Harlan Vetters y Paul Scollay habían emprendido su fatídica cacería por la tarde, pero no me pareció buena idea seguir su ejemplo: localizar el avión a plena luz del día ya sería de por sí difícil, y a oscuras las linternas delatarían nuestra posición y nuestro avance tanto como el ruido de los quads. Tampoco consideré prudente partir al amanecer o antes, ya que las probabilidades de encontrar cazadores eran mayores. Decidí que iniciaríamos la marcha poco antes de las diez de la mañana; eso nos proporcionaría cinco o seis horas largas de buena luz hasta que empezara a ponerse el sol, y para entonces, con suerte, ya habríamos encontrado el avión y obtenido la lista y estaríamos de regreso a Falls End sin percances.
—Con suerte —dijo Louis carente de entusiasmo.
—Nosotros nunca tenemos suerte —señaló Angel.
—Por eso siempre necesitamos armas —añadió Louis.
Estábamos alojados en un motel a ocho kilómetros al sur de Falls End. Al lado había una cafetería que vendía siete clases de cerveza embotellada: Bud, Miller y Coors; Bud Light, Miller Lite y Coors Light; y Heineken.
Bebíamos Heineken.
Jackie Garner, en su habitación, intentaba explicar a su madre por qué no estaría con ella en su noche semanal de cine, máxime cuando ella y Lisa, la novia de Jackie, habían alquilado Cincuenta primeras citas para él porque sabían lo mucho que le gustaba Drew Barrymore. Jackie, a quien Drew Barrymore ni le gustaba ni le disgustaba, e ignoraba cómo se había transformado esa postura suya en algo cercano a la obsesión, no tuvo ninguna respuesta satisfactoria que ofrecer, aparte de aducir que el trabajo era el trabajo. Un rato antes me había contado que en los últimos días su madre volvía a parecer la de siempre, cosa que significaba que mantenía una actitud desmedidamente posesiva con su único hijo. Pero, por otra parte, la madre de Jackie, que antes consideraba a su novia una rival por el afecto de su hijo, se había relajado mucho en este aspecto durante el transcurso del último año. Tras comprender claramente que la relación entre su hijo y Lisa no iba a venirse abajo a corto plazo, pese a todos sus esfuerzos, la señora Garner había decidido que le convenía más tenerla como aliada que como enemiga, y Lisa había llegado a la misma conclusión. Al declararse la enfermedad terminal de la señora Garner, la relación había adquirido un carácter conmovedor y útil a la vez.
La cafetería estaba llena, y casi todas las conversaciones giraban en torno a los sucesos de Falls End. No parecía haberse producido ninguna novedad en el estado de Marielle y Grady Vetters. En cambio, a juzgar por los comentarios en la cafetería, el enfoque de la investigación sobre la muerte de Teddy Gattle y Ernie Scollay sí se había alterado rápidamente, y las sospechas ya no recaían en Grady Vetters.
—Les inyectaron algo, según he oído —me dijo un hombre barbudo y corpulento en los lavabos unos minutos antes. Como se balanceaba ante el urinario, acabó apoyando la cabeza en la pared para mantenerse estable mientras meaba.
—¿A quiénes?
—A Marielle y Grady —respondió el hombre—. Alguien les pinchó.
—¿Y eso dónde lo ha oído?
—Mi cuñado es ayudante del sheriff. —Eructó sonoramente—. Es imposible que Grady se inyectara a sí mismo, por lo que no es el asesino. Eso podría habérselo dicho yo mismo, yo o cualquiera en el pueblo. ¿Ha venido de caza?
—Sí.
—¿Necesita un guía?
—Ya tengo, gracias.
Si me oyó, decidió pasar por alto mis palabras. Se rebuscó en el bolsillo con la mano derecha mientras seguía apuntando con la izquierda y sacó una tarjeta de visita del Servicio de Guía Wessel. Al parecer, por aquellos lares todo el mundo era guía.
