50

Ray Wray corría.

No sabía muy bien cómo se había torcido todo tan rápidamente, pero sí veía claro que a Joe y a él aquello les venía grande desde el principio. Deberían haberse echado atrás cuando el niño y la mujer los abordaron por primera vez, sólo que Joe tenía una deuda pendiente y ellos reclamaban el pago, y Joe le había dado a entender a Ray que con gente como ésa uno no incumplía una obligación. En todo caso, agradeció a Ray que lo acompañara, por más que Ray no se habría acercado en la vida a aquel bosque si no fuera porque necesitaba el dinero desesperadamente.

Habían avanzado deprisa desde el primer momento. El niño podía ser tan espeluznante como una casa encantada en Halloween, pero era de justicia reconocer que el cabroncete andaba como el que más, y la mujer no se había quejado del paso que habían marcado, ni por ella ni por el niño. Si bien Joe llevaba el mapa y se hacía una idea clara de por dónde iban, Ray tenía a menudo la impresión de que era la mujer quien los guiaba, y no a la inversa. Cuando Joe se detenía para comprobar la brújula averiada, la mujer sencillamente seguía adelante, con el niño trotando detrás, y cuando Joe y Ray los alcanzaban, no había necesidad de cambiar de dirección.

Ray calculó que se hallaban más o menos a un kilómetro del fortín cuando se oyó la primera flecha. ¡Indios!, fue lo primero que pensó, cosa absurda y de poca utilidad, pero la mecánica de la mente humana era incomprensible. Pese a echarse cuerpo a tierra y oír maldecir a Joe, no pudo evitar reírse, y sólo cuando alzó la vista y vio la flecha clavada en el tronco de un pino blanco, se le cortó la risa y empezó a contemplar la posibilidad de morir allí.

Joe, a unos pasos a su izquierda, intentaba localizar la procedencia de la flecha.

—¿Un cazador? —preguntó Ray, movido más por una falsa esperanza que por cualquier otra cosa. Aún llevaban los petos de color naranja. Éstos habían sido motivo de debate, pero al final Ray y Joe habían llegado a la conclusión de que, con una mujer y un niño a remolque, era mejor andar sobre seguro. Sólo un cazador con arco muy gilipollas podía disparar una flecha a alguien vestido de naranja.

—Imposible, joder —repuso Joe, que era exactamente lo mismo que Ray había pensado.

La tal Flores se había puesto a cubierto detrás de un grueso roble. Joe, mientras escrutaba el bosque en busca de la procedencia de la flecha, se dirigió a ella levantando la voz.

—Señora Flores, ¿tiene alguna idea de quién podría ser?

Algo corrió a ocultarse detrás de una tsuga ladeada por el viento, un árbol viejo que parecía, más que vegetación, un animal a punto de desarraigarse y echar a andar por el bosque. La figura en movimiento resultó ser un hombre corpulento, de cabeza deforme, el arco claramente visible en su mano. Ray no se lo pensó: sencillamente disparó. Se produjo un estallido de corteza en la tsuga, y acto seguido Joe disparó también. El hombre retrocedió deprisa, cojeando un poco y sin embargo con agilidad, pero Ray tenía casi la certeza total de que uno de los dos lo había rozado con una bala. Ray lo había visto tambalearse torpemente al tercer o cuarto disparo: la mitad superior del cuerpo, quizás el brazo derecho o el hombro. Sólo cuando Joe y él dejaron de disparar, cayó en la cuenta de que la mujer les decía algo a voz en grito. Entre el eco decreciente de las detonaciones y la reverberación en los oídos oyó la palabra «¡No!».

—Por Dios, ¿cómo que «no»? —preguntó Joe. Había vaciado el rifle y ahora, tumbado de espaldas, lo recargaba mientras Ray lo cubría.

—No quiero que le hagan daño —dijo Flores.

—Señora, me comprometí a guiarla hasta ese avión y sacarla de allí sana y salva —respondió Joe. Acabó de cargar y escudriñó los árboles—. No me comprometí a dejarme matar.

Fue como si la flecha apareciera por arte de magia en la pierna izquierda de Joe. Estaba allí tendido, a punto de decirle algo más a la mujer, cuando de pronto la punta de triple filo le había traspasado el muslo y la sangre salía a borbotones, ya en una hemorragia masiva, a la vez que él abría la boca de par en par para soltar un grito. Ray nunca había visto manar tanta sangre a semejante velocidad de un hombre. Hizo ademán de acercarse a ayudar a Joe justo cuando éste se levantaba y una segunda flecha lo alcanzaba en la parte inferior de la espalda. Ray supo al instante que Joe iba a morir. Joe expulsó una gran bocanada roja mientras Ray se aproximaba a rastras. Utilizando el cuerpo de su amigo para cubrirse, disparó hacia el bosque con la esperanza de acertar en algo, en cualquier cosa. Joe únicamente gruñó cuando una tercera flecha se le clavó en la espalda. Ésta debió de perforarle el corazón, porque su cuerpo se sacudió en un violento espasmo contra Ray y después se quedó inmóvil.

