51

Registramos el cuerpo del muerto. Llevaba dos mil dólares en efectivo en los bolsillos, junto con chocolatinas y un silenciador para una pistola de nueve milímetros, que llevaba oculta bajo el abrigo. Iba indocumentado. Louis lo había matado al ver que disparaba dos veces en dirección a nosotros, una de las cuales no alcanzó a Liat por escasos centímetros, y parecía a punto de disparar por tercera vez. Si Louis no lo hubiera abatido, lo habría hecho yo, pero me avergoncé al contemplar a ese desconocido, muerto a manos nuestras en la profundidad de los bosques de Maine, todo para obtener una lista de nombres en un avión que quizás hubiese sido devorado por el bosque.

—¿Lo reconoces? —preguntó Angel.

—No estoy seguro —contesté—. Me suena de algo.

—Estaba en la heladería de Portland. Louis amenazó con pegarles un tiro a él y a su amigo.

—Parece que estaba escrito —comentó Louis.

—Eso parece —convino Angel.

—Dudo que haya venido hasta aquí solo —dijo Jackie.

—Podría ser que los disparos que hemos oído antes fueran de él —aventuró Angel.

—Pero eso no explica a quién tiroteaba antes de empezar a disparar a bulto contra nosotros.

El rastro dejado por el pistolero era fácil de seguir. A su paso por el bosque había roto ramas y pisoteado arbustos. No era el avance cauteloso de un cazador, ya fuera de animales o de hombres. Ese hombre huía de algo.

—¿Crees que todavía vamos hacia el noroeste? —pregunté a Jackie.

—Por lo que puedo deducir sin una brújula en buen funcionamiento, sí, me jugaría algo a que sí.

—Ese avión cayó en algún lugar cerca de aquí. Tenemos que seguir buscando.

—Dios mío —dijo Jackie—. Podríamos pasar a unos metros de él y no verlo siquiera. No hemos detectado la presencia de este hombre hasta que lo hemos tenido casi encima.

—Nos dispersaremos —propuse—. Formaremos una hilera, pero sin perdernos de vista los unos a los otros.

No se me ocurrió otra opción. Debíamos abarcar el máximo terreno posible, y teníamos que hacerlo mientras aún quedara luz. El inconveniente era que así ofreceríamos cinco blancos en fila, como patos en una barraca de tiro. Así que avanzamos, mirando al frente y a ambos lados, y me olvidé del temor de Jackie ante la posibilidad de que alguien nos siguiera a nosotros.

El sol se estaba poniendo cuando encontramos el santuario. Detrás de él, casi engullido por el bosque, estaba el avión. Había cuervos en los árboles, oscuros y quietos como tumores en las ramas.

Y ante nosotros se alzaban tres figuras, una ya moribunda.

Darina había visto cómo el hombre ladeaba la cabeza cuando lo llamó por su nombre. No lo temía. Poseían la misma naturaleza: al fin y al cabo, los dos habían enterrado juntos a las hermanas Wildon, sin vacilar mientras las niñas se retorcían bajo la tierra acumulada, y los dos compartían el recuerdo de la Caída, la gran expulsión que había dejado a los suyos a la deriva en un mundo todavía en formación. El niño la seguía tranquilamente, pisando con cuidado por encima de raíces sinuosas y ramas rotas. Una y otra vez Darina repetía el nombre del pasajero, como un mantra, serenándolo, tranquilizándolo, pese a que no lo veía.

—Malfas. Malfas. Acuérdate.

Y alrededor una bandada de cuervos parecía repetir su llamada.

Coronó un promontorio, y ante ella apareció el avión. Semejaba un árbol caído, salvo que no había ningún otro árbol así alrededor, y el tronco era quizá demasiado regular, demasiado cilíndrico. Para entonces, se había hundido más de la mitad del fuselaje, como si el lecho del bosque se hubiera convertido en arenas movedizas debajo de él. Más allá se veía el resplandor oscuro de una charca.

