Lo primero que llama la atención a quien abre la puerta de la capilla, de madera de roble, son los aromas: el frescor antiguo de las piedras que forman los muros de la catedral de San Bavón, el olor a incienso e, inmediatamente después, las sorprendentes notas a madera vieja, aceite de linaza y barniz. La catedral de Gante, en Bélgica, es generosa en extraordinarias obras de arte religioso, pero una de ellas destaca sobre el resto. Tras seiscientos años de vaivenes casi constantes, El retablo de Gante vuelve a mostrarse en el templo para el que fue pintado.
La obra maestra de Jan van Eyck se ha visto envuelta en siete robos, y supera por un amplio margen a la que ocupa el segundo puesto de esta competición involuntaria: un retrato de Rembrandt, sustraído de la Pinacoteca Dulwich (Londres) en apenas cuatro ocasiones. El retablo ha fascinado por igual a estudiosos y detectives, a ladrones y protectores, a intérpretes y devotos, tanto por las preguntas sin respuesta que rodean todas sus desapariciones —ya hayan sido producto de robos o de transacciones ilícitas—, como por el simbolismo místico de su contenido.
Se trata de uno de los mayores misterios no resueltos de la historia del arte.
Quienes se sitúan frente al políptico no pueden evitar sentirse abrumados por su monumentalidad. El retablo de Gante se compone de veinte paneles pintados por separado y unidos por un inmenso marco dotado de goznes. La estructura se abre durante la celebración de las festividades religiosas, pero permanece cerrado gran parte del año y, en esa posición, sólo ocho de los veinte paneles (pintados por su anverso y su reverso) resultan visibles. El tema de los paneles anteriores, que son los que se muestran cuando el políptico permanece cerrado, es la Anunciación: el arcángel Gabriel anuncia a María que acogerá en su seno al Hijo de Dios. En el exterior también aparecen los retratos de los donantes que pagaron el retablo, así como sus santos patrones.
El políptico presenta un aspecto de rompecabezas y, en su interior, sus tesoros aguardan pacientemente a ser descifrados. Al abrirse, el centro del retablo muestra un campo idealizado, lleno de figuras: santos, mártires, clérigos, eremitas, jueces honrados, caballeros de Cristo y un coro de ángeles, todos ellos en lenta procesión para rendir homenaje a la figura central: un cordero dispuesto sobre un altar de sacrificio, orgullosamente plantado sobre sus cuatro patas, vertiendo su sangre en un cáliz de oro. Esta escena se conoce como La Adoración del Cordero Místico. El significado iconográfico preciso de ese panel de la Adoración, así como el de la gran cantidad de símbolos arcanos que contiene, ha sido objeto de discusión erudita durante siglos.
Sobre el gran campo de La Adoración del Cordero Místico, en los paneles superiores, Dios Padre se sienta en su trono, con María y Juan Bautista a cada lado. La figura alza una mano, dando la bendición, una mano que posee un realismo asombroso: le sobresalen unas venas, y un vello rizado, diminuto, asoma sobre la piel salpicada de poros. A sus pies reposa una corona cuajada de piedras preciosas que resplandecen a la luz. El ribete de la túnica está tejido con hilos de oro, y sobre la cabeza describen un arco unas inscripciones de caracteres que parecen inspirarse en los rúnicos. En la barba se distinguen, pintados, cada uno de los pelos, y los ojos almendrados expresan un poder y un cansancio que resultan muy humanos.
El nivel de detalle milimétrico en una obra de arte de semejantes dimensiones no tiene precedentes. Hasta que se pintó, sólo retratos diminutos y códices miniados incorporaban un grado de detallismo similar. Una precisión como aquélla no la habían visto jamás a tan gran escala ni otros artistas ni el público en general. El gran historiador del arte Erwin Panofsky escribió, en una cita célebre, que los ojos de Van Eyck funcionaban «como un microscopio y un telescopio a la vez». Quienes contemplan El retablo de Gante —proseguía Panofsky— son partícipes de la visión del mundo de Dios y captan «parte de la experiencia de Él, que contempla desde los cielos, pero que es capaz de contar los pelos que tenemos en la cabeza».
En El retablo de Gante las piedras preciosas brillan iluminadas por una luz refractaria. Se distinguen una a una las cerdas de las crines de los caballos. Cada una de las más de cien figuras que lo componen presenta unos rasgos faciales personalizados. Los rostros de todas ellas son únicos y poseen un grado de personalización propio de retratos —sudor, arrugas, venas, fosas nasales dilatadas—. Los detalles abarcan desde lo más elegante hasta lo más prosaico. El espectador aprecia las briznas de hierba, los pliegues de una manzana devorada por unos gusanos, las verrugas de una papada. Pero también el reflejo de una luz capturada por un rubí pintado a la perfección, las aguas de un ropaje dorado, y todos y cada uno de los vellos plateados que asoman entre los rizos de una barba de tonos castaños.
El arma secreta que hacía posible tal nivel de precisión era la pintura al óleo. Al ser translúcida, el pintor puede acumular una capa sobre otra, sin cubrir la anterior. El método preferido antes de la aparición de Van Eyck, el temple al huevo, creaba una superficie prácticamente opaca. La capa posterior cubría la anterior. El óleo, en cambio, permitía un grado mucho mayor de sutileza y, además, resultaba más fácil de controlar. Van Eyck usaba algunos pinceles tan pequeños que contenían apenas unos pocos pelos de animales en la brocha, lo que le posibilitaba alcanzar un nivel de precisión desconocido hasta la fecha. El resultado constituye todo un banquete visual, una galaxia de efectos especiales pictóricos que deslumbran, sí, pero que también logran mantener el interés durante jornadas, y que llevan al observador tanto a acercarse a la obra como a alejarse de ella para examinarla, y tanto a descifrarla como a perderse en la mera contemplación de su belleza.
El retablo de Gante, primer encargo público de importancia del joven Van Eyck, también fue el primer óleo a gran escala en alcanzar repercusión internacional. A pesar de no haber sido él el inventor de la pintura al óleo, Van Eyck fue el primero en explotar sus verdaderas posibilidades. La maestría, el realismo de los detalles y el uso de aquel nuevo medio convirtieron la obra en un centro de peregrinación para artistas e intelectuales desde el momento en que la pintura se secó sobre la tabla, y así seguiría siendo en los siglos venideros. La reputación internacional de la obra y su autor, sobre todo teniendo en cuenta que fue él quien estableció un nuevo medio artístico que se convertiría, durante siglos, en el más universalmente usado, avala la opinión de que El retablo de Gante es la pintura más importante de la historia.
Se trata, en efecto, de una obra de arte que numerosos coleccionistas, duques, generales, reyes y ejércitos enteros han deseado hasta el punto de matar, robar y alterar el curso estratégico de guerras con tal de poseerla.
Tanto la obra como su creador están envueltos en misterios. El retablo de Gante se ha conocido con diversos nombres desde que fue pintado. Hasta bastantes siglos después, no era nada habitual titular las obras de arte. La mayoría de los nombres por los que las conocemos hoy fueron propuestos por historiadores de arte a fin de facilitar su referencia. En flamenco, el retablo se conoce como Het Lam Gods, es decir, «El Cordero de Dios». Cuenta, además, con algunos «sobrenombres», como son «El Cordero Místico» o, simplemente, y tal vez comprensiblemente —teniendo en cuenta la frecuencia con que se ha visto en peligro—, como «El Cordero».
Jan van Eyck lo pintó entre 1426 y 1432, época tumultuosa de la historia de Europa. El rey Enrique V de Inglaterra se casó con Catalina de Francia y murió dos años después. Juana de Arco fue ejecutada en el fragor de la guerra de los Cien Años. Brunelleschi dio inicio a la construcción de la cúpula de la catedral de Florencia, Santa Maria del Fiore. Donatello acababa de terminar su estatua del San Jorge, que ejercería sobre la escultura una influencia comparable a la que El retablo de Gante tendría sobre la pintura. El año en que éste empezó a ejecutarse, Masaccio pintó su célebre Capilla Brancacci de Florencia, que se convirtió en lugar de peregrinación para artistas en los siglos siguientes (lo que Van Eyck logró en la pintura de retablos, y Donatello en la escultura, Masaccio lo logró en la pintura mural). Poco después de la finalización de El Cordero, Leon Battista Alberti escribió su influyente Tratado sobre el Arte de la Pintura, en el que codificaba matemática y teóricamente la creación artística de la perspectiva. Un decenio después, Gutenberg inventaba la imprenta a partir de tipos móviles.
La fama del retablo proviene de su belleza artística y de su interés, así como de su importancia para la historia del arte. Ésta no ha dejado de recalcarse a lo largo de los siglos, siglos en que generaciones de artistas, escritores y pensadores se han dedicado a cantar las virtudes de la pintura, desde Giorgio Vasari hasta Gotthold Ephraim Lessing, desde Erwin Panofsky hasta Albert Camus.
