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Cuando yo era pequeño, pensaba que todo el que pasaba de treinta años era viejo: mis padres eran viejos, mis abuelos eran muy viejos, y después ya sólo había gente que estaba muerta. Ahora mi concepción de la edad era más sutil: en mi círculo inmediato había personas que eran más jóvenes que yo, y personas que eran mayores. Con el tiempo habría muchos más de los primeros que de los segundos, hasta que al final quizás yo mirara alrededor y descubriera que era el más viejo de los presentes, lo cual probablemente sería mala señal. Recordaba a Phineas Arbogast casi como un anciano, pero posiblemente no pasaba de los sesenta cuando lo conocí, y quizá fuera incluso más joven, pese a que había tenido una vida dura y llevaba todos sus años grabados en la cara.

Phineas Arbogast era amigo de mi abuelo, y vaya si hablaba por los codos. Algunos cambiaban de acera cuando veían acercarse a Phineas, o se metían de pronto en una tienda para eludirlo, incluso si eso conllevaba comprar algo que no necesitaban, sólo por no verse arrastrados a una conversación con él. Era un hombre encantador, pero cada incidente de su día, por intrascendente que fuera, podía transformarse en una aventura de la magnitud de la Odisea. Incluso mi abuelo, un hombre de tolerancia aparentemente infinita, alertado de la llegada de Phineas por los resoplidos de su vieja furgoneta, había simulado que no estaba en casa cuando su amigo se dejaba caer sin previo aviso. En una de esas ocasiones, mi abuelo se vio obligado a esconderse debajo de su propia cama cuando Phineas fue de ventana en ventana, escrutando el interior con las manos ahuecadas contra el cristal, convencido de que mi abuelo estaba allí, en algún sitio, dormido o, Dios no lo quisiera, inconsciente, necesitando ser rescatado, lo cual habría proporcionado a Phineas otra historia que añadir a su colección en continuo crecimiento.

Con todo, la mayoría de las veces mi abuelo se sentaba y escuchaba a Phineas. Lo hacía en parte porque, enterrado en algún lugar de cada uno de los relatos de Phineas, se escondía una pizca de algo provechoso: un dato sobre una persona (mi abuelo, ya retirado, había sido ayudante del sheriff, y jamás perdió del todo la pasión de un policía por los secretos), un pequeño fragmento de historia o algún elemento del bosque sacado del acervo popular. Pero mi abuelo también escuchaba porque se daba cuenta de que Phineas se sentía solo: Phineas nunca se había casado y, según contaban, llevaba tiempo enamorado de una tal Abigail Ann Morrison, la dueña de una panadería de Rangeley que Phineas frecuentaba cuando iba a su cabaña en esa zona. Era una mujer soltera de edad indeterminada, y él era un hombre soltero de edad indeterminada, y, a saber cómo, habían conseguido dar vueltas el uno en torno al otro durante veinte años hasta que un coche golpeó de refilón a Abigail Ann Morrison mientras llevaba una caja de cupcakes a un acto parroquial, y allí terminó el baile de ambos.

Así que Phineas hilvanaba sus relatos, y a veces la gente lo escuchaba y a veces no. Yo había olvidado casi todos los que oí, casi todos, pero no todos. Uno en concreto se me quedó especialmente grabado: el relato de una perra desaparecida y una niña perdida en los Grandes Bosques del Norte.

La Residencia de la Tercera Edad y Centro de Rehabilitación Cronin se hallaba situada a ocho kilómetros al norte de Houlton. Vista desde fuera no era gran cosa: una serie de edificios inexpresivamente modernos construidos en la década de los setenta, decorados en la de los ochenta y estancados desde entonces, y en los que se restauraba y separaba la pintura y los paramentos cuando era necesario, pero sin alterarse jamás. Los jardines estaban bien cuidados, pero presentaban poco colorido. Cronin era, ni más ni menos, un rincón muy neutro de la sala de espera de Dios.

Fueran cuales fuesen las sutilezas en la definición del proceso de envejecimiento, no cabía duda de que Phineas Arbogast ya era muy viejo. Cuando llegué, estaba durmiendo en una butaca de la habitación que compartía con otro hombre relativamente más joven, y que leía un periódico en la cama, sus ojos enormemente ampliados por las gruesas lentes de las gafas. Esos ojos de búho se posaron en mí con expresión de alarma cuando me acerqué a Phineas.

—No irá a despertarlo, ¿verdad? —preguntó—. Sólo tengo paz cuando ese hombre duerme.

Me disculpé y dije que era importante que hablara con Phineas.

—Allá usted —dijo—. Pero permítame coger mi bata antes de despertar a este David Copperfield.

