Ignoro si todo lo que he relatado aquí es cierto. Parte de ello lo experimenté, y parte me lo contaron. Parte puede que lo haya soñado.
Uní fragmentos de lo que me contó Grady Vetters tan pronto como recobró el conocimiento. Juntos, visitamos a su hermana en el hospital. Ella seguía en coma profundo. El estado comatoso en el que la había precipitado la aguja no se vio aliviado por el cóctel de fármacos con que la trataron. Al final, no había sido tan fuerte como su hermano, no físicamente: combinada con las limitaciones respiratorias inducidas por la postura en que la dejaron en el sofá, la inyección le provocó un daño cerebral hipóxico.
Marielle dormía, y al parecer nunca despertaría.
Dejamos el cuerpo de Jackie Garner en el avión para protegerlo de los animales. Los guardas forestales lo recuperaron más tarde, y se lo entregaron a su madre y su novia para que le dieran sepultura. Los cadáveres de la mujer llamada Darina Flores y el hombre conocido como Malfas fueron trasladados a Augusta para someterlos a examen. Desconozco qué se hizo con ellos después.
Liat logró salir del bosque por su propio pie, y los demás nos turnamos para servirle de apoyo. En el último tramo apenas estaba consciente. Se negó a mirarme, e incluso a reconocer mi presencia junto a ella cuando la ayudaba. La habían enviado con el cometido de rescatar la lista y había fracasado. Sumidos en la oscuridad, dimos con el camino por el que habíamos accedido a aquel paraje inhóspito. Louis y Angel se quedaron con Liat mientras yo iba en busca de la furgoneta. Sólo cuando arranqué, advertí que el tótem de Jackie, el collar de garras de oso que llevaba colgado del retrovisor, había desaparecido, y me pregunté cuándo lo habría añadido el Coleccionista a su tesoro: ¿antes de matar a Jackie o después?
Llevé a Liat al dispensario local y expliqué que se había caído sobre una flecha. Cosas más raras se habían visto, al parecer, porque el médico de guardia ni se inmutó, y se organizó su traslado inmediato a Bangor. Le advertí que no hablaba ni oía, pero sabía leer los labios. A continuación telefoneé a Epstein y le conté casi todo lo ocurrido. Cuando me preguntó si la lista estaba a salvo, contesté que sí, pero nada más.
A fin de cuentas, en cierto modo sí lo estaba.
Poco antes del amanecer, volví a recorrer la pista forestal en mi propio coche y regresé al bosque. Esta vez iba bien preparado. Me hallaba a tres kilómetros y medio del avión accidentado cuando capté la señal de la baliza en mi móvil. A unos diez metros del avión, al pie de un pino blanco, encontré la lista. No la había lanzado muy lejos del avión, sino sólo lo suficiente. Algún animal pequeño había mordisqueado ya el plástico, pero el paquete permanecía más o menos intacto, y la baliza que había colocado dentro emitía un parpadeo rojo.
Del Brightwell niño no vi ni rastro, pero al cabo de unos días, mientras proseguía la búsqueda en la zona y la policía empezaba a reunir e identificar los restos de las víctimas de Malfas, se descubrió una de las zapatillas del niño cerca del tronco hueco de un roble enorme, y se pensó que acaso se lo hubiera llevado un oso.
Les conté a los investigadores la mayor parte de lo que, a esas alturas, sabía sobre el avión, siendo como era todo un experto en ocultar verdades. Gordon Walsh se hallaba entre los policías que me interrogaron, pese a que el norte del estado ya no entraba en su jurisdicción. Lo habían enviado como observador, dijo, pero no le pregunté al servicio de quién. Le expliqué que Marielle Vetters me había contratado para localizar el avión porque creía que el silencio de su padre sobre su existencia podía haber causado un dolor innecesario a las familias de aquellos que viajaban a bordo cuando se estrelló, y que aún esperaban saber algo del destino de sus seres queridos. Sólo omití la existencia de la lista y parte de mi información acerca del Coleccionista, aunque ofrecí a la policía una descripción detallada y les proporcioné el vínculo con el abogado, Eldritch. Al fin y al cabo, ya no estaba en deuda con ellos. También informé a la policía del último pecado de Jackie, el que le costó la vida. Uno no debe calumniar a los muertos, y mentir para proteger la reputación de Jackie, o para no herir los sentimientos de quienes lo querían, habría ocasionado más problemas que decir la verdad.
Lentamente empezó a conformarse una narración que, aun sin ser del todo satisfactoria, al menos era verosímil. El Coleccionista ansiaba la fatídica explosión, y la mujer y el niño buscaban el avión por razones desconocidas, posiblemente en relación con el hombre llamado Malfas, pero acaso también con la idea de que aún quedaba dinero escondido en el aparato. Entretanto se inició el proceso de identificar los restos de las víctimas de Malfas. Dos hombres, posteriormente identificados como Joe Dahl y Ray Wray, se añadieron a su lista de víctimas, y me abstuve de contradecir esa conjetura. Con tantas otras cosas en que ocupar su tiempo, las fuerzas del orden parecieron más que dispuestas a dejar sin explicación las lagunas de mi versión.
Y Gordon Walsh observaba desde un rincón, y escuchaba.