Se trata de una obra que, simultáneamente, cautiva la mirada y desafía a la mente. Algunos de sus elementos, como la corona reproducida con un detallismo microscópico, visible a los pies de Dios Padre, están pintados con tiras de pan de oro auténtico, que le confieren relieve y textura y atrapan la luz como chispas encendidas en la superficie del panel. Más allá del deslumbramiento que produce, la obra está llena de símbolos camuflados que se vinculan al misticismo católico. Exhibe un grado de precisión muy superior al de cualquier obra de los predecesores de Van Eyck. La personalización de las figuras humanas, el descarnado naturalismo de los objetos inanimados, como en el caso de esa corona dorada y cuajada de piedras preciosas, anticipan movimientos como el del Realismo, al que se adelanta cuatrocientos años.
En el intento de situar El retablo de Gante en la historia del arte, pueden defenderse dos argumentos, ambos convincentes. En efecto, tanto puede afirmarse que El Cordero Místico es la última obra de la Edad Media, como también que se trata de la primera pintura del Renacimiento.
Fue, sí, la última creación pictórica del Medievo porque la estructura de la pieza, la arquitectura que se pinta en ella y las figuras que aparecen son de estilo gótico. El uso recurrente de los dorados, efecto que añadía un orfebre una vez que el pintor había culminado su obra, constituye también una característica gótica. El oro hace que las figuras representadas «salten» de los paneles, y les confiere una aureola de luz que contrasta acusadamente con el mar dorado que los rodea. El pan de oro, que se batía hasta que quedaba tan fino que el mero roce de un dedo bastaba para rasgarlo, se aplicaba recurriendo a la electricidad estática: el dorador se frotaba en el pelo un pincel de cerdas de tejón y, al hacerlo, creaba una corriente estática lo bastante fuerte como para levantar la lámina de oro, que se fi jaba entonces al estuco mediante una cola confeccionada con clara de huevo. Avanzado el siglo XV, la técnica del dorado se arrinconaría en beneficio de unos fondos con paisaje, por lo que su presencia selectiva sugiere un compromiso con el estilo medieval. El dominio de la perspectiva, así como la integración en la obra pictórica de teorías artísticas neoplatónicas (la filosofía preferida de los humanistas que encendieron la mecha del Renacimiento), están ausentes. Así pues, ésta fue la última gran obra de la Edad Media.
Sin embargo, con la misma facilidad podría argumentarse que la pieza que nos ocupa constituye la primera pintura del Renacimiento. Aunque aparecen los dorados, en la obra abundan también los paisajes y los fondos naturalistas, característicos de la pintura post-medieval. El retablo se creó en pleno auge del Humanismo: el redescubrimiento de textos clásicos hebreos y griegos, y sobre todo la idealización de la Atenas de la Antigüedad. Su realismo, desconocido en el Medievo, está inspirado en ese Humanismo. Parte de la filosofía humanista del Renacimiento suponía fortalecer las capacidades y las vidas humanas. Sólo alguien que abrazara el valor de la humanidad se habría molestado en crear una obra de arte tan llena de encantadores detalles. Durante aquélla era de cristianización del arte y las ideas paganas, las obras artísticas reflejaban un intento de compatibilizar la religión católica dominante con las filosofías y las ciencias que entraban en contradicción con ella y que estaban presentes en los textos clásicos redescubiertos y recién traducidos. Esa cristianización de la imaginería pagana constituye un elemento fundamental de El Cordero Místico. El hecho de que, en los decenios posteriores a su creación, esta obra fuera la más famosa del mundo para otros pintores y que, en la práctica, estableciera el nuevo medio artístico del Renacimiento —la pintura al óleo— demuestra hasta qué punto influyó en el arte y la iconografía renacentistas.
Ambos argumentos son sensatos. Existe la tendencia académica a querer categorizarlo todo cueste lo que cueste, a insertar toda obra de arte en este o aquel «ismo», a ignorar que la historia del arte es un todo orgánico en el que varios estilos se solapan y se entrelazan. Pero, precisamente, parte del placer y el asombro que suscitan las grandes obras artísticas está en su misterio, en su naturaleza esquiva que nos atrae y nos intriga. En lugar de relegar El retablo de Gante a la Edad Media o al Renacimiento, la pintura puede verse, más exactamente, como el punto de inflexión entre ambas épocas, tanto en el campo del arte como en el del pensamiento; su interés es mayor, precisamente, a causa de esa naturaleza híbrida.
¿De qué trata la pintura? La pregunta, en principio sencilla, suscita una respuesta compleja. La mayoría de las obras religiosas del siglo XV se inspiraban en —o ilustraban— un pasaje concreto de la Biblia, los Apócrifos o los comentarios bíblicos. El retablo de Gante se refiere a diversos textos bíblicos y místicos, pero se trata más de una síntesis que de una ilustración precisa de alguno de ellos. Así pues, conviene levantar las diversas capas de referencias e iconografía teológica que contiene antes de poder unir todas las piezas para formar con ellas una constelación.
Las pinturas de esa época solían ser rompecabezas. Conducían al espectador a través de un laberinto, y sólo aportaban pistas sobre lo que se representaba en su centro. Se ha dicho a menudo que un gran retrato debería revelar un secreto oculto sobre la persona retratada, secreto que ésta preferiría que siguiera siéndolo; el artista es partícipe de él y lo traspasa al pigmento, lo oculta a una primera visión, y sólo permite que determinados observadores lo descubran, si saben cómo han de mirar.
Lo que es sutil y enigmático en el retrato se magnifica en la pintura religiosa. La sutileza del tema sobre el que los observadores entendidos podrían meditar también se consideraba una ventaja. Los secretos místicos del catolicismo no eran para legos, sino más bien para quienes poseían unos conocimientos profundos sobre la Biblia y los comentarios, así como sobre las fuentes griegas y latinas. Fra Angelico, por ejemplo —monje italiano contemporáneo de Van Eyck—, pintó un pequeño fresco en cada celda del convento de San Marcos de Florencia. Esas celdas, ocupadas por los novicios, contienen escenas bíblicas simples, fáciles de comprender, que provocan reacciones más viscerales, como la compasión, ante la Crucifixión o la Pietà. Las escenas representadas ganan complejidad gradualmente en las celdas que Fra Angelico pintó para los monjes de mayor edad. Los niveles de dificultad teológica culminan en conceptos difíciles, como el de la Santísima Trinidad, imágenes que requerirían sabiduría, experiencia y amplias lecturas para captarlas en su totalidad.
En la pintura religiosa destinada a espacios públicos también se favorecía la creación de lo que podría denominarse «obras de misterio», que solían contener diversos niveles de complejidad, representaciones de escenas bíblicas que resultaban fácilmente reconocibles a los espectadores más simples, junto a imágenes más eruditas, que en muchas ocasiones contenían híbridos de varios textos teológicos, referencias a la mitología o a ideas paganas y elementos espacio-temporales específicos, lo que hoy tal vez llamaríamos «bromas internas», que resultaban obvias a los observadores de la época pero que son totalmente ajenas al público del siglo XXI.
También existía cierto placer en el hecho mismo de descifrar. En un tiempo anterior a la invención de la imprenta, uno de los mayores placeres de la vida culta consistía en contemplar pinturas por transcurso de horas, de meses, incluso de años. Obras como El Cordero Místico cumplían una función religiosa, pues decoraban y proporcionaban referencias a la misa que se celebraba en la iglesia, en el altar que quedaba debajo. Pero también eran fuentes de placer intelectual y estético, algo sobre lo que debatir con los amigos. Quienes las contemplaban podían demostrar su erudición hallando las referencias de las pinturas, identificando los conceptos filosóficos planteados en ellas, y dilucidando de qué manera las diversas ideas e imágenes podían entretejerse hasta formar un todo que revelara una verdad mayor. El arte renacentista proporcionaba ideas e imágenes, historias pintadas y pictogramas, y los artistas jugaban con distintos modos de presentar conceptos a través de un elemento, el de la pintura, que es en esencia silencioso y que mayoritariamente carece de texto. Los rostros, los paisajes, las naturalezas muertas y los cuerpos debían contar historias. Los grandes artistas podían usar ese medio mudo para desentrañar misterios emocionales y teológicos.
Las imágenes de El retablo de Gante son variadas y diversas desde el punto de vista teórico. La pintura incorpora más de cien figuras, muchos fragmentos de textos, referencias y remisiones a pasajes bíblicos, a cuestiones teológicas apócrifas e incluso a la teología pagana. Las obras de simbolismo complejo como la que nos ocupa se iniciaban con un plan iconográfico general que diseñaba algún erudito o un gran teólogo; rara vez se le ocurría al propio artista. A éste le comunicaban cuál había de ser el planteamiento de la pintura, qué figuras debía incluir en ella, qué frases, y quizá incluso la relación entre ellas en la composición. Al artista le correspondía la misión de ejecutar el concepto del sabio. Cuanto más capaz fuera el pintor, menos directrices artísticas recibiría.
