Delante de la residencia Cronin, apoyé la guía Gazetteer en el volante para intentar deducir el itinerario de Harlan Vetters y Paul Scollay el día que hallaron el avión. Marielle Vetters me había contado que, según los cálculos de su padre, él y su amigo habían seguido el rastro del ciervo durante cuatro horas o más, desplazándose hacia el noroeste o el nornoroeste casi todo el tiempo, o eso les pareció. Existía una pista forestal en dirección norte desde Falls End. Fue la que siguió Phineas en su cacería ilegal de osos, y también parecía la ruta más probable para Vetters y Scollay. Se desviaba hacia el nordeste al cabo de casi veinte kilómetros, como si la pista hubiese sido concebida de manera específica para disuadir a la gente a aventurarse más al noroeste: el lugar donde la pista cambiaba de dirección era probablemente el punto más cercano a Fort Mordant. Desde allí nos adentraríamos en el bosque a pie. Yo había contemplado la posibilidad de usar quads, pero su transporte resultaba complicado, y además hacían mucho ruido, y nosotros no éramos los únicos que buscaban ese avión. El sonido de cuatro quads a través del bosque podía costarnos la vida.
Estaba tan absorto en el mapa, casi como si me encontrara ya en la espesura de esos bosques, que el timbre del teléfono se me antojó una distracción molesta y ni siquiera eché una ojeada al número antes de contestar. Sólo cuando pulsé el botón verde me acordé del mensaje que había dejado en el contestador de Marielle Vetters, y de la posibilidad de que la policía lo hubiera escuchado, pero para entonces ya era demasiado tarde.
Afortunadamente, era Epstein quien estaba al otro lado de la línea. Telefoneaba desde Toronto. Oí el tráfico de fondo y, al cabo de un momento, el rugido de un avión de reacción ahogó las palabras de Epstein.
—Tendrá que repetírmelo —dije—. No lo he oído.
Esta vez lo oí con toda claridad.
—He dicho: «Sé quién era el pasajero de ese avión».
La viuda de Wildon recordaba a Epstein. Se habían visto sólo una vez, dijo, en un acto destinado a recaudar fondos para recoger muestras de ADN de supervivientes del Holocausto a fin de que miembros de familias separadas pudieran reunirse, y pudieran identificarse a su vez los restos humanos anónimos, iniciativa que pasaría a formar parte del Proyecto ADN Shoá. Ésa fue la primera vez que Wildon y Epstein se veían cara a cara, aunque cada uno conocía el trabajo del otro. Eleanor Wildon se acordaba del apretón de manos de los dos hombres, y de que después ya no volvió a ver a su marido durante el resto de la velada. También Epstein recordaba esa noche, pero, satisfecho por conocer a un espíritu afín, había olvidado por completo la presencia de la mujer de Wildon.
Estaban sentados en el salón del piso de ella, que ocupaba toda la planta superior de un lujoso bloque de apartamentos de Yorkville. Un par de cuadros de Andrew Wyeth colgaban a ambos lados de la chimenea de mármol: estudios hermosos y tiernos de hojas otoñales, los dos de la última etapa del pintor. Epstein se preguntó si todos los artistas, cuando se acercaban al final de sus vidas, se sentían atraídos por imágenes del otoño y del invierno.
En la mesa, ante ellos, había dos tazas de té preparado por la propia señora Wildon. Vivía allí sola. No era una mujer especialmente guapa, nunca lo había sido. A primera vista, tenía unas facciones corrientes, un rostro sin nada fuera de lo común. Aunque su marido no hubiese distraído a Epstein en su anterior encuentro, Epstein difícilmente habría reparado en ella, o no se habría fijado en absoluto. Incluso allí, en su propia casa, parecía fundirse con el mobiliario, el papel pintado de las paredes, las cortinas. El estampado de su vestido era reflejo de las texturas y los colores de las telas, y le confería un aire camaleónico. Sólo después, cuando ya se había despedido de ella, comprendió Epstein que era una mujer que se escondía.
—Tenía un alto concepto de usted —dijo la señora Wildon—. Aquella noche volvió tan animado como no lo veía desde hacía años. Yo pensaba que todo eran tonterías, esas historias suyas sobre ángeles, esa fascinación por el Fin de los Tiempos. No era algo inofensivo, era demasiado extraño para eso, pero yo lo toleraba. Todos los hombres tienen sus excentricidades, ¿no? Las mujeres también, supongo, pero las de los hombres están más arraigadas: tiene que ver con su infantilismo, creo. Se aferran al entusiasmo de la infancia.
Por cómo lo decía no parecía considerarlo una cualidad positiva.
—Pero eso empeoró cuando lo conoció a usted —continuó ella—. Creo que avivó usted su fuego.