Esperé a que se levantara de la cama, se pusiera la bata y las zapatillas y se fuera a buscar algún sitio donde leer sin que lo molestaran. Me disculpé por segunda vez, y el viejo contestó:

—Mire lo que le digo, cuando ese hombre muera, el mismísimo Dios se marchará del cielo y se reunirá con el demonio en el infierno para descansar de su parloteo. —Se detuvo junto a la puerta—. No vaya a decirle que he dicho eso, eh. Bien sabe Dios que le tengo aprecio a ese viejo chocho. —Y se marchó.

Yo recordaba a Phineas como un hombre corpulento de barba castaña cana, pero los años habían consumido la carne de sus huesos del mismo modo que, en otoño, el viento despoja a un árbol de hojas antes de la llegada del invierno, y el eterno invierno de Phineas no andaba lejos. Los labios se le habían hundido al perder la dentadura, y se había quedado del todo calvo, si bien conservaba aún un poco de barba. Tenía la piel transparente, tanto que se podían contar las venas y capilares debajo de ella, y me pareció distinguir no sólo la forma de su cráneo, sino el propio cráneo. Según la auxiliar de enfermera que me había acompañado a su habitación, a Phineas no le pasaba nada: no tenía enfermedades graves más allá de esos achaques que aquejaban a tantas personas al final de su vida, y mantenía la mente lúcida. Se moría sencillamente porque le había llegado la hora. Se moría porque era viejo.

Arrimé una silla y le toqué el brazo con delicadeza. Él se despertó de repente, me miró con los ojos entornados y luego cogió las gafas de su regazo y las sostuvo sobre el caballete de su nariz sin llegar a ponérselas, como una duquesa viuda examinando una pieza de porcelana dudosa.

—¿Y tú quién eres? —preguntó—. Me suenas de algo.

—Me llamo Charlie Parker. Usted y mi abuelo eran amigos.

Su rostro se despejó, iluminado por una sonrisa. Me tendió la mano para darme un apretón, y noté que aún tenía fuerza.

—Me alegro de verte, muchacho —dijo—. Se te ve bien.

Me tendió también la mano izquierda y la unió a la derecha, como un hombre a quien salvaban de ahogarse.

—A usted también, Phineas.

—Condenado embustero. Dame una guadaña y una capucha, y podría pasar por la Parca en persona. Si me cruzo con un espejo cuando me levanto a mear por la noche, creo que es esa vieja cabrona, que por fin viene a por mí.

Lo asaltó un breve acceso de tos y tomó un sorbo de una lata de refresco que tenía junto a la silla.

—Me enteré de lo que les pasó a tu mujer y a tu hija, y lo siento mucho —dijo cuando se recuperó—. Tal vez no te guste que la gente te lo recuerde, pero yo tenía que decirlo.

Volvió a coger mi mano en la suya, me dio un último apretón y me soltó.

Yo llevaba una caja de caramelos bajo el brazo. Él la miró desconcertado.

—No me quedan dientes —explicó—, y con la dentadura postiza me las veo y me las deseo para comerme un caramelo.

—Descuide —respondí—. No le he traído caramelos.

Abrí la caja. Contenía cinco Cohibas Churchill. Los puros siempre habían sido su vicio, yo lo sabía. Mi abuelo compartía uno con él en Navidad, y luego se quejaba del olor durante semanas.

—Si uno no puede fumarse un habano, tendrá que conformarse con los mejores dominicanos —dije.

Phineas cogió uno de la caja, se lo acercó a la nariz y lo olfateó. Pensé que estaba a punto de llorar.

—Dios te bendiga —dijo—. ¿Te importa sacar a pasear a un viejo?

Contesté que no me importaba en absoluto. Lo ayudé a ponerse un suéter más y una bufanda; luego el abrigo y los guantes y un gorro de lana de vivo color rojo con el que parecía una boya a la deriva. Encontré una silla de ruedas, y juntos fuimos a dar un paseo por aquellos insípidos jardines. Encendió el puro en cuanto ya no se nos veía desde el edificio principal, y charló y fumó alegremente de camino a un pequeño lago ornamental situado en el linde de una arboleda de abetos, donde me senté en un banco y lo escuché un rato más. Cuando por fin tuvo que interrumpirse para tomar aliento, aproveché para dar otro rumbo a la conversación.

—Hace mucho, cuando yo era adolescente, nos contó usted una historia a mi abuelo y a mí —dije.

—Os conté muchas historias a los dos. Si tu abuelo siguiera aquí diría que, para su gusto, conté demasiadas. Una vez se escondió de mí debajo de la cama, ¿lo sabías? Se pensó que no lo veía, pero sí lo vi. —Se rió—. Ese viejo carcamal. Tenía la intención de echárselo en cara alguna vez, pero el condenado fue y se murió, y ya no pude.