En este caso, Jan van Eyck era un emprendedor relativamente joven. Aquél iba a ser su primer gran encargo expuesto al público. Por tanto, es de suponer que recibiría bastante asesoramiento. En la mayoría de las circunstancias, la inclusión de conceptos individuales y la disposición de las figuras corrían a cargo del artista, mientras que el tema, la incorporación de cualquier texto, los retratos de los donantes y, sobre todo, el número total de figuras eran aspectos que aparecían expresados en un contrato escrito. Era frecuente que a los pintores les pagaran en función del número de rostros que debían representar, por lo que ése es un factor importante. El contrato de El retablo de Gante se ha perdido, y no podemos más que suponer lo que contenía y hasta qué punto el artista tuvo libertad a la hora de concebirlo. Tampoco se ha conservado registro alguno del erudito que diseñó el tema, aunque se haya sugerido un candidato probable. Éste hubo de ser, sin duda, una persona extraordinariamente leída, un humanista instruido. No cuesta imaginar la dificultad de reunir de memoria, o de investigar trabajosamente, las muchas frases y remisiones que aparecen en la obra, sin contar con la ayuda de un ordenador, un índice o al menos las ventajas que la invención de la imprenta aportaría apenas veinte años después.
Lo que a algún espectador podría parecerle la simple pintura de una habitación es, de hecho, una obra maestra llena de detalles diminutos, cada uno de ellos referente a algún aspecto litúrgico o simbólico. En esa época, las obras pictóricas no incorporaban ningún detalle sin que existiera algún motivo para ello. El inmenso gasto material que implicaba la adquisición de unos paneles planos y lisos, de unos pigmentos costosos con los que elaborar las pinturas, de unos marcos tallados en madera, así como el coste del tiempo que el artista empleaba en el trabajo eran tan elevados que sólo las personas y las instituciones más ricas —príncipes y reyes, obispos y acaudalados mercaderes— podían encargar obras de arte. Los propios artistas raras veces podían permitirse el material para pintar algo que no les hubiera sido encargado. Todavía habrían de pasar dos siglos para que los primeros pintores empezaran a crear sus obras «por iniciativa propia», con la esperanza de venderlas a través de las galerías. Y tendrían que transcurrir cuatrocientos años hasta que los primeros tubos de pintura lista para usar se pusieran a la venta. En la época de Van Eyck, los artistas creaban aquello por lo que les pagaban. Y cada detalle era importante.
Los historiadores del arte recurren a la iconografía —el estudio de los símbolos artísticos— para determinar la fuente literaria que inspira las pinturas. La mayoría de las obras religiosas de períodos anteriores a la Edad Moderna ilustran conceptos literarios, o relatos. Conocer la fuente literaria revela el tema de la pintura, que de otro modo se mantiene oculto. Para las obras religiosas, las fuentes usadas con mayor frecuencia son la Biblia o la Leyenda Dorada, la biografía medieval de los santos escrita hacia 1260 por el monje Santiago de la Vorágine, que fue el segundo libro más popular durante toda la Edad Media y el Renacimiento, sólo superado por las Sagradas Escrituras. La imagen de una mujer que lleva sus ojos en una bandeja de plata puede no significar nada de buenas a primeras, hasta que conocemos la fuente escrita de la que procede, la Leyenda Dorada, y descubrimos que se trata de la biografía de santa Lucía, a la que arrancaron los ojos durante el martirio al que fue sometida.
La procesión de todo un elenco de personajes revestidos de santidad, relacionada con el sermón de Todos los Santos, avanza lentamente hacia el Cordero, situado sobre el altar, en el centro de un campo extenso. El tema de ese panel central de El retablo de Gante, llamado «La Adoración del Cordero Místico», también está extraído de la Leyenda Dorada, así como del Apocalipsis de San Juan. Por tanto, en la imaginería del retablo encontramos una serie de temas teológicos interrelacionados, metidos unos dentro de otros como muñecas rusas, referencias mutuas que logran dar mayor profundidad al misterio religioso e iconográfico que rodea la pintura. En las veintiséis escenas individuales representadas en los doce paneles de roble se nos presenta la teología mística cristiana de la A a la Z, por decirlo de algún modo, desde la Anunciación (Lucas, 1:26-28) hasta la Adoración del Cordero Místico, que pertenece al libro final del Nuevo Testamento, el de la Revelación o Apocalipsis.
Así pues, para desvelar los misterios de El retablo de Gante, deberemos antes aproximarnos a las partes que lo componen, examinar su contenido y simbolismo y preguntarnos qué es lo que representan los paneles por separado. Entre sus numerosos misterios hallaremos a santos disfrazados de estatuas y a profetas flotantes, así como textos puestos boca abajo.
Cuando el políptico está cerrado, es visible el reverso (la parte anterior) de ocho figuras, que ilustran el Misterio de la Encarnación. Los paneles se hallan divididos en dos niveles, cada uno de ellos de cuatro paneles contiguos. El nivel superior representa una sala abierta en la que tiene lugar la Anunciación, el momento en que el Señor envía al arcángel Gabriel para que transmita a María que alojará en su seno al Hijo de Dios (Lucas, 1:28-38). Esta escena aparece pintada a lo largo de los cuatro paneles, mientras que los profetas del Antiguo Testamento y las sibilas flotan sobre el «techo pintado» del aposento de la Anunciación.
En el panel de la izquierda se muestra al arcángel Gabriel con un lirio en la mano, flor que simboliza la virginidad y la pureza de María, y que indica que Gabriel no pretende causarle ningún daño. Éste pronuncia las palabras de la Anunciación, que se han pintado con unas letras doradas sobre el panel, y que brotan de su boca: Ave Gratia Plena Dominus Tecum («Ave [María] llena eres de gracia, el Señor es contigo»). El cuerpo de Gabriel llena la estancia, y en ella, más que de pie, parece estar flotando. El aposento mismo es contemporáneo al momento en que se pinta la obra y no fiel a la época bíblica. En él se aprecian las vigas de madera del techo y una fuente de luz natural: el sol que la inunda a través de una ventana abierta, que proyecta la sombra del arcángel en la pared trasera.
María se encuentra arrodillada en el panel derecho del nivel superior, recibiendo las palabras que le anuncia Gabriel. Su respuesta a éstas: Ecce ancilla domini («He aquí la esclava del Señor»), aparece escrita boca abajo. Ello puede parecer raro, hasta que caemos en la cuenta de que la respuesta no es para nosotros, sino más bien para Dios y el Espíritu Santo. Éste, que se halla sobre la cabeza de María, y Dios, que presumiblemente está más arriba, en los Cielos, y baja la mirada para contemplar a María, que está en la tierra, necesitan que la respuesta esté invertida para que el texto les resulte claramente legible. Ese efecto aparecía con cierta frecuencia en las pinturas sobre la Anunciación realizadas durante el Renacimiento en los países del norte de Europa, y éste el primer caso en que se aprecia, además del más famoso. La frase latina pronunciada por María suele traducirse, erróneamente, por «He aquí la sierva del Señor», alteración políticamente correcta de la traducción literal, según la cual María se ofrece como esclava.
El Espíritu Santo, en forma de paloma, desciende sobre ella, señalando que alojará en su seno al futuro Cristo. Ella mantiene las manos cruzadas sobre el pecho en gesto de humildad —humilitas, en latín, significa «cercano a la tierra»—. Un escanciador de cristal reproducido con extraordinaria maestría, y que atrapa la luz que penetra por la ventana, alude a la explicación teológica medieval sobre cómo era posible que María pudiera quedar encinta de Jesús y seguir siendo virgen. El argumento era que si un rayo de luz puede traspasar el cristal sin romperlo, entonces María puede ser virgen y estar embarazada. Esta validación atípica servía para acallar los rumores de las masas en la Edad Media. Ya entonces, una embarazada virgen resultaba algo sospechosa.
El profeta Miqueas aparece en el semicírculo que queda sobre María. Indica un pasaje del Antiguo Testamento escrito en el interior de una cinta pintada en el que él predecía la llegada del Mesías judío, profecía de la que la teología cristiana se apropió y tomó como predicción del advenimiento de Cristo: «De ti me saldrá el que será Señor en Israel». Van Eyck, como muchos artistas, gustaba de dedicar homenajes a obras de arte anteriores, citándolas mediante referencias pictóricas a ellas. En este caso decidió situar a Miqueas con la postura exacta con la que Donatello lo representó en el relieve escultórico que, en 1417, realizó para el nicho que coronaba su revolucionaria estatua del San Jorge, que se encontraba en la fachada de la iglesia de Orsanmichele de Florencia. Ésta se consideraba la obra esculpida más importante de su tiempo, y Florencia se convirtió en lugar de peregrinación para otros artistas, que cruzaban toda Europa para admirar el trabajo de Donatello y que, asombrados, solían hacer referencia a sus obras en las que ellos realizaban. Esas referencias visuales, formales, de un artista a otro se dan con frecuencia y constituyen bromas internas para los historiadores del arte, que experimentan un placer tal vez exagerado cuando las descubren. Pero en muchos casos, como sucede en éste, también ofrecen pistas que, de otro modo, habrían pasado por alto a los estudiosos.
No hay constancia de que Jan van Eyck viajara a Italia. Pero para poder realizar una referencia al relieve de Donatello en su propia pintura tendría que haberlo visto. Dado que Gutenberg no había inventado aún la imprenta, las copias de obras de arte, textos o imágenes debían ejecutarse a mano, una por una. Así, para ver las obras de arte, había que viajar al lugar en el que se encontraban. Las referencias visuales como la que nos ocupa constituyen claros indicadores de que el artista tuvo que ver personalmente la obra en cuestión.
