En el Desatino de Wolfe reinaba el silencio cuando anocheció, y sobre el fortín sólo se movían las sombras proyectadas por los árboles, o eso parecía, hasta que una sombra menor se separó del resto, avanzando en dirección contraria al viento. El cuervo, acompañándose de roncos graznidos, trazó un círculo en el aire y luego volvió a posarse con sus hermanos.
El pasajero no recordaba su nombre original, y apenas comprendía su propia naturaleza. En el accidente de avión, causado por él mismo cuando, rompiendo los brazos del asiento, se liberó para atacar al piloto y al copiloto, había sufrido considerables daños cerebrales. Había perdido la facultad del habla, y padecía un dolor permanente. No retenía prácticamente nada de su pasado excepto fragmentos: recuerdos dispersos de que lo perseguían, y la clara conciencia de que debía esconderse, instintos que lo habían seguido impulsando desde el accidente.
Y recordaba asimismo su gran capacidad para matar, y que matar era su finalidad. El copiloto no sobrevivió al accidente, pero el piloto sí, y el pasajero lo miró a la cara, y uno de esos retazos de memoria destelló en la oscuridad. Ese hombre lo había perseguido y por lo tanto el dolor que el pasajero sentía en la cabeza era culpa suya.
El pasajero hundió los pulgares en los ojos del piloto y continuó hundiéndolos hasta que el hombre dejó de moverse.
Permaneció varios días entre los restos del avión, alimentándose de chocolatinas y patatas fritas que encontró en la bolsa del copiloto y bebiendo agua embotellada. El dolor de cabeza era tan intenso que perdía el conocimiento durante horas. Tenía varias costillas rotas y le dolían al moverse. Al principio el tobillo derecho no sostenía su peso, pero con el tiempo sanó, aunque de manera imperfecta, y ahora caminaba con una leve cojera.
Los cadáveres del avión empezaron a apestar. Los sacó del aparato y los dejó tirados en el bosque, pero aún los olía. Empleando un panel roto del avión a modo de pala, cavó un hoyo poco profundo en el que enterrarlos. Cuando se le acabaron los tentempiés del avión, rescató todo lo que pudo del interior, incluidos el kit de supervivencia y una pistola que había encontrado entre las pertenencias del piloto, y empezó a explorar aquel paraje inhóspito. Fue así como descubrió el fortín. Se construyó un refugio provisional entre sus paredes, e intentó dormir allí, pese a que fuera la niña rondaba por el bosque.
Le pareció haberla visto la primera noche después del accidente, aunque no estaba seguro. Una cara se asomó a la ventanilla de la cabina, y tal vez oyó unos arañazos en el cristal, pero pasaba más tiempo inconsciente que consciente, y en sus horas de vigilia se sumía en una especie de delirio. La presencia de la niña no era más que un detalle en esa nube de recuerdos, como si toda su vida hubiera formado parte de una compleja pintura en una pared de cristal, y esa pared acabara de estallar.
Sólo pasado un tiempo, cuando empezó a recobrar las fuerzas, reconoció la realidad de la existencia de la niña. La observaba por la noche mientras ella circundaba el avión, y le parecía percibir su ira y su deseo. Alteraba sus sentidos del mismo modo que antes lo molestaba el hedor de los pilotos. Ella dejaba un rastro de rabia.
Se volvió más atrevida: la tercera noche, al despertar, el pasajero la encontró dentro del avión, tan cerca de él que vio los arañazos sin sangre en su piel blanca. No habló. Se limitó a mirarlo durante un largo minuto, intentando comprenderlo pese a que él mismo no se comprendía, y al final él parpadeó y ella desapareció.
Fue entonces cuando decidió abandonar el avión. Seguía sin poder recorrer mucha distancia por el tobillo herido, y cuando el fortín apareció ante él, dio gracias, y más aún al descubrir que la niña no cruzaba el umbral. Allí recuperó fuerzas. De día, mientras la niña se mantenía oculta, salía a cazar. Al principio malgastó las balas en ardillas y liebres hasta que el instinto cazador lo llevó a una joven cierva. Necesitó dos disparos para matarla, y la despellejó y vació con un cuchillo del kit de supervivencia. Comió cuanto pudo, y el resto lo cortó en tiras que puso a secar; para mantener alejadas a las alimañas, las cubrió con tela que había arrancado de los asientos del avión, y la piel le sirvió para abrigarse conforme se acercaba el invierno.
En el silencio del fortín, el Dios Sepultado empezó a llamarlo.
