Nada más abandonar el avión capté la situación con una sola mirada: Liat, recostada contra un árbol, el brazo izquierdo colgando inservible a un lado, la cara pálida; y Angel y Louis en el claro, más abajo, separados entre sí unos seis o siete metros, las armas en alto, apuntadas en dirección al promontorio que se alzaba junto a la hedionda charca de agua negra.
Allí, parcialmente oculto tras un tronco, se encontraba el Coleccionista, con los faldones de su abrigo extendiéndose como alas a causa del viento, que sin embargo apenas movía el contorno grasiento de su pelo. Por lo visto, había elegido la misma indumentaria para una excursión en plena naturaleza que para un paseo por el parque: pantalón oscuro, zapatos gastados, camisa blanca manchada con el cuello abotonado, chaqueta y abrigo negros.
Jackie Garner se hallaba arrodillado ante él. Tenía un extraño aro metálico enroscado en torno al cuello, y a lo largo de éste unos objetos plateados resplandecían en la luz ya mortecina del día. Sólo cuando me acerqué distinguí con mayor claridad su forma. El aro llevaba ensartadas cuchillas y anzuelos: éstas se clavarían en su carne al menor movimiento de Jackie o del hombre apostado detrás de él. El cuerpo de Jackie impedía tener un buen blanco de la pequeña porción del Coleccionista que quedaba al descubierto: sólo media cara y el brazo derecho. En la mano derecha sostenía un arma con cuyo cañón presionaba la coronilla de Jackie a la vez que miraba alternativamente a Angel y Louis. Cuando aparecí, fijó en mí sus ojos, pero incluso a esa distancia percibí en ellos una expresión distinta. En otro tiempo su desabrimiento y su hostilidad se veían aligerados por una especie de humor mordaz ante el mundo y sus costumbres, y ante cómo éste lo había obligado a asumir la gravosa responsabilidad del verdugo. Era una faceta de su locura, pero le confería una humanidad de la que por lo demás carecía. Sin eso, sus ojos eran ventanas al universo vacío, implacable, un espacio en el que todo estaba muerto o agonizaba. Ése era el Hombre de la Guadaña personificado, un ser totalmente desprovisto de compasión.
—Deje que se vaya —dije.
Lentamente, levanté la cartera de piel del hombro y se la enseñé.
—¿No es esto lo que ha venido a buscar aquí? ¿No es esto lo que quiere?
Liat movió la cabeza en un gesto de negación, implorándome que no entregara la lista a ese hombre, pero él se limitó a decir:
—¿Lo es? Si lo es, no es lo único que quiero.
Miró los cadáveres de Malfas y la mujer de la cara quemada.
—¿Eso es obra suya? —preguntó.
—No, es obra de ellos mismos. Malfas ha matado a la mujer, y el niño ha matado a Malfas en venganza.
—¿El niño?
—Tiene bocio, aquí. —Me señalé el cuello con la mano libre.
—Brightwell —dijo el Coleccionista—. Así que es verdad: ha vuelto. ¿Dónde está?
—Se ha metido en el bosque. Nos disponíamos a ir en su busca cuando usted ha aparecido.
—Debería tenerle miedo. Al fin y al cabo, ya lo mató una vez. En lo que se refiere a agravios, ése es difícil de superar. Pero por los otros dos no tendrá que preocuparse. No volverán, posiblemente nunca más.
—¿Por qué?
—Los ángeles sólo mueren a manos de otros ángeles. Se han ido para siempre. No habrá ningún regreso, ninguna forma nueva. ¡Puf!
Reflexioné acerca de lo que acababa de decir. Brightwell había muerto una vez por obra mía, y sin embargo había regresado. Si lo que el Coleccionista decía era cierto…
Pero se me adelantó. Sonrió, y su voz se revistió de sorna.
—¿Qué le pasa? ¿Se creía usted que podía ser un ángel caído? ¿Un fragmento del Divino desechado por su deslealtad? Usted no es nada: no es más que una anomalía, un virus en el organismo. Pronto será borrado de la faz de la tierra, y será como si nunca hubiera existido. Ahora su vida se mide en minutos, no en horas ni en días, no en meses ni en años. Está muy cerca de la muerte, porque yo estoy muy cerca de matarlo.