El profeta Zacarías también figura representado en lo que parece ser una especie de buhardilla que queda sobre el techo pintado, por debajo del remate redondeado del panel. Inscrita en latín se muestra su profecía mesiánica, también sobre una cinta que revolotea sobre su cabeza: «Alégrate mucho, hija de Sion; da voces de júbilo; he aquí que tu rey vendrá a ti» (Zacarías, 9:9).
Los dos paneles centrales del nivel superior muestran el aposento exterior en el que tiene lugar la Anunciación, así como la vista que se contempla desde los ventanales del fondo. Se trata de un paisaje urbano, aunque la ciudad no se identifica con claridad. Dos mujeres, conocidas como las sibilas eritrea y cumea, flotan sobre la estancia, en el mismo espacio ocupado por el profeta Zacarías. Las sibilas son profetisas del Antiguo Testamento cuyas palabras se interpretan como anuncios del advenimiento de Cristo. Algunos fragmentos de sus profecías aparecen inscritos en las cintas onduladas que sobrevuelan sus cabezas. El texto que puede leerse sobre la sibila eritrea cita a Virgilio, autor latino pagano considerado por la Iglesia como uno de los paganos «buenos» que, tal vez sin saberlo, predijeron la venida de Cristo: «No habla con lengua mortal, le inspira un poder que procede de las alturas». La cinta de la sibila cumea revolotea mostrando una cita de san Agustín: «El Rey Más Alto vendrá en forma humana para reinar por toda la eternidad».
Los patrones que agrupan tres elementos arquitectónicos hacen referencia a la Santísima Trinidad. Uno de ellos se aprecia en el pequeño arco trilobulado de una ventana, que se asemeja a un trébol, y que se halla en el interior de una hornacina en relieve rematada por un arco ojival gótico. Colgado en su interior se observa un recipiente de agua sobre cuenco plano, referencia al vino consagrado vertido durante la misa. En el interior de la hornacina cuelga además una toalla cuyos motivos decorativos recuerdan los de los ropajes que llevaban los monaguillos. Como sucedía con todos los retablos, éste también fue pensado para presidir sobre el altar, donde se celebraban las misas. Además de un objeto hermoso, se trataba asimismo de un apoyo para la meditación. Van Eyck incluyó sabiamente referencias cruzadas entre el contenido pictórico del retablo y los clérigos reales que celebraban la misa frente a él.
El nivel inferior del retablo cerrado también está formado por cuatro paneles. En los dos centrales se representa a san Juan Bautista y a san Juan Evangelista, que ocupan los lados izquierdo y derecho, respectivamente. Ambos santos están pintados en un estilo conocido como de «grisalla», que consiste en una gradación monocroma empleada aquí para crear la ilusión de que la pintura es, en realidad, una escultura de piedra. Es decir, que más que pintar a los santos, Van Eyck ha pintado sendas esculturas de los dos santos Juanes.
Una fuente de luz imaginaria que proviene de la parte superior derecha de los paneles proyecta sombras tras los santos esculpidos, e indica que, en efecto, están pensados para ser percibidos como estatuas alojadas en hornacinas estrechas. Algunos historiadores han sugerido que Van Eyck fue el primer pintor en incorporar luces focales para crear sombras y efectos de profundidad que permitieran imitar las esculturas, como es el caso de estos dos paneles en grisalla. Esta técnica se usaría casi universalmente durante el período barroco, un siglo y medio después. No se ha conservado ninguna pintura anterior que incorpore ese mismo efecto, aunque dado el gran número de obras de arte que se han perdido a lo largo de los siglos, en el campo de la historia del arte resulta difícil proclamar con absoluta certeza que una obra fue la primera en algo. A menos que la totalidad de las obras de arte que han existido en el mundo resurja de sus cenizas y abandone los escondrijos más recónditos, la duda seguirá existiendo.
Las dos esculturas pintadas de los santos Juanes se alzan sobre pedestales octogonales. Los pliegues de sus túnicas, representados con maestría, recuerdan el poco frecuente naturalismo con que Donatello talló en mármol los ropajes de su escultura de San Marcos que, como su san Jorge, decora el exterior de Orsanmichele, en Florencia. Este segundo vínculo visual con dicha iglesia nos proporciona otra pista sobre el posible viaje de Van Eyck a la ciudad toscana para admirar las obras de Donatello.
La Revelación de san Juan Evangelista proporcionará el tema del panel interior central: la Adoración del Cordero Místico. La imagen pintada de san Juan Bautista con un cordero en brazos resulta de especial significación para Gante. El Bautista es el patrón de la ciudad. Figura representado en el sello municipal más antiguo de que se tiene constancia, El Cordero de Dios, el Agnus Dei, tema de La Adoración del Cordero Místico, constituye la imagen del primer emblema conocido de la ciudad. En un sello posterior se representa a Juan Bautista con un cordero en brazos, como hace en el panel de Van Eyck. La riqueza de Gante, que provenía principalmente de la industria de la lana, es una de las razones que explican el uso simbólico del cordero en el sello y la iconografía municipales. De hecho, el nombre original de la iglesia para la que se pintó El retablo de Gante era iglesia de San Juan. Hasta 1540, es decir, diecinueve años antes de que alcanzara estatus de catedral, no pasó a ser la iglesia de San Bavón, en honor a un santo local.
Originalmente El retablo de Gante contaba con una predela, una tira de pequeños paneles cuadrados que recorrían la base del retablo. En documentos de la época se explica que la predela representaba el limbo, pero no sabemos nada más sobre ella, excepto que quedó irremisiblemente dañada cuando el pintor Jan van Scorel sometió al retablo a una limpieza mal planteada, poco antes de 1550. Esa mala restauración llevó a la retirada de la predela, que se guardó y acabó perdiéndose. Desde finales del siglo XVI El retablo de Gante ha permanecido incompleto.
¿Quién pagó la creación de este retablo? Representados en los extremos izquierdo y derecho están los donantes, que financiaron tanto el establecimiento de la capilla que aloja el retablo como la pintura de éste. A la izquierda encontramos el retrato, arrugado y preciso, de Joos Vijd (cuyo nombre ha sido objeto de muchas variaciones, incluida la más exótica de Jodocus Vijdt), un caballero adinerado y político local de Gante. Su esposa, Elisabeth Borluut (apellido que en ocasiones figura como Burluut), aparece retratada en el extremo opuesto, también arrodillada y rezando. Son figuras de tamaño casi natural, pintadas como Dios las creó, sin la tendencia a la idealización propia de artistas anteriores, que o bien «suprimían» los aspectos menos atractivos del retratado o bien pintaban a éste de un modo más genérico, desprovisto de características identificables. Ese detallismo que no escamoteaba ni las verrugas fue otra de las grandes innovaciones de Van Eyck.
El realismo de Van Eyck, descrito por el fundador de la historia del arte moderna Jacob Burckhardt, como «perfección suprema al primer intento», demuestra sus dotes artísticas a la vez que enfatiza la humildad de los donantes, dispuestos a ser inmortalizados por toda la eternidad con el aspecto que en realidad tenían, sin el menor atisbo de cirugía estética pictórica, por más que no fueran humildes hasta el extremo de renunciar a aparecer en la obra de arte que habían encargado para demostrar su riqueza y devoción.
El retrato como género pictórico diferenciado surgió durante las primeras décadas del siglo XV, época en que el humanismo enfatizaba la importancia de la vida humana individual, y llevaba a la celebración y la glorificación del individuo —personas que no eran reyes ni personajes bíblicos, sino aristócratas, clérigos, mercaderes, intelectuales y artistas que creían que su vida en la tierra poseía significación y valor—. Un retrato, ya figurara en solitario en un panel o en compañía de las imágenes de otros donantes en una gran obra religiosa como la que nos ocupa, representaba dejar constancia histórica, un modo de preservar el nombre, el aspecto y el legado del retratado.
Van Eyck empezaba los suyos realizando esbozos a estilete de punta de plata (dibujando, literalmente, con una pieza de este metal) sobre papel, en presencia del modelo. El esbozo incluía el perfil del rostro y las líneas básicas de los rasgos faciales, ensombrecidos mediante la técnica del sombreado cruzado. El pintor tomaba notas en el dialecto de la región de su Maaseyck natal, en los márgenes de sus bocetos, sobre color, textura de los ropajes y detalles similares. Después transfería el dibujo a un panel enyesado usando una técnica de ampliación mecánica para alterar el tamaño.
Eran dos los métodos más comunes de transferencia mecánica usados por los artistas del Renacimiento. El primero implicaba dibujar una cuadrícula sobre un boceto y otra con los cuadros de mayor tamaño sobre el panel al que se deseaba trasladar. El artista copiaba las líneas contenidas en cada cuadrado de la cuadrícula del boceto en los cuadrados correspondientes del panel, y de ese modo se incrementaba el tamaño de las líneas pieza a pieza. En el segundo método, el dibujo se colocaba sobre el panel, y sus líneas más importantes se perforaban. Al hacerlo quedaba una marca en el soporte que había bajo el boceto. Dichas marcas podían usarse entonces como puntos de referencia para dibujar a su alrededor líneas a una escala mayor, sobre el panel mismo. Lo más probable es que Van Eyck usara este método, pues en el único de sus bocetos que ha llegado a nuestros días se observan marcas de ese tipo de transferencia.