Pero entre el avión y el lugar donde ella estaba se extendía un revoltijo de fragmentos de estatuillas religiosas, de calaveras y huesos dispuestos en formas que para ella no tenían el menor sentido, todo bajo un armazón de barro y madera para protegerlos de los elementos. De Malfas no se veía ni rastro.

Se acercaron a esa especie de construcción y se detuvieron ante ella. El niño tendió una mano para tocar una de las calaveras, pero ella se lo impidió. Oyó un zumbido en su cabeza y sintió una especie de veneración, lo más parecido que había experimentado en su larga existencia al fervor de un fanático religioso. Allí se percibía una fuerza, una finalidad. Sujetó la mano del niño y juntos intentaron comprender.

Una sombra se proyectó sobre ellos. Se volvieron lentamente. La silueta de Malfas, el pasajero, se recortó contra el sol poniente, su cabeza contrahecha rodeada por una corona de fuego. Sostenía en las manos el arco tensado, la flecha encocada y a punto. Darina lo miró a los ojos, y la magnitud de su propio error se traslució claramente ante ella. No hubo reconocimiento, ni naturaleza afín. Se vio reflejada sólo en la mirada vacía y hostil de un depredador. La sangre manaba de una herida en su costado.

—Malfas —dijo Darina—. Conóceme.

Él arrugó la frente, y la flecha habló al corazón de Darina. Ella sintió una quemazón en el pecho a la vez que el color anaranjado cada vez más intenso del sol semioculto quedaba eclipsado por el rojo más profundo de su propia muerte. Se llevó las manos al pecho y acarició la flecha, sujetándola con delicadeza como una ofrenda. Intentó dar forma a su dolor, pero ningún sonido salió de ella cuando se desplomó en el suelo.

Y como ella ya no podía gritar, el niño gritó por ella, una vez y otra y otra más.

El hombre de espaldas a nosotros era enorme. Vestía ropa de camuflaje marrón y verde y empuñaba un arco. A su derecha, un niño dejó de gritar cuando aparecimos, y al lado de éste una mujer se desplomaba con las manos en torno a una flecha clavada en su pecho.

El hombre corpulento se volvió y vi la terrible herida en la cabeza, como si le hubieran hundido el filo de un cuchillo de carnicero, dejando un surco en el cuero cabelludo. Ése era, pues, Malfas: el superviviente, el asesino de las hijas de Wildon. Calvo por completo, tenía las orejas rematadas en punta, el rostro extrañamente alargado y muy, muy pálido pese a tantos años en el bosque. Parecía un murciélago albino gigante. Sin embargo, a pesar de sus ojos oscuros y anómalos, y de que ya hacía ademán de coger otra flecha del carcaj del costado, fue el niño quien captó mi atención, el niño a quien temía más que al hombre. Era Brightwell en miniatura, Brightwell en la infancia, desde la piel pálida y húmeda hasta el bocio que crecía en su cuello y que, en la edad adulta, afearía aún más su aspecto. Vi que contraía la cara al reconocerme, pues ¿cuántas veces tiene un hombre ocasión de encararse a su propio asesino?

Todo lo que sucedió a continuación se desarrolló despacio y deprisa a la vez. Jackie, Angel y Liat dudaron antes de disparar, por miedo a herir al niño, ajenos al peligro que representaba. Louis respondió con mayor rapidez, disparando justo cuando Malfas encocaba una nueva flecha en el arco e hincaba una rodilla en el suelo para tirar. Oí un aleteo en torno a nosotros, y una bandada de cuervos se alzó hacia el cielo. El disparo de Louis fue a dar en el santuario, pero bastó para distraer a Malfas, que aparentemente erró el tiro. Ya se erguía, dispuesto a ponerse a cubierto, cuando el niño atacó. De los pliegues de su cazadora sacó un cuchillo largo y le dio un tajo a Malfas en la parte trasera del muslo derecho, seccionándole el ligamento de la corva. Malfas cayó hacia atrás, y el niño le hundió la hoja en la espalda. Malfas, soltando el arco, echó la mano hacia atrás para agarrar la empuñadura del cuchillo, pero al moverse la hoja debió de hundirse más en él, y la punta, lenta, insistentemente, encontró el corazón. Abrió la boca en un mudo tormento. La vida lo abandonó poco a poco, y se reunió con la mujer que lo miraba exangüe con su único ojo ileso, mezclándose la sangre de ambos en el suelo cubierto de ramas.