Fue Walsh quien primero pidió más información sobre Liat en cuanto se descubrió su conexión con lo ocurrido. Le dije que esencialmente era una experta en historia de la aviación, afirmación que ella corroboró cuando se le planteó. Como Walsh no tenía la menor intención de interrogar a una sordomuda sobre un tema del que él no sabía nada, lo dejó correr. Así y todo, antes de marcharse de Falls End, me dejó claro que, en el supuesto de que viviera lo suficiente, esperaba oír, en un futuro, una versión más detallada que la que acaba de ofrecérsele.
Para cuando los investigadores llegaron a la clínica privada donde el abogado, Eldritch, recibía tratamiento, se encontraron con que sus médicos le habían dado el alta y había quedado bajo la custodia de un hombre que afirmaba ser su hijo, y no se halló ni rastro de él. Posteriormente se supo que el edificio en ruinas que había alojado su bufete era en realidad propiedad de una anciana pareja, los dueños asimismo de una casa de empeños cercana, y que su acuerdo con el inquilino desaparecido se reducía a un apretón de manos y nada más. El edificio dañado fue demolido al cabo de unas semanas, y el dinero del seguro, cuando llegó, fue a parar a sus bolsillos.
Un mes después de todo eso vino a visitarme Epstein. Lo acompañaba Liat, junto con uno de aquellos jóvenes hombres armados en apariencia intercambiables a quienes confiaba su seguridad. Epstein y yo paseamos durante un rato por Ferry Beach, observados a distancia por Liat y su compañero.
—¿Por qué destruyó la lista? —preguntó por fin Epstein.
—¿Qué habría hecho usted con ella? —repuse.
—Vigilar, investigar.
—¿Matar?
Se encogió de hombros.
—Quizás.
—¿Antes o después de que las personas mencionadas en ella pudieran actuar?
Volvió a encogerse de hombros.
—A veces las acciones preventivas son necesarias.
—Por eso la destruí —dije.
—En las manos adecuadas, podría haber resultado de gran utilidad.
—En las manos adecuadas —repetí.
—Por lo que he oído, sus actos pusieron en peligro la vida de Liat. El Coleccionista amenazó con matarla si no se le entregaba la lista.
—No iba a matarla.
—Se lo ve muy seguro de eso.
—El Coleccionista tiene un código. Es retorcido y condenable, pero un código al fin y al cabo. No la habría matado por algo que hice yo: sólo la habría matado por algo que hubiese hecho ella. No creí que Liat fuera culpable de nada merecedor del castigo del Coleccionista.
—Yo mismo procuraré explicarle a ella esa distinción. Si lo intentara usted, mucho me temo que Liat sería capaz de pegarle un tiro.
Llegamos al extremo de la playa y nos dimos la vuelta. El sol había empezado a ponerse cuando nos encaminamos hacia el norte, sintiendo en la cara el invierno, presente ya en el viento.
—¿Qué cree que hacía Malfas allí? —preguntó Epstein—. Liat habló de un altar, una especie de santuario.
—Malfas tenía una brecha en la cabeza donde habría podido sostenerse un libro —respondí—. Sin duda había sufrido daños cerebrales. Ni siquiera él debía de saber muy bien qué hacía.
—Desde luego tenía una finalidad. Según Liat, el altar miraba hacia el norte. Un altar orientado al norte, en un estado septentrional. Dígame, ¿cuánto al norte puede ir uno hasta que ya no queda nada, nada que venerar, sólo nieve y hielo?
Seguimos paseando en silencio hasta regresar al aparcamiento.
—Esto es el norte —dijo Epstein a punto ya de marcharse, mientras su joven conductor arrancaba el coche, con Liat de pie junto a una puerta abierta en la parte de atrás—. Este lugar. Aquí se estrellan los aviones, y la tierra los absorbe lentamente. Aquí vienen los asesinos y encuentran su final. Ángeles oscuros despliegan sus alas sobre estas tierras y sus enemigos los abaten. Y usted, usted está aquí. Antes yo creía que era usted quien los atraía, pero ahora creo que quizá me equivocaba. Aquí hay algo más. Algo que emplazó a Malfas e intentó esconder ese avión. Los emplaza a todos, aun cuando ellos no sean conscientes de oír su voz. Eso es lo que cree Liat, y ahora también lo creo yo.
Nos dimos la mano.
—Es una lástima lo de esa lista —añadió Epstein, y mientras me estrechaba la mano derecha firmemente con su diestra, apoyó la izquierda sobre ambas y escrutó mi rostro en busca de algún indicio de que su sospecha era cierta: el contenido de la cartera, ahora en el fondo de la charca oscura, fuera lo que fuese, no era la lista—. Sepa usted que mandé a algunos de mis hombres a la charca para que la buscaran en sus aguas, pero fue inútil. Parece que es muy profunda. Confiemos, al menos, en que la lista permanezca a buen recaudo.
—De eso, creo, podemos estar seguros —contesté.
Se marcharon. Miré al norte, como si, desde donde me hallaba, pudiese ver muy, muy lejos, en lo más hondo de la oscuridad de los Grandes Bosques del Norte.
Los bosques, y aquello que pudiera estar enterrado a gran profundidad bajo ellos.
Enterrado, y en espera.