48

La primera señal de que la suerte no estaría de nuestro lado se puso de manifiesto cuando me desperté y salí a por un café. En el aparcamiento vi un resplandeciente todoterreno blanco, obviamente de alquiler, y apoyada en él, tomando ya su propio café, estaba Liat. Vestía una parka encima de un pantalón militar beige de lona y un jersey verde. Llevaba los bajos del pantalón remetidos en unas botas con suela de goma.

—Supongo que me has echado de menos —dije.

Ella levantó una comisura de los labios en una levísima sonrisa.

—¿No querías entrar?

Ella negó con la cabeza.

—¿Te manda Epstein?

Un gesto de asentimiento.

—¿No confía en que le llevemos la lista?

Un encogimiento de hombros.

Se abrió la puerta de la habitación de Angel y Louis, y apareció este último. Aunque ya iba vestido para el bosque, se las arreglaba para que los pantalones cargo le quedaran bien.

—¿Quién es? —preguntó—. Me suena de algo.

—Es Liat.

—Liat —dijo Louis—. Esa Liat.

—La misma.

—Bueno, yo sólo la vi de lejos, y no desde los mismos ángulos que tú. ¿Te echaba de menos?

—No lo creo.

—Entonces, ¿a qué ha venido?

—Para llevarle la lista a Epstein.

—¿Nos acompañará?

—Podrías intentar impedírselo, pero seguramente tendrías que pegarle un tiro.

Louis se planteó la posibilidad, pero al final pareció descartarla.

—¿Tienes previsto invitar a alguna otra exnovia? Es sólo por preguntar.

—No.

—Bueno, siempre y cuando sólo sea ella…

Angel se reunió con Louis. Aunque también iba vestido para el bosque, se las arreglaba para que los pantalones cargo le quedaran mal.

—¿Quién es? —preguntó.

«Que Dios me ampare», pensé.

—Liat —contestó Louis.

—¿Aquella Liat?

—Sí, aquella Liat.

—Al menos sabemos que existe —dijo Angel—. Sólo vi su silueta de lejos.

—¿Creías que se la había inventado? —preguntó Louis.

—Eso me parecía más probable que la posibilidad de que hubiera estado realmente con una mujer.

Liat, que había seguido la conversación con los ojos, se ruborizó.

—Muy bonito —dije.

—Lo siento —se disculpó Angel. Sonrió a Liat—. Pero debes saber que es verdad.

Se abrió otra puerta y salió Jackie Garner. Miró a Liat con los ojos entornados.

—¿Quién es?

—Liat —respondió Angel.

Jackie pareció confuso, como cabía esperar.

—¿Quién es Liat?

Pasaban pocos minutos de las ocho. Ray Wray bebía café, comía una barra de proteínas y, después de los sucesos de la noche anterior, habría preferido estar otra vez en la cárcel.

Joe y él habían dormido en sacos en el suelo de la cabaña, separados del niño y su madre por una sábana colgada, pero sólo Joe había conseguido descansar un poco. Ray había permanecido en un estado de duermevela, y en algún momento de la noche se había despertado y había visto al niño de pie ante una ventana, tocando el cristal con los dedos, moviendo los labios sin emitir sonido alguno. Su reflejo pendía como una luna en el cielo nocturno, y la verdadera luna quedaba suspendida sobre él como una segunda cara. Ray no se atrevió a moverse, y siguió respirando rítmicamente para que el niño no sospechase que lo observaba. Después de un cuarto de hora, el niño se dispuso a volver a la cama, pero se detuvo junto a la sábana que dividía el espacio y se volvió para mirar a Ray. Éste cerró los ojos. Oyó las suaves pisadas del niño cuando cruzó la habitación y luego percibió su aliento en la piel. También se lo olió. Le olía mal. El niño había acercado tanto la cara a la suya que Ray sintió su calor. Se obligó a no apartarse y a no abrir los ojos, diciéndose a la vez que era sólo un niño, que tendría que mandarlo sin más a la cama, donde debería estar. Pero no lo hizo, porque ese niño le daba miedo. Le daba más miedo que su madre, si es que era su madre esa mujer con la cara desfigurada y el ojo muerto incrustado en ella como una burbuja de grasa en carne poco hecha. Ray deseó que el crío se marchara. Se había andado con mucha cautela, pero por alguna razón el niño sabía que estaba despierto.

«Sólo es un niño», pensó Ray, «sólo un niño». ¿Qué más daba, pues, si estaba despierto? «¿Qué va a hacerme: tirarme del pelo, decírselo a su madre?».

La respuesta no se hizo esperar.

«Algo malo, eso hará». Sintió cómo se desplazaba el aliento del niño. Ahora lo notaba en los labios, como si se inclinara para besarlo. Ray percibió su sabor en la boca. Deseó con toda su alma volverse, pero no quería darle la espalda al crío. Eso sería peor que tenerlo enfrente.