Vi cómo Louis y Angel se ponían tensos, preparándose para el tiroteo que se avecinaba. En respuesta, el Coleccionista tiró del aro y Jackie dejó escapar un grito de dolor. Hilillos de sangre corrieron por su cuello.
—¡No! —exclamé—. Bajad las armas. ¡Ya!
Angel y Louis obedecieron, pero mantuvieron los dedos en los gatillos y no apartaron los ojos del Coleccionista.
—¿Y por qué voy a morir? ¿Porque mi nombre aparece en esa lista que usted recibió?
Esta vez el Coleccionista soltó incluso una carcajada.
—¿La lista? Esos nombres no eran nada. Eran un cebo, soldados de a pie que había que sacrificar. Sabían que la tal Kelly flaqueaba. Sabían que los traicionaría. Ella nunca había tenido acceso a sus secretos más profundos, y sólo conocía los nombres de aquellos a quienes ella misma había corrompido. Puede que Brightwell añadiera su nombre cuando su camino y el de usted se cruzaron por primera vez, pero fueron otros quienes se aseguraron de que acabara en la lista de Barbara Kelly. Confiaban en que la inclusión de su nombre indujera a sus propios amigos a volverse contra usted, a excluirlo o matarlo. La verdadera lista, la lista importante, es la que ahora tiene ahí. Es más antigua, y es fruto de muchas manos. Esa lista da poder.
—¿Y todo eso cómo lo sabe?
—Se lo saqué por medio de la tortura a una mujer llamada Becky Phipps antes de darle muerte. Se resistió con firmeza. Al final, confesó gota a gota.
—¿Quién tuvo tanto interés en incluir mi nombre en la lista?
—Phipps murió antes de poder arrancarle esa información, pero habló de los Patrocinadores, todos ellos hombres y mujeres ricos e influyentes, pero uno más importante que los demás. Era simple psicología humana. Sabían que Kelly estaba cambiando de bando, y buscaron la manera de introducirle su nombre, Charlie Parker, en la cabeza. Le dijeron que era un dato vital, que sus enemigos le atribuirían especial valor, y ella lo utilizó, tal como ellos preveían. Venían observándolo a usted desde hacía mucho tiempo, y sentían la misma curiosidad que yo por su naturaleza más profunda, pero al final el pragmatismo se impuso a ese interés. Ahora parece que ellos, al igual que yo, prefieren un mundo sin usted. Así que éste es el trato, y no admite negociación: usted se entrega, y la mujer vive. También esos amigos suyos tan agresivos. Una vida a cambio de varias. Considérese un mártir de su propia causa. De lo contrario, les daré caza a todos, y no descansaré hasta que ustedes y sus seres queridos hayan muerto.
Tensó el lazo en torno al cuello de Jackie una vez más, retorciéndolo a la vez, y Jackie soltó un breve grito antes de que el estrangulamiento redujera su voz a un dolorido gargareo.
—No ha contestado a mi pregunta —dije—. ¿Por qué usted? ¿Por qué ahora?
El Coleccionista hincó con más fuerza el cañón de su arma en el cráneo de Jackie.
—No, ahora me toca a mí hacer las preguntas, y sólo tengo una: ¿por qué lo envió? ¿Por qué?
Yo no sabía ni remotamente de qué me hablaba, y así se lo dije. El Coleccionista hundió la rodilla en la espalda de Jackie, obligándolo a contorsionar el cuerpo.
—¡A éste! —aclaró el Coleccionista—. ¿Por qué lo envió a por mi… a por Eldritch? ¿Para destruir sus archivos? ¿Para matarlo? ¿Para matarme a mí? ¿Por qué? Quiero saberlo. ¡Dígamelo!
Y de pronto caí en la cuenta.
—¿La explosión? Yo no tuve nada que ver con eso.
—No le creo.
—No fui yo. Lo juro por mi vida.
—Su vida ya está en juego. Las vidas de todos ustedes están en juego.
Miré a Jackie. Intentaba decir algo.
—Déjelo hablar —dije. El Coleccionista redujo la presión en el lazo, y éste quedó colgando de la carne de Jackie por los anzuelos.
—Yo no lo sabía —declaró Jackie en voz tan baja que apenas lo oímos—. Lo juro, no lo sabía.
—Pero Jackie —dije—. Jackie, ¿qué has hecho?
—Me aseguraron que no habría nadie en el edificio. Me aseguraron que nadie saldría herido.