La pieza fundamental de La Adoración del Cordero Místico se encuentra en el panel central inferior del retablo abierto, y constituye el elemento más importante para comprender la obra en su conjunto. Mide 134,3 × 237,5 cm, e iguala en tamaño a los tres paneles superiores juntos. El tema está tomado del Apocalipsis de San Juan Evangelista, el último libro del Nuevo Testamento.
La escena se sitúa en un extenso e idílico prado rodeado de árboles y setos. Aquí, la excepcional paciencia de Van Eyck y su atención al detalle se muestran en todo su esplendor. La mayoría de las plantas, arbustos y árboles se representan con la precisión necesaria para que los botánicos puedan reconocerlos. No puede tratarse de un campo real, pues la combinación vegetal, que incluye desde rosas hasta lirios, pasando por cipreses, robles y palmeras, no podría coexistir en un solo hábitat natural. La luz no procede del sol, sino del Espíritu Santo que, en forma de paloma, emite claridad y baña la escena de un resplandor de mediodía. Como está escrito en la Revelación de San Juan: «Vi al Espíritu descender de los Cielos como una paloma».
La escena se contempla desde un alto, y el prado en pendiente está ocupado por centenares de figuras. Las líneas básicas de la perspectiva conducen a nuestros ojos hasta el altar del sacrificio que se alza en el centro, sobre el que se encuentra el Cordero de Dios, o Agnus Dei, en el que se concentra la atención de todos los presentes en el campo. De todos salvo de uno.
Sobre los dos penduli del panel central —dos tiras de terciopelo que descienden a ambos lados del altar— se lee Ihesus Via y Veritas Vita («Jesús es el Camino, la Verdad y la Vida»), que también es una cita del Evangelio de Juan. Si seguimos descendiendo por el centro del panel nos encontramos con una fuente, la Fons Vitae o Fuente del Agua de la Vida, que simboliza la celebración de la misa, y de la que fluye la gracia infinita para los creyentes. El agua pintada fluye desde la fuente a través de un caño con embocadura de gárgola, y se diría que podría salirse del retablo y derramarse sobre el altar verdadero, de piedra, en un intento de trascender los límites entre la realidad pintada y la capilla en la que se encuentran quienes observan el cuadro. Alrededor del borde de piedra de la fuente octogonal (cuya base recuerda los pedestales sobre los que se apoyan los dos santos Juanes que ocupan el reverso) se observa, labrada, la inscripción Hic est fons aquae vitae procedens de sede Dei + Agni: «Ésta es el agua de la fuente de la vida que brota del trono de Dios y del Cordero», cita del Apocalipsis.
Unos ángeles con alas de colores, que son como piedras preciosas, se arrodillan y rezan en torno al Cordero erguido sobre el altar, al tiempo que sujetan los instrumentos de la pasión de Cristo: la cruz, la corona de espinas y la columna en la que fue azotado. Sus túnicas blancas recuerdan a las que llevaban los monaguillos, que participarían en las misas celebradas en la capilla, bajo el retablo.
Incluso las alas multicolores de esos ángeles tienen un origen simbólico. Son dos las historias que relacionan las alas coloridas de las aves con la iconografía católica: el origen de una de ellas se basa en la concepción errónea de que la carne del pavo real no se descompone después de la muerte. Así pues, el pavo real se asociaba con Cristo, resucitado antes de descomponerse. La otra referencia es a otro pájaro de colores muy vivos: el loro. Otra idea peregrina para justificar que una virgen pudiera quedar encinta decía más o menos así: si a un loro puede enseñársele a decir «Ave, María», entonces, ¿por qué María no puede ser una virgen encinta? Esta especie de lógica del embarazo acallaba en gran medida las dudas de las masas durante la Edad Media y, por más endeble que el argumento nos parezca en la actualidad, desembocó en la representación pictórica de numerosos loros en las obras religiosas del Medievo y el Renacimiento.
Los ángeles ataviados como monaguillos hacen oscilar unos incensarios con los que rocían al Cordero de incienso en polvo. La pintura los capta en pleno vuelo. La escena central es una instantánea, un instante de acción congelado en el tiempo. Durante el Renacimiento, sobre todo en Italia, los pintores preferían representar a sus figuras en actitudes estables, geométricas, que sugirieran permanencia sosegada, escultórica, eterna. En el período barroco, que se desarrolló dos siglos después de la época de Van Eyck, los pintores, sobre todo los que seguían la estela de Caravaggio, preferían pinturas dinámicas, inestables, en que las figuras se representaran en sus momentos de mayor intensidad dramática y movimiento —una taza que caía de una mesa, una cabeza seccionada de su cuerpo—. Van Eyck aporta la estabilidad del Alto Renacimiento a todos los elementos de la pintura central del retablo, salvo por esos ángeles de los incensarios, que anticipan el dinamismo del Barroco, y que están ahí para recordarnos que lo que vemos es el momento, no una eternidad inmóvil.
El prado está lleno de figuras. Tal como se dice en el Apocalipsis 7:9, «he aquí una gran multitud, la cual nadie podía contar, de todas naciones y tribus y pueblos y lenguas», que rodean el Cordero de Dios en los campos del paraíso. En el caso de esta pintura, la gran multitud sí puede contarse. Para ser exactos, aparecen 46 profetas y patriarcas (si se cuentan cabezas y sombreros), 46 apóstoles y clérigos (si se cuentan porciones de cabezas con tonsura), 32 confesores (la suma total de tonsuras y mitras), y 46 santas (contando los rostros y los tocados de varios colores). El total es de 170 individuos, más dieciséis ángeles.
Cada una de las figuras, sobre todo las que forman los grupos del fondo (los profetas y los patriarcas de la izquierda, y los apóstoles y los clérigos de la derecha), están representadas con rostros identificables. En la mayoría de las pinturas italianas de la época, exceptuando los retratos concretos de los mecenas, las figuras de santos se representaban de modo genérico, sin rasgos distintivos bajo las barbas. Pero Van Eyck los dota de ceños fruncidos, ojeras, rostros llenos de carácter. Un buen examen para determinar si un rostro pintado es realista consiste en preguntarse: «¿Reconocería a este individuo pintado si lo viera caminando por la calle?». A diferencia de lo que sucedería con casi todos los rostros italianos pintados en ese período, los de Van Eyck destacarían en medio de una multitud.
Aunque no se ha identificado a la mayoría de las figuras del prado como personajes históricos, hay bastantes que sí lo son. Dicho reconocimiento no procede de una similitud en el retrato —puesto que no existe registro del aspecto de esas personas—. Los atributos iconográficos, como son los iconos hagiográficos de los santos, actúan como etiquetas o chapas identificativas que nos ayudan a reconocer a figuras clave. Entre las santas, que en todos los casos sostienen palmas (símbolo de haber sido martirizadas), podemos identificar a santa Inés, cuyo icono hagiográfico es el cordero; a santa Bárbara, que sostiene una torre (en la que fue encerrada por negarse a casarse con un pagano); a santa Dorotea, que lleva un cesto de flores; y a santa Úrsula con su flecha (el instrumentos usado para su ejecución a manos de los hunos). Dos miembros del grupo son abadesas, reconocibles por llevar báculos. Junto a ese ramillete de mujeres santas brotan lirios blancos, símbolo de su virginidad.
Entre los apóstoles y el clero aparecen tres papas que llevan su tiara pontificia: Martín V, Alejandro V y Gregorio XII. También están presentes los santos Pedro, Pablo y Juan, así como Esteban y Livinio. Entre los profetas y los patriarcas de la izquierda se distingue a Isaías, vestido de azul y que sostiene una vara en flor, en referencia a su profecía: «Saldrá una vara del tronco de Isaí», siendo éste el padre del rey David del Antiguo Testamento que, a su vez, era considerado, en las fuentes apócrifas, antepasado de Cristo. Por asombroso que pueda parecer, Virgilio también está presente, y es el único pagano reconocible en ese prado del paraíso. Lleva una corona de hojas de laurel, símbolo de excelencia poética (del que deriva el término «laureado»).
A pesar de contemplar la escena desde un punto elevado, y del gran número de figuras que aparecen en ella, el nivel de detallismo de Van Eyck resulta abrumador. Entre los cuerpos aparece profusión de elementos que pueden resultar visibles sólo tras un examen minucioso, o que, incluso, mediante el uso de una lupa, llegan a ser difíciles de identificar.
Tomemos, por ejemplo, las tres letras hebreas pintadas en oro en la cinta que rodea el sombrero rojo del caballero apostado tras los profetas. El primero en hacer mención de ellas fue el canónigo Gabriel van den Gheyn, un valeroso clérigo de la catedral de San Bavón gracias a cuyo heroísmo El retablo de Gante sería salvado del robo y la posible destrucción durante la Primera Guerra Mundial. Van den Gheyn publicó un artículo en 1924 en el que mencionaba las letras hebreas yod, feh y alef, que según él formaban la abreviatura de la palabra sabaoth (que significa «huestes» o «ejércitos», como en «Señor de las Huestes»). El argumento de Van den Gheyn según el cual esas letras representaban esa palabra no fue aceptado por los historiadores posteriores, pero la existencia de esas tres letras hebreas sí fue tenida en cuenta.