Epstein bebió un sorbo de té. La acusación era ostensible, pero él no desvió la mirada ni manifestó pesar. Si esa mujer quería echar la culpa a alguien por lo que les había ocurrido a sus hijas, quizá también a su marido, él aceptaría ese papel siempre y cuando le contara lo que sabía.
—¿Qué buscaba su marido, señora Wildon?
—Pruebas —contestó ella—. Pruebas de la existencia de vida más allá de ésta. Pruebas de que había un mal más allá de la codicia y el egoísmo humanos. Pruebas de que tenía razón, porque él siempre quería tener la razón en todo.
—Pero en su trabajo había también un componente moral, ¿no?
Ella se echó a reír, y cuando su risa se desvaneció, quedó en su rostro una mueca de desprecio. Epstein tomó conciencia de que Eleanor Wildon le desagradaba, y no sabía por qué. Sospechaba que era una mujer superficial, y dejó vagar la mirada alrededor una vez más, buscando algo en los muebles, los cuadros y los adornos que confirmara esa opinión. Vio entonces el pequeño marco con la fotografía de dos niñas en un estante, entre piezas de porcelana Lladró, y se avergonzó de sí mismo.
—¿Un componente moral? —preguntó la señora Wildon. La mueca de desprecio permaneció durante un par de segundos antes de desvanecerse, y cuando volvió a hablar, se movía por otras habitaciones, vivía otra vida, y su voz llegaba de algún lugar lejano—. Sí, supongo que lo había. Establecía conexiones entre homicidios y desapariciones. Hablaba con policías retirados, contrataba a investigadores privados, visitaba a parientes afligidos. Cuando morían personas buenas en circunstancias anómalas, o se esfumaban y nunca volvía a vérselas, intentaba averiguar todo lo que podía sobre ellas y sobre sus vidas. Muchos de los casos eran lo que aparentaban: accidentes, situaciones domésticas que degeneraban en violencia, o la simple desgracia de tropezarse con la persona que no convenía en el momento menos oportuno y sufrir a causa de ello. Pero algunos…
Se interrumpió, y se mordió el labio.
—Siga, señora Wildon. Por favor.
—Algunos, según creía, eran responsabilidad de un mismo hombre, que viajaba por los estados del norte, tanto en este país como en el de usted. Ciertos investigadores de la policía coincidían con él, pero nunca consiguieron establecer la conexión, y en cualquier caso todo era…, ¿cómo se dice?…, «circunstancial»: una cara en medio de una multitud, una figura vislumbrada en un monitor de vídeo, nada más. Yo vi las imágenes. A veces lo acompañaba otro: un hombre espantoso, calvo, con una hinchazón aquí.
Se llevó una mano al cuello, y Epstein se sobresaltó.
—Brightwell —dijo—. Ése se llamaba Brightwell.
—¿Y el otro? —preguntó la señora Wildon.
—No lo sé. —Wildon le había insinuado algo al respecto en sus mensajes crípticos a Epstein. Lo apasionaba lo gnómico y lo oculto.
—Lástima —dijo ella—, porque fue él quien mató a mis hijas.
Lo dijo con tal naturalidad que, por un instante, Epstein creyó haberla oído mal, pero no era así. La señora Wildon tomó un poco de té y prosiguió.
—Lo que le interesaba a mi marido era que esos hombres, o unas personas que se les parecían mucho, salían por lo visto, con idénticas facciones, en fotografías e informes de crímenes cometidos treinta, cuarenta o incluso cincuenta años antes. Puede que hubiera también una mujer, pensaba él, pero ella no estaba tan involucrada, o era más cauta. Se preguntaba cómo era posible, y se le ocurrió una respuesta: no eran hombres ni mujeres, sino otra cosa, algo viejo e inmundo. Qué absurdo. Estoy segura de que usé esa palabra al hablar con él: «absurdo». Pero aquello me asustaba igualmente. Yo quería que lo dejara correr, pero estaba tan obsesionado, tan convencido de que todo era verdad…
»Y entonces se llevaron a mis niñas y las enterraron vivas en un hoyo, y supe que no era absurdo. No hubo advertencias, ni amenazas contra nuestra familia para disuadir a mi marido de seguir metiendo las narices en sus asuntos. Sólo hubo castigo.
Dejó la taza en la mesa y apartó el platillo.
—La culpa la tuvo mi marido, señor Epstein. Esos otros, fuesen quienes fuesen, o lo que fuesen, mataron a mis hijas, pero mi marido los atrajo hacia nosotros, y yo lo odié por eso. Lo odio aún, y lo odio también a usted por haberlo alentado. Los dos son culpables de permitir que mis hijas se asfixiaran en un pozo de tierra.
Volvió a emplear esa misma voz neutra. No asomaba la menor ira en ella. Podría haber estado hablando de devolver un vestido defectuoso a una tienda, o de una película que la había decepcionado.