Hablaba con voz monocorde. No suplicaba. Confesaba.
—¿Quiénes, Jackie? ¿Quiénes te lo aseguraron?
—Fue una llamada telefónica. Sabían lo de mi madre. Sabían que estaba enferma, y que yo no tenía dinero para ayudarla. Así que recibí una llamada para ofrecerme un trabajo, y me dieron un anticipo en efectivo, una suma importante, con la promesa de que a eso seguiría más. Sólo tenía que provocar una explosión. No hice preguntas; simplemente cogí el dinero, y llevé a cabo el encargo. Pero quería tener la certeza de que no había nadie en el edificio cuando estallara, y por eso no puse temporizador. Utilicé un teléfono móvil para detonarlo. Hice la llamada cuando vi que el viejo y la mujer habían salido de la oficina, pero entonces la mujer regresó. Lo siento. Lo siento mucho.
Por un momento nadie habló. No había nada que decir.
—Parece que lo he juzgado mal, señor Parker —dijo el Coleccionista—. Aunque debo admitir que para mí es una decepción. Pensaba que por fin había encontrado una excusa para deshacerme de usted.
—No le haga daño —dije por fin—. Tiene que haber una salida para esto.
—¿Qué va a hacer? —preguntó el Coleccionista—. ¿Va a ocupar su lugar? ¿Va a entregarlo a la justicia? Es usted un hipócrita, señor Parker. Ha hecho cosas malas. Ha empleado los fines para justificar los medios. Ha habido momentos en que me he planteado incorporarlo a usted a mi colección. ¿Nunca ha sentido usted la necesidad de quitarse un peso de la conciencia confesando ante la policía, de hablarles de ciertos cadáveres en pantanos, de algún que otro hombre muerto en los lavabos de una estación de autobús? No me fío de usted, no me fío de ninguno de ustedes.
—Le ofrezco un intercambio —propuse—. Mi amigo por la lista.
—¿La lista? Ya tengo nombres suficientes en la cabeza para cien vidas. Aunque matara a uno cada hora, sería sólo un simple eco del Juicio Final que está por venir. Su cruzada no es la mía. Lo que yo quiero es venganza. Lo que yo quiero es sangre, y la tendré. Pero quédese con su amigo, pues. Lo dejo ir. ¿Ve?
Alzó el extremo del lazo y lo dejó caer de su mano. Agachado, y usando aún a Jackie como escudo, retrocedió hacia el bosque y su negrura se convirtió en parte de la oscuridad más profunda, hasta que sólo quedó su voz.
—Ya se lo advertí, señor Parker. Le dije que todos los que permanecieran a su lado morirían. Eso ya empezó a ocurrir. Ahora continúa.
Se oyó un disparo, y del pecho de Jackie Garner brotó una nube de sangre. Angel y Louis se pusieron en movimiento, pero se oyó un segundo disparo, y luego un tercero, impactando ambos a unos centímetros de mis pies.
—¡Alto! —dijo el Coleccionista—. Alto, o la chica será la siguiente.
Liat estaba más cerca del Coleccionista que ninguno de nosotros, pero no oía nada de lo que él decía. Temía moverse, temía lo que pudiera suceder si lo hacía.
Así que nos quedamos quietos, y vimos morir a Jackie Garner.
—Ahora puedo matarla —previno la voz desde el bosque—. La tengo en la mira. Avance hacia mí, señor Parker, y lance la cartera. Sin trucos, sin quedarse corto en el lanzamiento. Yo me hago con la lista, y ustedes viven, todos.
Sostuve la cartera en alto por la correa y la arrojé con fuerza, pero no en dirección al bosque. La lancé a la charca oscura. Pareció flotar una eternidad en el agua negra y viscosa antes de desaparecer sin hacer ruido en sus profundidades. Vi ensancharse los ojos de Liat, y tendió la mano ilesa como si de algún modo esperara recuperar la cartera por pura fuerza de voluntad.
Allí inmóvil, aguardé el último tiro, pero sólo me llegó la voz del Coleccionista, ahora más débil, ya desde la espesura del bosque. Oí un ruido por encima de mi cabeza y vi un único cuervo separarse de la bandada y emprender el vuelo hacia el norte.
—Eso ha sido un error —dijo—. Le diré una cosa, señor Parker: usted y yo ya no seguiremos siendo amigos…