49

Mi primera impresión fue que Fort Mordant no era tanto el lugar en sí como la manifestación de su recuerdo. El bosque había puesto todo su empeño en desdibujar y camuflar sus contornos para disuadir al intruso de realizar un reconocimiento más cercano: las paredes se hallaban recubiertas de hiedra venenosa, como cascadas de vegetación cayendo por precipicios, y las tsugas y los enebros habían aprovechado los daños causados por las tormentas en árboles maduros para utilizarlos como viveros. Algunos montones de piedras, vestigios quizá de las iniciales labores de desmonte previas a la construcción del fortín, estaban oscurecidos por el musgo, que les confería el aspecto de túmulos funerarios. No muy lejos debían de encontrarse las tumbas reales de quienes ocuparon originariamente el fortín, pero sospeché que se habían perdido hacía mucho tiempo en el bosque.

En eso, pronto comprobaría que me equivocaba.

Mordant en sí presentaba cierto parecido, aunque a escala menor, con la otra única fortificación de esas características que yo había visto en el estado: el viejo Fort Western de Augusta. En todas las esquinas se alzaban torres de vigilancia, de una altura equivalente a una casa de dos plantas, con aspilleras horizontales orientadas al bosque. Dentro, si bien los techos se habían desplomado hacía mucho tiempo, se distinguían los restos de edificios en tres de las cuatro paredes, quedando desocupada únicamente la de la puerta principal. Un edificio había sido a todas luces un establo, porque aún se veían los pesebres, pero también disponía de amplio espacio para el almacenamiento de provisiones. El edificio de enfrente parecía formado por un único espacio alargado, y probablemente sirvió en su día para alojar a la tropa. En la pared opuesta a la entrada se alzaba una construcción de menor tamaño, pero en ella la división en habitaciones era evidente: la vivienda del oficial al mando y su desventurada familia.

—Allí —dijo Jackie. Señaló hacia los arbustos más pequeños, y cuando los miré desde su perspectiva, vi entre ellos un sendero apenas dibujado.

—¿Los ciervos?

—No, eso lo ha hecho un hombre.

Angel, Louis y Liat penetraron en el fortín con las armas a punto. Jackie y yo nos quedamos fuera, pero Jackie dividía su atención entre el fortín y el camino por el que acabábamos de llegar.

—Me estás poniendo nervioso, Jackie —dije.

—¡Y a mí qué me cuentas! Me estoy poniendo nervioso yo mismo.

—¿Preferirías estar dentro?

Quizá fuera por lo que sabíamos de aquel fortín, pero el caso es que se respiraba un ambiente en extremo inquietante. Pese al grado de deterioro, daba la sensación de que estaba ocupado. Por ese sendero entre el bosque y la entrada había transitado alguien con regularidad.

—Pues no. Me arriesgaré a quedarme aquí fuera.

En el interior del fortín se oyó un silbido: Angel. Louis no era de los que silbaban.

—Al menos si hay problemas, puedes cerrar la puerta y esconderte dentro —dijo Jackie.

—No hay puerta. Si hay problemas, el riesgo será igual para todos, porque es lo mismo dentro que fuera.

Angel apareció en la entrada.

—Conviene que le eches una ojeada a esto —dijo—. Ya me quedo yo con Jackie.

Louis y Liat estaban en la vivienda del oficial al mando. La obra de fortificación en lo alto de la pared del fondo sobresalía en voladizo hacia el interior, formando un refugio que había sido ampliado por medio de una lona sujeta a la madera con clavos y sostenida por dos varillas metálicas hincadas en el suelo. Olía a excrementos y a orina. Para mayor abrigo, las paredes estaban recubiertas de material aislante fijado por medio de láminas de plástico. En el suelo había un saco de dormir junto a un garrafón de agua de veinte litros medio lleno, un pequeño hornillo de camping y latas de comida: alubias y sopas en su mayor parte. Podría haber sido la morada provisional de un vagabundo o de un curtido montañero, de no ser por su ubicación en lo más hondo de los bosques de Maine, y por la decoración de las paredes. La componían fotografías con imágenes familiares, pero no de una sola familia: había un hombre y una mujer y dos niñas, todos rubios, y al lado un hombre y una mujer en el día de su boda, más viejos y morenos que las personas del retrato anterior. Alrededor colgaban fotos y dibujos extraídos de periódicos y revistas pornográficas, recortados y unidos a modo de collages para formar ilustraciones nuevas y escabrosas, todas de carácter antirreligioso: las cabezas de Jesucristo y la Virgen y Buda y figuras que ni siquiera identifiqué, originarias de Asia y Oriente Próximo, trasladadas a cuerpos desnudos exhibidos obscenamente. Se concentraban casi todas en un rincón, por encima de un altar de piedra improvisado con estatuillas hechas añicos y huesos viejos, de seres humanos y de animales entremezclados, a modo de ornamentación. Algunos de los huesos parecían antiquísimos. Entre ellos se veían unos cuantos botones militares deslustrados. Puestos a adivinar, supuse que alguien había exhumado los restos de los soldados muertos allí.

—Malfas —dije.

—¿Por qué habría de quedarse aquí? —preguntó Louis—. Si Wildon y el piloto murieron en el accidente, gozaba de total libertad. Podía volver a dedicarse a lo que quiera que hiciese antes de encontrarlo Wildon.

—Podría ser que no quisiera —sugerí.

—¿Crees que le gustaba tanto la vida al aire libre que decidió pasar parte de su tiempo en un fortín en ruinas haciendo collages con pornografía?

No parecía muy probable. Liat nos observó y fue siguiendo la conversación en nuestros labios.

—Parte del tiempo —repetí.

—¿Cómo?

—Has dicho que ha pasado «parte de su tiempo» en el fortín. No da la impresión de que esto sea una vivienda permanente, y no hace mucho que se han colocado esas fotos en la pared. ¿Dónde se encuentra el resto del tiempo, y por qué habría de esconderse aquí si tuviera una vivienda permanente en otro sitio?

Miré a Liat, pero ahora ella estaba de espaldas a nosotros. De pronto nos pidió que nos acercáramos con una seña mientras examinaba algo tallado en la madera, trazos claros sobre un fondo oscuro.

Era una representación muy detallada de la cabeza de una niña, el doble o triple de grande que su tamaño natural, el pelo largo y rizado, encrespándose desde el mismo cuero cabelludo igual que serpientes. Los ojos se los habían labrado más profundos y amplios que el resto, en sus óvalos se podría meter el puño si no fuera porque estaban llenos de dientes, con raíces incrustadas en la madera blanca. También la enorme boca presentaba dientes, pero éstos se hallaban del revés, con las raíces hacia arriba, semejantes a colmillos. El aspecto y el efecto eran aterradores.

—Si algo te da miedo, ¿qué mejor escondite que un fortín?

—¿Un fortín sin puertas? —preguntó Louis.

—Un fortín con malos recuerdos —contesté—. Un fortín con sangre en las paredes y la tierra. A lo mejor un fortín así no necesita puertas.

—¿Le daba miedo una niña? —Louis no parecía muy convencido.

—Si lo que hemos oído contar de ella es verdad, no le faltaban razones para temerla.

—Pero se quedó aquí, pese a tenerle miedo. Será que el avión es muy importante para él.

Liat movió la cabeza en un gesto de negación.

—¿No es el avión? —pregunté.

Formó la palabra no con los labios.

—Entonces, ¿qué?

Dejó claro que no lo sabía. En la luz menguante, entre las sombras del viejo fortín, casi pasé por alto la mentira.

Casi.