—Ése soy yo —añadió—. Greg Wessel. Puede llamarme cuando quiera.
—Lo recordaré.
—No he oído su nombre.
—Parker.
—No le daré la mano.
—Se lo agradezco. ¿Se ha enterado de algo acerca de los dos hombres asesinados? En las noticias daban la impresión de que no sabían más que yo, y yo no sé nada en absoluto.
—Ernie Scollay y Teddy Gattle —dijo Wessel—. Según mi cuñado, Teddy también tenía marcas de pinchazos en el brazo, y Teddy le daba a la hierba. Los fumatas no necesitan agujas. Ernie sólo recibió dos balazos en la espalda. ¿Qué cobarde de mierda le dispara a un viejo por la espalda, eh?
—No lo sé —contesté.
—Hace usted muchas preguntas —observó Wessel. Era un simple comentario, y no percibí en él ni hostilidad ni recelo—. ¿Es periodista?
—No —respondí—. He venido sólo de caza, y, como usted comprenderá, estas cosas lo hacen temer a uno por su seguridad.
—Bueno, lleva armas, ¿no?
—Sí.
—¿Y sabe usarlas?
—Más o menos.
—Entonces no tiene de qué preocuparse.
Acabó de orinar y esperó turno mientras yo me lavaba las manos.
—No se olvide —añadió—. Servicio de Guía y Taxidermia Wessel. Estaré sobrio antes del amanecer. Prometido.
Ahora, sentado otra vez a la mesa, la camarera trajo tres hamburguesas para mí, Angel y Louis. No eran grandes. Las acompañaban una docena de patatas fritas muy finas y muy marrones, desparramadas alrededor como los desechos de un nido de pájaro destruido. Angel pinchó la hamburguesa. Rezumó un fino hilillo de grasa.
—¿Es que hemos pedido una minihamburguesa para compartir entre los tres? —preguntó.
La camarera regresó para servirnos agua.
—¿Necesitan algo más? —quiso saber.
—Un poco más de comida no estaría mal, para empezar —contestó Angel—. Cualquier comida.
—Es la noche de la hamburguesa —explicó la camarera. Tenía el pelo muy rojo. También los labios, las mejillas y el uniforme. Si no fuera porque todavía estábamos en noviembre, y porque en el corazón que llevaba tatuado en el antebrazo derecho se leía LA ZORRA DE MUFFY, habría pensado que era un símbolo navideño.
—¿Qué tiene de especial la noche de la hamburguesa? —preguntó Angel.
La camarera señaló un cartel escrito a mano detrás de la caja. Rezaba: ¡MIÉRCOLES, NOCHE DE LA AMBURGUESA! ¡TRES DÓLARES UNA AMBURGUESA CON PATATAS!
—Noche de la hamburguesa —dijo ella—. Miércoles.
—El problema es que las hamburguesas son un poco pequeñas —comentó Angel.
—Por eso cuestan tres dólares —respondió la camarera.
—Ya —dijo Angel—. Oiga, ha escrito mal «hamburguesa».
—Oiga, no lo he escrito yo.
—Ya —dijo Angel—. ¿Quién es Muffy?
—Un exnovio.
—¿Le pidió él que se hiciera eso?
—No, me lo hice yo por iniciativa propia, después de romper.
—¿Después de romper?
—Para recordarme que en su día fui la zorra de Muffy, y para que no vuelva a ocurrir.
—Ya —dijo Angel por tercera vez.
—¿Tiene alguna pregunta más?
—Demasiadas.
La camarera le dio una palmada a Angel en el brazo.
—Pues guárdeselas bien. ¿Les sirvo otra ronda de cerveza?
La puerta de la cafetería se abrió y entró Jackie Garner.
—Claro —dije—. Y una más para nuestro amigo, que acaba de llegar.
—¿Cree que querrá comer? —preguntó la camarera—. La cocina cierra dentro de cinco minutos.
—Ya le daremos de lo nuestro —respondió Angel—. Sobrará.