Volvió a aspirar el humo del puro.

—Ésta era distinta —precisé—. Era una historia de fantasmas, sobre una niña en los Grandes Bosques del Norte.

Phineas retuvo el humo tanto tiempo que tuve la certeza de que de un momento a otro empezaría a salirle por las orejas. Finalmente, después de pensárselo bien, lo expulsó y dijo:

—La recuerdo.

«Claro que la recuerda», pensé, porque nadie se olvida de una historia como ésa, no si uno la ha vivido. Un hombre no olvida que fue una vez a buscar a su perra perdida —se llamaba Misty, ¿no?— en la espesura del bosque, y que cuando la encontró enredada entre unas zarzas, vio a una niña descalza que esperaba allí cerca, una niña que estaba y no estaba a la vez, muy joven y muy, muy vieja a la vez, una niña que afirmaba haberse perdido y estar sola al mismo tiempo que esas zarzas empezaban a enrollarse en torno a los pies del hombre, intentando retenerlo allí para que la niña tuviera compañía, para que pudiera llevárselo a rastras al lugar oscuro en el que moraba.

No, uno no olvida una cosa así, jamás. El relato que Phineas Arbogast nos contó a mi abuelo y a mí era verdad, pero no era toda la verdad. Él había deseado contar la historia, dar a conocer lo que había visto, pero ciertos detalles debían modificarse, porque uno tenía que andarse con cuidado ante esas cosas.

—Usted nos contó que vio a la niña en algún sitio cerca de Rangeley —recordé—. Dijo que ella era la razón por la que usted dejó de ir a su cabaña allí.

—Así es —contestó Phineas—. Eso dije.

Yo no lo miraba mientras hablaba, pero mantuve la voz baja, sin el menor tono de acusación o culpabilización. Aquello no era un interrogatorio, pero necesitaba conocer la verdad. Era importante si quería encontrar el avión.

—¿Cree que esa niña vaga de aquí para allá?

—¿Vagar? —preguntó Phineas—. ¿Qué quieres decir con eso?

—Lo que quiero saber es si los Grandes Bosques del Norte en su totalidad son su territorio, o si se ciñe a una zona pequeña. Porque presiento que está vinculada a un lugar, y tal vez tenga, digamos, una guarida, a falta de una palabra mejor. Podría ser donde descansa su cuerpo, y es allí adonde regresa, y no puede o no quiere alejarse mucho.

—No sabría decírtelo con toda seguridad —contestó Phineas—, pero imagino que podría ser así.

En ese momento lo miré. Le toqué el brazo y se volvió hacia mí.

—Phineas, ¿por qué dijo que estaba usted más allá de Rangeley cuando la vio? Ni siquiera se encontraba cerca de Rangeley. Estaba más al norte, pasado Falls End. Estaba en lo más hondo del Condado, ¿no?

Phineas contempló el puro.

—Me has echado a perder el cigarro —se quejó.

—No pretendo pillarlo en una mentira. No lo culpo por alterar los detalles de la historia. Pero es importante que me diga dónde estaba usted, con la mayor precisión posible, cuando vio a esa niña. Por favor.

—¿Y por qué no cambiamos una historia por otra? —propuso Phineas—. ¿Y si me cuentas para qué necesitas saberlo?

Así que le hablé de un viejo en su lecho de muerte, y de un avión en los Grandes Bosques del Norte, y le expliqué que el vínculo entre la historia sobre la búsqueda de un niño llamado Barney Shore, hallado por Harlan Vetters, y la del descubrimiento de ese avión era el fantasma de una niña. El avión se encontraba en su territorio, dondequiera que fuese, y pese a lo que contó Harlan Vetters sobre brújulas averiadas y la pérdida de la orientación, creo que él sí tenía una idea de dónde se hallaba exactamente ese avión. Quizás había preferido no dar a conocer el paradero porque no confiaba en su hijo, no del todo, o porque estaba moribundo y confuso, y no podía mantener sus pensamientos en orden.

O quizá sí dio a conocer ese detalle, pero sólo a su hija, y ella me lo había ocultado por las razones que fueran. Marielle no me conocía, y acaso deseara ver qué hacía yo con la información que me había facilitado antes de confiarme el elemento crucial y definitivo.

Cuando terminé, Phineas movió la cabeza en un gesto de aprobación.

—Ésa es una buena historia —comentó.

—Quién mejor que usted para saberlo —respondí.

—Nadie —dijo—. Nadie mejor que yo.

De tan absorto como se había quedado, se le había apagado el puro. Volvió a encenderlo, tomándoselo con calma.

—¿Qué hacía usted allí, Phineas?

