53

El niño no sabía adónde iba. Estaba furioso y desolado. Había perdido a la mujer que fuera para él su madre y más y había vuelto a ver el rostro del hombre que lo mandó por un breve tiempo al vacío, al dolor de la inexistencia. Deseó matarlo, pero aún no tenía fuerzas suficientes. Ni siquiera había recuperado plenamente la facultad del habla. Las palabras rondaban por su cabeza pero era incapaz de formarlas con los labios u obligar a la lengua a pronunciarlas.

Así que corrió por el bosque y lloró por la mujer y planeó su venganza.

Oía un zumbido en la cabeza, la voz del Dios de las Avispas, el Hombre Reflejado, pero el niño estaba tan perdido en su rabia y su dolor que no lo supo interpretar como un aviso hasta que fue consciente de que lo seguían. Se adivinaba una presencia entre los árboles, tras sus pasos, mientras él, sin saberlo, corría hacia el norte. Al principio temió que pudiera ser Parker o uno de sus acompañantes, dispuesto a acabar con él. Se detuvo entre unos cipreses bajos y se agachó detrás de ellos, alerta, aguzando el oído.

Atisbó un movimiento: un asomo fugaz, negro sobre verde, como papel quemado que el viento arrastrara. Intentó recordar si alguno de los que estaban alrededor del avión vestía de negro, y decidió que no. No obstante, allí se escondía un peligro: así se lo dijo la voz. Buscó a tientas en el suelo con la mano derecha y encontró una piedra del tamaño de su puño. La agarró con fuerza. Sólo dispondría de una oportunidad para usarla, y debía aprovecharla. Si con la pedrada alcanzaba a su perseguidor en la cabeza, el impacto le daría tiempo para abalanzarse sobre él. Podía emplear la misma piedra para matarlo, o matarla, a golpes.

Otro movimiento, esta vez más cerca. La figura era pequeña, sólo un poco más alta que él. El niño quedó desconcertado. ¿Podía ser un animal, un lobo oscuro? ¿Habitaban lobos en esos bosques? No lo sabía. La idea de ser atacado por un animal carnívoro lo asustaba más que la amenaza que representaba un ser humano. Temía el hambre irracional, la posibilidad de que unos dientes se hincaran en su carne, de que unas zarpas le desgarraran la piel. Temía ser devorado.

La niña apareció de detrás de un árbol a sólo tres metros de él. El crío no se explicaba cómo había podido moverse con tal rapidez sin que él la viera, pero reaccionó de inmediato: lanzó la piedra y, con satisfacción, vio que golpeaba a la niña por encima del ojo derecho, con lo que ella se tambaleó pero no llegó a caerse. Él se dispuso a abalanzarse sobre ella, pero el zumbido en su cabeza creció, y vio que no manaba sangre de la herida en la cabeza de la niña. Distinguía claramente el punto donde había impactado la piedra por el rasguño en la piel, pero ella, aparte del sobresalto inicial del golpe, parecía indiferente al dolor. Ni siquiera se la veía enfadada. Se limitó a mirar fijamente al niño, y al cabo de un momento levantó la mano derecha y, en silencio, lo llamó curvando el dedo índice, mugriento y sin uña.

Esa hambre irracional que el niño había temido encontrar en un animal se manifestaba ahora en otra forma más horrenda. Aquello en realidad no era una niña, como tampoco él era un niño: aquello era soledad y miedo, odio y dolor, todo ello unido bajo la piel de una niña. «Ábrela en canal», pensó él, «y saldrán de sus entrañas serpientes venenosas y bichos con aguijones». No era buena ni mala, y por tanto estaba más allá de las atribuciones del niño y de aquellos como él, más allá incluso del propio Dios de las Avispas. Era pura carencia.

El niño retrocedió para alejarse, y ella no hizo ademán de seguirlo. Sencillamente siguió curvando el dedo, como si tuviera la certeza de que, a fuerza de insistir, conseguiría que al final él se rindiera, pero él no tenía intención de sucumbir. El niño, en sus sucesivas encarnaciones, se había topado con numerosas amenazas y sabía identificar la naturaleza de la mayoría de las entidades. En ésa en particular vio una bestia amarrada. Era un perro encadenado, libre para vagar dentro de ciertos límites, pero privado de libertad más allá de un punto. Si él podía salir de su territorio, estaría a salvo.