Pero esa última flecha dio a Ray una oportunidad. Había vuelto a ver la silueta del hombre justo en el momento de disparar la flecha, y ahora contaba con un blanco. Lo tenía en el punto de mira y se disponía a apretar el gatillo cuando una mano le agarró la cabeza y se la echó atrás, y el tiro se desvió. Ray recibió un puñetazo en un lado de la cabeza. No fue un gran golpe, pero un dedo lo alcanzó de refilón en el ojo izquierdo, y el dolor lo cegó por unos segundos. Arremetió a su vez, y sintió que el puño entraba en contacto con unos labios y unos dientes. Cuando se volvió, el niño yacía en el suelo con el labio partido y la boca ensangrentada.

Ray apuntó al niño con el rifle.

—Como te muevas, te meto una bala en el cuerpo —advirtió.

Pero no fue el niño quien se movió. A su derecha, Ray vio a Darina Flores ponerse en pie y encaminarse hacia el viejo abedul amarillo tras el cual había atisbado Ray a su agresor. Lo llamaba, lo llamaba usando un nombre.

—¡Malfas! —decía—. ¡Malfas!

El niño se alejó de Ray a gatas. En cuanto se halló a una distancia prudencial, se levantó y siguió a la mujer, sangrando por las encías lastimadas. No volvió la vista atrás.

Fue entonces cuando Ray tomó la decisión. Se arrancó el peto de color naranja y apretó a correr.

Aún estábamos en el fortín cuando llegaron a nuestros oídos las primeras detonaciones de armas de fuego. Procedían del oeste, o eso nos parecía. Las brújulas habían dejado de funcionar de manera fiable poco antes de que avistáramos el fortín, y ahora nos ofrecían indicaciones discrepantes y en continuo cambio de dónde se hallaba el norte magnético.

Expliqué a Liat que oíamos disparos, y nos reunimos con Jackie fuera del fortín.

—¿Tú qué opinas? —le pregunté a Louis.

—¿Cazadores?

—Ésos son muchos disparos, y al menos algunos son de pistola.

—¿Quieres verte metido en una pelea a tiros?

—No especialmente —contesté—. Sólo me pregunto quién dispara, y a qué.

Esperamos. El tiroteo cesó. Me pareció oír el reclamo de un ave, pero no reconocía el canto. Fue Angel quien identificó el sonido.

—Es la voz de una mujer —dijo.

Nos miramos. Me encogí de hombros.

—Allá vamos —propuse.

Mientras corría, Ray Wray no sabía adónde iba ni qué dirección seguía. No veía el sol, y era presa del pánico. Esperaba que de un momento a otro el dolor desgarrador y brutal de una flecha de triple filo se abriera paso en su carne, pero eso no ocurrió. Llegó a un roble caído, con las raíces al aire, y se desplomó detrás de él para recuperar el aliento y orientarse. Observó el bosque. Estaba en silencio. No vio ninguna señal de movimiento a sus espaldas, ninguna cabeza deforme apuntando, ningún arco tensado, listo para lanzar una flecha hacia él. Aún tenía el rifle y unas treinta balas, además de la pistola. Llevaba asimismo agua y comida, pero no brújula. Echó un vistazo a los árboles circundantes y evaluó el crecimiento del musgo en ellos: según se decía, la capa era más gruesa en el lado expuesto al norte, pero a él todo le parecía prácticamente igual. Habría sido igual que lanzar una moneda al aire.

Una vez más, miró hacia el lugar de donde venía, y no vio nada. Se preguntó si la mujer y el niño ya estarían muertos. ¿Cómo había llamado Darina Flores a aquel individuo? ¿Malthus? Malfas, eso era. La mujer sabía cómo se llamaba el hombre que mató a Joe asaeteándolo con sus flechas de caza, como un niño atormentando a un insecto con alfileres. Quizá la muerte de Joe había sido un gran error, y, en tal caso, era sólo una parte del error aún mayor de acceder a entrar en ese bosque ya de buen comienzo. Al menos Ray conservaba el anticipo que la mujer les había entregado por sus servicios. Si hubiese dispuesto de tiempo, habría registrado los bolsillos de Joe en busca de su parte, pero lo que tenía era mejor que nada. Lanzó otra mirada al árbol más cercano, decidió que la capa de musgo parecía más gruesa en el lado orientado hacia el punto del que él procedía, y se dispuso a enfilar rumbo al sur.

Justo cuando se ponía en pie, vislumbró un pálido destello de movimiento a sus espaldas. Obedeciendo a un instinto, disparó.

Una niña lo observaba entre dos pinos blancos, uno más viejo y de corteza más áspera que el otro. Ray vio un agujero en el centro de su vestido allí donde había impactado la bala. Esperó a que ella se desplomase, horrorizado por lo que había hecho, pero la niña no se movió. No dio señales de dolor ni de daño alguno, ni brotó sangre de la herida. Debería haber estado muerta o moribunda, tendida de espaldas, desangrándose mientras las nubes se deslizaban por sus pupilas. No debería haber estado allí de pie con la mirada fija en el hombre que acababa de meterle una bala en el cuerpo.