—Caza furtiva —contestó en cuanto el puro tiraba ya a su entera satisfacción—. Osos. Y tal vez lloraba una muerte.

—La de Abigail Ann Morrison —dije.

—Tienes una memoria casi tan buena como la mía. Supongo que la necesitas, dado tu trabajo.

Volvió a contarme la historia más o menos como la había contado antes, pero ahora la ubicaba en lo más hondo del Condado, y dio un punto de referencia.

—Entre los árboles, detrás de esa niña, me pareció ver las ruinas de un fortín —dijo—. Invadido por la vegetación, se veía más bosque que fortín. Pero en aquellos bosques no hay más que un fortín. Dondequiera que esa niña esté escondida, dondequiera que se encuentre el avión, no se halla lejos del Desatino de Wolfe.

Refrescaba, pero Phineas no quería volver a su habitación, todavía no. Aún le quedaba la mitad del puro.

—Tu abuelo sabía que yo mentí acerca del lugar donde vi a la niña —dijo Phineas—. Yo no quería confesar que había estado cazando furtivamente, y él no quería saberlo, y no era asunto suyo si yo lloraba por Abigail Ann, pero quería que él comprendiera que había visto a la niña. Era la única persona a quien podía contárselo sin que se riera de mí, o me diera la espalda. En el Condado, ya por entonces, la gente no quería oír hablar de ese fortín. A esa niña aún la veo en sueños. Cuando has visto una cosa así, nunca la olvidas.

»Pero tú fuiste parte de la razón por la que cambié el paradero. No quería meterte en la cabeza ideas absurdas. Nosotros no hablamos de esa zona del bosque, no si podemos evitarlo, y no vamos allí. Si no hubiese sido por esa maldita perra, yo mismo nunca habría ido.

Yo había llevado un ejemplar de la guía Gazetteer de Maine, y con ayuda de Phineas delimité la zona donde se hallaba el Desatino de Wolfe. Estaba a menos de un día a pie de Falls End.

—¿Quién cree que es esa niña? —pregunté.

—No «quién» —corrigió Phineas—, sino «qué». Creo es un vestigio, un residuo de ira y dolor, todo ello unido en forma de niña. Incluso es posible que en otro tiempo fuera una criatura: dicen que hubo una niña en ese fortín, la hija del oficial al mando. Se llamaba Charity Holcroft. Desapareció hace mucho. Sea lo que sea lo que quede guarda la misma relación con ella que el humo con el fuego.

Y supe que lo que decía era cierto, porque yo había visto cómo la ira adoptaba la forma de una criatura muerta, y oído historias parecidas procedentes de Sanctuary Island, en el extremo opuesto de Casco Bay, y creía que parte de mi propia hija perdida seguía caminando entre las sombras, aunque ella no se componía íntegramente de cólera.

—Antes me preguntaba si era malvada, y llegué a la conclusión de que no —dijo Phineas—. Me habría hecho daño, pero no creo que fuera con mala intención, en realidad no. Puede que esté furiosa, y que sea un peligro, pero también se siente sola. También podría decirse que es malvada una tormenta de invierno, o un árbol que cae. Los dos pueden matarte, pero no se lo proponen conscientemente. Son fuerzas de la naturaleza, y eso con forma de niña es una especie de tormenta de emociones, un pequeño torbellino de dolor. Quizás haya algo tan horrendo en la muerte de los niños, tan contrario al orden de las cosas, que ese residuo, si se queda aquí, adopta de manera natural la forma de un niño.

Casi se había acabado el puro. Lo aplastó con el pie y luego desmenuzó la colilla y diseminó el tabaco en la brisa.

—Se nota que le he estado dando vueltas a esto a lo largo de los años —dijo—. Lo único que puedo asegurar es que ése es su lugar, y si vas a entrar allí, debes andarte con cuidado por si aparece. Ahora llévame a mi habitación, por favor. No quiero que el frío se me meta en los huesos.

Lo llevé de vuelta a la residencia en la silla de ruedas y nos despedimos. Su compañero de habitación estaba otra vez en la cama, leyendo todavía el mismo periódico.

—Lo ha traído de nuevo —dijo—. Tenía la esperanza de que lo ahogara. —Olfateó el aire—. Alguien ha estado fumando —comentó. Sacudió el periódico en dirección a Phineas—. Hueles a Cuba.

—Eres un viejo ignorante —repuso Phineas—. Huelo a la República Dominicana. —Se llevó la mano al bolsillo del abrigo y blandió otro Cohiba en dirección a su rival—. Pero si te portas bien y me dejas echarme la siesta en paz durante una o dos horas, a lo mejor te permito que me des un paseo hasta el lago antes de la cena, y te contaré una historia…