Dichas tres letras no forman ninguna palabra conocida en hebreo aunque, según veremos más adelante, es posible que representen una transliteración y no una palabra literal. El vocablo más próximo con sentido implicaría añadir la letra ramish. Significa «Él hermoseará», versículo de los Salmos 149:4, que contiene una letra más. Otro versículo de los Salmos aparece en el panel de los músicos angelicales del nivel superior, por lo que esta referencia se corresponde teológicamente con el resto del retablo. Si esa letra estuviera presente, la frase «Él hermoseará» tendría sentido, pero lo cierto es que las letras hebreas que aparecen en el sombrero son tan pequeñas que resulta prácticamente imposible afirmarlo con certeza.
Van Eyck fue, en ciertos momentos de su vida, una persona orgullosa y presumida. En ocasiones ocultaba su firma, pero lo hacía de manera descarada, como en el caso de El retrato del matrimonio Arnolfini, que firmó en el centro del cuadro, como testigo del enlace matrimonial que según se cree era el de Giovani Arnolfini y Giovanna Cenami. El pintor incorporó también una frase pintada en trampantojo, que era su lema personal, en el marco de su (Auto)Retrato con turbante rojo: Ais Ich Kan («Tan bien como pueda»), a pesar de saber muy bien que la obra que había creado era la perfección misma. Se trataba, además, de un modo de darse importancia porque, tradicionalmente, sólo los nobles tenían lemas. De modo que si bien la frase «Él hermoseará» es una inclusión legítima en su obra religiosa, también podría tratarse de una afirmación sobre las dotes pictóricas de Van Eyck: él hermoseará (o embellecerá) todo lo que toque con su pincel.
A Van Eyck le encantaba la ambigüedad, y salpicaba sus obras de motivos de discusión incluso para sus espectadores más cultos. Si las letras doradas que figuran en la banda del sombrero son, en realidad, yod, feh y alef, podrían constituir, simplemente, una manera discreta de firmar el cuadro. Un especialista ha sugerido que esas tres letras podrían ser una transliteración de las iniciales de Jan van Eyck. Yod equivale al sonido de i griega de «Jan», feh equivale a la pronunciación flamenca de «van» (que suena más como «fan»), y la alef sería el principio de Eyck.
¿Un reto? Tal vez. En cualquier caso, no sería impropio de Van Eyck incorporar un juego de letras de ese tipo que generara discusiones activas entre sus colegas más eruditos, aquellos que sabían hebreo y eran lo bastante listos como para captar la broma oculta.
El modo que tiene el pintor de representar los ropajes constituye otra innovación artística. Los cuerpos que se intuyen bajo los ropajes exhiben una fuerza en su forma que estaba ausente en obras anteriores, en que las telas colgaban amorfas bajo las cabezas pintadas de aquellos que las «vestían». Las ropas de Van Eyck recuerdan, una vez más, la forma novedosa en que Donatello esculpió las suyas en las figuras de Orsanmichele. El escultor recurrió a una técnica que consistía en crear un modelo de escayola, en miniatura, de la escultura desnuda. Posteriormente empapaba una tela en una mezcla de escayola y agua, y cubría con ella la figura desnuda. De ese modo veía de qué manera las telas se pegaban al cuerpo, que aparecía como una presencia sólida, física, bajo aquéllas. Las figuras pintadas de Van Eyck producen el mismo efecto. Son ellas las que llevan las ropas, y no las ropas las que llevan a las figuras.
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Letras hebreas ocultas en la banda que rodea el sombrero rojo de un profeta. (Urska Charney). |
En el horizonte lejano aparece un paisaje urbano, tras el altar y el Cordero. Representa la Nueva Jerusalén, que según el Apocalipsis y los textos de san Agustín será fundada tras el retorno de Cristo para juzgar a la humanidad. Sólo figuran dos edificios arquitectónicamente reconocibles. Uno es la torre de la catedral de Utrecht, situada en el centro, y considerada una maravilla constructiva y una atracción turística en su tiempo. El otro se alza a su lado, y es el par de agujas de la iglesia de San Nicolás de Gante. La inclusión de la torre de Utrecht, icono de una ciudad rival, se sale de la norma, y ha llevado a los estudiosos a creer que puede tratarse de un añadido realizado en 1550, durante la primera restauración del retablo, a cargo del «conservador» que destrozó la predela que intentaba reparar, Jan van Scorel, que era natural de Utrecht.
Los paneles de los extremos izquierdo y derecho del nivel superior representan a Adán y Eva. Eva sostiene un limón reseco, en lugar de la tradicional manzana, como símbolo del Fruto Prohibido. El gesto de ella resulta difícil de interpretar: a primera vista parece inexpresiva, a diferencia de Adán, que muestra un rostro triste y compungido, el ceño algo fruncido en señal de distante preocupación. Bajo las dos figuras se leen las inscripciones «Adán nos arroja a la muerte» y «Eva nos ha afligido con la muerte». Ambos son responsables de la «Caída del Hombre», razón por la que Cristo tuvo que nacer (para poder morir y, al hacerlo, revertir su Pecado Original).
A diferencia de la gente idealizada que aparece en el arte pictórico de la época, estas dos figuras son los dos primeros desnudos no idealizados del período. Se representan con precisión y detallismo, con vellos en la nariz y unos vientres extrañamente prominentes Toda una afrenta a la convención. Si los desnudos idealizados, como eran los de las esculturas griegas y romanas, resultaban aceptables porque mostraban la perfección y magnificencia de la forma humana, estos Adán y Eva de Van Eyck fueron considerados demasiado realistas por los observadores de la Ilustración, hasta el punto de que los dos paneles fueron censurados en 1781 y sustituidos por copias exactas a las que se añadieron unas pieles de oso que cubrían las partes pudendas. Entre los paneles de los padres de la humanidad se encuentra un coro de ángeles que cantan, a la izquierda, y una orquesta de ángeles que toca instrumentos, a la derecha.
La atípica iconografía del suelo embaldosado que se extiende bajo los ángeles requiere un examen especial. Los azulejos de mayólica pintados con profusión de detalle, y que dada la época habrían sido importados desde Valencia hasta Flandes, llevan la inscripción IECVC, aproximación al nombre de Jesús, escogida, probablemente, por su proximidad a la forma abreviada de la firma del propio pintor (en latín, Ioannes de Eyck). También en el rompecabezas que forma el entramado de losas verdes y blancas del suelo, bajo el coro de ángeles, distinguimos al cordero acompañado de una bandera. Otro conjunto de letras aparentemente enigmáticas, que aparecen en otras baldosas, forman la palabra AGLA. Se trata de una abreviatura latina de la frase hebrea atta gibbor le’olam Adonai, que significa «Eres fuerte por toda la eternidad, oh, Señor de las Huestes».
También escrito en los azulejos se encuentra el denominado «cristograma», el escudo de armas de Cristo. Este símbolo fue impulsado por un coetáneo de Van Eyck, san Bernardino de Siena, en un intento de agrupar a familias y grupos políticos rivales, sobre todo a güelfos y gibelinos, bajo una única bandera de guerra del catolicismo. Que Van Eyck (o éste y el diseñador/ teólogo de la obra) incorporara el símbolo que formaba parte del núcleo de la política italiana de su época demuestra un considerable nivel de erudición y conocimiento de lo que sucedía en su tiempo. Con todo, la sutileza con que lo representa (resulta difícil distinguirlo incluso fijándose mucho, y recurriendo a una lupa) lo convierte más en una referencia personal que en otra cosa. Ese nivel de detalle sólo habría podido ser admirado por un pequeño grupo de colegas y amigos del artista, además de por quien había encargado el retablo, pues serían ellos los que habrían tenido la ocasión de explayarse en la contemplación, a diferencia de la mayoría, que lo admiraría sólo en su ubicación formal, y desde cierta distancia impersonal. Van Eyck formaba parte de una larga tradición de artistas que ocultaban unas referencias que muy pocos tenían ocasión de descubrir, y mucho menos reconocer.
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El cristograma, oculto en los azulejos del panel del Coro de Ángeles. (Urska Charney). |
En los dos paneles del nivel inferior, a la derecha de La Adoración del Cordero Místico, un grupo de figuras se acerca al prado para venerar al Cordero de Dios. Estas figuras se identifican mediante las inscripciones escritas en los marcos que las rodean: Heremitae Sancti (los Santos Eremitas), y Peregrini Sancti (los Santos Peregrinos). En el primero de los dos paneles, los Santos Eremitas están presididos por san Antonio, al que se identifica gracias a su cayado en forma de T. Es probable que el eremita local que dio nombre a la catedral, el propio san Bavón, se halle representado entre los Santos Eremitas, aunque todavía no ha sido identificado. Dos mujeres eremitas aparecen entre los barbudos: una de ellas no es otra que santa María Magdalena, que porta su icono hagiográfico, un tarro de ungüento. Los Santos Peregrinos, en el panel del extremo derecho, aparecen encabezados por la figura gigantesca de san Cristóbal, santo patrón de los viajeros. Tras él camina san Jaime (Santiago de Compostela), patrón de los peregrinos, identificado por la venera, la concha de su sombrero.