El niño se alejó. Ray oyó sus pasos mientras regresaba a la cama. Se arriesgó a abrir los ojos.

El niño caminaba hacia atrás, de espaldas a la sábana, para poder seguir observando a Ray. Sonrió al ver que Ray abría los ojos. Había ganado, y Ray había perdido. Levantó la mano izquierda y blandió un dedo en dirección a Ray.

Ray estuvo tentado de levantarse y salir corriendo de la cabaña. Si había una prenda que pagar en ese juego, él no quería descubrir qué era. Pero el crío se limitó a apartar la sábana, y Ray lo oyó meterse en la cama al otro lado. Luego todo quedó en silencio.

Ray miró por la ventana. Ya no se veía la luna. Fue entonces cuando Ray cayó en la cuenta de que esa noche no había luna, y ya no pegó ojo hasta la mañana.

Angel, Louis y yo fuimos en la furgoneta de Jackie. Liat nos siguió en su todoterreno de alquiler. Era un camino particular, pero lo utilizaban de forma habitual los lugareños y los cazadores. Aun así, Jackie había solicitado todos los permisos necesarios por si acaso, de modo que estábamos en paz con la compañía papelera, el Servicio Forestal y probablemente el mismísimo Dios.

—¿Tú no querías ir en el coche de tu novia? —preguntó Angel desde la parte de atrás.

—Creo que sólo me utilizaba.

—Ya —dijo Angel. Tras una pausa perfectamente cronometrada, añadió—: ¿Para qué?

—Muy gracioso —contesté, si bien la broma de Angel escondía una incómoda verdad.

Nos cruzamos con un par de camiones y algún coche viejo aparcado junto al camino: cazadores, aquellos que habían salido antes del amanecer y regresarían al pueblo a primera hora de la tarde si habían cobrado alguna pieza. A la mayoría de los cazadores les gustaba quedarse cerca de un camino, y en un radio de diez kilómetros alrededor de Falls End había muchos espacios en los lindes del bosque a los que los ciervos acudían a comer. No había ninguna razón para adentrarse demasiado en la espesura, y por tanto difícilmente nos tropezaríamos con partidas de caza allí adonde íbamos; al menos, no de las que cazaban ciervos. El camino era estrecho, y en un momento dado tuvimos que apartarnos para dejar paso a un camión maderero cargado de troncos. Fue el único vehículo de esa clase que nos encontramos.

Llegamos a un lugar donde el camino formaba una curva pronunciada en dirección este, y allí nos detuvimos. Aún quedaba escarcha en el suelo, y el aire era perceptiblemente más frío que en Falls End. Liat llegó al cabo de un par de minutos, justo cuando Jackie empezaba a descargar nuestras provisiones y Louis examinaba los rifles. Llevábamos un 30.06 cada uno, además de pistolas. Liat no tenía rifle, pero no me cupo duda de que iba armada. Observaba el bosque a cierta distancia de nosotros.

Jackie Garner parecía desconcertado por su presencia.

—Es sorda, ¿no? —preguntó.

—Sí —contesté—. Por eso no hace falta que hables en susurros.

—Ah, claro. —Se detuvo a pensarlo, pero siguió hablando en susurros—. ¿Cómo va a valerse una mujer sorda en el bosque?

—Es sorda, Jackie, no ciega.

—Lo sé, pero tenemos que ir en silencio, ¿no?

—También es muda. No soy un experto, pero la gente que no puede hablar suele ser más silenciosa que los demás.

—Y si pisa una rama y hace ruido, ¿cómo se dará cuenta?

Angel se acercó a nosotros.

—¿Qué te pasa? ¿Eres budista o algo así? Si cae un árbol en el bosque, te aseguro que ella no lo oirá.

Jackie sacudió la cabeza en un gesto de frustración. Estaba claro que no lo entendíamos.

—Viene con nosotros, Jackie —le dije—. Asúmelo.

No teníamos intención de seguir en el bosque después de oscurecer; aun así, Jackie había insistido en que nos proveyéramos de una lona impermeable cada uno. También teníamos agua de sobra, café, chocolate, barras energéticas, frutos secos y, por gentileza de Jackie, un paquete de pasta. Incluso después de sumarse Liat, íbamos abastecidos para aguantar un día o más. También disponíamos de cerillas resistentes al agua, tazas, una sartén ligera, un par de brújulas y un GPS, aunque Jackie dijo que quizá no recibiéramos señal allí adonde íbamos. Nos repartimos el equipo y las provisiones y nos pusimos en marcha. No hablamos más. Todos sabíamos lo que buscábamos, y lo que podía haber allí. No había informado a Jackie de nuestras sospechas sobre la naturaleza de Malfas, y por tanto él había expresado sus dudas acerca de la posibilidad de que siguiera allí algún superviviente del accidente. Yo compartía hasta cierto punto su opinión, pero no habría apostado mi vida por ello, ni la mía ni la de nadie.

