El Desatino de Wolfe quedaba oculto del sol poniente tras pinos formidables; más que una fortaleza era el recuerdo de una fortaleza erigida por el propio bosque, con sus contornos desdibujados por los arbustos y la hiedra, y los tejados de casi todos los edificios hundidos ya hacía tiempo, permaneciendo en pie sólo las paredes de troncos.
Su verdadero nombre era Fort Mordant, por Sir Giles Mordant, un asesor del general Wolfe y el primero en proponer su construcción. El fortín se concibió como almacén de abastecimiento y lugar de refugio, un eslabón en una cadena de pequeños fortines como ése que, con arreglo a los planes existentes, iría desde los asentamientos británicos en la costa este hasta el río St. Lawrence, al noroeste de los territorios franceses, como parte de un nuevo frente desde el que hostigar a Quebec. Por desgracia, los vaivenes de la fortuna en tiempos de guerra habían invalidado el fortín para ese cometido, y la firma del Tratado de París en 1763 puso fin a su razón de ser. Por esas fechas, el propio Wolfe había muerto, caído en la Batalla de las Llanuras de Abraham contra su enemigo Montcalm, y Sir Giles había sido enviado a casa con una herida en el pecho de la que nunca se recuperó plenamente, y murió a la edad de treinta y tres años.
En 1764 se decidió abandonar el fortín y mandar a su pequeña guarnición al este. Para entonces había cuajado el nombre de Desatino de Wolfe: pues aunque la culpa de la construcción del fortín era más bien atribuible al propio Mordant, fue un «desatino» por parte de Wolfe prestarle oídos ya desde el comienzo. Algunos sostenían que Wolfe debía una considerable suma de dinero a Mordant, y que se vio obligado por ello a respaldar su proyecto; otros opinaban que Mordant era un cretino y que Wolfe prefería tenerlo concentrado en su fortín a sufrir sus intromisiones en aspectos más importantes de la guerra. Fuera cual fuese el motivo de su edificación, no dio suerte a ninguno de los dos, ni tuvo la menor incidencia en el desenlace del conflicto.
El hombre a quien se confió la tarea de comunicar la decisión de cerrar el fortín y supervisar su evacuación fue el teniente Buckingham, que viajó al noroeste en abril de 1764 acompañado de una sección de infantería. Cuando aún estaban a tres días de marcha del fortín, les llegaron los primeros rumores. Se cruzaron con un misionero cuáquero llamado Benjamin Woolman, pariente lejano del James Woolman de Nueva Jersey, una destacada figura en el naciente movimiento abolicionista. Benjamin Woolman había asumido la responsabilidad de inculcar el cristianismo a los nativos, y se sabía que actuaba como intermediario entre las tribus y las fuerzas británicas.
Woolman informó a Buckingham de que la guarnición del fuerte Mordant había efectuado una expedición punitiva contra una aldea abenaki una semana antes o algo así, y que había matado a más de veinte nativos, incluidos, según se dijo, mujeres y niños. Cuando Buckingham solicitó información sobre el motivo de la matanza, Woolman contestó que ignoraba las razones. Un grupo nativo tan reducido, poco más que una única extensa familia, no podía haber planteado una gran amenaza para el fortín o sus ocupantes, y, por lo que sabía Woolman, no existían tensiones especiales entre los soldados y los nativos. Los abenakis consideraban la construcción del fortín una prueba de locura. Más importante aún, ellos tendían a evitar la zona del bosque en la que se hallaba, y la calificaban de majigek, término que Woolman tradujo como «malévola». De hecho, ésa era una de las razones por las que Mordant había elegido el lugar para erigir el fortín. Una de sus pocas y meritorias cualidades era su interés en las tradiciones de la población nativa, y dejó tras de sí docenas de cuadernos con anotaciones, textos y dibujos sobre el tema. Los franceses dependían de sus guías nativos, y si esos guías se resistían a entrar en ciertas zonas del bosque, un fortín situado en un sitio así sería relativamente inmune a los ataques. Por tanto, no existía motivo lógico alguno para que los abenakis fueran atacados por los británicos.
Woolman también contó que cuando intentó recabar más información sobre lo ocurrido, el capitán Holcroft, el comandante, le denegó el acceso a Fort Mordant, y a partir de ese momento Woolman dudó de la salud mental del oficial. Temía asimismo por la seguridad de la mujer y la hija de Holcroft. Desoyendo los consejos de todos, Holcroft insistió en que su familia se reuniera con él cuando asumió el mando del fortín. Woolman se dirigía hacia el este con la esperanza de comunicar sus inquietudes a las autoridades correspondientes, y por lo tanto accedió a acompañar al teniente Buckingham y a sus hombres de regreso al fuerte Mordant.
Cuando aún se hallaban a cierta distancia, vieron cómo los buitres sobrevolaban el fortín. Al llegar allí se encontraron las puertas abiertas y a todos muertos en el interior. No había señales de ataque indio. Más bien daba la impresión de que se había originado una disputa interna en la guarnición, y de que los soldados habían luchado entre sí. Los uniformes ya no eran la vestimenta reglamentaria, sino que incorporaban a modo de accesorios trozos de hueso, tanto humanos como animales, y llevaban los rostros pintados simulando máscaras feroces. Habían muerto en su mayoría de heridas de bala, y el resto a cuchillo o espada. La mujer del capitán Holcroft fue hallada en sus aposentos: le habían extraído el corazón. Del marido y la hija no se halló inicialmente el menor rastro. En una búsqueda posterior por el bosque circundante aparecieron los restos del capitán Holcroft, y allí, por primera vez, se observaron indicios de presencia abenaki: a Holcroft le habían arrancado la cabellera, y su cuerpo había sido mutilado y colgado de un árbol.
