que Hubert habría creado el marco escultórico del retablo, y que Jan sería el responsable de las pinturas. El deterioro de la inscripción, en la que ciertas palabras resultan del todo ilegibles, convierte el error de interpretación en algo plausible. Se trata de una posibilidad defendida por varios entendidos, aunque se contradice con uno de los documentos antes citados, de marzo de 1426, en el que se menciona un retablo para la iglesia de San Salvador que sigue en el taller del «maestro Hubrechte el pintor», y que lo convertiría en pictor, y no en fictor.
Hasta hoy, los historiadores del arte se encuentran divididos sobre la autoría de El retablo de Gante. Si asistimos a conferencias de algunos de ellos, la mitad nos enseñarán que la obra fue creada por los hermanos Van Eyck, y la otra mitad que es creación exclusiva de Jan.
Aunque la existencia de un artista llamado Hubert, que vivió a principios del siglo XV, está ya fuera de toda duda, su participación en La Adoración del Cordero Místico sigue constituyendo un misterio sin resolver. Parece probable que le encomendaran a él la pintura del retablo, pero que muriera tan poco después de formalizado el encargo que no pueda apreciarse nada de su trabajo en la pintura final, que fue asumida por su hermano Jan con el beneplácito del duque Felipe el Bueno. A menos que, en el futuro, surja alguna nueva pista, los orígenes concretos del retablo seguirán siendo un enigma. ¿Es posible que ése sea parte de su encanto? Cuando todas las preguntas hayan sido respondidas, tal vez dejemos de considerarlo. El retablo de Gante nos plantea muchas cuestiones apasionantes, da pie a respuestas intrigantes, y a la vez se niega a aportarnos soluciones definitivas. Sigue cautivándonos, como ha cautivado y atraído, durante seiscientos años, a amantes del arte y ladrones por igual, más poderoso si cabe gracias a la neblina que lo recubre, y que no se ha disipado del todo.
Las obras de arte rara vez poseen un valor material intrínseco; en el fondo, una pintura es sólo madera, tela y pigmentos. Es el modo en que se emplean esos materiales y, más aún, la historia de su pasado y de lo que han significado para las personas y las naciones, lo que aporta valor a sus humildes ingredientes. Apenas abordada por los estudiosos, la historia de la delincuencia relacionada con el arte constituye un drama humano de carácter psicológico, una pugna por la posesión entretejida con motivaciones ideológicas, religiosas, políticas y sociales provocadas o encarnadas por el arte de un modo que no tiene parangón en ningún otro objeto inanimado. Y El retablo de Gante, con una historia llena de avatares, supone una lente ideal a través de la que examinar dicho fenómeno.
Así pues, concentrémonos ahora en la historia de la pintura en tanto que objeto físico: codiciada, deseada, embrutecida, dañada, casi destruida, robada, traficada y recuperada para volver a ser sustraída. Descubramos cómo una obra de arte concebida para ser el orgullo de la comunidad que la albergaba, el tesoro de la ciudad de Gante, pasó a ser icono de Bélgica y acabó convirtiéndose en símbolo de la supervivencia de la civilización contra el mal.