Ray había oído esas historias, pero siempre había albergado la esperanza de que fueran simples tonterías, cuentos chinos como las leyendas de monstruos lacustres y lobos híbridos. Ahora ya lo sabía.

—Me he perdido —dijo la niña. Tendió la mano, y Ray vio las uñas rotas y la suciedad en sus dedos. Sus ojos semejaban trozos de carbón de color negro grisáceo en contraste con la estragada blancura de su piel—. Quédate conmigo.

Ray retrocedió. Quería amenazarla, tal como había amenazado al niño, pero ahora las armas no le servían para nada.

—Aléjate de mí —ordenó.

—Me siento sola —dijo la niña. Dejó la boca abierta, y un ciempiés negro salió de entre sus labios y descendió por la pechera de su vestido—. No me abandones.

Ray siguió retrocediendo, apuntando a la niña inútilmente con el arma. Tropezó en unas raíces retorcidas, ocultas bajo una capa de hojas muertas, y tuvo que lanzar un vistazo al suelo para ver dónde pisaba. Cuando volvió a alzar la vista, la niña había desaparecido. Se dio la vuelta trazando un lento círculo y la vio brincar entre las sombras. Le pareció oírla reír.

—¡Déjame en paz! —exclamó él, y disparó en dirección a ella. Le daba igual si la abatía o no; sólo quería mantenerla a raya. Ella avanzaba en círculo en torno a él como un lobo estrechando el cerco alrededor de una presa herida pero todavía peligrosa. ¿Qué era lo que Joe había dicho? Aquel lugar pertenecía a la niña. Si lograba salir de su territorio, ella quizá lo dejara en paz a él y se cebara en la mujer y el niño.

Pareció detenerse por un momento, y él apuntó. La bala la alcanzó en la cabeza. Ray vio que algo estallaba en su cráneo, y el pelo le ondeó hacia atrás como movido por una ráfaga de viento. A Ray se le nubló la vista y tomó conciencia de que estaba llorando. Aquello no debería estar ocurriendo. No debía disparar a una niña. Ni siquiera tenía que estar allí.

—Lo siento —susurró—. Sólo quiero que me dejes en paz.

Volvió a disparar, y la niña movió la cabeza con una violenta sacudida, pero siguió avanzando en círculos, aproximándose a él, hasta que de pronto retrocedió entre los árboles. Así y todo, él aún la veía. La niña pareció tensarse para arremeter contra él en un último intento. Ray decidió que su mejor opción era vaciar el arma en ella, con la esperanza de que la ferocidad de su reacción la obligara a marcharse por donde había venido. Observó cómo se sacudía al recibir el impacto de las primeras balas, y esta vez sólo sintió satisfacción.

Ray notó un repentino peso en el pecho y oyó otro disparo, pero éste no salió de su propia arma. Fue a dar con la espalda contra el tronco de un árbol y se deslizó lentamente por la corteza hacia el suelo, dejando un viscoso rastro de sangre. El rifle se le cayó cuando se quedó sentado con los brazos extendidos a los lados. Bajó la vista y se vio la herida en el pecho, y la mancha roja propagándose como un nuevo amanecer. Ray se llevó las manos a la herida y suspiró como alguien que acabara de derramarse la sopa encima. Se le secó la boca, y cuando intentó tragar, los músculos de la garganta se negaron a responder. Empezó a atragantarse.

Ante él aparecieron dos hombres: uno alto y negro, sin pelo en la cara y en la cabeza, salvo por una perilla gris bien recortada; el otro, más bajo y desaliñado. Le sonaban de algo. Intentó recordar dónde los había visto, pero el hecho de estar desangrándose no le permitía concentrarse en unas caras. Detrás de ellos aparecieron otras tres personas, incluida una mujer joven. El negro apartó el rifle de Ray con un pie. Ray le tendió una mano. No supo por qué, pero sí sabía que se moría, y morirse era como ahogarse, y un hombre, al ahogarse, siempre tendía una mano con la esperanza de encontrar algo a lo que agarrarse antes de hundirse.

El negro le cogió la mano y se la apretó mientras los últimos segundos de la vida de Ray se fundían como copos de nieve al sol. Era la niña, comprendió Ray: sabía que no podría quedarse con él, así que permitió que esos otros lo liquidaran. Al disparar contra ella había disparado en dirección a ellos, y ahora ellos lo habían matado por eso.

—¿Quién es? —preguntó uno de los otros hombres, uno barbudo y corpulento que parecía fuera de lugar entre los otros, y sin embargo más integrado en el bosque.

Ray intentó hablar. Quiso decirles:

«Fue mi madre quien me puso el nombre que llevo. Los niños se reían de mí en el colegio por culpa de él. En mi vida sólo he tenido mala suerte, y quizá mi nombre fue el principio de todo.

»Esto no tenía que haber sucedido. Yo buscaba un avión.

»Me llamo…».