Oyó su voz imperfectamente, pero le resultaba conocida. Le llegaba tal como le llegaría la música a alguien que se había quedado sordo pero conservaba oído suficiente para distinguir notas y ritmos amortiguados. El Dios Sepultado quería que lo liberaran, pero el pasajero no lo encontraba. Lo había intentado, pero la voz procedía de muy lejos y él no entendía sus palabras. A veces, no obstante, escrutaba con la mirada las profundidades oscuras y quietas de la charca próxima al lugar donde se había detenido el avión, y se preguntaba si el Dios Sepultado estaba acaso allí. Una vez hundió el brazo hasta el codo, estirando los dedos con la esperanza de que aquello que aguardaba allí abajo le cogiera la mano. El agua estaba aterradoramente fría, tan fría que parecía quemar, pero mantuvo el brazo sumergido hasta que ya no aguantó más. Cuando lo retiró, el agua goteó despacio de sus dedos como aceite, y contempló decepcionado su mano vacía y adormecida.
Empezó a rendir tributo al Dios Sepultado. Exhumó los cadáveres del bosque y les desprendió las cabezas, junto con algunos de los huesos más grandes de brazos y piernas. Fue el principio de la creación del santuario, el altar para venerar a la entidad que no podía nombrar pero a la que consideraba su dios. Creó imágenes de deidades falsas a partir de su memoria fragmentada, tallándolas en madera con un cuchillo, y las mutiló en nombre de la otra.
Aún se sentía débil, demasiado débil para explorar más allá, o buscar la civilización. Debería haber muerto ese invierno, pero no fue así. Incluso llegó a preguntarse si era mortal. El Dios Sepultado le dijo que no lo era. Cuando llegó la primavera, el pasajero comenzó a explorar sus dominios a mayor distancia. Encontró una vieja cabaña: las paredes eran de troncos gruesos, pero no tenía puerta desde hacía tiempo y la techumbre se había hundido. Empezó a reconstruirla.
En marzo, un hombre entró en su territorio: un joven excursionista, desarmado. El pasajero lo mató con una lanza que se había fabricado, y esperó a que otros acudieran en su busca, pero no fue nadie. Se apoderó de todo aquello que encontró en la mochila del hombre y podía serle de utilidad, así como de un billetero con trescientos veinte dólares en efectivo, pese a que aún quedaba una gran cantidad de dinero en el avión, junto con una cartera llena de papeles que para él no tenían ningún sentido.
Al cabo de dos semanas realizó, con sumo cuidado, su primera incursión en la civilización, ocultando el cráneo deformado bajo la gorra del excursionista muerto. Compró comida y sal, y unas cuantas herramientas y munición para la pistola, todo ello señalando los artículos que deseaba. Echó un vistazo a un rifle, pero no tenía documentación con la que identificarse. Se conformó, pues, con un arco de caza usado, y todas las flechas que pudo permitirse. Habría podido encontrar la manera de perderse una vez más en una ciudad o un pueblo, pero temía que su aspecto llamara la atención. También sabía que estaba incapacitado y que no podía llevar a cabo cualquier tarea social salvo las más básicas. En el bosque se sentía más a gusto. Allí estaba a salvo, a salvo con el Dios Sepultado, y quizás, a medida que se fortaleciera, encontrara a ese dios y lo liberara. Eso no podía hacerlo desde una ciudad.
Por consiguiente, se quedó escondido en el bosque, rezó al Dios Sepultado y procuró limitar todo contacto con los humanos. Desarrolló una gran habilidad para eludir a los trabajadores de las compañías papeleras y a los guardabosques. Al año siguiente el pasajero mató a otro excursionista, pero sólo porque éste llegó al fortín y descubrió allí cerca el santuario. Esas intrusiones eran poco habituales, porque algo en aquel fortín mantenía a la gente a distancia, o bien porque ya casi nadie conocía su existencia. Análogamente, nadie había pisado la cabaña desde hacía décadas, hasta que la encontró el pasajero, dado que en el terreno despejado para construirla había brotado nueva vegetación, y la estructura permanecía prácticamente invisible.
Sólo una vez se sintió amenazado de verdad. Había ido al avión para reabastecerse de dinero, porque tenía que prepararse para otro invierno. Había entrado en el aparato a través de la portezuela de lona de la parte de atrás, fijándose una vez más en lo mucho que se había hundido en la tierra el fuselaje. Quizá pasaran años, pero con el tiempo el avión desaparecería por completo. Retiró un trozo de moqueta podrida y levantó el panel oculto bajo ella para coger el dinero.