Aunque sea fácil pasarla por alto, la vegetación del fondo de estos dos paneles, sobre todo los cipreses y las palmeras, había de resultar exótica al público flamenco. Esas plantas, propias de climas templados, están pintadas con tal detalle que los eruditos han dado por sentado que Van Eyck debió de verlas durante sus viajes. Una visita a Portugal explicaría el asombroso naturalismo de sus plantas tropicales y sus paisajes áridos y desérticos. Otra posibilidad, más atractiva, es que Van Eyck hubiera viajado a Tierra Santa, teoría propuesta por varios estudiosos, pero para la que no existen pruebas documentales.
Estos dos paneles también muestran que Van Eyck anticipó una técnica que Leonardo da Vinci popularizaría una generación después. El ojo humano percibe objetos y paisajes situados en el fondo a través de una atmósfera neblinosa. Así, lo que queda más lejos aparece con menos claridad, como cubierto por una especie de gasa translúcida. Van Eyck fue el primer artista en reproducir esa perspectiva matizada por el aire.
En el lado opuesto de La Adoración del Cordero Místico, los dos paneles de la izquierda, también en el nivel inferior, corresponden a los Milites Christi, los Caballeros de Cristo, que ocupan la parte interior, y a los Iusti Iudices, los Jueces Justos, que ocupan la exterior. Aunque no se ha relacionado a ninguno de los caballeros jóvenes con personajes históricos, sus escudos de armas sí resultan identificables. El emblema de los Caballeros de San Juan de Jerusalén aparece en el escudo en forma de cruz plateada. El emblema de la Orden de San Jorge, del que deriva la bandera inglesa, muestra una cruz roja sobre un fondo blanco. El de la Orden de San Sebastián se compone de una cruz y cuatro crucifijos.
Los estandartes ondean y exhiben una frase enigmática, de origen desconocido: Deus Fortis Adonay T Sabaot V/Emanuel Ihesus T XPC A.G.L.A., «Dios Poderoso, T Señor de las Huestes, V/ Dios con nosotros/Jesús, T, Cristo, A.G.L.A.». Estas siglas también aparecen en los azulejos del suelo del coro de ángeles, y responden a atta gibbor le’olam Adonai, que en hebreo significa «eres fuerte por toda la eternidad, oh, Señor de las Huestes». Es posible que la inclusión de los caballeros constituyera una referencia contemporánea, pues en 1430 Felipe el Bueno de Valois, duque de Borgoña, planeó —si bien nunca llevó a cabo— una cruzada por iniciativa propia a Tierra Santa.
El panel del extremo izquierdo representa a los Jueces Justos, pieza que sería robada en uno de los delitos más rocambolescos relacionados con el retablo, y que es el único que sigue sin resolver. Se cree que, entre el grupo de personas retratadas, se encuentran algunos personajes importantes, entre ellos el propio Van Eyck. No existe ningún documento de la época que lo acredite, pero si se compara el aspecto de Jan en El retrato con turbante rojo con el del hombre con turbante oscuro y collar de oro que aparece en el panel, que además es la única persona, excluyendo a Dios, que en toda la composición mira directamente hacia el exterior de la pintura, parece claro que se trata de un autorretrato de Van Eyck. De hecho, el pintor se representaría a sí mismo como fondo de varias obras, entre ellas El retrato del matrimonio Arnolfini y La Virgen del canciller Rolin. Y siempre tocado con turbante rojo.
A la derecha de Van Eyck, cubierto con una capa de cuello de armiño y a lomos de un caballo que mira al espectador, aparece un personaje que guarda parecido con Felipe el Bueno. Se cree que el jinete que se encuentra a la izquierda de Van Eyck, y que se toca con un sombrero raro forrado de pelo de animal con la visera frontal vuelta hacia arriba, es el hermano del artista, Hubert van Eyck. Estos retratos se identificaron durante el siglo XVI, y la información apareció publicada por primera vez en la obra de un biógrafo de pintores renacentistas, Karel van Mander, titulada Vidas de pintores holandeses y alemanes ilustres (1604): «Hubertus está sentado a la derecha de su hermano, según rango de edad. Comparado con éste parece bastante viejo. Lleva un sombrero raro, con la visera vuelta de pelo. Joannes va tocado con una gorra complicada, algo así como un turbante que cuelga por detrás».
La capilla Vijd, para la que se creó el retablo, es tan pequeña que en ella no cabe el políptico con los paneles totalmente abiertos. La anchura del espacio permite sólo abrirlos en ángulo. Se trata de un hecho poco habitual, teniendo en cuenta que la capilla es anterior a la pintura, y que Van Eyck, sin duda, conocía la ubicación del retablo. Tal vez se tratara de un modo de hacer exhibición del talento del artista. La obra, dotada de la grandeza de una pintura sobre tela pero ejecutada sobre paneles, superaba en calidad incluso a los frescos de su tiempo, que carecían de la brillantez de colores y del detallismo característicos de los óleos. El hecho de que el retablo no pudiera abrirse del todo implicaba que las alas sobresalían hacia los espectadores formando un ángulo, lo que proporcionaba una sensación de tercera dimensión que una pintura de pared era totalmente incapaz de aportar. De ese modo, Van Eyck enfatiza el hecho de que el suyo es un trabajo sobre panel, cuya monumentalidad sólo puede compararse a la de los frescos, pero cuyo nivel de detalle recuerda el de los códices miniados.
Finalmente, en el nivel superior del interior del retablo se representan tres figuras monumentales, mucho mayores que las que las rodean, y que son las primeras en aparecer en la pintura de retablos del norte de Europa.
En el centro está sentado Dios Padre, que mira hacia delante y ofrece la bendición con una mano alzada. Este panel rebosa tanto de texto como de simbolismo. El pelícano y la vid que se aprecian en el brocado, sobre el hombro de Dios, se refieren a la sangre de Cristo derramada por la humanidad. En aquella época se sostenía la errónea creencia de que los pelícanos se desgarraban la propia carne para alimentar a sus crías con su sangre en tiempos de hambruna, mientras que de la vid brotan uvas de las que sale el vino de la comunión sacramental, símbolo de la sangre de Cristo. La inscripción que ocupa la moldura triple, tras la cabeza de Dios, cubierta por una tiara, reza:
La inscripción sigue en el borde del peldaño elevado sobre el que aparece sentado Dios Padre:
Una descripción de Cristo como rey de los cielos aparece en el Apocalipsis, y una cita directa de esta figura bordada en la túnica de Dios: Rex Regnum et Dominus Dominantium («Rey de Reyes y Señor de Señores»).
La cita indica que la fuente de la que procede la imaginería de esta figura central en majestad es el Apocalipsis 19:12-16:
Sus ojos eran como llama de fuego, y había en su cabeza muchas diademas; y tenía un nombre escrito que ninguno conocía sino él mismo. Estaba vestido de una ropa teñida en sangre; y su nombre es: el Verbo de Dios. Y los ejércitos celestiales, vestidos de lino finísimo, blanco y limpio, le seguían en caballos blancos. De su boca sale una espada aguda, para herir con ella a las naciones, y él las regirá con vara de hierro; y él pisa el lagar del vino del furor y de la ira del Dios Todopoderoso. Y en su vestidura y en su muslo tiene escrito este nombre: REY DE REYES Y SEÑOR DE SEÑORES.
Aunque, por recato, se nos priva de la visión del muslo de Dios, la frase «Rey de Reyes, Señor de Señores» puede leerse bordada en su «ropa teñida en sangre», en este caso un ropaje escarlata con ribetes dorados.
Teológicamente, la Cabeza de Dios consta de tres partes: el Padre (Dios), el Hijo (Cristo) y el Espíritu Santo (que suele representarse como una paloma blanca). El Espíritu Santo en forma de paloma aparece en el panel inferior, justo debajo de Dios Padre entronizado, creando una línea vertical imaginaria que los une a los dos. La paloma, símbolo de luz divina, proyecta su claridad sobre la Nueva Jerusalén descrita en el Apocalipsis, pues la Nueva Jerusalén «no tiene necesidad de sol ni de luna que brillen en ella; porque la gloria de Dios la ilumina» (Apocalipsis, 21:23).
El Cordero de Dios que aparece en el retablo de La Adoración del Cordero Místico es un símbolo de Cristo que, como los corderos sacrificados por los paganos para aplacar a los dioses, se sacrificó a sí mismo para salvar a la humanidad y borrar el Pecado Original de la Caída de Adán. El cordero, al que brilla la cabeza y cuya sangre se vierte en un cáliz de oro, es un icono que representa a Cristo y que se ha usado así desde las primeras obras de arte cristianas, esbozado o en forma de mosaico en las iglesias de las catacumbas subterráneas, ocultas de la persecución de los romanos que pisaban la tierra de la superficie, sobre sus cabezas.