Mientras los hombres de Buckingham enterraban los cadáveres, Buckingham y Woolman fueron en busca de los abenakis. Buckingham era reacio a reunirse con ellos sin la protección de sus hombres, ya que los abenakis habían combatido del lado de los franceses, y los británicos aún conservaban un vivo recuerdo de sus atrocidades. Después del asedio y la posterior matanza en Fort William Henry en 1757, Robert Rogers, comandante de los rangers, encontró seiscientas cabelleras, en su mayoría británicas, decorando la aldea abenaki de St. Francis, y en venganza la arrasó. Las relaciones con los abenakis siguieron siendo inestables. Woolman le aseguró a Buckingham que, con él como intermediario, y sin dar señales de intenciones hostiles, estarían a salvo. En respuesta, Buckingham masculló que los restos profanados de Holcroft no suponían una gran tranquilidad, y que consideraba el asesinato del oficial, fuera cual fuese la razón, un acto de guerra por parte de los nativos.
Después de cabalgar durante tres horas, durante las cuales Buckingham se sintió observado por los abenakis y bajo la amenaza potencial de sus cuchillos, les salió al paso un grupo de nativos fuertemente armados, que enseguida rodeó a los dos hombres. El jefe se presentó como Tomá, o Thomas. Llevaba un crucifijo al cuello, y había sido bautizado en la fe católica por unos misioneros franceses, aceptando Thomas como nombre de pila. Buckingham no sabía qué lo desazonaba más, si verse rodeado de abenakis o rodeado de católicos. Aun así, Tomá y él se sentaron juntos y, con Woolman en funciones de intérprete, los abenakis les contaron lo sucedido en el fortín.
De la mayor parte de lo que se dijo no quedó constancia oficial. El informe de Buckingham acerca de lo que se describió como «incidente de Fort Mordant» explicaba sólo que se había desencadenado una disputa por causas desconocidas, exacerbada posiblemente por el alcohol, de resultas de la cual murió toda la guarnición, incluidos su comandante, el capitán Holcroft, y su mujer. El papel desempeñado por los abenakis en el asesinato de Holcroft sólo quedó claro cuando se descubrió el diario personal de Woolman después de su muerte, pero Woolman también suavizó gran parte de las revelaciones de Tomá, al parecer de mutuo acuerdo con Buckingham. No obstante, el contenido del diario de Woolman explicaba en cierto modo por qué Buckingham consintió que el homicidio de otro oficial a manos de los abenaki no fuera denunciado ni castigado. Buckingham era un militar profesional y comprendía que, a veces, una mentira era preferible a una verdad que podía mancillar la reputación de su preciado ejército.
El diario de Woolman ofrecía unos cuantos detalles pertinentes. El primero era que Holcroft había sido descubierto por los abenakis mientras le daba caza aparentemente a su propia hija; sin embargo, a pesar de los esfuerzos de los propios abenakis y una posterior búsqueda a cargo de Buckingham y sus hombres, la niña nunca fue hallada. En segundo lugar, los abenakis católicos le contaron a Woolman que, en efecto, habían planeado matar a los ocupantes del fortín en represalia por la anterior matanza. Los pocos guerreros dispuestos a vencer su propio miedo a aquel territorio eran todos católicos conversos, pero iban provistos además de tótems de su tribu. Al llegar al fortín se encontraron con que los soldados ya les habían ahorrado el trabajo, y tuvieron que conformarse con buscar venganza sólo en Holcroft, a quien Tomá describió empleando la misma palabra que Woolman había utilizado cuando se reunió con Buckingham por primera vez: majigek.
Por último, según Woolman, los abenakis afirmaron que Holcroft, antes de morir, recobró la cordura y suplicó clemencia a sus torturadores. Woolman admitía que le costaba entender la descripción ofrecida por Tomá de las últimas palabras de Holcroft, y se vio obligado a aclararlas en un francés vacilante, cosa que sirvió de poco. Holcroft, al parecer, había despotricado en inglés, idioma que Tomá conocía poco; en francés, que Tomá conocía algo más, y en un popurrí de lenguas passamaquoddy y abenaki que Holcroft había aprendido durante sus destinos en la región, ya que se sabía de él, como del propio Mordant, que era un estudioso de las lenguas y un hombre civilizado.
Según entendió Woolman, Holcroft decía haber perpetrado la matanza de abenakis por orden del tsesuna, el Dios Cuervo que llamaba a su ventana con el pico. También se refirió a él como apockoli, el Dios del Revés, que le hablaba desde detrás de su espejo al afeitarse y a veces lo llamaba desde las profundidades del bosque, donde se oía su voz burbujeando desde debajo de la tierra. Era esa misma entidad, ese demonio, quien había inoculado a sus hombres la locura, y los había vuelto a unos contra otros.
Holcroft había utilizado también otra palabra en relación con esa divinidad antes de que los abenakis empezaran a torturarlo: era ktahkomikey, término aplicado a las avispas, en particular a cierta especie que anidaba en el suelo.
Holcroft había muerto pronunciando a gritos el nombre del Dios de las Avispas.