Pero no fue el único en caer. Jackie pronunció mi nombre, y al volverme vi que Liat yacía, dolorida, en el suelo, con una flecha clavada en el hombro izquierdo. Aprovechando nuestra distracción, el niño se echó a correr. Desapareció por detrás del avión y se escabulló en el bosque.

Jackie y Louis ayudaron a Liat a incorporarse mientras Angel examinaba la flecha.

—La ha atravesado del todo —dijo—. Tenemos que romperla, sacársela y vendarle la herida lo mejor posible hasta que podamos llevarla a un hospital.

Vi cómo sobresalían de su espalda las tres afiladas cuchillas de la flecha. La herida sería grave. Esas flechas estaban concebidas para causar grandes destrozos. Liat temblaba ya por la conmoción; aun así, consiguió señalar el avión con la mano derecha.

—Iré al avión —dije—. Cuanto antes nos hagamos con esa maldita lista, antes podremos marcharnos.

—¿Y qué pasa con el niño? —preguntó Angel.

—Eso no era un niño —contesté.

Miré a Louis.

—Ve a por él —indiqué—. Tráelo vivo.

Louis asintió y corrió conmigo cuando me encaminé hacia el avión.

—Eso que tenía en la garganta… —dijo.

—Sí.

—Parecía la misma marca que tenía Brightwell.

—Es Brightwell —contesté—. Como te he dicho: no lo mates.

Louis dejó el rifle y sacó la pistola.

—Detesto estos putos encargos —se quejó.

De pronto, Jackie Garner se apartó de Angel y Liat y, volviéndose hacia el sur, con el rifle en alto, empezó a recorrer el bosque con la mirada.

—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Louis.

Angel nos llamó.

—Cree haber visto a alguien en el bosque.

—Tú consigue la lista —me dijo Louis—. Yo iré a ver qué ocurre; ya me ocuparé luego del niño o lo que sea que dices que es.

El avión estaba tan hundido que para entrar era necesario bajar al interior, cosa que conseguí después de cortar parte de las pegajosas enredaderas que cubrían la puerta; ésta seguía entornada a pesar de los muchos años transcurridos desde que Vetters y Scollay la forzaron. Como la vegetación tapaba las ventanas, la cabina estaba a oscuras, y en la parte de atrás del avión oí el correteo de algo que se alejaba de mí y escapaba al bosque por un agujero invisible. Encendí la linterna y empecé a buscar la cartera de piel que Harlan Vetters le había descrito a su hija. Seguía allí, y las hojas mecanografiadas permanecían a salvo dentro de su funda de plástico. Dispersos junto a la cartera vi varios sujetapapeles, latas de refrescos y un par de zapatos. Fui al fondo del avión, porque allí se filtraba luz desde algún sitio. El avión descansaba en un ángulo ligeramente ascendente, con el morro orientado hacia el cielo y la cola sumergida en la tierra, pero lo que parecía sólo una parte más del fuselaje superior resultó ser, al examinarla de cerca, una lona fijada al metal. Seguramente había permitido a Malfas acceder al avión y salir de él fácilmente, si así lo quería.

—¿Charlie? —Era la voz de Louis—. Creo que es conveniente que salgas.

—Ya voy —respondí.

—Preferiblemente ahora mismo.

Habló otra voz, una que yo conocía bien:

—Y si lleva un arma, señor Parker, le recomiendo que primero la eche afuera. Quiero verlo con las manos en alto cuando salga. Si aparece armado, correrá la sangre.

Obedecí. Salí del avión con las manos por encima de la cabeza, la cartera en el hombro izquierdo, dispuesto a enfrentarme al Coleccionista.