Después, su marido y ella se distanciaron, como restos de un naufragio separados por mareas cambiantes. Ella compartía su deseo de encontrar y castigar a los responsables de la muerte de sus hijas, pero no quería que su marido permaneciese en la misma casa que ella, en la misma habitación o en la misma cama. Él se marchó de casa y se fue a vivir a uno de los apartamentos de su propiedad, perdió todo interés en sus negocios y en su mujer, y ella en él. Sólo los unían los recuerdos, y una especie de odio.
—Hasta que la noche del trece de julio de 2001 me telefoneó. Dijo que había encontrado al asesino de nuestras hijas, el hombre de las fotografías. Vivía en las afueras de Sagueney, en un camping de caravanas rodeado de cuervos.
—¿Y qué nombre tenía?
—Se hacía llamar señor Malfas.
Una elección interesante, pensó Epstein: Malfas, uno de los grandes príncipes del infierno, un farsante, un embaucador.
El Señor de los Cuervos.
—Mi marido me dijo que lo tenían. Lo habían drogado, y existían pruebas de lo que había hecho ese hombre, o planeaba hacer.
—¿Él y quién más lo tenía?
—Un hombre que a veces ayudaba a mi marido en su trabajo. Douglas algo… Douglas Ampell. Era piloto.
—Ah —dijo Epstein. Había acertado, pues, en cuanto al origen del avión—. ¿Y qué pruebas encontró su marido?
—Farfullaba. Tenía prisa. Debían llevarse a ese hombre, a ese Malfas, antes de que sus amigos descubrieran lo que ocurría. Dijo algo de unos nombres, una lista de nombres. Eso es todo.
—¿Dijo qué pensaba hacer con Malfas?
—No, sólo que se lo llevaban para que lo interrogara otra persona, alguien que lo comprendería, alguien que lo creería. Ésa fue la última vez que hablamos, pero me advirtió de que si algo le pasaba, o si yo no volvía a saber de él, debía guardar silencio. Había dinero en fideicomisos, en cuentas ocultas, y podía vender la casa. Sus abogados disponían de todos los detalles. Yo no debía buscarlo, y tenía que enviarle a usted, y sólo a usted, todas las pruebas que había reunido.
Epstein se quedó desconcertado.
—Pero yo no recibí nada de usted.
—Eso es porque lo quemé todo, hasta el último papel —respondió ella—. Aquello les costó la vida a mis hijas, y al estúpido de mi marido. No quería saber nada más de eso. Hice lo que me dijo que hiciera. Guardé silencio, y viví.
Por fin, Epstein tuvo la certeza.
—Iba de camino a Nueva York —dijo Epstein—. Era a mí a quien llevaba a Malfas.
—Sí —dijo la señora Wildon, esa mujer vacía, ese cascarón de dolor, quebradiza como las figurillas de Lladró que la miraban desde los estantes—. Y me dio igual. Mi marido no lo entendió. Nunca lo entendió.
—¿Qué no entendió, señora Wildon?
La señora Wildon se puso en pie. La entrevista había terminado.
—Que eso no nos las devolvería —dijo—, que no me devolvería a mis niñas. Ahora discúlpeme, pero tengo que coger un avión. Me gustaría que se marchara ya de mi casa.
Malfas. Advertí que había escrito el nombre en la hoja de la guía Gazetteer abierta.
—Malfas era el pasajero del avión —explicó Epstein—. Ampell desapareció el mismo día que Wildon. Tenía un Piper Cheyenne, estacionado esa semana en un pequeño aeródromo privado al norte de Chicoutimi. Nunca se ha encontrado el avión, y Ampell no presentó ningún plan de vuelo. No querían atraer la atención, ni hacia ellos ni hacia su carga. No querían que nadie sospechara, pero Wildon tenía que decírselo a su mujer. Quería informarla de que había conseguido encontrar a ese hombre, sólo que a ella le daba igual. Culpaba a su marido de lo que les había pasado a sus hijas: Malfas era sólo el instrumento.
»Y Malfas sobrevivió al accidente, señor Parker. Por eso no había cadáveres en el avión siniestrado. Él los sacó, o quizá también sobrevivieron, y los mató y se deshizo de los restos.
—Pero dejó la lista y el dinero —dije—. Puede que el dinero no fuera importante para él, pero la lista sí lo era. Si sobrevivió y le quedaban fuerzas suficientes para matar a los demás supervivientes, ¿por qué dejó la lista donde podían encontrarla?
—No lo sé —respondió Epstein—, pero es un motivo más para andarse con mucho cuidado en esos bosques.
—¿No creerá que él sigue allí?
—Lo habían descubierto, señor Parker. Esas criaturas se esconden, sobre todo cuando se ven amenazadas. Esos bosques son inmensos. Pueden ocultar un avión, y por tanto pueden ocultar a un hombre. Si sigue vivo, ¿dónde puede estar, si no?