A Jackie no le apetecía comer y se conformó con una cerveza. La cocina cerró, y la concurrencia disminuyó poco a poco, pero nadie nos dio prisas. Entrechocamos las cervezas y nos deseamos suerte con un brindis, pero Angel tenía razón: la suerte rara vez nos favorecía.
Razón por la cual, en efecto, llevábamos armas.
Frente al motel y la cafetería, al otro lado de la carretera, había una gasolinera abandonada, sin surtidores desde hacía tiempo, y la tienda anexa tenía las ventanas y la puerta tapiadas deficientemente. La puerta de atrás había desaparecido por completo, pero aún permanecía, aunque mal clavada, una única tabla de madera colocada en vano para impedir el acceso al interior, lo cual creaba una ilusión de espacio cerrado.
Esparcidos en su interior había latas y botellas de cerveza vacías, una caja de vino barato todavía medio llena, y algún que otro condón usado. En un rincón se veía un revoltijo de mantas y toallas, húmedas y mohosas a causa de la lluvia que había entrado por un agujero en el techo, consecuencia de un pequeño incendio que había ennegrecido las paredes y dejado olor a chamusquina.
Un súbito resplandor, como el de una luciérnaga, apareció en la oscuridad y se intensificó rápidamente hasta que una llama lo envolvió y consumió por completo. El Coleccionista acercó la cerilla al cigarrillo y avanzó unos pasos hacia la ventana. Los tablones usados para tapiarla estaban mal encajados, y veía claramente por las rendijas a los cuatro hombres que bebían en la cafetería.
El Coleccionista se sentía dividido. No estaba acostumbrado a experimentar ira o deseos de venganza. Aquellos a quienes daba caza no habían pecado contra él, y el placer que le proporcionaba eliminarlos era general, no personal. Esto era distinto. Una persona cercana a él había resultado muerta, y otra herida. Por su última conversación con el médico de Eldritch había sabido que éste se recuperaba más despacio de lo que cabía esperar, incluso para un hombre de su avanzada edad, y muy probablemente su estancia en el hospital se prolongaría. El médico afirmó que los efectos de la conmoción y del dolor eran amenazas mayores que las heridas físicas, pero Eldritch había rechazado los ofrecimientos de terapia o las atenciones de un psicólogo, y cuando se planteó la posibilidad de llamar a un sacerdote o un pastor, el paciente se echó a reír por primera y única vez desde su ingreso.
Mátalos. Mátalos a todos.
Pero eran peligrosos, y no sólo porque iban armados. Conocían al Coleccionista, y eran conscientes de la amenaza que representaba. Con Becky Phipps había vuelto a aprender una lección dolorosa pero de mucho valor sobre los riesgos de enfrentarse a alguien que preveía el ataque. Prefería cebarse en los desarmados y los incautos. Suponía que algunos podían tildarlo de cobardía, pero él sólo veía el lado práctico. No había motivos para complicar su tarea más de lo necesario y, llegado el caso, estaba dispuesto a luchar por su trofeo, tal como había hecho con Phipps.
Pero también quería el resto de la lista, y esos hombres podían llevarlo hasta ella. No sabía dónde se escondía la tal Flores, y sólo le cabía esperar que no hubiese encontrado ya el avión. Si lo había localizado y obtenido su premio, él tendría que darle caza, y eso le llevaría tiempo, y sería difícil. No, lo ideal era que esos cuatro hombres hicieran el trabajo por él, y después él empezaría a matar.
Observó cómo se acababan sus cervezas y abandonaban la cafetería. Se dirigieron a sus habitaciones de dos en dos, Parker y Garner por delante, los otros dos detrás. El Coleccionista deslizó la mano derecha bajo el abrigo y encontró la empuñadura de una navaja. Apoyó los dedos en ella pero no la desenfundó. Al lado llevaba el revólver, cargado.
Tres habitaciones, cuatro hombres. Era arriesgado, pero no inasequible para él.
Mátalos a todos.
Pero la lista, la lista.