Jackie encabezaba la marcha y lo seguíamos Louis, Liat, Angel y yo en ese orden. La preocupación de Jackie acerca de Liat era infundada: de todos nosotros, era ella quien pisaba con más sigilo. En tanto que Angel y Louis, ajenos al bosque, llevaban botas de cuero con suelas gruesas, Liat, Jackie y yo calzábamos botas más ligeras, con un mínimo dibujo, para percibir mejor lo que había bajo nuestros pies. Un dibujo más o menos profundo podía establecer la diferencia entre pisar una rama y doblarla, o partirla del todo. De momento también vestíamos chalecos de color naranja, y gorras de béisbol con tiras reflectantes. No queríamos que un cazador entusiasta en exceso nos confundiera con ciervos, ni despertar las sospechas de un guardabosques si nos encontrábamos con alguno. Al cabo de media hora oímos disparos al sur, pero por lo demás podíamos haber estado totalmente solos en el bosque.

La marcha fue bastante fácil durante las primeras dos horas, pero luego el terreno empezó a cambiar. Había más elevaciones por las que tuvimos que trepar, y sentía la tensión en la parte de atrás de las piernas. Poco después del mediodía espantamos a un ciervo macho adolescente en una arboleda de alisos, sus cuernos eran poco más que pitones crecidos, y al cabo de un rato pasó rápidamente a nuestra izquierda entre los árboles el destello marrón y blanco de una cierva. Nos vio, pareció detenerse, confusa, cambió de dirección y se alejó de nosotros hasta perderse de vista. Advertimos el rastro de machos de mayor tamaño, y en algunos lugares el hedor de la orina de ciervo era tan fuerte que provocaba náuseas, pero ésos fueron los únicos animales grandes que vimos.

Después de tres horas hicimos un alto para tomar un café. A pesar del frío, yo sudaba bajo la cazadora y agradecí el descanso. Louis se dejó caer junto a mí.

—¿Cómo va, chico urbano? —dije.

—Ya, como si tú fueras Grizzly Adams —contestó—. ¿Falta mucho?

—Unas dos horas, calculo, si seguimos avanzando al mismo paso.

—Vaya por Dios. —Señaló el cielo. Empezaba a nublarse—. Eso no pinta bien.

—No, la verdad es que no.

Jackie terminó de preparar el café y lo sirvió. Entregó a Liat su taza, y se bebió el suyo echándolo antes del cazo a un pequeño termo. Se separó de nosotros y se apostó sobre una pequeña elevación mirando en la dirección de la que habíamos llegado. Lo seguí hasta allí. No se lo veía muy contento.

—¿Estás bien? —pregunté.

—Un poco tenso, sólo eso —dijo.

—¿Por lo que estamos haciendo?

—Por el sitio adonde vamos.

—Será sólo entrar y salir, Jackie. No pretendemos instalarnos allí.

—Ya me lo imagino. —Se enjuagó la boca con el café y lo escupió—. Y también está esa cierva que hemos visto.

—¿Qué le pasaba?

—Algo la había asustado, y no éramos nosotros.

Recorrí el bosque con la mirada. Aquéllos no eran árboles primarios, y por tanto el follaje era todavía espeso.

—Quizás haya sido un cazador —argumenté—. O incluso un gato montés o un lince.

—Como te he dicho, puede que esté algo tenso.

—Podríamos parar, ver si viene alguien —dije—, pero se avecina lluvia y las escasas esperanzas que tenemos de localizar el avión dependen de la luz. Y no nos interesa quedarnos aquí colgados una noche.

Jackie se estremeció.

—En eso estamos de acuerdo. En cuanto oscurezca, quiero estar en un bar con una copa en la mano, y ese fortín a mis espaldas.

Regresamos junto a los demás. Liat se acercó a mí. La expresión interrogativa en su rostro era inequívoca; aun así, por si acaso, formó las palabras con los labios: ¿qué pasa?

—A Jackie le preocupa que algo pueda haber asustado a esa cierva que hemos visto antes —contesté, levantando la voz lo suficiente para que Angel y Louis me oyeran—. Algo, o alguien, que nos sigue.

Tendió la mano. Otra pregunta: ¿qué hacemos?

—Como quizá no sea nada, seguiremos adelante. Si alguien viene detrás de nosotros, no tardaremos en averiguar quién es.

Jackie vertió el resto del café en el termo, guardó su pequeño hornillo Primus y reanudamos la marcha, pero se palpaba el cambio en nuestro ánimo. Yo no pude evitar ir echando algún que otro vistazo atrás mientras avanzábamos, y Jackie y yo nos deteníamos en las elevaciones más altas y buscábamos movimiento en las zonas bajas.

Pero no vimos a nadie, y finalmente llegamos al fortín.