Se disponía a meter la mano en la bolsa cuando una cegadora punzada de dolor blanco lo asaltó, como si le hubieran clavado una esquirla de metal en el cerebro a través del oído derecho. Esas acometidas le sobrevenían con una frecuencia cada vez mayor, pero ésa fue la peor hasta el momento. Se adueñó de todo su cuerpo, y las convulsiones fueron tan violentas que se rompió dos dientes inferiores. La cabina del avión empezó a estrecharse en torno a él y experimentó la terrible sensación de que se estaba cayendo y de que ardía. Acto seguido el mundo se oscureció, y cuando abrió los ojos de nuevo, había salido a rastras del avión y la niña estaba cerca, moviéndose en círculo en torno a él, aproximándose cada vez más. Estaba enfadada con el pasajero por haber eliminado al excursionista, porque lo quería para ella. Él tenía que alejarse de la niña, pero se le había alterado el sentido de la orientación. Hizo ademán de coger la pistola, pero había desaparecido, y sospechó que se la había quitado la niña. Ella detestaba esa pistola. Su ruido la perturbaba, y parecía saber que era importante para él, que sin eso sería más vulnerable. Tuvo que mantener a la niña a raya con piedras hasta que, por pura suerte, consiguió a duras penas regresar a la cabaña, ya que, en su estado de confusión y dolor, fue incapaz de encontrar el fortín. Allí atrancó la puerta para protegerse de ella, y desde su camastro la oyó arañar la madera, intentando entrar por la fuerza.
Cuando por fin se sintió con energía suficiente para salir, descubrió en la puerta las marcas resultantes de los esfuerzos de la niña, y extrajo una de sus uñas viejas y torcidas de la madera blanca bajo la corteza. Volvió al avión y encontró los restos de una fogata, y percibió cambios en el interior. El dinero había desaparecido, pero, por suerte, el pasajero había tenido la sensatez de dividirlo en tres partes, dejando una en la cabaña y otra envuelta en plástico y enterrada detrás del fuerte. Pero el dinero no le preocupaba tanto como la intrusión y el riesgo inminente de ser descubierto.
Retiró sus pertenencias de la cabaña y el fortín, las envolvió en plástico y las enterró. Ocultó el santuario bajo un manto de hojas, ramas y musgo que había construido en previsión de tal contingencia; luego se retiró muchos kilómetros al norte, donde se había construido un refugio. Al cabo de un mes se arriesgó a volver a la cabaña y, para su sorpresa, vio que todo seguía como antes y nadie había acudido en busca del avión. No se lo explicaba, pero se alegró. En medio del bosque, prosiguió su culto solitario y su búsqueda solitaria. Mantuvo bajo control su anhelo de matar, consciente de que si sucumbía a él, al final atraería a la gente.
Hasta esa semana, en que había eliminado a los dos excursionistas y ofrendado los restos de la mujer al Dios Sepultado.
Por eso había regresado al fortín, al menos durante un tiempo. La niña siempre se enfurecía cuando él mataba, y su ira se prolongaba durante varios días. Al igual que sucedió con el excursionista mucho tiempo atrás, se encolerizó porque quería a la pareja para ella. Quería compañía. Matando a quienes se extraviaban en el territorio de la niña, el pasajero la privaba de esa compañía, y la precaria tregua que existía entre ellos corría peligro. En esas ocasiones, el pasajero se refugiaba en la cabaña o, más a menudo, en el fortín, y desde la seguridad del interior observaba cómo acechaba la niña montada en cólera al otro lado de sus paredes, lanzando amenazas al viento en susurros. Luego la niña desaparecía, y él no volvía a ver ni rastro de ella durante semanas.
Cuando eso sucedía, el pasajero imaginaba que quizá la niña se retiraba para dar rienda suelta a su resquemor.
Así que el pasajero dejó a la niña con su furia. Se metió en el saco de dormir en el fortín y procuró conciliar el sueño, pero éste no le vino. Últimamente el Dios Sepultado hablaba con voz cada vez más alta, desesperado por comunicarle algo, pero el pasajero era incapaz de interpretar el mensaje, y por tanto la frustración de ambos iba en aumento. El pasajero deseó que el Dios Sepultado se callara. Quería paz. Quería reflexionar acerca del hombre y la mujer a los que había matado. Había disfrutado quitándoles la vida, en particular a la mujer. Había olvidado el placer que eso le proporcionaba.
Deseaba matar a otra persona, y pronto.