Se volvió y echó a correr, indiferente una vez más a la dirección, deseando sólo poner tierra de por medio entre la niña y él. Oscurecía deprisa, y quería estar fuera de su alcance antes del anochecer. Ella volvió a desplazarse, quedándose cerca de él, una mancha movediza entre los árboles. A él le faltaba el aliento. No era un niño sano, nunca lo había sido, y si bien era capaz de reunir una fuerza descomunal cuando se requería, sólo podía hacerlo en breves arranques. Las persecuciones prolongadas, ya fuera como presa o como cazador, para él eran un tormento. Sentía dolor en el costado, y el bocio le palpitaba furiosamente en el cuello. No podría mantener ese paso durante mucho más rato. Paró para recobrar el aliento, se apoyó en un árbol y vio cómo la forma luminosa de la niña seguía hacia el norte y se detenía poco después. Miró alrededor, y él se echó al suelo. ¿Podía ser que le costara ver en la oscuridad? La observó volver sobre sus pasos, despacio, girando la cabeza lentamente a izquierda y derecha, en busca de cualquier señal de movimiento. Poco a poco avanzó hacia donde él se hallaba. Si se movía, ella se abalanzaría sobre él. Si se quedaba allí, lo descubriría. Estaba atrapado.

El árbol a sus espaldas era enorme y viejo; algunas de sus raíces, tan gruesas como el cuerpo del niño, y sus grandes ramas, del todo deshojadas y desplegadas en una amplia copa, tan retorcidas como miembros artríticos. Al pie del tronco había un agujero aproximadamente de forma triangular, quizá la guarida de una comadreja u otro pequeño mamífero, ensanchado con el tiempo por la acción de la naturaleza. A su lado encontró una rama rota de un metro de largo más o menos. Era del grosor de su muñeca, con la punta afilada. El niño retrocedió con cuidado hasta meter los pies en el agujero. Le costaría pasar a través, pero lo conseguiría. Allí dentro permanecería escondido, y si la niña daba con él, la mantendría a raya con el palo. Aunque la pedrada no la había detenido del todo, sin duda había sentido su fuerza. El palo podía bastar para atormentarla e impedir que se acercara. El niño sólo sabía que era incapaz de continuar corriendo, y debía defender su posición allí.

Reculó más y más, hasta que los contornos del agujero se le hincaron en los costados. Hubo un momento en que creyó que había quedado atascado, incapaz de avanzar o retroceder, pero tras un contoneo de su cuerpo blando, el agujero pareció absorberlo. Una vez dentro, se quedó quieto y en silencio. No veía nada salvo el trozo de bosque inmediato, e incluso eso se desdibujaba conforme oscurecía, pero sí distinguió la forma de la niña cuando pasó ante su campo visual. Caminaba agachada, con el torso ligeramente estirado, los dedos curvos como garras. Le pareció oírla olfatear el aire, y de pronto volvió la cabeza y dio la impresión de que lo miraba directamente. Él aferró el palo con firmeza, listo para hincarle la punta si se acercaba. Apuntaría a un ojo, decidió. Se preguntó si el palo era lo bastante sólido para clavarla al suelo. La imaginó forcejeando como una mariposilla moribunda. La idea le arrancó una sonrisa.

Pero la niña no se acercó, sino que siguió adelante. Él se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración, y expulsó el aire en un suspiro de alivio. El sonido del Dios de las Avispas remitió un poco, cosa que el niño agradeció. Al cabo de unos minutos cambió de posición para ponerse más cómodo. Por medio del palo, tanteó los límites del agujero y descubrió que era más amplio de lo que había previsto. No podía ponerse de pie dentro, pero sí había espacio para estirar las piernas. Si se ovillaba, incluso podía dormir, pero no dormiría, no con la niña ahí fuera, rondando, buscando. Para pasar el tiempo y entretenerse, rebuscó en su memoria, en la avalancha de recuerdos que había vuelto a él al oír de nuevo la voz del hombre que había intentado destruirlo, aquel abyecto detective. Ya le llegaría su hora: en cuanto el niño encontrara a otros de su clase y creciera hasta ser de nuevo grande y fuerte eliminaría al detective, ese hombre cuya naturaleza ni siquiera el niño entendía, y en un lugar oscuro y profundo descubriría la verdad sobre él. Pero primero mataría a la mujer y la hija del detective, del mismo modo que la primera mujer y la primera hija le habían sido arrebatadas a golpe de cuchillo, pero esta vez obligaría al detective a mirar. El niño veía en eso una circularidad que lo atraía.