La imagen tiene su origen en el Evangelio de San Juan: «He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo». Esta cita aparece inscrita con letras doradas sobre el antipendio frontal, de terciopelo rojo, del altar sobre el que reposa el Cordero: Ecce Agnus Dei Qui Tollit Peccata Mundi. Hay que acercarse al retablo para poder leerla. Cuando lo hace, el espectador se siente físicamente atraído a examinar los detalles de la pintura, representados con gran naturalismo. Van Eyck, con su técnica, obliga a quien observa el retablo a verlo todo en conjunto, una asombrosa oleada de color, forma y figuras, así como los encantadores detalles minúsculos que sobresalen de él.
En 1887, el historiador del arte William Martin Conway escribió: «El cordero de Dios era un gran símbolo poético. Los escultores y pintores medievales nunca lo representaban como a un mero animal. Siempre hacían que portara un estandarte, emblema de la resurrección […] En El retablo de Gante, por el contrario, la criatura simbólica aparece representada con total veracidad realista. No parece un símbolo, sino una oveja». Erwin Panofsky, con posterioridad, demostró de qué modo Van Eyck recurría a un realismo asombroso para representar los símbolos del cristianismo. «Había que encontrar la manera de amalgamar el nuevo naturalismo con mil años de tradición cristiana, y de ese intento surgió lo que podría denominarse simbolismo oculto, o disfrazado, por oposición al simbolismo obvio, o abierto […] Cuanto más disfrutara Van Eyck con el descubrimiento y la reproducción del mundo visible, mayor era la intensidad con la que podía impregnar todos sus elementos de significado».
En esa conjunción que se da en Van Eyck de realismo y simbolismo cristiano, los historiadores del arte han visto la unión de dos períodos del arte: la pintura medieval, simbólica y a menudo ejecutada con dificultad, y la renacentista y de etapas posteriores, de creciente naturalismo, intensidad, belleza y amor por el detalle. En 1860, el alemán Gustav Waagen, historiador del arte y director del Museo de Berlín, describiría El retablo de Gante como «un acertijo perfecto» de la unión de dos períodos artísticos, la Edad Media y el Renacimiento.
Las tres figuras de la parte superior central de la pintura poseen toda la dignidad y el sosiego propio de estatuas, característico del estilo temprano; también están pintadas sobre un fondo de oro y tapices, como era constantemente práctica en tiempos anteriores. Pero, junto con el tipo tradicional, encontramos una representación conseguida de la vida y la naturaleza en toda su verdad. Se encuentran en la frontera de dos estilos distintos y, con las excelencias de ambos, forman un todo maravilloso y muy impresionante. [Van Eyck fue el primero en] expresar significado espiritual a través del medio de las formas de la vida real […] representándolas con la mayor precisión y verdad del dibujo, el color, la perspectiva, la luz y la sombra, y llenando el espacio con escenas de la naturaleza, o con objetos creados por la mano del hombre, prestando gran atención al menor de los detalles.
Tal vez el ejemplo más deslumbrante de ese naturalismo, en todo el retablo, sea la corona, situada en el suelo, a los pies de Dios, que resplandece como iluminada por un foco, engarzada de perlas, esmeraldas, rubíes, zafiros y diamantes. Que la corona, símbolo de un poder secular, terrenal (opuesto a la soberanía eterna, celestial), se halle depositada en el suelo, a los pies de Dios, simboliza la subordinación de ese poder al gobierno de los Cielos. Un examen detallado a las perlas de esta corona revela que casi todas ellas fueron pintadas con tres pinceladas, ni una más ni una menos. Una pasada profunda para crear el cuerpo de la perla, un borde inferior blanco que indica la curvatura reflectante y una pizca de un blanco más brillante para reproducir la luz que atrapa la superficie tornasolada. Vermeer estudiaría la técnica de Van Eyck doscientos años después y daría un paso más al pintar la única perla de su La joven de la perla con una sola pincelada.
En su representación de la Virgen María (centro izquierda) y de Juan Bautista (centro derecha), el retablo de Van Eyck difiere del uso habitual de estos importantísimos santos. Por lo general los santos adoptan el papel de «intercesores», es decir, que con frecuencia se los representa intercediendo por las almas de los donantes de la pintura, mediando para que se les permita ingresar en el Reino de los Cielos. Tradicionalmente, el santo que comparte el primer nombre con el donante sería el representado intercediendo en su nombre, mientras que éste aparecería arrodillado en actitud de piadosa oración.
En la época, no era habitual representar a María y a Juan Bautista ajenos a esa situación de intercessio, aunque la grisalla en que aparece san Juan pintado junto a Joos Vijd, en el reverso del retablo, podría interpretarse como una escena de intercesión. Juan Bautista sería representado normalmente reproduciendo uno de los momentos de su vida, el bautismo de Cristo, por ejemplo, o intercediendo por el donante, y no como figura complementaria y monumental, que es como aparece aquí. Más raro aún resulta que no vaya acompañado de su icono hagiográfico, el cordero, que representa a Cristo. Si bien es cierto que Juan Bautista sí se representa acompañado de él en la grisalla del reverso, aquí su único atributo identificable es la camisa de pelo con la que suele aparecer. Así, con el Bautista señalando a una figura sagrada, entronizada y con barba, la suposición natural —que Van Eyck quería llevarnos a considerar— es que la figura central es la de Cristo entronizado. Y, sin embargo, como ya hemos comentado, la figura central corresponde, de hecho, a Dios Padre, y no a Cristo. Al alentar esa discusión Van Eyck destaca la complejidad del punto teológico según el cual la Santísima Trinidad consiste en tres personas en un solo Dios, que son a la vez distintas entre sí pero que están inextricablemente unidas. Así pues, tiene sentido, desde el punto de vista teológico, que no contemos con la certeza de si la figura representada es la de Dios o la de Cristo. En esencia teórica, es ambos. En términos iconográficos prácticos, es Dios Padre con reminiscencias de Cristo.
María, lo mismo que Juan, difiere de los precedentes tradicionales en el modo en que Van Eyck la representa. Normalmente debería aparecer en compañía del Niño Jesús, o sola, entronizada en el centro de un coro de ángeles, como en los cuadros de las maestàs (de las que Duccio y Giotto pintaron célebres ejemplos). Sin embargo, aquí, María y Juan Bautista, por más que gloriosos y colosales, desempeñan un papel subsidiario, secundario al tema teológico general. Aquí no se nos cuenta ni la historia de María ni la del Bautista, y éstos no interceden a favor de los donantes; Van Eyck nos los presenta de un modo nuevo.
Estos tres paneles centrales del nivel superior sitúan sus objetos sobre un suelo embaldosado de perspectiva precisa. Las juntas forman las líneas ortogonales que llevan a nuestros ojos hacia el punto de fuga, que queda aproximadamente tras la cabeza de Dios. Ese truco de perspectiva era novedoso para los pintores, y no se convertiría en práctica común hasta que el arquitecto italiano Leon Battista Alberti escribiera un tratado matemático sobre perspectiva pictórica en 1435, tres años después de que El retablo de Gante estuviera terminado.
El retablo de Gante aporta una serie de innovaciones a la historia conocida del arte, anticipa tendencias que serían ensalzadas y adoptadas por futuras generaciones de artistas y admiradores. En cuanto a la mayoría de los pintores anteriores a la era moderna, puede decirse que nada menos que dos tercios de las obras que pintaron a lo largo de su vida se consideran perdidas. Por ello sólo puede afirmarse que, de las obras del arte europeo que se han conservado, y sobre la base de los documentos del Renacimiento que han llegado a nuestros días, El retablo de Gante fue la primera obra en adoptar una amplia variedad de innovaciones.
Jan van Eyck fue el primer artista en pintar una obra de dimensiones monumentales con un nivel de detallismo y precisión que hasta entonces solía reservarse a códices miniados y a retratos de reducidas dimensiones. También fue el primero en ser fiel al aspecto natural de las cosas. Y el primero en representar un desnudo humano no idealizado. Su incorporación de una neblina pintada sobre el paisaje lejano lo convierte, también, en el primero en recrear la ilusión de la perspectiva atmosférica. Además, nadie antes había reproducido rostros detallados en una multitud tan numerosa. Los cuerpos de quienes la integraban fueron los primeros en articularse bajo las telas pintadas, lo que proporcionaba la sensación de que eran los cuerpos los que llevaban la ropa, y no de que aquellas túnicas flotaban entre la gente. Desde un planteamiento iconográfico, Van Eyck fue precursor al dotar de simbolismo cristiano encubierto a objetos situados y pintados de manera realista, técnica que llegaría a conocerse como «simbolismo camuflado», y que desempeñaría un papel destacado en la pintura europea de los dos siglos siguientes.
En cuanto a su papel a la hora de establecer o anticipar futuros movimientos artísticos, la influencia de Van Eyck no se ve superada por la de nadie. Aunque él no inventó la pintura al óleo, sí la llevó hasta un nivel de excelencia sin precedentes, y convirtió una mera mezcla de pigmentos y aceite en un medio magistral que, a partir de entonces, pasaría a ser el preferido por todos los demás pintores. Junto con Giotto, en Italia, Jan puede considerarse el primer pintor renacentista. Además, por el realismo de sus composiciones, también podría tenerse por un precursor del realismo en tanto que movimiento artístico.
Así pues, ¿quién era Jan van Eyck?