La negrura de la noche se impuso en el bosque y oyó el correteo de criaturas nocturnas. En dos ocasiones la oscuridad se iluminó ante él al pasar la niña con su luminiscencia, y la oyó llamarlo, tentándolo a mostrarse. Le prometió enseñarle el camino para salir del bosque, le juró que lo guiaría a un lugar seguro si jugaba con ella un rato. Él no contestó, ni se movió. Se quedó donde estaba y rogó al Dios de las Avispas que sacrificara un poco de noche para que el alba llegara antes.

No recordaba cuándo lo había vencido el sueño. En ningún momento los ojos se le cerraron ni fue consciente de que eso ocurría para despertarse después sobresaltado. Se hallaba en estado de vigilia, y de pronto sueño. Cuando volvió a abrir los ojos, estaba desplomado contra el interior del árbol. Fuera todavía reinaba la oscuridad, pero la textura de la noche era distinta, y el bosque se hallaba en silencio. Sin embargo, algo lo había despertado, una perturbación, un sonido cercano. También necesitaba orinar desesperadamente, y se moría de frío.

Aguzó el oído. Sí, percibió otra vez ese mismo ruido: escarbaban, cavaban. Un animal, quizás, un mamífero en busca de una presa enterrada. Procedía de muy cerca, pero no conseguía precisar el lugar exacto. El ruido reverberaba dentro del árbol, por lo que la percepción llegaba aún más distorsionada. Oía asimismo en su cabeza el zumbido de advertencia del Dios de las Avispas, pero seguía sin entenderlo plenamente.

Decidió que provenía de su derecha. Ahora distinguía el roce de unas garras contra el tronco del árbol. Se inclinó para acercar el oído a la madera, su rostro apenas a quince centímetros del suelo. «¿Qué eres?», pensó. «¿Qué eres?».

De repente, una mano pequeña surgió de la tierra entre sus piernas y le agarró la cara. Sintió los dedos en la piel, hundidos en su carne. Uno encontró su boca abierta, y él lo mordió con fuerza, cercenándolo totalmente, pero la mano no aflojó. Una uña rota se clavó en su ojo derecho, y un dolor feroz e interno se insinuó dentro de su cráneo. La presencia oculta bajo tierra ascendió aún más. Ahora no asomaba sólo un antebrazo, sino también una cabeza y un torso. Al elevarse la niña, su luz nauseabunda infectó la oscuridad. Impulsándose con la mano izquierda en el suelo a modo de apoyo, hincó más y más la derecha en la cara del niño. Él, forcejeando con toda su alma, le desgarró la carne muerta con una mano mientras con la otra buscaba el palo a tientas en la tierra. Por fin lo encontró. Lo levantó tanto como pudo antes de clavarlo y sintió cómo penetraba en el cuerpo de la niña. Ella se retorció dando espasmos, y él golpeó de nuevo, pero ya estaba hundiéndose, y percibió que todo se desmoronaba alrededor. La niña ya no se esforzaba en subir: por el contrario, lo arrastraba hacia abajo, a las profundidades de ese lugar solitario en el que ella misma había sido enterrada, con su techo de raíces y sus paredes de tierra, donde los escarabajos y los ciempiés correteaban sobre sus huesos.

El palo dio en el suelo y se partió. El niño se hundió hasta el pecho, luego hasta el cuello y finalmente hasta la barbilla. Abrió la boca, pero la tierra acalló su último grito.

Y la niña tuvo por fin a su compañero de juego.